jueves, 25 de diciembre de 2008

25 de diciembre

Hola amig@s.

No está olvidado este blog, sino relegado a un segundo plano pues hay por ahí asuntillos que me tienen muy absorbido el tiempo... y las ganas de muchas cosas.

No obstante no puedo, ni quiero, aunque yo no comparta demasiado este ambiente de comilonas, de obligación de ser felices y de consumir como sea, con la que está cayendo; digo que no dejo pasar estas fiestas de amistad, de familia, de encuentros sin dejaros aquí mis deseos de que disfruteis estas fiestas en el mejor de los ambientes posibles. Que las compartais con las personas queridas y el recuerdo amable de los ausentes. Y que el próximo año, aunque lo pinten feo y peludo, permita también buenos momentos y si es posible, alguna dicha y alegría.

Con mi abrazo para tod@s y mi afecto sincero. PEDRO

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Marejada

Hace un tiempo solo pasan por esta mi esquina, que lo es vuestra, más recuerdos de gente ida que personajes en movimiento. Tal vez sea el otoño que se anuncia, la luz que va perdiendo su plenitud, las tardes que caen con mayor rapidez en la penumbra nocturna o simplemente que estando yo próximo a mi otoño vital, si es que no ando de patas en él, pasan los días teñidos de los colores del ocaso.

Una y otra vez, aquí frente al mar, es el recuerdo de Angelito el que se pasea con frecuencia. Ángel, setenta y tantos, tomó una mañana conmigo su copa de anís del Mono, montó en su vespino –‘adiós, hormiga atómica’, lo despedí como tantas veces- y salió en busca de su patera, la lancha le decía él, no sé si a calar el arte o a retirarlo. Era enero, un enero crudo y duro. Hacía viento racheado del nordeste y mi última palabra fue ‘cuídate’.

A la mañana siguiente, León, Leonardo en la partida de bautismo, me dio la triste noticia. ‘Ya no podrás invitar a más copas a Angelito. La que le pagaste ayer fue la última de su vida’.

El resto de la narración fue simple. Envuelto en su anorak heredado del hijo, pian, pianito llegó en su moto a casa. Cargó el pequeño motor fueraborda en la caja de fruta que siempre usaba como transportín. Llegó a dónde solía dejar su lancha. Con ayuda de algún muchacho de la playa colocó el motorcillo y, juntos, intentaron meter la barca en el mar.

La rompiente nacía con fuerza a más cuarenta brazas de la playa. No era fácil superarla y tras varios intentos en vano, el chaval le aconsejó, ‘Ángel, mejor lo dejas para más tarde, a ver si con la marea amaina el traqueo’.

Conociéndolo, Ángel debió decirle de ‘maricón’ para arriba, pues su repertorio de tacos era extenso y variado. Dijo que al calamento solo le quedaban ya tres piezas y que el temporal se las iba a llevar sin remedio. Fue inútil convencerle. Ya solo, setenta y tantos, no lo olvidemos, volvió a enfrentarse al mar.

Al primer envite, a los pocos pasos, dejó de empujar la paterilla, y se llevó una mano al pecho. Pocos momentos después, se derrumbó sobre el agua. Por muy pronto que acudieran a sacarlo, siempre sería ya tarde. El corazón le había estallado como una costura mal cosida. Allí mismo en la arena, alguien que tenía idea, le aplicó masaje cardíaco, intentó el boca a boca. Pero el resorte que tendría que hacerlo latir estaba roto como un viejo trozo de cabo, manchado de brea. Tardaron poco en cerrarle los ojos claros y taparle la cara con algún trozo de tela.

Había congeniado conmigo en varios años coincidiendo en la misma barra del bar madrugador, donde yo tomaba un par de cafés después de la caminata y antes de dirigirme al trabajo. Él, una o dos copas de anís, que la tercera no dejaba yo que la tomara. Los otros parroquianos me comentaban, en su ausencia, su extrañeza de nuestras charlas, pues era, decían, hombre de pocas palabras. Incluso alguien me advirtió de que era un poco bicho y solía despellejar con la lengua a conocidos y transeúntes.

Nombraba a la guardia Civil como ‘los cornúos’ por el tricornio ‘de dos picos’ que usaban antes. Echaba pestes de los grandes mercantes que con poca tripulación se cruzaba en alta mar y decía que con el piloto automático puesto, te arrollaban y ni se enteraban. Maldecía de sus compañeros que calaban en zonas próximas a él. Hasta de sus hijos renegaba porque según decía, ninguno había tenido c… para ser hombre de mar mientras él, analfabeto, había llegado a pilotar barcos grandes por Dakar o Casablanca.

Pero tenía una fibra delicada que yo tañía con tacto y cariño: pasó unos años de juventud por Huelva, novia incluida y cuando, a mi reclamo, evocaba aquellos tiempos, su costra de sal, requemada por el sol y las desgracias, dejaba paso a un corazón con pintas de romanticismo, que me mostraba casi al desnudo. Me contabas andanzas por aquellas playas, noches de mar y cantes, borracheras con vino de mi tierra y como lo máximo, se prodigaba en unas cuantas sonrisas de medio lado, que era lo más con que conseguía expresar que se sentía a gusto en aquellas charlas.

Llegué tarde a su entierro y toda la comitiva del duelo había desaparecido. Allí, una placa de hormigón cegando la boca del nicho entre él y yo, tuvimos el último rato de charla. Seguía soplando duro el nordeste y su voz me llegaba muy apagada. Tan tenue que desaparecía por momentos. Agachaba yo la cabeza y la oía mejor dejándola hablar dentro de mi pecho.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Esperador

De niños, hace cincuenta y tantos tacos de almanaque, éramos crueles con los gorriones. Tirachinas, escopeta de balines, pedradas a los nidos. Blandos con las golondrinas. La canción decía que desclavaron espinas de la frente de Cristo. Eran golondrinas verdaderas, con su blanco pecho que veíamos desde abajo y su frente y barba como dos rubíes y sus alas como flechas negras. En las ciudades grandes había más bien vencejos, más grises y chillones.

Cuando salíamos al campo con alguien mayor nos ilustraban con los nombres de los pájaros que veíamos. Nombres que cambian según regiones o comarcas. Zorzales, trigueros, estorninos, cogujadas –que en mi pueblo nombran ‘cujá’ en singular y ‘cujales’ en plural- pipitas –allí ‘pipiticas’- mirlos, grajillas, codornices, tórtolas o palomas torcaces –‘torcales’-.

Luego estaban los pajarillos de jaula. Los canarios, jilgueros, verdones, mixtos de canario y jilguero, que alegraban con su canto desde los patios más señoritos a las puertas de las humildes tiendecillas o las covachas de los zapateros remendones.

Por último, pero ocupando lugar de honor, las aves que venían en los libros, que protagonizaban poesías, canciones o prestaban su porte a blasones y escudos. La alondra, el ruiseñor, el halcón, el águila. Sí nos era familiar el milano que planeaba suave y a quien le atribuíamos escasa inteligencia.

En todo caso, salvo gorriones, golondrinas y los tristes prisioneros de las jaulas, pocos más eran los pájaros que convivían en el pueblo o la ciudad. Tal vez conocedores del poco respeto y la depredación a que se exponían.

Sin embargo hoy, el campo se ha convertido en una trampa con venenos en forma de pesticidas. Los insectos, las plagas, disminuyen en bien de la agricultura, pero en detrimento de la alimentación de estos pequeños seres, alegres en sus vuelos, que ven mermados sus nichos alimentarios.

Los ¿más osados? han decidido vivir cerca del hombre, que ya no es su depredador y se ha convertido en un casi amigo. En los parques, en los pequeños jardines o plazas ya no solo se ven gorriones o palomas. Ahora las pipitas se pasean haciendo reverencias con sus patas imposibles, con sus largas colas. Los mirlos caminan inclinados hacia delante como sacristanes antiguos. En el patio de un colegio, cuando aún estaba vacío vi no hace mucho una collera de urracas, como discutiendo si llevarse algo brillante a su nido.

Por donde paseo muchos días, cerca del pueblo, incluso sobre algunos tejados, los cuervos graznan, se graznan entre ellos o disputan sitios con distintas razas de gaviotas, de pardelas.

Pero quien me tiene ganado el corazón es un pajarillo que me acompaña a veces un trecho del camino. Suele estar en el suelo buscando no sé qué, o sí lo sé, y solo cuando estoy cerca, con un pequeño vuelo se aleja unos pocos metros hasta que casi lo alcanzo de nuevo, como jugando al corre que te pillo. Otras veces busca sitios más altos, tal vez para distinguirme mejor, pero como debe pesar muy pocos gramos, se sostiene sobre un tallo de hierba o sobre cualquier alambre de una cerca.

Su plumaje es discreto pero sin renunciar a ciertos toques elegantes. Su cabeza y su capa es parda, el vientre más claro, de un cobre sin brillo, pero es su larga colita, que despliega en sus pequeños vuelos, la que muestra un suave tono anaranjado que tal vez lo convierta en presa de algún otro alado cazador.

No sé cómo se llama. Ya ando buscando algún manual de ornitología por si lo encontrara, aunque me temo que prefiero quedarme con la incógnita y no saber cómo le llaman los demás. Yo ya lo he bautizado: ‘esperador’.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Televidente

Durante bastantes años, no era muy políticamente correcto decir que uno no veía la televisión. Como mínimo eras un rarito. O un pretendido falso intelectual, un presumido, un pedante, o lo más común que te tomaran por un embustero que pasaba largas horas ante la caja tonta, tragando toda la bazofia del mundo, pero fardando de lo contrario.

Y hoy, al menos la gente joven, va por otros derroteros. Tienen sus móviles, sus ingenios audiovisuales en miniatura, sus conexiones a la red, su música mil veces repetida y cómo no, sus videojuegos.

Por fin se puede decir sin ser víctima de reojos: veo muy poco, casi nada, la televisión. Me resulta difícil encontrar un programa que me enganche. Las series las encuentro muy condicionadas por unos guionistas esforzados en aparentar naturalidad o actualidad, moviéndose dentro de esquemas repetidos. Nunca fui capaz, ni siquiera en tiempos de Dinastía, El pájaro espino u otros Grandes Relatos, de seguir andanzas estereotipadas y esperables. Qué decir ahora y antes de los tristes culebrones, muchos de ellos con la técnica escenográfica de un teatro de aficionados.

Los noticieros están muy repercutidos por la orientación del Gran Hermano respectivo o del Gran Ojo de turno que los controla, bien desde sectarismos políticos, bien desde el implacable espectro de sus conveniencias en nadar y guardar la ropa.

Lo triste es que más de uno, más de dos y más de tres de esos canales que se captan desde mis sintonías, se sufragan en una pequeña parte con mis impuestos, mes gusten sus contenidos o no. Me guste su orientación y bandería o no. Al menos las cadenas privadas no ocultan que sus fines, como cualquier otro negocio, son, en primer lugar, ganar dinero; y ya en segundo término, je, je, ganar el mayor dinero posible.

Puedo repetir entonces que veo poco la televisión.

Lo que no significa que no vea nunca la televisión. Vivo en un par de sitios al año y en ambos tengo un televisor de tubo de catorce pulgadas. Y uno de ellos es nada menos que un combo: trae su lector de dvd incorporado. Un lujazo. Suelo encender un par de veces al día la tele, procuro informarme de los pronósticos meteorológicos, algún programilla desenfadado y poco más.

Pero hoy estaba decidido a no perderme algo. Quizás deba decir primero que por distintas razones fui objetor de la Expo 92, viviendo a pocos kilómetros de Sevilla y no la pisé. Por ampliación, ignoré del todo, aunque no fuera nunca mi debilidad, la cosa de los juegos olímpicos de Barcelona. Uno de los motivos era –y admito que se me acuse de pesetero- porque en ambos eventos, mucho listillo llenó su cartera, repito, con el cruento sacrificio de mis impuestos.

Sin embargo hoy sabía que había un espectáculo que no me podía perder. Algo he leído y oído de los juegos de Beijing 2008, que terminaron no hace mucho. Sé por ejemplo que tipos ya millonarios se han subido a esos podios, sostenidos por el afán de lucro sobre todo de marcas y patrocinios. Me ha importado poco y no he vibrado porque me he enterado tarde, mal, o no me he enterado de las medallitas de colores que hayan podido ganar los participantes españoles. No soy muy patriota.

