sábado, 31 de mayo de 2008

Subhistoria

Está mayo ventoso, como si marceara. Las copas de los árboles se zarandean de contínuo, dominan los vientos del oeste casi todo el mes y el Atlántico, una tras otra, nos envía borrascas, más o menos altas que recorren la península dejando aguaceros inesperados, crecidas de ríos y pedriscos que destrozan frutos casi en sazón.

Ha sido penoso ver cómo el Valle del Jerte, protagonista en su floración de cerezos, que atraen cada año a una masa de turistas para ver ese milagro efímero, ha perdido una parte muy considerable de su riqueza roja y dulce. Por otra parte, en algún rato de tele he visto cómo un granizo de enorme diámetro, ha dejado desnudas viñas y viñas de la Rioja, arrasando pámpanos y derribando al suelo los racimos adolescentes que un día serían caldo amable en nuestras mesas.

Hay toda una controversia entre quienes se empeñan en considerar un fenómeno casi apocalíptico el indudable cambio climático y quienes consideran que siempre hubo ciclos bonancibles y épocas de sequías o inundaciones, y que lo que hoy soportamos es el bombardeo continuo por los medios, sobre todos audiovisuales, de las consecuencias del clima con fines no siempre claros. Nacido en un pueblo y en una familia relacionada hasta hace pocas décadas con la agricultura, siempre he oído hablar del tiempo y su influencia sobre el rendimiento del campo, pues siendo zona de secano, tan pronto los campos lloraban de sed y se perdían cosechas no nacidas, o incluso no se sembraban las sementeras, o estas ya casi en granazón, se pudrían por los excesos del agua de mayo, siempre tan bendecida.

En esta discusión no tengo opinión. Que estamos en un ciclo largo de irregularidades climatológicas no me cabe duda. Que nos dirijamos sin remedio a un futuro cada vez más aberrante en cuanto al clima, no soy capaz de predecirlo ni de negarlo. Desde luego han sido en mí siempre más frecuente las dudas que las certezas.

Siempre recuerdo cómo me sonó curioso al menos, el intento de cambiar el calendario por parte de la Revolución Francesa, sometiéndolo al orden decimal. Se mezclaron matemáticos, abolicionistas y poetas. Los primeros intentando agrupar de diez en diez los días; los segundos pretendiendo eliminar connotaciones religiosas muy arraigadas en las nomenclaturas y los últimos, para mí, los verdaderos triunfadores, renombrando con su característica más significativa el nombre de los meses.

Así el año nacería en otoño, concretamente el 22 de septiembre, con el equinoccio solar, y este otoño comprendería los meses de Vendimiario, que se entiende a la perfección; Brumario que nos habla de nieblas y nubes y Frimario, menos comprensible en nuestro idioma, que sería el mes de la escarcha. Tras el otoño llegaría el invierno, y no me digan que no son poéticos sus tres meses: Nivoso, o de las nieves; Pluvioso, o de las lluvias; y Ventoso, que lo dice todo, entre finales de febrero y comienzos de marzo. Luego, en la primavera, vendrían los nombres terminados en –al: Germinal, cuando brota o germina la semilla; Floreal, cuando se llena el campo de flores; y Pradeal cuando son alfombra verde los prados. Por último el verano sería la época con nombres terminados en –idor: Mesidor, cuando se recolectan las mieses; Thermidor, cuando el calor se hace potente y finalmente, cerrando el año, Fructidor, cuando las primeras frutas del otoño que se asoman, perfuman la casa: las manzanas olorosas, las peras, las uvas...

Las semanas se convirtieron en décadas, y sus días, sin gran imaginación, venían a llamarse como primero, segundo, tercero,... y como al final resultaba un año de trescientos sesenta días, los cinco –o seis, si bisiesto- restantes, eran la fiestas de la Virtud, del Talento, del Trabajo, de la Opinión, de las Recompensas y de la Revolución.

Duró poco el invento, pues el Gran pequeño Corso, que duerme para siempre en el aparatoso túmulo de mármol, no sé si travertino o acoralado bajo la cúpula de los Inválidos, el emperador Bonaparte, eliminó aquella parafernalia, que para colmo, en vez de santos, para cada día del año, asociaba nombres como apio, asno, azafrán, berenjena, castaña, caballo, cedro, endibia, grillo, membrillo, piñón, sabina, tonel o trufa, hasta asignar uno a cada uno de los trescientos sesenta. Uno de los fines que empujó a Napoleón a volver al orden tradicional fue una especie de reconcicliación con el papado y naturalmente, con la iglesia.

Qué curiosidades nos cuenta la pequeña historia, ¿verdad?

jueves, 29 de mayo de 2008

Racimos

Reconozco que casi siempre escribo por el placer que ello me proporciona y con la remota esperanza de que algún lector de los que se dejan caer por aquí, también disfrute de un pequeño agrado. Por eso me gusta recrearme en el aspecto positivo que voy descubriendo en el paisaje humano que me cruzo en la calle, o cuya historia conozco. Otras veces incluso, en ese paisaje cotidiano que nos rodea, sobre todo los pequeños detalles que pueden estar semiocultos y me gusta comunicar su descubrimiento.

Pero también es imposible a veces eludir aspectos de la vida cotidiana que no tienen nada de bonancibles, ni producen gozo estético, pero sí se convierten en una cierta obligación ética. Si digo Dublín, evocamos a la verde Irlanda, la capital de un país católico, en potente desarrollo, con su latente amenaza terrorista, con sus alumnos españoles que acuden a estudiar el idioma universal.

Pero en estos días, dos semanas desde el pasado día 16, luego termina hoy o mañana, en Dublín se reúne un grupo muy amplio de países para reflexionar sobre una plaga criminal producida por el hombre: las bombas racimo. Es difícil calcular el número de muertes producidas por la plaga, y el sin número de inocentes mutilados por las mismas.

Diferentes a aquellas otras que veíamos en las películas caer desde los aviones en tiempos de guerra, aquellos pepinos metálicos, estas tienen el aspecto de unos inocentes contenedores parecidos a las bolsas de alimentos que se dejan caer en poblaciones sitiadas u ocupadas militarmente o en regiones devastadas por fenómenos catastróficos. Lo que ocurre es que en el aire, el contenedor se abre a poco de salir del avión y de su vientre mortífero se desprenden cientos de bombas más pequeñas que como polen criminal son arrastradas por las corrientes de aire, diseminándose por amplias superficies de terreno. Muchas explotan y otras muchas permanecen latentes a la espera del paso de un niño, de un animal que resultará muerto o gravemente mutilado.

Hace ya su buen puñado de años, uno era más joven e iluso, oía un programa de radio sobre semana Santa en el que podían participar los oyentes. Se ensalzaba a una cofradía concreta y se comentaba su vinculación con una determinada fábrica, militar por supuesto, donde aún se producían, a bajo coste por cierto, las famosas minas antipersonas. Seguro que aún vivía Diana de Gales, uno de cuyos buenos perfiles fue precisamente la campaña contra la fabricación y utilización de arma tan cruel, cuyas principales víctimas, mira por dónde, solían ser niños. Mi exposición consistió en decir que más que alabar la majestuosidad de dicha cofradía, su ornato de flores o la belleza de sus imágenes, bien podían sus 'hermanos' organizar una protesta porque su Cristo o su Virgen pasearan tan cerca de donde se empaquetaba la muerte y el dolor. La conductora del programa dijo más o menos que qué cosas se me ocurrían y que no iba de ese tema el asunto.

En Dublín está presente España donde miren también por dónde, hay al menos dos empresas que obtienen su rentabilidad, hoy, hoy mismo, de fabricar estas bombas racimo, que curiosamente está demostrado que más de un 95% de ellas siembran sus espigas de martirio entre la población civil. Participadas, cómo no, por empresas bancarias que son tal vez las mismas donde pagamos la luz, el teléfono o cobramos la nómina o el subsidio de desempleo.


Si les hablo de Enrique Figaredo, muy conocido como Kike, un tipo de 48 años que ha recibido un montón de premios nacionales y extranjeros, no piensen en un escritor, o astrofísico, o informático destacado. Es un simple cura, que ha consagrado su vida a ayudar a los discapacitados en zonas del mundo como Camboya o Tailandia. Pero no a niños desnutridos, a paralíticos cerebrales o enfermos de sida sino a los mutilados que provocan allí las minas antipersona. Incluso ha desarrollado talleres para que los propios mutilados construyan sillas de ruedas siguiendo el modelo Mekong (silla de ruedas fabricada con madera y que tiene tres ruedas). Hoy continúa participando en el desarrollo de Camboya por medio de varias ONGs y actualmente lucha en la campaña en contra de las bombas de racimo, que quedan esparcidas sin control por amplios territorios, prolongando indefinidamente las guerras, actuando como minas antipersonales y mutilando a personas muchos años después del término del conflicto.