Pero repito, hoy he gozado durante un buen rato con un espectáculo fascinante: la apertura de los Juegos Paralímpicos. He visto a una mujer ciega dirigirse a todos los espectadores del mundo. He visto la antorcha sobre sillas de ruedas, portada por un hombre con prótesis en las piernas, o con un solo brazo u otra mujer portándola en una mano, mientas su perro le hacía de lazarillo. Y he visto en fin, el esfuerzo increíble de un verdadero atleta, que en su silla de ruedas se izaba como un titán, escalando una cuerda que le ha llevado a encender la gran llama.

Hoy creo que por fin he amortizado el pequeño televisor en que lo veía.

sábado, 30 de agosto de 2008

Discapacidades

'Me parece que eso está ya bastante lijado', le digo. 'No. Es que el maestro nos ha dicho que no tiene que quedar nada del antiguo barniz', chapurreó un poco con su lengua no demasiado fácil. '¿Ve usted -continuó- aquí hay del viejo'. Si les digo que además de una pronunciación algo dificultosa, habla un gallego algo cerrado, comprenderán que la transcripción que acabo de hacer puede que no sea exacta del todo.

Debe tener veintipocos. Es alto y fuertote. Quizás le sobren algunos kilos, pero yo me lo imagino disfrutando de un plato bien servido y abundante o encalomándose un trozo de empanada para tres. Usa unas gafas que no están nada de moda, pero también pienso que él las quiere para ver mejor, no para ser un guaperas. Algo que le debe traer al fresco. Su expresión corporal, su lenguaje, su forma de enfrentar la vida, pueden ser la de un niño de cinco o seis años. Me lo imagino disfrutando lo suyo ante unos dibujos animados. Tal vez los 'simpsons' de quien me imagino que pilla las trapacerías de Bart o los eructos de Homer cuando le ha dado en exceso a la cervecita, sin dilucidar la crítica corrosiva de algunas frases.

Mi primer contacto con el grupo fue por separado, valga la paradoja. Dos chicas, una con síndrome de Down y otra con un evidente retraso intelectual andaban de jardinería. A la entrada del pueblo hay un pequeño jardincillo y una iba armada de unas tijeras de podar a dos manos y la otra cargaba y manejaba una desbrozadora de gasolina que debía pesar sus buenos kilos. Seguían las instrucciones de un viejo monitor, ¿jubilado?, que le indicaba a una qué forma debía darle a un ciprés con la tijera y a la otra le decía de vez en cuando dónde debía apurar más la yerba que crece espontánea.

Pronto me di cuenta de que debían pertenecer a algún tipo de taller o escuela de los que dan trabajo a personas discapacitadas. Hasta que pasé por la puerta de su centro de formación y/o ocupación. Se llamaba más o menos como he dicho: escuela o taller de empleo, eso sí, respaldada por la autoridad municipal. Deben ser entre doce y quince 'alumnos'. Todos presentan déficits muy evidentes que no es preciso ser un sabio doctor para determinar. Hay dos o tres síndromes de Down, un deficiente visual profundo a juzgar por los culos de vaso que utiliza como lentes, tal vez dos o tres sordos y, claro está, ese cajón de sastre donde se incluyen las parálisis cerebrales o como les llamen ahora los libros, que en esto hay también mucha moda, para no pecar de lo políticamente incorrecto.

Pero volvamos al chaval de la lija. El centro del pueblo es una larga carretera, recta como un huso, a la que le calculo kilómetro y medio por lo menos. Se proyectó con eficiencia y es ancha, de manera que da para amplias aceras y en algunos sitios, para pequeños jardines que dan sombra, verde y alegría. Hay no pocos bancos, hierro y madera, que invitan a la pausa, si el trayecto se hace largo o dificultoso. Estos días han comenzado por una punta y han terminado varios días después por la otra. Esto me ha permitido pasar revista al grueso de la tropa.

Serán unos doce o quince, ya lo dije, cada uno con su minusvalía, que primero provistos de lija y cepillo, han eliminado los restos del último barniz que recibieron esos asientos. Trabajan pausadamente, sin competencia ni capataz que los arengue. Sí hay uno o dos monitores que les hacen indicaciones oportunas, e incluso les dan un 'toquecillo' de ánimo cuando a alguno se le instala la pereza en el cuerpo. Luego con sus latas de barniz y las instrucciones oportunas para que no manchen demasiado -en el suelo todavía se ven algunos restos, que el tiempo deshará- con sus rodillos y sus brochas han ido abrillantando ese sencillo mobiliario urbano.

Si estuvieran en sus casas tal vez fueran tristes marmolillos aburridos, comedores compulsivos o adictos a las televisiones que acorchan el espíritu. De esta manera tienen unos horarios, unas obligaciones, unos descansos -da gloria verlos entrar en un bar y saborear sus refrescos- merecidos, realizan unas obras que benefician a la comunidad y se realizan como seres humanos nacidos para el ocio pero también para ser útiles a los demás.

domingo, 24 de agosto de 2008

Prepotencias

No todas las personas que pasan por esta mi esquina son personajes que atraigan mi curiosidad y luego, mi respeto, mi admiración o mi solidaridad. O mi tolerancia, o mi indiferencia al menos. Veo a la mujer de considerable sobrepeso que, armada de escoba y recogedor de cierre mecánico, sé que se llama Elvira y poco más, apura bajo y entre los coches la basura que la máquina barredora no ha retirado. Sé que madruga, su jornada laboral empieza a las siete de la mañana ahora en el verano y cuando me siente acercarme hace una mínima pausa, levanta la cabeza y responde a mis 'buenos días'. Cuando va de recogida casi siempre mira a mi ventana, vivo en un primero, y si me divisa tras o con el cristal abierto, me dedica una sonrisa como saludo. Yo le levanto el pulgar y también le sonrío. 'Eres una campeona', le estoy transmitiendo con mi gesto. Porque sí sé que fue, que es, según dicen ellos mismos, alcohólica. Que lo son mientras vivan. Pero si ha cumplido su tarea diaria, significa que el día antes no tomó alcohol. Y creo que solo una mañana, hace unos años, faltó en su última recaída.

También pasa un alto mocetón de quien sabía pocas cosas. Que era 'niño mal de familia bien'. Que tuvo buena infancia, todas las oportunidades que muchos no tienen, que fue a la universidad tras un bachiller de tropezones y que pudo hacer la carrera universitaria que le apeteciera porque su familia podía costeársela en una de pago. Aquí o en el extranjero. Prefirió la buena vida, basada en la pereza, el derroche, el cambio de de una a otra facultad, incluso de ciudad. A los treinta y pico, previo embarazo no deseado se casó con una chica también de posibles y aprovechando que esta tiene una titulación abrieron algo así como una gestoría o asesoría u oficina de esas que igual te venden un seguro que te tramitan ciertos papeleos.

No les faltó clientela dada las buenas relaciones de ambas familias. No suelen cometer grandes pifias, pues la carga laboral y dirección en la sombra, cae sobre los hombros de un hombre algo mayor, preparado y con experiencia. A él es más fácil encontrarlo en las inmediaciones de un gimnasio o a la mesa de una terraza con una bebida larga en las manos. Viste ropa muy de marca y en vez de un maletín o similar, suele llevar los papeles que precise en una especie de mochila o bandolera tipo guerrillero o explorador de marca también muy, muy exclusiva.

Con un personaje de esta índole evito relacionarme en lo posible. Pero miren por donde, en una de esas reuniones que a veces te impone el orden doméstico más elemental, puedo decirlo claro, en una junta de comunidad de vecinos con garajes comunes, surge un problema y hay que dirimirlo entre más de una parte interesada. Ya habrán imaginado que el muchacho de quien les hablo, vestido de lo más deportiva y carísimamente, representaba a la otra parte en conflicto. Era la primera vez que lo oía hablar y lo tenía tan cerca. Desde su altura, aún sentado, miraba por encima del hombro y su cara alargada y algo caballuna, mantenía una expresión de suficiencia y superioridad todo el rato. Procuré no intercambiar con él la palabra, ya que mi misión era casi de representante silencioso y nuestro administrador era quien llevaba la voz cantante, pues de eso vive y para eso cobra.

Pero como si hubiera adivinado mi aversión interna hacia él, tal vez se me notaba aunque yo no quisiera, en cuanto tuve que pronunciar una frase sin importancia, se dirigió a mí, con el tono de superioridad y gesto de conmiseración ya dicho para espetarme más o menos un ''tú te crees que porque tal y cual...'' Conté hasta diez antes de responderle -aconsejo contar, y lo hago, nueve, ocho, hasta cero- para decirle que por favor no me tuteara pues casi le doblo la edad, y bien saben quienes me tratan que pido el tuteo a las primeras de cambio, y que la interpelación que me hacía era con el administrador con quien debía discutirla. No voy a reproducir una frase bastante incorrecta que me dedicó , pero sí me levanté, le escribí una nota de puño y letra, un par de frases a mi representante en la que le daba pleno poder para concluir la negociación y me ausenté.

No suelo ser un tipo mal educado, pero temo que si me cruzo con él algún día de estos, se me escape una pequeña salivilla hacia el suelo.

domingo, 17 de agosto de 2008

Anarcohumanismo

¿Cómo se puede admirar y deslumbrarse uno después, ante una personalidad hasta entonces desconocida? Como decía la cancioncilla de aquel programa ‘Todo está en los libros’. Ahora lo sustituiríamos por ‘todo está en la red’. Con reparos, naturalmente, que hay mucho gato a precio de liebre.

A un señor lo bautizan como Melchor cuando nace en una familia trabajadora, aunque se supone que sin grandes penurias. Puedo suponer que incluso había regalos la mañana del 6 de enero, por sencillos que fueran. Su padre era maquinista de un puerto y su sueldo no debía ser elevado, pero sí suficiente para pequeños detalles.

Pero. Siempre lo hay. Pero la desgracia se abate sobre esa familia y en un accidente muere el maquinista cuando su hijo solo tiene 13 años. Le dan un puesto como calderero. Con esa edad y ese trabajo no debía tener una juventud muy cómoda que digamos.

Nacido en una capital andaluza, no es difícil entender que intentara ganar dinero, jugando a matar o morir, plantándose delante de un toro. Creo oportuno añadir que entonces se picaba desde un caballo sin peto y a estos los abría el toro como una cremallera si lograba engancharlo en sus astas. Se cuenta y es verdad, que para ahorrar la vida del siguiente, a algún pobre corcel le metían las tripas para dentro apuñados y le daban largas puntadas con cuerda y aguja gruesa para que el picador intentara sobre él, clavar otro puyazo. Mejor lo dejamos. Lo cierto es que el muchacho tal vez hubiera alcanzado la fama y el dinero si una cogida grave no lo retira de la arena.

Casi con treinta años marcha a Madrid a buscarse otra vida. Allí conoce un ambiente que le lleva a abrazar la causa del anarquismo pacifista y humanista. Llegó a ser elegido como presidente del sindicato de Carroceros, lógicamente dentro de la CNT. La monarquía alfonsina da sus últimos tumbos y al caer, nació como una luz de esperanza, la Segunda República. Melchor, tanto en el primero como en el segundo de los regímenes, fue encarcelado varias veces por su actividad sindical, por lo que emprendió una lucha en favor de los derechos de los reclusos, no solo de sus compañeros anarquistas sino incluso de aquellos de ideología contraria a la suya.

Ya en la guerra Civil, fue nombrado Delegado Nacional de Prisiones, logrando desde ahí parar abusos para con los presos nacionales y mejorar la situación violenta en las cárceles, enfrentándose en alguna ocasión con dirigentes comunistas. Con su actitud, evitó cientos de agresiones y linchamientos. Eliminó sobre todo ‘las sacas’ indiscriminadas de presos para darles el ‘paseo’. Esto le valdría que los nacionales lo conocieran con el apelativo del “Ángel Rojo”. Un Schindler español, un salvador de vidas.

Tal vez la anécdota más conocida fue después de que el ejército franquista bombardease el campo de aviación de Alcalá de Henares. Una concentración de protesta, en la que participaba gran número de milicianos armados, llegó a la prisión de Alcalá de Henares donde exigieron la apertura de celdas para linchar por las bravas a varios presos. Melchor, Melchor Rodríguez, acudió a la prisión y enfrentándose al grupo salvó la grave situación. Testigos de su afán conciliador que lograron gracias a él, salvar sus vidas fueron los hermanos Luca de Tena, el futbolista Ricardo Zamora y varios falangistas, Raimundo Fernández-Cuesta, entre otros.

Nombrado por el coronel Casado alcalde de Madrid, en los días previos al final de la guerra, fue la persona encargada de realizar un traspaso ordenado de poderes a los sublevados. Gracias a su serenidad y honradez evitó que los vencedores cobraran una temida revancha en vidas humanas. Le cupo el honor y la gloria de ser el último alcalde republicano de Madrid.

Sin embargo, al acabar la guerra civil Melchor Rodríguez fue detenido, juzgado y condenado por sus actividades anarquistas y su actuación en la administración republicana. Fue condenado a muerte, pena reducida luego a 20 años y un día de cárcel, por un tribunal militar que desoyó los testimonios a su favor de algunos influyentes falangistas a los que había salvado del pelotón. Fue puesto en libertad al cabo de un año y medio.

En la larga clandestinidad continuó y mantuvo la lucha por sus ideales y por la clase obrera. Cuando muere, en 1972, pobre, muy pobre, “unos rezaron un padrenuestro y otros cantaron ‘A las barricadas’ ”. Su entierro fue el único acto de la dictadura que unió a los dos bandos antes de la democracia. Está propuesto como alcalde honorífico perpetuo por la ciudad que lo vio nacer.

viernes, 15 de agosto de 2008

Comprometido

Les puedo asegurar que es un tipo al que le tuve tirria durante muchos años. Era demasiado atractivo y yo demasiado poco. Era alto, tenía un tórax que hacía suspirar a las mujeres. No lo descubría con demasiada frecuencia pero todas las que lo contemplaban te miraban luego como a un paquete de tabaco vacío, arrugado y sucio de lluvia. Sus ojos eran, son aún, de un azul maravilloso. Tenía una belleza entre neoclásica y de duro de barrio. No es pues de extrañar que cuando visitaba el pueblo las mujeres, sin distinción de edad ni de estado, casadas, solteras, viudas (¿y monjas?) hicieran lo posible por verlo. Lógicamente, los muchachos por muy cegados que estuviéramos reforzando nuestros egos, durante unos días nos sentíamos invisibles. Si te cruzabas en el camino de una chica por cuyos huesos bebías el viento, su mirada te atravesaba como si un cristal fueras, no te veía, iba rumiando en su imaginación la imagen aún impresa en sus retinas, del hermoso.

Luego lo conocí maduro. Había cambiado su fisonomía, no recuerdo si se desnudó alguna vez de cintura para arriba, usaba ropa común, ocultaba su preciosa cabellera casi todo el rato bajo una gorrilla de béisbol y a pesar de que todo el mundo conocía su fidelidad a la esposa de tantos años, que aún comparte su vejez, no por ello las mujeres dejaban de sentirse atraídas por él, tanto o más que en su dorada juventud.

Antes pocos éramos capaces de pronunciar bien su nombre y apellido. Con el paso del tiempo, adquiriendo muchos de nosotros más cultura y por la hegemonía del idioma hoy casi universal, comenzamos a decirlo con bastante aproximación. Sin embargo, como un culto a la juventud ya ida, yo me reía con mi vecina, un añillo más vieja que yo aunque procuraba esconderlo como verdad dolorosa, porque ella lo seguía nombrando como cuando empezó a amarlo. Como tantas. Decía ‘Pa-ul Ne-man’. ‘Pol Niuman’, la corregía yo. ‘Ay, hijo, yo me enamoré de él llamándole Paul Neman y si ahora le cambio el nombre, ya no me parecería el mismo’.

En la película de madurez que nombro ahí arriba, ‘Harry and Son’, es el padre de un veinteañero, no sé si estaba vivo aún, o en memoria del hijo que con esa edad cayó víctima de las drogas. Él se retrata, tenía ya más de sesenta años, como un sencillo obrero que descubre que tiene un serio problema de visión y es obligado a abandonar su trabajo. Esto le lleva a una relación muy próxima con el hijo y siendo él coguionista, director y protagonista del film, hay quien lo ha considerado más como un ajuste de cuentas con ese hijo en la vida real. No lo considero yo así.

Estos días es noticia porque apurando los últimos de su vida, ya que está en la fase terminal de un cáncer, ha elegido morir en su casa y no en la frialdad de un hospital, asaeteado de catéteres que tal vez paliarían su sufrimiento final, pero sin el calor y el afecto de tantos como lo quieren. Admirable.

No es un tipo cualquiera. Además de una primerísima figura de la mejor época del cine, es un hombre vitalista y comprometido con causas muy dignas. Ya en 1978 representó a su país ante la Organización de las Naciones Unidas en la Conferencia para el Desarme. Incluso fue propuesto como candidato demócrata para gobernador de Connecticut. Mucho antes de que el cáncer apuntara su dardo maligno contra él, ya había fundado una serie de campamentos de verano para niños/as con enfermedades graves, esos pequeños calvitos por la quimioterapia con los que nos cruzamos a veces en los pasillos de un hospital. En los ‘Hole in the Wall Camps’, la diversión y la sonrisa se utilizan como medicina. Gracias a su iniciativa, 15.000 niños/as disfrutan cada año del ocio y bienestar que ofrecen sus campamentos de verano.

No sabemos si este formidable Acuario que en enero cumplió los ochenta y tres años conocerá la llegada del 2009. Pero creo que sí podemos estar seguros de que como en la Biblia, él habría sido uno de los diez justos –con sus luces y sombras- por el que se habrían salvado las dos ciudades.

lunes, 11 de agosto de 2008

Chavalerías

Érase que se era una pequeña aldea, o parroquia, subiendo la todavía suave pendiente de un monte cercano al mar. Una ermita de piedra con una espadaña no del todo vertical y unas pocas casas, irregulares, de construcción elemental, también del granito frecuente en la zona, a su alrededor. En el silencio solo roto por el kikirikí de una gallo o el mugir de alguna vaca en su prado, retumbaba sordo el mar cuando la ola se rompía contra el acantilado. Desde allí arriba se divisaba otro pequeño núcleo de casas, igual de humildes y simples, cerca de donde se extendía un arenal con una longitud de poco más de un centenar de metros. Algunas barquillas, unas pobres artes de pesca y el azacaneo al amanecer y a la vuelta de la mar, informaban del oficio de las gentes que allí vivían. Dos mundos paralelos, cada uno en su afán. Complementándose con el intercambio de alimentos: unos puñados de maíz por un cesto de peces, aún vivos. Arriba, las medias negras cubriendo la piel pudorosa. Abajo, las pantorrillas desnudas, curtidas de sol, de brisas y sales.

Era fecunda la tierra y daba trabajo a los hijos y a los hijos de éstos. Era generoso el mar y proveía de plata saltarina el fondo húmedo sobre las quillas. Se multiplicaron los animales en la ladera y crecieron casas y barcos junto a la orilla. Se levantaron nuevas casas, más altas, más cómodas, más actuales. La antigua carretera desapareció, mejor dicho, se convirtió en la calle Camiño Real y paralela, recta, trazada a cordel nació otra más ancha con la que parecía que se aislaban los dos núcleos primitivos. Pero no. En sus márgenes florecieron, como si hubieran sido convocados deprisa, algún bar, más de una tienda, casas de factura novedosa con miradores, porches y floridos jardines.

Como a un panal dorado, acudieron una Caja de Ahorros, luego un banco, luego otro y un día se elevó una grúa por la que se movían con facilidad vigas y cubas de obras. ¡Cinco pisos! Pero si parece Nueva York. Al nacer las primeras calles perpendiculares, se unieron sin darse cuenta los huertanos, los ganaderos y la gente de la mar. Con barcos de mayor calado, se hizo necesario un muelle y con este crecieron otra vez los barcos y su número. Lo que al principio era una artesanía de barro blanco, se convirtió en una fábrica con productos finos de caolín. El pequeño aserradero fue pronto un poderoso almacén de buena madera. La tierra, el mar y el trabajo del hombre hicieron el milagro.

Pero cuando un hijo crece tanto, se rebela y sueña con ocupar el lugar del padre. Más si este está lejano y solo busca la riqueza que el primero ha buscado y labrado con esfuerzo. Ya son un pueblo grande las dos aldeas y renuncian a la tutela del concejo que las amparaba. Se trazan nuevas calles y comienza la batalla por una independencia necesaria. Como regalo a su propio mérito, las autoridades reservan con acierto varias parcelas en el centro de las demás y la convierten en parque donde los ancianos tomarán el sol y las madres llevarán de paseo a sus niños. Pero hay más. En uno de los extremos, bien adecuada, se establece una pequeña pista a la que nadie se atreve a llamar polideportivo pero ese es su oficio. Tan necesario para esa edad en que se precisa correr sin peligro, saltar porque así lo piden los jóvenes músculos en desarrollo, competir para ganar el respeto de los iguales.

Me he detenido un rato mientras oigo su trinar de voces de ánimo unos a otros, de enfado ante la contrariedad, de júbilo ante los logros. Pero no es ese bullir de vitalidad lo que más me ha llamado la atención. O sí. Pero un solo muchacho en concreto. Salta y corre casi más que los otros, grita con fuerza, anima o protesta aunque prácticamente no toca bola. Se contorsiona como un alegre polichinela, pero. Pero apoyado en sus dos bastones de aluminio, prendidos a sus brazos, mientras sus piernecillas poco desarrolladas casi cuelgan inertes.

¿Fue la poliomielitis por una falta de vacunación? Casi seguro que sí pues observándolo más despacio se aprecia su piel más morena, su cabello ensortijado, sus rasgos distintos. Es posible que su primera infancia no conociera los cuidados de la pediatría preventiva, incluso los apuros de una economía precaria. Y es una maravilla contemplar su alegría, su viveza y la aceptación tal cual por el resto de sus compañeros.

En una época de egoísmos, de competencia y lucha por la vida, da consuelo mirar a estos chiquillos, al que tiene el problema físico y a todos los demás, compartiendo sin distingos la sana diversión de toda la vida, el juego, y el don, tal vez perecedero, de la alegría.

viernes, 8 de agosto de 2008

Orientalismo

En algunas ocasiones, al asomarme a esta esquina desde la que escribo –unas veces real y otras solo con la imaginación- el personaje que capta mi atención es un extraño o un lejano famoso al que nunca he visto más que en fotografías o leído sus referencias. Procuro apartarme del camino fácil de la Wiki o de un texto concreto y brujulear por distintos medios: algún libro, una revista de confianza y hasta en el periódico nuestro de cada día.

Si no se derrumba el cielo sobre la Tierra, hoy será el día clave en que comienzan unos Juegos Olímpicos, que como muchos de ellos, van a estar sumidos en la polémica. No importa, el negocio puede con todo. Porque, qué es ese montaje inmenso, en el que se invierten miles de millones, que dura años para un evento –caray, se me escapó la palabreja a la que tengo tirria- de unos pocos días. Eso sí, en esos pocos días, como en la pista del circo o el cañón de luz que enfoca al artista solitario en el escenario, cientos, ¿miles? de millones de ojos van a estar pendientes de las mismas imágenes. No voy a repetir aquello de una imagen y las mil palabras, etecé. Pero vivimos la época de la hegemonía de la imagen, la real y la virtual o la mezcla tantas veces manipulada de ambas. O sea, que esto son lentejas y si no las quieres. Pues.

Como una sombra inmensa, como una nube enorme o como un firmamento espléndido, según quien lo considere, un nombre, un espíritu y una idea van a extenderse de forma irremediable sobrevolando todo ello, aunque quede para muchos solo en el subconsciente: Mao Tse Tung ó Zedong, a elegir.

Es sublime la forma de expresarse de ese viejo y culto pueblo, el que acapara con su número una parte considerable del género humano. Si queremos quedar bien ante un auditorio por escaso que sea, otra persona sola tal vez, digamos nuestro pensamiento anteponiéndole la muletilla ‘Cómo dice un proverbio chino…’ y ya tenemos ganada casi el cincuenta por ciento de la aceptación. Y sin recurrir a los proverbios. Sus composiciones para los nombres de personas, para las situaciones, para las épocas, son impactantes,hasta poéticas como en ningún otro idioma. Fíjense si no, en estas expresiones:

La Larga Marcha

Las Cien Flores

El Gran Salto Adelante

La Revolución Cultural.

Díganme, ¿no son términos emotivos, evocadores? Luego se podrá estar de acuerdo, que lo veo difícil, con un sistema, con un régimen fruto casi en exclusiva de nuestro personaje, de sus ideas, de su resolución para ponerlas en práctica, del que solo voy a apuntar unos cuantos esbozos:

Cientos de miles de científicos, universitarios, periodistas, profesores, intelectuales, y también funcionarios y campesinos fueron o directamente ejecutados o internados en “campos de reeducación”, obligados a trabajos forzosos, como disidentes o revisionistas.

La anécdota: la Revolución Cultural prohibió tajantemente vestir al modo occidental y, ¡no se asusten!, de quien usaba gafas se decía “cuidado con él, lleva gafas para leer basura capitalista e imperialista”.

El Libro Rojo, su obra culminante, la nuez y la almendra de toda una ideología es el segundo más traducido de la historia tras la Biblia. Su autor, naturalmente, el inolvidable Mao, el Gran Timonel, cuya imagen preside la entrada de la Ciudad Prohibida, donde durante los últimos seis siglos, en este complejo de palacios próximo a la plaza de Tiananmen habían residido los emperadores de la antigua sociedad feudal contra la que luchaba Mao. Al igual que ellos, el Bienamado Presidente moría recluido y alejado del pueblo, como un monarca de antaño o un pequeño dios. Hoy se ha convertido ya, y eso lo veremos en estos días, en un icono que figura en monedas, chapas, camisetas, insignias y todo tipo de souvenirs, en una efigie que como la del Che, llevarán millones de personas que desconocen los rasgos más destacados de la biografía del anciano que a los 72 años, como prueba de su fortaleza física, cruzó a nado El Gran Río.

Una curiosidad: El apellido Li, cuyo significado es ‘cerezo’, lo utilizan más de noventa y seis millones de personas. Es el más frecuente en todo el mundo, seguido de Wang, que “solo” lo poseen noventa y tres millones. A su lado los Smith americanos y los García, los Pérez o los Rodríguez españoles, son como un grano de arena comparados con una montaña.

El dato tristísimo, uno más, es el caso de Lao She, el más grande escritor chino del siglo XX, el autor de la suprema obra “La casa de té”. Tal vez la muestra más palpable de las miserias de la Revolución Cultural. El conocido como ‘artista del pueblo’, estigmatizado como disidente, fue vejado y golpeado en un lugar que era considerado el más sagrado antes de la revolución: el templo de Confucio. Sólo un día después, el cadáver del venerable autor apareció flotando en las aguas del lago Taiping.

(Releo todo lo anterior y compruebo que he pergeñado una especie de mosaico. Por una vez, el personaje de esta esquina no es sino un símbolo, que no el único, del pueblo que va a protagonizar el máximo espectáculo en los próximos días).

miércoles, 6 de agosto de 2008

Murallas

Una cacatúa, les juro que no recuerdo quién, pero desde que supe que había una autora de la frase que les voy a decir, la asocié con ese pájaro al que asociamos pobreza absoluta de ideas, lengua articulada desagradable, mal aspecto y al humanizarlo, le aplicamos el concepto de mala baba, por no expresarlo en términos lácteos. La expresión no puede ser más odiosa: ‘Una mujer nunca es lo bastante delgada, ni lo bastante rica’. Ahí queda eso. Ni la inteligencia, ni la simpatía, ni la bondad, nada. Ricas y delgadas. Hasta las publicaciones más serias subsisten con anuncios de cosmética carísima, de relojes que valen el sueldo de un mes de cualquier currante y de una u otra forma intercalan su reportaje sobre moda, con la excusa de un desfile, de una nueva colección o porque el Ebro pasa por Zaragoza. Por no hablar de joyas o bibelots. Siempre con la imagen de una mujer joven, delgada y a la que suponemos unos buenos ingresos, al menos por posar.

Frecuento bastante una empresa donde la mayoría de su personal son mujeres. Las hay más altas, más bajas, más jóvenes, más atractivas, más serias, más parlanchinas, de todo un poco. Trabajan por turnos y unas veces coincido con unas o con otras, como ellas mismas entre sí. Me encanta coquetear ingenuamente, de un inofensivo total, con las más extrovertidas. A una le gusta, cómo no, que me dé cuenta de que se ha arreglado el pelo, a otra le digo bromeando que lástima de alianzas que lucimos ella y yo, que si no ya se vería, o a otra que tiene un bebé de pocos meses, consigo que me cuente qué adelantos hace, si le salió otro diente y cosas así.

En una de las secciones está el patito feo que ya nunca llegará a cisne. Suele tener escaso trato con el público y ella además procura evitarlo, enfrascada en su tarea, la vista baja, el gesto casi siempre algo huraño. Casi tuve que hacer contorsiones el día que conseguí leer su nombre en la placa identificativa que lleva en el pecho. Por supuesto esa vez no le dirigí ninguna palabra, pues si de reojo había advertido que yo daba un poco vueltas a su alrededor y luego le decía algo, temí que me soltara un bufido o interpretara mi actitud de forma equivocada.

Es morena, de estatura inferior a la media, tiene la carita redonda y poco agraciada. Su mayor complejo, supongo, es estar en los límites entre el sobrepeso y la franca obesidad. Su ropa le queda casi siempre pequeña, porque me imagino que en esta época del año, sintiendo sobre sí la mirada de más personas y consciente de su párvulo atractivo, lo compensa a la hora de las comidas, gratificándose con raciones generosas aunque con la mala conciencia de no cuidarse lo suficiente. Ese sentimiento transgresión-culpa permanente que lleva a tanta gente al diván. Es joven aún y supongo que debe pasar mal rato en muchas ocasiones: al ver a otras chicas de su edad con ropa moderna y estimulante quizás no sea capaz de evitar las comparaciones para atormentarse; al contemplar en mil y un espejos virtuales los modelos que tiránicamente se pretenden imponer; al soportar miradas de burla o incluso de lástima, qué sé yo.

Pero yo ya conocía un secreto suyo. Podía dirigirme a ella por su nombre de pila y en un libro de Dale Carnegie leí hace muchísimos años que a todos nos complace que se dirijan a uno de la forma más individualizada posible: por nuestro propio nombre. ‘Elena –le dije un día- podrías indicarme dónde puedo encontrar tal cosa?’. Estaba como siempre en su faena cotidiana y levantó la cabeza un poco sorprendida. ‘¿Y quién será este tío que me habla de forma tan directa’?, supuse que pensó. Respondió a mi pregunta en un tono neutro, al menos no de rechazo, y en eso consistió nuestro primer diálogo.

Pero una vez que pasaron un par de días, me hice el encontradizo y simplemente la saludé, ‘Hola, Elena’. Cuando me respondió con otro ¡hola! que si no fue cordial, revelaba que había levantado la barrera de la hostilidad, le pregunté pues no llevaba ese día su tarjeta de identificación si su nombre se escribía con hache o sin ella. Me respondió que de más joven sí que lo escribió con hache durante algún tiempo. ‘O sea, que conoces la historia de Helena de Troya –le contraataqué-‘. Como si hubiera pronunciado un ‘ábrete, sésamo’, conseguí que se abriera la muralla de cualquier desconfianza que aún pudiera quedarle. No solo había visto la película, sino que me demostró que al menos parcialmente se había internado en La Ilíada. Haciéndome un poco el ignorante le tiré un poco más de la lengua y, aunque ruborosa, me fue dando datos de los que concluí que dedicaba parte de sus ratos de ocio a la lectura.

Nunca he tirado de la cuerda como para que se tense demasiado. Quiero decir que no entablo un diálogo con ella siempre que me la cruzo. Pero ha bajado conmigo la guardia tras la que se acoraza con gran parte de la humanidad que la rodea. No cometo la hipocresía de alabar dotes que no posee pero aprovecho para decirle que su pulsera es bonita o alguna levedad parecida. Ya he conseguido, pocas veces pero queda tiempo por delante, que esboce alguna sonrisa. No me cuesta ningún esfuerzo dirigirle una sincera frase agradable y sé que al menos intento compensar los malos ratos que soporta, unos provocados por la crueldad gratuita e innecesaria de la sociedad en que nos ha tocado vivir y otros por los que se inflige ella a sí misma. Qué fácil y qué barato resulta regalar unos segundos de felicidad.

lunes, 4 de agosto de 2008

Sufrimientos

Es más que posible que no vuelva a encontrarme con Emilia. De hecho, fueron unos pocos minutos los que propiciaron el encuentro y si hubieran ocurrido un poco después, este no se hubiera producido porque mi autobús llegó enseguida.

Es la esquina de una importante avenida en no importa qué ciudad capital de provincia. Un indicador digital anuncia que la línea que espero tarda ocho minutos. En ese intervalo para un autobús de servicio discrecional en el sitio donde estoy. Baja un niño de pocos años con evidentes signos de afectación cerebral y dice ‘¡mami!’ mientras su madre recoge la mochila, en la que debe venir algún pañal aún sin utilizar, la botella de agua y poco más. Lo abraza y el niño pone un gesto de suma complacencia, correspondiendo con algún beso a la cadena de ellos que su madre le da. Se alejan, el pequeño de la mano. Tarda algo en bajar una segunda persona pues la puerta permanece abierta. El monitor, perdonen pero voy a abrir un paréntesis. El monitor es un joven de veintipocos, con melena no muy cuidada, camiseta oscura sin mangas, pantalón a media pierna, o pirata, con barba de varios días, brazos adornados con varias pulseras de cuero, peludos, igual que de las pantorrillas hacia abajo, que es lo que le veo, sandalias de cuero y sobre todo, sobre todo, gesto apacible, ojos oscuros que me parecen cargados de paciencia y una sonrisa en la que no aparece ningún signo de ser mínimamente forzada. Cierro paréntesis. El monitor desde la puerta abierta se dirige a alguien, llamando ‘¡Emilia, Emilia!’ y añadiendo algunas pocas palabras, que aunque no consigo entender, su tono es afable. Desaparece un momento en el interior del vehículo y al poco aparece sujetando suavemente del brazo a Emilia, que parece resistirse un poco.

Emilia debe tener entre once y doce años. No sé, es posible que alguno más pero no soy capaz de definir hasta ese punto. Su cuerpo apunta el florecer de la pubertad. Hay un inicio de busto adolescente y sus caderas se están redondeando algo. Viste una camiseta sencilla y un pantalón también pirata de algodón. Calza unas zapatillas de lona. Una chica normal de hoy, diríamos. Pero su expresión facial denota un cierto grado de retraso mental –disculpen, pero cada vez domino menos la jerga que se va construyendo para no herir susceptibilidades, con lo que estoy totalmente de acuerdo. Pero creo que me entienden- y sus ojos expresan un llanto reciente. Tal vez hay alguna lágrima aún humedeciendo las mejillas y de sus labios se desprende un fino hilillo de baba. El monitor le ofrece desde dentro algo que ella rechaza. Ante sus insistencia, accede a tomarlo en sus manos: es un pequeño bolso de loneta que hace juego con la mochila que sí sujeta al hombro. Creo que ambas prendas son de una conocida marca deportiva y su precio no debió ser pequeño. ¿Un regalo del último cumpleaños? Sostiene un momento el bolso en la mano y con gesto enfurecido lo arroja a los pies de su madre que la espera a la puerta del bus, de donde por fin baja la niña.

Su madre podría pasar también por una casi adolescente. Es menuda, delgada, de pelo rubio sin tinte y unos ojos claros velados de una tristeza que se advierte permanente. Viste prácticamente como su hija: una camiseta de tirantas, un pantalón por encima de los tobillos –en uno de ellos lleva una pulsera, que parece de plata- unas sandalias y un pequeño y sencillo bolso de tela colgando terciado con un delgado cordón. Al detenerme más observándola, compruebo que es poco mayor que el monitor. Le faltan aún unos pocos años para los treinta. Es posible que alumbrara a Emilia muy joven.

Ya les dije que esta había tirado su caro bolso de loneta al suelo. Su madre le dice que lo recoja y la niña dice un ¡no! desgarrado con todas sus fuerzas y con todo su cuerpo: con la boca, con los ojos, con los brazos, incluso haciendo una pequeña flexión con las rodillas. La madre empieza a repetírselo en tono bajo, casi suplicante. Luego lo eleva un poco. Otra vez más intentando alcanzar un cierto nivel de autoridad. A la quinta o sexta vez, grita ‘¡cógelo!. Al grito de su madre, Emilia responde gritando también su ¡¡NOO!.

No sé si hago el gilipollas pretendiendo arreglar el mundo. Me dirijo a la chiquilla y medio le susurro:

- Venga, Émily, si es un bolso muy bonito.
- Mira –dice la madre- te ha dicho Émily, como (y pronuncia un nombre que no distingo).

La niña me mira un momento, sorprendida. ‘¿Quién es este tipo desconocido que se dirige a mí por mi nombre preferido, sin haberlo visto nunca?’ pienso que piensa. Pero en seguida, se le pasa la impresión de lo inesperado y se aleja unos pasos, cruzados los brazos dando a entender que el bolso permanecerá donde está si su madre no lo recoge. Ésta se agacha por fin y tomándolo enfadada, le da un pellizco en el brazo a su hija, que chilla y se zafa.

Llega mi autobús y no veo el final de lo ocurrido que me resulta fácil de suponer. He visto una escena que me revela un dolor permanente de varias personas, las dos que han estado cerca de mí y alguna otra que comparte una angustia que nunca supusieron y a la que no le ven solución ni final. Hay una losa de pena en el bochorno de una tarde cualquiera de verano. Lo último que he captado es que hay varias señales de pellizcos de distinta antigüedad en los brazos de esa criatura inocente. Es probable que su madre sea también inocente, y desde luego una enorme sufridora por motivos que no voy a elucubrar, a pesar de esas marcas en la piel de una niña que está empezando a ser mujer. Una mujer, casi con toda certeza, también desgraciada.

sábado, 12 de julio de 2008

Tiburones

No es uno, sino dos los personajes que hoy contemplo desde esta mi esquina. Ambos aparentan la misma edad, hacia los cuarenta, esa especie de ecuador que avisa que posiblemente se ha dejado atrás media vida y la otra media es un interrogante cruel que no nos deja adivinar su duración. Se parecen en varios detalles y difieren en otros cuantos. El más robusto de ellos, o al menos lo parece, esboza una media sonrisa con los labios y entorna los ojos como si gozara de una visión agradable: un bello paisaje o una mujer hermosa. Su compañero, con una sonrisa más abierta, tiene sin embargo una mirada escrutadora, como si pretendiera descubrir lo que hace tan feliz a su camarada o como si mirara más allá del horizonte, en la contemplación de algo que va por dentro de él y los ojos fueran solo los testigos de que está vivo, sonríe y parece ser feliz.

Hay unos cuantos rasgos que los definen a ambos, además de la edad: los dos son rubios y tienen parecida barba, la que nace descuidada, por el mero hecho de olvidar el afeitado, sin que tijeras o maquinilla perfilen su crecida. Su indumentaria es informal y si nos fijamos bien, recuerdan un vago aire militar. Pero como nuestra visión es incompleta –hora es ya de decirlo- pues se trata de una fotografía de ambos y solo recoge sus rostros y la parte superior del busto, solo suponemos que se trata de uniformes muy de faena, casi sin añadidos ni adornos. El más fuerte, al que antes llamé robusto, se toca con un gorrillo cuartelero en el que es difícil observar galones ni insignias. Su acompañante, que aparece como de mayor rango, el que mira el infinito dentro de sí mismo, usa gorra marinera, blanca, con un cordón dorado de jerarquía.

¿Quiénes son estos dos marinos, que no hace falta pensar mucho para adivinar que han sido captados por la cámara en la cubierta de un barco, a cielo abierto? ¿Por qué traigo esta foto que ha cumplido ya los sesenta y cinco años y es mucho tiempo para hurgar en ciertos recuerdos? Pues porque son una de tantas imágenes que la historia hubiera olvidado, si no fuera porque pocos días después, junto con cincuenta y tres compañeros de desventura, se sumergieron, perdón, reposaron sobre el fondo del mar donde ya estaban sumergidos, y en él permanecen para siempre.

Se trataba de la tripulación de un U-Boot, ‘el lobo gris’, el submarino alemán con más medallas imaginarias en la superficie lisa y mortífera de la escuadra germana. Se le calcula que había hundido, junto a su camada salvaje, barcos y mercancías aliadas por casi 7,5 millones de toneladas, que tenían en su balance más de treinta mil marinos mercantes británicos muertos. Habían puesto en práctica la estrategia del almirante nazi Döenitz: atacar a convoyes de barcos mercantes y su escolta de buques militares, en manada. Sincronizados, surcando las profundidades con el sigilo y la astucia de tiburones de acero, lanzaban sus torpedos de muerte por sorpresa y una enorme extensión de mar se convertía en un infierno de fuego, explosiones y muerte.

Puede alguien preguntarse a qué viene esta batallita, propia de un abuelo que aún no había nacido. Pues a que este lobo sanguinario fue hundido, como tantos otros, hasta treinta y seis aventuran algunas crónicas, en el litoral próximo a la costa da Morte, con razón el nombre. Era julio y la sonrisa de los dos marinos de la foto se iluminaba con el sol cantábrico. Poco después, un bombardero de la RAF, la potente aviación inglesa, soltó su mortífero lastre y una carga de profundidad congeló para siempre aquellas dos sonrisas de vencedores.

Un historiador gallego, José A. Tojo, describe la aventura del ‘Max Albrecht’, un buque alemán, retenido en El Ferrol por haber sobrepasado el límite de cuarenta y ocho horas, que era el máximo permitido por las leyes de guerra para que un barco permaneciera en puerto de un país no beligerante, en este caso España. No era un barco prisionero, se le llamaba ‘internal’, algo así como inamovible, y su tripulación recibió cobijo y abundante alimentación largo tiempo por parte española. El ministerio de Marina español realiza una ‘inspección y no descubre nada anormal’, según los informes oficiales.

Tanto en Ferrol como en Vigo se establecen bases secretas, pero muy efectivas, de suministro a donde acuden de noche los lobos grises a proveerse de agua o víveres, con la connivencia de las autoridades portuarias españolas que solo tenían que hacer la vista gorda. Por eso no es extraño que se considere el litoral gallego como un auténtico cementerio donde yacen cientos de toneladas de material bélico, junto a las citadas bases de submarinos, más importantes para la armada germana que las establecidas en la costa francesa. La fachada atlántica de Galicia les permitía un mayor alcance para sus expediciones.

En 1943, hace esos sesenta y cinco años, tras la primera gran derrota alemana en Stalingrado, España que había apostado por ellos como a caballo ganador, hace un cierto viraje que dificulta la facilidad de abastecimiento que hasta entonces habían tenido ‘los lobos grises’ y es uno de los motivos de su debacle por mar. Los dados de la victoria aliada estaban echados.

miércoles, 9 de julio de 2008

Nubecillas

Casi siempre solía cruzármelo por la misma zona. Y sigo encontrándomelo aún. Desde que me veía, entablaba contacto visual conmigo e incluso solía hacer un amago de parada al darme los ‘buenos días’. A la tercera o cuarta vez, se paró al verme acercarme y en seguida de los buenos días, me comentó que había amanecido algo nublado pero seguro que algo aclararía más tarde. Lógicamente me paré un momento y cruzamos las dos o tres frases triviales que se suelen decir sobre el clima cuando no hay alguna otra cosa que comentar y mi despedida, al menos a mí, me pareció algo precipitada. No es que me creara mala conciencia, pero encontrándome en la zona que estábamos, tal vez debí dejarlo que hablara lo que quisiera, cuanto tiempo le apeteciera hacerlo.

Debo aclarar que en las proximidades hay una residencia de personas mayores. No está mal que manipulemos un poco el lenguaje. La palabra ‘asilo’ tiene demasiadas connotaciones peyorativas, aunque hay quien lo sigue nombrando así. Cuando alguien lo hace, tengo interiormente la seguridad de que no tiene a ningún familiar próximo en institución semejante y que no es difícil percibir un cierto tonillo de desprecio. ‘¿Yo? –pienso que piensan-. Por nada del mundo dejaría a mi madre o a mi padre en un sitio de esos. Un moridero, bah’. Me pregunto qué ocurriría si fuera el suegro o la suegra, quien lo necesitara. Por lo pronto sería su mujer y no él quien cargara con la responsabilidad y el cuidado, y luego, si se alargaba la situación, ya se vería.

Por lo tanto pensé que era uno de los residentes válidos de dicho lugar. No debe ser fácil convivir en un sitio donde existe una mayoría de personas que necesitan ayuda hasta para las necesidades más íntimas. He estado no muchas veces en algún sitio así y, salvo la costumbre, no es fácil superar los sentimientos que produce. Dicen que la calidad de una institución de este tipo la mide inmediatamente el olfato. Sin caer en puntualizaciones innecesarias, la incontinencia urinaria de muchos de sus usuarios suele ser frecuente. En el salón, o salones, comunes lo normal es ver a personas con reducida o nula movilidad, con poca o ninguna capacidad mental y es difícil no sentir como un pellizco en el vientre al imaginarse uno en situaciones parecidas.

Cuando ya llevaba varias mañanas haciendo la ‘paradiña’ con el abuelete, su conversación me permitió adivinar que era persona que estaba al día del mundo que le rodeaba. Debía ver más de un telediario o incluso leer algo de prensa, porque como núcleo de nuestra conversa, solía hacerme referencia a algún motivo de actualidad, para no caer en el rutinario comentario sobre el tiempo. No obstante, en más de una mañana espléndida del verano, sí que lo utilizaba como punto de partida, para compartir conmigo la alegría que le producía ver al sol radiante sobre el mar.

Hora es también que describa mínimamente al personaje. De baja estatura, delgado, invariablemente vestido con un pantalón indefinible si de verano o invierno, un jersey fino de lana azul y una camisa abotonada hasta el cuello. Una boina más bien pequeña y acompañado de su paraguas en cuanto el padre Lorenzo no brilla en todo su esplendor. La cara surcada por mil arrugas y los ojos vivaces y tan expresivos o más que su lengua. Por su charla comprendí pronto que no había sido hombre de la mar, sino del terruño. El laboreo de su no mucha tierra, el cuidado de los animales, algún percance o alguna suerte en este su oficio y su conocimiento de tantísimas cosas que ignoramos los que a veces nos creemos que sabemos algo.

Tampoco era diario nuestro encuentro, pero se le iluminaba la cara en cuanto nos veíamos venir el uno hacia el otro. En algún momento me sacó de dudas. No. Él no vivía en la residencia, sino en casa del hijo. No quiso ser muy explícito, pero el cotilla que cualquiera de nosotros lleva dentro aunque lo disimule, me hizo volver a preguntar algún detalle del entorno familiar. Como haciéndome ya cómplice y amigo me confesó que su trato con la nuera no era el mejor. Convivían en el domicilio cinco personas. El hijo, la esposa de éste, el nieto y la abuela materna del muchacho. O sea, establecí mentalmente la jerarquía: la patrona del hogar se ocupaba preferentemente de hijo y marido, la abuela ejercía los mayores restos posibles de autoridad sobre el trío más joven y él quedaba relegado al… al último puesto del escalafón. Algo lógico, por demás.

Por eso, cada mañana, tomado el desayuno, salía a pasear, pegaba la hebra en la barbería o cualquier otro rincón de tertulia, se sentaba a media mañana en un sitio propicio para ver pasar la gente, volvía a la casa a la hora de comer y se retiraba a su dormitorio con el pretexto de echar una siestecilla. A la vuelta del hijo del trabajo, ya se sentaba un rato en la sala a ver, o a hacer como que veía la televisión, y a extender la mirada, desde la relativa altura de la ventana sobre algún huerto aún visible o simplemente a contemplar la puesta del sol o el insondable infinito del cielo. Y siempre sonríe.

domingo, 6 de julio de 2008

Desperdicios

No hace al caso el motivo, pero alguien me ha recordado un día de estos pasados a Juanilla. No hace tanto tiempo me dijeron que aún vivía y calculo que ya debió cumplir los noventa o los anda rondando. Es la primera persona que conocí con un ojo de cristal y su mirada me resultaba inquietante, porque mientras su ojo sano se movía en la dirección que miraba, el ojo artificial permanecía quieto en su cuenca, casi siempre con la misma abertura de los párpados. Lo que voy a evocar de ella se remonta, seguro, al menos a cincuenta y cinco años atrás.

Era ya considerada una solterona, pasados los treinta, y las hermanas se fueron casando, tanto las mayores que ella, como una que era menor. Recuerdo perfectamente por haber entrado varias veces cómo era su vivienda. Por mi tierra las llaman un portal. Esto es, una estancia única, no mayor de veinticinco o treinta metros cuadrados, en uno de cuyos laterales se levantaba un medio tabique, de poco más de la altura de una persona, lo que daba lugar a dos pequeñas habitaciones también separadas por un tabiquillo idéntico y cuyo acceso era a través de dos cortinas raídas en lugar de puertas, que eran una mínima concesión a la intimidad, sin ninguna pretensión decorativa. En la del rincón más profundo estaba permanentemente enferma su madre. Ella dormía en un mínimo jergón de ‘camisas’ de maíz, al lado de la cama de matrimonio, no muy grande, de hierro, desde donde la anciana emitía de vez en cuando un quejido o un suspiro. Casadas las hermanas, ella pasó a tener como suyo propio el otro dormitorio.

El patio, mejor un pequeño corral de tierra endurecida, que no impedía hacer algo de barro tras las lluvias, tenía según se salía, a la izquierda un cobertizo que era la cocina: un fogón de carbón, una mesa tosca y cuatro míseros cacharros desportillados. Enfrente, al lado derecho, una media cuba de loza o de piedra, no sabría decirlo, hacía de pila de lavar. Un tapón en la parte inferior permitía vaciarla. Sólo mucho tiempo después comprendí por qué le llamaban el tintero. En realidad era una obra de artesanía –nunca supe cómo había llegado allí, pero era realmente una pieza admirable- que se usaba en las casas de importancia para el tinte. Cuando ocurría la muerte de un allegado cercano, le llevaban para teñir de negro prácticamente toda la ropa, escasa, que había en cada familia.

Al fondo del corralillo, hecha con chapas, piedras, latones despanzurrados y otros elementos inidentificables, había una doble cochiquera. Esa era la base de los ingresos de aquella madre y aquella hija, una vieja enferma y una muchacha poco agraciada, soltera y pobre. De vez en cuando la llamaban para faenas duras en las casas, como lavar a mano, encalar o limpiar estancias abandonadas mucho tiempo. Esos días encomendaba a una vecina dar alguna vuelta a la madre en su chiscón, más que nada para comprobar que seguía con vida. Y con sus lamentos y suspiros.

Pero ya digo que eran los dos tres cerdos que conseguía engordar a lo largo del verano, de los que dependían para malvivir todo el año. A las tres de la tarde, Juanilla con todo el calor del mundo derritiendo los adoquines, agarraba dos cubos viejos y recorría varias, bastantes, casas donde la conocían y recogía los desperdicios de la comida: las mondas de las patatas, las cáscaras de la sandía y el melón, incluso las raspas de pescado o los restos de comida que iban a tirarse. Tras la segunda o tercera casa por donde pasaba, los cubos eran una mezcla casi nauseabunda de alimentos mezclados que no desprendía ciertamente un aroma agradable. Ella iba acumulando en el mayor de ellos lo que recogía y entraba con el otro cubo vacío, pidiendo disculpas, molestando algunas siestas, dando las gracias, arrancándose a sí misma una sonrisa de agrado, donde tal vez solo su ánimo le pedía una mueca de resignación.

Cuántas veces la ví pasar con sus dos cubos ya llenos, de vuelta a casa y en el fondo contenta, porque con aquella casi basura comían sus cochinos. Y engordaban y llegado el invierno, un carnicero se los compraba y podía obtener el único puñado de pesetas de cierta importancia con el que ir pagando las trampas, las pequeñas deudas que acumulaba y le permitía cobrar también a lo largo del año, parte de ese pago en especie pues a diario iba a la carnicería por un trozo de costilla salada y un poco de tocino con los que condimentar unos garbanzos, unas patatas, algo de arroz, que eran la base de sus sustentos.

Sé que también hacía pequeñas excursiones nocturnas al campo, en las que traía, jugándose el mordisco de los perros o los golpes de algún dueño escarmentado, algo que sustraía, como unos tomates, alguna fruta, incluso unas pocas matas de garbanzos que luego desgranaba furtivamente y que también aprovechaban sus guarros.

Juanilla representa para mí un ejemplo de supervivencia extrema en unos tiempos que fueron muy difíciles para todos. Pero más, mucho más, para gentes como ella.

jueves, 3 de julio de 2008

Artesanía

Coincido con ella muchas mañanas. Mientras yo voy paseando, aunque sea por prescripción facultativa, ella está en su sexta o séptima hora de trabajo. Nadie lo diría. Su atuendo es desenfadado: unas cómodas bermudas que suelen ser de colores alegres y camisetas, honradas tal vez algún día con pequeñas manchas de sudor. Está en esa edad ambigua entre los cuarenta y los sesenta, que las mujeres saben diluir con la artimaña de la ropa, el corte de pelo, el tinte y el peinado. Su piel es tersa, quizás como una demostración implícita de la buena salud y el optimismo –al menos aparente- con que encara la vida. Pero es sobre todo su sonrisa, su afabilidad no impostada, lo que le imprime ese aire con el que necesariamente le ha de caer bien a casi todo el mundo, salvo los resentidos, los aguafiestas. Que por desgracia no faltan.

Sube y baja del asiento de conductora de su furgoneta con una agilidad enorme, a pesar de que los estilistas a la violeta le achacarían un cierto sobrepeso. Previamente ha marcado unos tonos cortos e inconfundibles con el cláxon. Es posible que se moleste algún durmiente retrasado, pero suelen ser breves y espaciados, una vez por cada calle. Tampoco obliga a madrugar, pues suele comenzar su reparto sobre las nueve de la mañana.

Los tiempos cambian y ella ha hecho lo posible por adaptarse. Las reglas del comercio han evolucionado y ella se ha enfrentado a estas con energía y ese optimismo de que hablé antes. Para comprenderlo, tuve que equivocarme primero y aventurar una suposición después. Pasé por su puerta un día y ví que estaba cerrada. ¿Cómo puede estar cerrada una panadería a las diez de la mañana? No le veía la lógica hasta que al pasar por la tarde, allí estaba aparcada su furgoneta, la misma con la que patrulla el pueblo de una punta a otra cada día.

Supongo que alguien la ayuda. Sería casi imposible que ella sola, levantándose a las tres o las cuatro de la mañana, diera el último repaso a su masa, por más que le ayude alguna máquina, corte y dé forma a las tres o cuatro variantes de pan que vende. Porque eso sí, queda claro que está hecho a mano. Nada de piezas idénticas al milímetro, con la huella de la maquinaria en la masa del interior. Están manoseadas con mimo y la pequeña imperfección que pueda hacer distinta a cada una, no es sino el reflejo del amor con que una artesana suele hacer cada una de sus piezas.

Su horno será eléctrico como el de los súper. Pero a estos llega el pan precocido, envasado, gris casi ceniciento, fría su masa con la perfección impoluta de una máquina que no tiene fallo ni imaginación. Ocho o diez variantes, seguramente computerizadas de antemano: el pan de fibra, de soja, el de semillas, el integral, la barra, la baguette, el campesino (¿?), el sin sal, qué sé yo la de variantes que puede admitir una amasadora conectada a un ordenador.

Pero mi amiga solo tiene unas muy pocas variantes, el bollo, el medio kilo, la barra y poco más. Eso sí, con el marchamo impecable de la artesanía. Comparando los sabores, para mí, que entiendo poco de fútbol, golea a cualquier competidor. ¿Se imaginan a un equipo de aficionados humillando la portería de otro equipo de esos que se nutren de millonarios? Me vale la metáfora. Los primeros suplen su falta de técnica, tal vez su cansancio previo en oficios del común, con el entusiasmo, la ilusión de una victoria ganada a pulso, con el pundonor verdadero de amar a sus colores. Los otros, señoritos de cochazo, de chalet inmenso con doble piscina, de sueldos innombrables, de ingresos por publicidad, solo venden su fama y temen las lesiones. No lo dan todo, sólo lo imprescindible.

Les aseguro que no sé el nombre de mi admirada panadera. Solo cruzo los buenos días con ella cuando coincidimos y jamás regatea una sonrisa. Se gana sus clientes uno a uno, con su buen hacer, con su afabilidad, con su entrega a domicilio, con su frase de agrado, con el tono alegre de su voz. Sube y baja sin descanso de su furgona, entrega en cada portal las piezas que sabe de antemano, derrama su energía a raudales y posiblemente inyecta la hormona de la convivencia, del optimismo a quien la necesita. Pero solo le cobra el pan que le entrega.

martes, 1 de julio de 2008

Ministras

A veces pasan por esta mi esquina personajes con los que nunca tuve el más mínimo contacto personal, o ni siquiera conozco más que por los medios de comunicación. Se trata pues, de un conocimiento indirecto y las referencias que pueda tener de ellos viene mediatizada por una información escrita, por unas opiniones no contrastadas lo suficiente –soy un poco como Santo Tomás, que para creerse la llaga del costado, hubo de meter en ella los dedos- y me siento un poco en la cuerda floja si me pongo a escribir sobre ellos. Pero, como en la cuerda floja, hay que arriesgarse.

Tras este inciso, les presento al personaje que hoy me ocupa. Se trata de un anciano de 84 años, bien vestido, porte recio, serio, con gafas profesorales. Aparentemente, venerable. Si digo que es negro, espero que nadie lo interprete como racismo, sino como el hecho visible más notable. Desde hace unos días acapara en las secciones de Internacional de la prensa el papel de diablo negro. Tirano, autócrata, genocida, dictador son piropos que le han otorgado de continuo los periódicos que he ojeado.

Como desde que estudié geografía universal han pasado cincuenta años, tengo que ponerme delante un mapa actual de África casi siempre que quiero localizar un país, que no sea del área mediterránea o muy conocido. Cuando en algún momento me informo que Zimbawue forma parte de la antigua Rhodesia, ya me cuesta menos orientarme. Sabía por ejemplo que Cecil Rhodes fue el constructor de la línea ferroviaria entre Ciudad del Cabo y El Cairo y que en su honor, esa colonia inglesa recibió su nombre. Hoy aprendo que luego se dividió en dos estados: Zambia y Zimbawue.

¿Y quién es este abuelo maldecido, que acaba de ganar unas elecciones, rechazadas por la mayoría de las naciones? Pues un maestro de escuela que ya en 1964 fue encarcelado por su afán independentista contra el colonialismo inglés. No fue hasta 1979 cuando la mayoría negra consigue votar por primera vez en unas elecciones y elige presidente ¡a un obispo!. No es oficialmente reconocida como República hasta un año después y en unas nuevas elecciones gana el partido ZANU, cuya sigla inglesa –el idioma oficial- traducimos como Unión Nacional Africana de Zimbabwe, cuyo líder es … adivínenlo: Robert Mugabe, quien desde entonces gobierna (es una forma de decirlo).

Curiosamente en los primeros años, influido por la corriente prosoviética que intenta recalar en la nueva África surgente, obtuvo fama internacional por ser un icono de muchos grupos conservacionistas, orgullo que solo duró hasta finales de los noventa, al seguir el modelo de la carnicería desenfrenada de las antiguas tiranías africanas de los setenta. Pero antes fueron creadas 3.200 escuelas de primaria-secundaria, una red nacional de seguridad alimentaria, un hecho insólito en un continente con hambrunas, sequías, matanzas interétnicas y el surgimiento sin freno del devastador SIDA. El gobierno de mayoría negra obtuvo progresos iniciales impresionantes en el desarrollo humano con áreas de conservación de la vida silvestre o el hecho de que Mugabe nombró a varias mujeres en diferentes cargos ministeriales. Zimbabwe fue la excepción para la integración racial liderada por el presidente Mugabe, quien por estos esfuerzos recibió en 1981 el Premio Derechos Humanos Internacional de la Universidad Howard de Washington.

Pero de hecho, se trataba de una dictadura disfrazada bajo el manto del multipartidismo. Pero con ese partido político ZANU, liderado por Mugabe, la Zimbabwe pluralista fue desapareciendo para dar paso a uno de los proyectos autocráticos más brutales del Tercer Mundo de los noventa. Gran admirador de la Revolución Cubana, Mugabe se obsesionó por el poder gubernamental hasta el punto que buscó los ingredientes básicos para no ser apartado de él: fraude electoral, persecución a la oposición y políticas de división racial. Mientras sus colegas marxistas de Etiopía, Benin, Zambia o Tanzania finalizaban sus períodos totalitarios, Mugabe poco a poco se transformó en el peor tirano del África del siglo XXI. Ahora Zimbabwe se ha convertido en el imperio de la muerte y la extrema pobreza, un título que ha borrado viejos recuerdos. Hoy el país, famoso por las cataratas Victoria, se hunde por efecto de dos males: la tiranía corrupta y la epidemia del SIDA.

(Con información recogida en Amnistía Internacional y en el
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la Economía).

domingo, 29 de junio de 2008

Matriarca

Visitar los mercadillos se convirtió para mí, desde hace ya tiempo, en una distracción que sin ser apasionante puede encerrar lecciones de interés si se contempla desde un punto de mira como observador de vidas y costumbres. Si encima uno descubre algo que no encontraba en tiendas del común, entonces es una verdadera suerte. Además puede tener un precio que le alegra a uno la mañana.

Por lo pronto, para un abuelete como yo que no tiene nietos, es una gozada ver a señoras de mi edad o más jóvenes aún que lidian, alegremente la mayoría, con sus nietos, esos ángeles aún no rebeldes del todo, para que papá y mamá traigan a casa los dos suelditos que permiten pagar la hipoteca. Me paro ante un rorro de pocos meses que va dormido, ajeno al bullicio circundante, o sigo con la mirada el incansable moverse de alguna pitufilla de muy pocos años que todo lo mira, todo lo toca, todo la admira, mientras el abuelo o la abuela desdobla su mirada para que no desaparezca como un ratón en una charcutería.

Todos los mercadillos tienen cosas en común y cada uno presenta singularidades que lo caracterizan. En el último por donde me entretuve, reconocí varios rostros que hace tiempo que no veía. Estaban en un puesto de chándals, en otro de calzado de imitación piel, en uno con calcetines muy baratos y ropa interior de dudoso gusto, todo un hipermercado de calidades que no son de primera. Los conozco desde hace un par de años y sé que son hermanos. En uno de ellos, como en la cabina de mando del buque insignia, la matriarca se encargaba de que no le faltara a nadie el bocadillo a su hora, de permitir una rebaja no contemplada o de llamar al orden a quien lo precisara. El marido, tan gitano como ella y sus hijos –y mi expresión no encierra ningún racismo, sino constata una realidad- solía brujulear de un lado a otro y es el único que se permitía lo que un concejal de verbosidad impostada, llamaría la movilidad sostenible: sustituye a quien va satisfacer una necesidad fisiológica, vigila que nadie se haga el olvidadizo a la hora de pagar y detalles parecidos.

Sin embargo, en esta visita reciente, hay un detalle revelador desde el primer momento. Es una zona donde aún el luto es una norma social de obligado cumplimiento y veo que todos visten de riguroso negro. Es la madre la que se ha marchado al Jardín y aunque están todos en sus puestos, se nota esa ausencia que se hace terriblemente visible. Es la hija mayor, treinta años largos, alta y guapa, la que parece que debe ocupar el lugar insustituible de la mama. Se cubre su cabeza con un pañolón, negro cómo no, que no consigue ocultar la belleza de sus ojos y su bien perfilada boca. Nunca me fijé demasiado cómo vestía antes, pero ahora lleva una falda casi hasta el suelo que permite ver que también lleva medias negras.

El más joven de los hermanos, un chaval que vende la ropa deportiva, tiene una negrísima cabellera ensortijada, no obstante lo cual lleva una gorrilla de béisbol, negra también, sin marcas ni letreros. La hermana mediana, que con su marido, es la vendedora de zapatos, algo más gruesa y con un par de churumbeles siempre en las inmediaciones, lleva pantalón ceñido que no la favorece y camiseta holgada, que no es preciso aclarar que también son negros. Es la única que lleva la cabeza descubierta. El marido alivia el luto con un pantalón vaquero normal, pero también su polo es negro.

Se me ha pasado advertir que la hija mayor, la heredera de la matriarca, se ve ayudada por un hijo suyo, adolescente, que no viste de negro, pero cuya indumentaria revela una seriedad impropia de sus años. Es en ese puesto, donde con sombrero negro, en un rincón, silencioso y fumando de continuo se encuentra el viudo, la camisa negra algo desabrochada y en el cuello una pañoleta negra que le cuelga en la pechera. No sé si ha encanecido su bigote o es el contraste con tanto negro lo que hace parecérmelo más blanco.

Debe ser reciente la desaparición de la mama porque se percibe una tristeza compartida, una seriedad natural que no es artificiosa como pudiera parecerlo el luto, que en sí mismo puede tener un punto de exhibicionismo. Pido perdón por la expresión, pero no la retiro. Ya sé que alguien experto en antropología me daría mil y una razones que lo explicasen, tal vez es una forma de conjurar el duelo y hasta hacer más llevadera su pena que, repito, se percibe clara en miradas y laconismos. Todo el que ha vivido hace treinta, cuarenta o cincuenta años una infancia de pueblo sabe los rigores y las normas infranqueables del luto. Lo que me descoloca es que me resulta un anacronismo, quizás porque estas expresiones externas de duelo no son ya comunes en la mayoría de los sitios. Pero estoy seguro de que ellos lo consideran una obligación, una ley no escrita y la cumplen con escrupulosidad.

Me voy alejando del mercadillo con una bolsa en la que llevo tres pares de calcetines de deporte que no pensaba comprar.

viernes, 27 de junio de 2008

Electricidad

Al revés que la mayoría de los personajes que ya van haciendo algo de galería, pasando por esta esquina, a nuestro amigo de hoy no lo he visto en mi vida. O al menos, no personalmente. Me encuentro con su imagen en una fotografía y es la figura principal, y única, de un breve reportaje que seguro merece que me detenga hoy en este comentario que me gusta dedicar a gente como él.

Si les digo que me gustaría charlar con nuestro hombre tomando un café, les mentiría. Habla un idioma distinto del mío y aunque él sí, quizás, no sé, sí me entendiera yo no conseguiría comprender la mayor parte de su discurso. No. No es extranjero, pero sus dificultades con el castellano –que a mí me gusta llamar español, como lo llaman los más de trescientos cincuenta millones de hispanohablantes, aparte de los españoles que lo hablan, pero en este caso, mejor así- son casi extremas. Aparte de que su vocabulario no debe sobrepasar mucho más allá de unos pocos cientos de palabras, las que ha utilizado en sus setenta y tres años de vida.

A pesar de ser un rústico, como dirían los clásicos del XVI, tiene algo de singular que lo convierten en noticia, merecedora de esa foto en color desde la que me mira. Es alto, delgado, viste el uniforme de, ¿qué tipo de uniforme les podría definir?, el uniforme de persona que ha nacido y vivido toda su vida únicamente en el campo, en la aldea, aparte del tiempo que hizo el servicio militar que aún recuerda en una capital no muy lejos de su terruño. Los expertos en lenguaje no verbal tal vez dirían que posa ante la cámara con timidez. Está a la sombra, por lo que su rostro aparece poco definido. Algo encogido de hombros, como si así pudiera ocultarse un poco de la indiscreción a que está siendo sometido. Sostiene entre los dedos de la mano izquierda medio cigarrillo que le sirve más de compañía que de adicción.

Es un solitario. Aunque tras él se aprecian dos o tres casas, solo la suya está habitada desde hace mucho. Es el único habitante de la aldea. La hierba verde y abundante –estamos casi en julio- la frondosidad de la arboleda del fondo, las paredes de piedras grandes, medianas, asimétricas y los tejados de pizarra irregular, por fin, nos desvelan su localización. Estamos en Lugo, en la profunda y remota tierra de Lugo, la que cae lejos de los caminos compostelanos, lejos de las rías donde los mariscos o el bonito, el príncipe azul de los mares. A unos doscientos metros de su vivienda pasa un tendido eléctrico de alta tensión, pero a su lugar, ni siquiera es aldea, no llegó la corriente. Es posible que haya torres de telefonía móvil cerca y las cumbres próximas dan un horizonte de los molinos de tres aspas de un parque eólico, cuyo zumbido sí percibe. Pero era excesivo coste en su momento para que les llegara una línea con un muy escaso negocio. “A miña nai nunca foi ao Concello a pedir sacramento”, dice irónicamente. Luego, cuando murió la madre, él tampoco sintió nunca la necesidad. O si le pareció sentirla no le dio ninguna prioridad.

Desde casi siempre se alumbraron con carburo. “Traiamos o carburo por bidóns, como os das minas”. Últimamente ‘le ha llegado la modernidad’. Dispone desde hace dos años de un pequeño generador de gasolina, que le sirve para que funcione alguna bombilla y un rato la televisión. Si alguna bujía no le hace una faena. “A radio faime moita compañía, pero non poido ver moita tele”. Otro lujazo: desde el año pasado tiene agua corriente, “Puxeron unha tubería e a auga é dun manantial moi bó”. Como van deduciendo es una persona con pocas necesidades. Ya dije que viste el uniforme de campesino rural: gorra, un jersey que usa casi todo el año y un pantalón de género indescifrable. Se toca con una gorra cuyo color dejó de existir y se calza unas botas de caucho, con las que trabaja en su huerta, con su ganado, por terrenos húmedos o sucios.

Puedo hasta desvelaros su nombre, porque ha salido en los periódicos: Manuel Chao. No Manu Chao, sino Manuel. Era el último vecino de la provincia que no tenía acometida eléctrica. Por 12.000 euros, algún organismo dedicado al Medio Rural, va a poner a su alcance algo que tampoco parece echar mucho en falta: unos interruptores, unas bombillas más, algún electrodoméstico –ni siquiera ha tenido nunca nevera-, pequeños lujos que la vivienda, donde su familia habitó desde hace más de cien años, nunca alcanzó. El piensa que se lo merece “despois dunha vida de traballo”. Pero tampoco le da mayor importancia.

No es Tarzán, ni Robinson Crusoe o Daniel Boone. Tiene algún amigo y vecinos más o menos cercanos con los que cruza de vez en cuando la palabra o toma unos vasos de vino en alguna cantina. Hasta puede que entienda algo de fútbol, que es muy socorrido para hacer conversación. No sé si sabe leer y escribir, pero aunque así fuera, no lo ha necesitado tampoco mucho. Es posible que con la novedad, encienda al principio varias luces, o que vea algo más la tele, incluso que guarde algún alimento en la nevera que seguro se va a comprar. Pero es más seguro, que pasado el primer impacto, se siente a su puerta como hizo tantas veces a contemplar el vuelo de las aves, a oir sus cantos o a descifrar en la noche algún misterio de los que se esconden en las estrellas.

domingo, 22 de junio de 2008

Madrugador

He visto amanecer muchas mañanas caminando en esa misma dirección. Estaba aún en mi etapa laboral pero mis rodillas ya tenían la misma amenaza de prótesis que siguen manteniendo ahora y a la que me resisto cuanto puedo. En invierno, con el sol perezoso y tibio, aún era noche cerrada cuando con mi gorra y mi bastón –un domingo muy temprano me atracaron unos jovencitos para poder seguir su juerga y menos mal que no me lo partieron encima- digo que aún era de noche y se abría una leve raya de luz entre el cielo y el mar. Poco a poco se iba haciendo mayor la grieta luminosa y el espectáculo deslumbrante que se desarrollaba tenía la virtud de no repetirse casi nunca. Una nube, una brumilla, un gris opalescente, siempre se renovaba algún detalle. Un viejo amigo, ya ido, me decía que él daba gracias al cielo cada nuevo amanecer.

La otra mañana era temprano pero estamos en los días más largos del año. El sol, que no sé si es estrella joven o vieja, si bien estrella al fin y al cabo, posee el disculpable vicio de la impuntualidad. O se atrasa o se adelanta algún minuto, pero siempre se lo he perdonado. Ya estaba subiendo en el horizonte y mis lentes se habían oscurecido. El mar brillaba con todo descaro. Había muy poca brisa, la marea estaba baja y el agua se movía imperceptiblemente. Sólo en el trozo que el hombre, ese depredador, le arrancó una mínima bahía para ensanchar una carretera, desafiándolo con una escollera pequeña y torpe, dibujaba un tímido encaje de espuma. En el invierno, esta balsa culta, vieja y sabia a la que llamamos Mediterráneo, cuando coincide marea y viento de levante, se alza en su poderío y se desmelena en olas que nada tienen que envidiar a cualquier otro hermano mayor. Golpea entonces con fuerza esas minucias que el hombre opone a su fortaleza de miles de años y como dicen las gentes de la orilla ‘la mar siempre se lleva lo que es suyo’. La escollera se está deshaciendo.

Por lo tanto, deslumbrado, yo me enfrentaba a su tono más azul, a su superficie más bruñida, a su murmullo más melodioso. Precisamente al pasar por la escollera, las algas que allí se depositan me hacen cerrar los ojos y aspirar un perfume vivo e inigualable: olor a vegetal vivo, a agua renovada, a sal oculta y reidora. Cuando supero esa suave curva, aparece ante mis ojos uno de los trozos de costa que aún no ha mancillado la avaricia humana, aunque esté pespunteado por el ir y venir de una carretera que se adaptó a su sinuosidad. Me voy acercando a uno de los últimos caños por los que la montaña vecina desagua en el mar su lluvia cuando cae. Los humanos listillos aprovechan ese cauce para verter en él, como en casi todos, sus aguas –sucias casi siempre, que las depuradoras valen dinero y lucen poco- que a su llegada a la arena se van filtrando casi sin notarse y desembocan de forma subterránea, solo manifiestas por un oscurecimiento de la orilla y, ay, por un mal olor muy perceptible a veces.

Allá, entre pedruscos que un día fueron arrastrados por el agua y hoy están como clavados en la arena, distingo una figura atareada. Al acercarme distingo a un anciano fibroso, con pantaloncillo corto barato, camisa y sombrero de paja que trajina con ahínco, armado de una pala no pequeña, como de albañil que clava en la arena con ayuda del pie y metiendo los riñones levanta piedras del tamaño de melones y se agacha, rebuscando en la arena. Me acerco y desde una distancia prudente le observo en su faena. No quiero que me tome por un mirón desconsiderado pero me intriga saber qué hace a hora tan mañanera, sometiendo a su organismo desgastado a un ejercicio nada lúdico.

Cuando paso unos minutos contemplándolo, por fin comprendo qué hace. Debajo de cada piedra levantada, hunde las manos, saca puñados de arena ennegrecida y rebusca si hay lombrices entre ella. Con cuidado saca una, dos o ninguna de cada vez y las va depositando en una caja que tiene al lado sobre un pedrusco que sobresale. Supongo que es un pescador de orilla y que se procura cebo vivo para en otro momento disfrutar de su caña y de la danza de las piezas al extremo de su tanza invisible.

Sabe perfectamente que le estoy mirando pero sigue impertérrito su faena. Tal vez me confunda con un guiri desocupado y hasta es probable que le moleste sentirse espectáculo, su trabajo, su esfuerzo, de un rubiasco malencarado que lo tome por diversión. Pero yo he hecho alguna vez, pocas, esa misma tarea, aunque sin llegar a ese grado de dificultad. Intento recordar una palabra de argot, que le haga sentir que soy su cómplice. Por fin doy con ella:

- ¿Albiñocas?, le pregunto sin saber si por aquí también las llaman así.

Como un ‘ábrete sésamo’, la puerta de su cerrazón se abre. Suelta un momento la pala, que deja clavada en la arena húmeda, se quita el sombrero, se alivia el sudor con el antebrazo sarmentoso y me contesta con una pregunta:

- ¿Usté es de Huelva? Así les dicen por allí.

Saca un paquete de cigarrillos arrugados del pantalón, enciende uno sin ofrecerme y después de encendido, me cuenta su vieja canción: la pensión es muy corta y hay una tienda que le paga a tanto los ejemplares de lombrices y aprovecha las mañanas para sanear su hacienda doméstica. Mantengo la conversación, intentando que dure lo más posible, pero pronto tira el cigarrillo a medio fumar y con un ‘voy a seguir con la faena’ me despide.

viernes, 20 de junio de 2008

Plutarquerías

Durante mucho tiempo creí que Plutarco era un escritor latino. Sus ‘Vidas paralelas’ son una colección de biografías comparadas por parejas, un personaje griego con otro romano, con rasgos parecidos, al menos circunstancialmente. De ahí que yo creyera que se trataba de un autor de la mamma Roma. Hasta que cayó en mis manos algún libro que me instruyó en que era al revés. Se trataba de un griego, del siglo I, d. C., perteneciente a la llamada segunda época sofista. Pero no va por ahí esta historia.

Así que dejémonos de pegotes culturetas y valga el mínimo prólogo para introducir el raro parecido, al menos para mí, de dos personas a las que conozco muy superficialmente, en dos ubicaciones bastante distanciadas, que se parecen la una a la otra lo que un huevo a una castaña en cuanto al físico, sin que tenga una idea de la existencia de la otra, pero que desempeñan trabajos parecidos y curiosamente comparten ciertas cualidades y circunstancias.

Para no pecar de machismo –eso de que los hombres siempre miran primero a- empezaré por aquella que reúne menos criterios de canon de belleza actual. Debe rondar los veintipocos años, es morena, de enormes ojos negros y melena abundosa. No es este el único carácter físico potente, pues toda ella es abundante. Aplicando criterios médicos debe estar en el límite entre el sobrepeso máximo o en el primer escalón de la obesidad. Ello no quita que, debido sobre todo a su juventud, a sus más que correctas facciones y sobre todo a que esos kilos de más están, por ahora al menos, relativamente equilibrados, se la pueda considerar atractiva. Nuestras abuelas, las que nacieron en el siglo XIX, decían una frase muy expresiva, ‘más vale tener que desear’.

Nuestra segunda protagonista es la cara opuesta de la moneda, recuerden que hablamos aún del puro aspecto físico. No es muy alta, pero coincide perfectamente con los caracteres que muchas chicas de hoy aspiran a tener. Rubia natural, con una melena de corte moderno y que peina con gusto. Tiene una piel de aspecto sedoso, facciones más que regulares, donde destacan unos bonitos ojos azules y una boca muy bien dibujada por la naturaleza. Consciente de su atractivo, lo realza con ropa a la que hoy no dudamos en llamar sexy: escote lo suficientemente generoso –realmente yo debía hacer un cierto esfuerzo para no clavar en él mi mirada- como para adivinar unos senos proporcionados (su posición determinada por la ropa interior); un talle muy gentil, que la brevedad de su camiseta y el poco tiro de sus pantalones descubría lo suficiente por delante como para poder admirar su ombligo con piercing y por detrás, para entrever fugazmente su tanga negro... Mejor lo dejo aquí, pues creo haber explicado ya lo suficiente como para entender que se trata de una muchacha que hace volver la cabeza a la mayoría de los hombres que se cruzan con ella.

Ahora viene el paralelismo. Ambas son dependientas en tiendas no semejantes pero que comparten bastantes parecidos. La primera trabaja en una de estas tiendas, generalmente propiedad de orientales o magrebíes, que en su tiempo se llamaban de ‘veinte duros’ y donde se encuentran los objetos más dispares: pequeña electricidad, artículos de limpieza y perfumería, herramientas de dudosa duración, menaje de cocina, lámparas, bolsos, miniaturas de estatuas, cuadros, confección muy endeble. No hace falta que siga. Casi todos hemos entrado alguna vez.

La otra es la dependienta de una frutería que regenta una señora mayor, ya de escasa movilidad, por lo que es ella la tiene que hacer casi todo. Ahora entenderán que la vestimenta que describí antes acompaña a una joven que tiene que hacer variados movimientos, lo que funciona como efecto imán en la mirada de los hombres. (Por favor, nadie me tache de viejo verde, pues la vista y la imaginación son dones que la naturaleza otorga. En caso de hacerlo, espero al menos un poco de comprensión. Ni por asomo me permito que mis pensamientos vayan más allá de la escueta contemplación de la belleza).

Cuál es el parecido de mayor calado lo van a entender más fácilmente. Son criaturas a quienes no les favoreció el destino con un exceso de inteligencia. Ante una pregunta con más de ocho o diez palabras, se les dibuja un gesto de incomprensión con un posible doble fallido. O simplemente no la entienden por lo que suelen responder con un lacónico ‘¿qué?’, o dan una respuesta que poco tiene que ver con el objeto de la pregunta, lo que suele significar lo mismo. En sus ojos no brilla –en ningún momento- la agudeza. Tal vez precisaron de un apoyo serio en su etapa escolar y no lo tuvieron o, lo que también es posible, crecieron en un ambiente de escasez intelectual, con lo que no desarrollaron su inteligencia un mínimo eficaz.

Mientras la primera tiene un novio que la espera a la salida y su aspecto, físico y vestuario, más la expresión tampoco indican que se dedique a un trabajo de alto nivel, la segunda tiene un hijo de seis o siete años, vivaracho y alegre, que anda alrededor de la frutería desde que abre por la tarde hasta que madre e hijo vuelven al hogar. Esta muchacha debió ser madre aún adolescente.

Verdaderamente no soy Plutarco ni estoy de él a menos de cien años luz. Mis vidas paralelas tal vez no lo sean tanto. Pero en unos pocos días he conocido y tratado mínimamente a ambas chicas y, casi seguro equivocándome, me ha parecido encontrar cierta similitud en sus vidas. ¿O no?

lunes, 16 de junio de 2008

Pandemia

No sé por qué -perdón, sí lo sé, y he usado la entrada como muletilla, pero no hace al caso- me acordé ayer del ‘Viejo’. Ya era el Viejo en los muy primeros setenta cuando lo conocí, pero es que él había nacido solo dos o tres años después de que lo hiciera el siglo XX. Por eso explicaré como primera anécdota suya, que uno de sus temas favoritos era la gripe del 18 (mil novecientos, por supuesto). Paréntesis. Es la pandemia (epidemia extendida por todo el planeta prácticamente) más letal documentada hasta ahora en la historia de la humanidad. Con un mínimo de 50 millones de muertos, pero hay quien hasta duplica esa cifra. ‘¿Y cómo esa duda, si dices que está documentada, Giraldo?’ Añado antes de responder que fue conocida como ‘gripe española’, pues al ocurrir en esa fecha, los Aliados de la Primera Guerra Mundial ejercieron sobre ella una censura de prensa, que España, al no estar involucrada, no practicó. Por eso no se conoce con exactitud el número de muertes, sino por cálculos indirectos. Cierro paréntesis.

El pueblo tenía solo algo más de mil habitantes y en pocos días se agotó la existencia de ataúdes. Curiosamente muchas de las víctimas de la ‘española’ fueron adultos jóvenes y saludables, a diferencia de otras epidemias de gripe que afectan sobre todo a niños, ancianos o personas debilitadas. Él sin embargo, estando en edad de sufrir el contagio, no lo padeció y formó parte del pequeño grupo de personas, que con un carro recogía los cadáveres envueltos en un par de mantas y les daban sepultura.

Era ‘camisa vieja’. Significa esto, aunque es expresión bastante conocida, que era falangista desde bastante antes de que Franco, en el 38, fusionara las distintas corrientes ideológicas de su bando y fundara el Movimiento Nacional, como partido único, basándose precisamente en la ‘supuesta ideología’ de la Falange y utilizara algunos de sus símbolos. Os puedo asegurar que he oído a poca gente largar, ni siquiera entre la izquierda, del franquismo con la claridad y el descaro que lo hacía el Viejo en su pequeña taberna. En unos tiempos en que al general ferrolano aún le quedaba por firmar un puñado de penas de muerte. Porque tenía la terrible fuerza –o el descaro- de proclamarse, falangista auténtico con lo que ello implicaba de ser tan antifranquista al menos como el Pecé. Probablemente con los años había ido perdiendo pelos de la lengua y simultáneamente había ido creando una cierta manía persecutoria por todo ello.

He dicho antes taberna, pero en realidad era un colmado, o abacería, o ‘armasén’, que así era como le llamaba todo el mundo. Era la versión minimalista de un hipermercado. Allí se podía comprar buena morcilla serrana, algún apero de labranza, calcetines, bacalao, camisas confeccionadas, legumbres a granel, algunos artículos de ferretería y cosas así. En un extremo del mostrador, que era en ángulo recto, había dos pequeños estantes de bebidas y tras el mostrador un frigorífico. Era, al menos para mí, una maravilla, situarme en la esquina, con una visión panorámica del armasén, con un botellín de cerveza y unos cacahuetes, y observar la fauna humana que entraba y salía, preguntaba, protestaba, pedía, consumía, discutía, casi todo ello en voz mucho más alta de lo necesario.

Deseaba yo, los lunes a mediodía, tras el madrugón y el centenar de kilómetros en el Seiscientos, cerrar el garito de trabajo y acercarme al armasén a tomar el botellín y como quien no quiere la cosa, averiguar si aquella noche caería una tapita de liebre en salsa. La única riqueza que le quedaba al pueblo era la caza, toda acotada, y los domingos aprovechando que venían los señoritos a escopetear, algún furtivo más atrevido se traía para el pueblo cuatro o seis liebres, que vendía a gente de muy mucha confianza.
O sea que el Viejo, que andaba por lo que hemos dicho rondando los setenta, seguía al frente de su pequeño negocio y los lunes hacía una verdadera obra de arte culinaria –tal vez se pasaba un poquito con el picante, pero era para que se pidiera más vino de acompañamiento- que tampoco servía a más que a gente de su confianza. Aunque los picoletos lo supieran, preferían no tener que identificar al furtivo, que tampoco era siempre el mismo.

Era de estatura media, entrado en carnes, algo congestivo con su cuello corto y su faz algo abotargada, pelo conservado y canoso, fumador de purillos pestilentes sin tragar el humo, corto en palabras si sospechaba que podía haber soplones alrededor, porque su verdadero, quizás único, enemigo era el alcalde y jefe local del Movimiento. Si venía un inspector de sanidad y le obligaba a alicatar el rincón donde colgaba la charcutería, era una insidia de su enemigo. Si por mor de la lluvia, había un apagón de luz más duradero de lo habitual, el culpable era siempre el mismo, que intentaba que la gente no saliera de casa y fuera a su mostrador a tomarse unos vinos. Si una parte del empedrado de su calle se llevaba más tiempo de la cuenta en mal estado, era para que los clientes tomaran otra ruta.

Si no hubiera sido por el Viejo y la amistad que me brindó –eso implicaba confianza, generosidad, afecto- aquel año hubiera sido para mí el equivalente a un destierro civil. Gracias a él, es un hito de agradable recuerdo en mi memoria.