Greenpeace se ha manifestado estos días a las puertas de esas empresas españolas –preciosa industria, ¿no creen?- que manufacturan esos juguetes tan peligrosos y que al parecer son bastante rentables. No añado ni una palabra más. Ustedes mismos.

martes, 27 de mayo de 2008

Artesonado

Me quedé en el camino de acceso, ¿recuerdan?. En su momento aquello debió ser como la plaza de armas o ancho corral de distribución de los distintos elementos que formaban el conjunto. Suelo de adoquines y piedras, cruz de respeto, azulejo sin fecha pero con escudo heráldico. Y unos cuantos árboles, casi seguro centenarios. Al fondo una rústica escalera terminaba en una puerta baja, por la que algunos debían agacharse tal vez para pasar, en lo que podía ser un granero o similar parecido. Su parte baja era una pequeña nave, con pocas y regulares ventanas y una puerta de hierro, con la parte superior acristalada. Puedo equivocarme pero aquello tenía pinta de haber sido a la vez cocina y entrada secundaria, para el personal de servicio.

En un lateral se abre una reja de filigrana de hierro, rombos en la parte inferior, barrotes trenzados hasta la media altura, con aspecto de forjados, mientras la parte superior estaba formada por arabescos simétricos, con águilas y dragones de fundición. Gruesas y repetidas manos de pintura habían disminuido con los años las aristas primitivas y presentan suavizados los relieves. Esa sí estaba cerrada y tuve que conformarme con contemplar el aspecto exterior de lo que clarísimamente era la zona noble, semipalaciega. Unas columnas de mármol -¿la Itálica tantas veces saqueada?- sostenían un airoso porche, en el que agachándome algo pudo comprobar que conservaba un artesonado donde se adivinaban trozos rehabilitados. Una hermosa puerta de doble hoja, enmarcada en una poderosa jamba, que no hace falta ser experto en maderas para saber que sus cuarterones y travesaños son de recia caoba o cualquier otro árbol precioso es la entrada principal. Una media luna superior con radios de hierro enmarca también una vidriera que a contraluz debe dar una policromía de ensueño al zaguán. Una fecha que no acierto a distinguir. A cada lado dos ventanales enormes, casi de la altura de la pared también estaban protegidos por una reja de barrotes torneados alternando con otros de cuadradillo. Ocupando el centro, un dibujo que recuerda la heráldica del azulejo azul.

Al levantar la mirada me sorprende comprobar que no es la teja árabe la que forma la cubierta, sino la romana de doble nivel, la tégula que encontramos en la arqueología del imperio de los primeros siglos y que tanto gustaron copiar los ingleses de la época victoriana. Esto da idea de las tendencias anglófilas de la familia que manejó durante generaciones un comercio importante entre el norte cantábrico y las islas Británicas. El espacio que antecede a la edificación, un patio más recoleto con altísimas palmeras en grupos de tres y cuatro, está ensolado con ladrillos en espiga, formando unos cuadrantes separados por caminillos de mármol que convergen en una fuente también de mármol, coronada por una estatua de bronce de figura humana, cuya escala puede ser un tercio de la real y que no consigo distinguir bien, pues me da la espalda.

Todo está pulido, brillante, rechinando de limpio, muda y dormida la fuente que solo debe funcionar unas horas al día. Porque, hora es ya de decirlo, esta mansión señorial se ha degradado en aras del negocio. Seguramente haría falta una no escasa cuadrilla de mantenedores para que todo esto pudiera conservar este aire de recién barrido, recortado, barnizado, desempolvado, brillante. En un lateral, restaurando seguramente un ala ruinosa, se ha acoplado con discreción y elegancia un salón con enorme cristalera, a través de la cual diviso mesas de restaurante, con mantelería que adivino de lujo, con modernas y clásicas a la vez, sillas de alto respaldo y tapicería cuidada y de extremo gusto.

Discretamente, en un azulejo moderno que bien podría pasar por antiguo, se inscribe el nombre del restaurante en una de las pilastras verticales que separan las cristaleras. Desconozco si el dueño o dueña forma parte de la aristocrática familia primitiva, y si el precioso portalón de entrada dará acceso a una parte restante de la vivienda o todo el conjunto forma parte ya del negocio de restauración. Quiero pensar que sea la primera opción y que alguien, una mano femenina, un espíritu elegante, haya conservado los cobres, los sillones fraileros, los aparadores, la gran mesa de un bello comedor, la lámpara antigua, los cuadros heredados, las gruesas cortinas.

Me alejo con una cierta pena porque tanta adivinada belleza se haya puesto a los pies del dinero. Pero no vivimos, por suerte, en la época de sirvientes y gañanes, de ayudas de cámara y doncellas de cofia. Serán educados camareros y un pulcro maître, o una bella y madura relaciones públicas quienes atiendan con agrado y modales refinados a los afortunados que por una tarde, por una noche, puedan disfrutar de esta arquitectura que me ha emocionado, aparte de un menú no demasiado deconstruído. Le digo adiós sin poder evitar una cierta envidia de quienes un día pudieran gozar con su construcción y disfrute.

domingo, 25 de mayo de 2008

Entreabierta

He pasado mil veces por delante de ese cancel...

-Perdone, Giraldo, pero por muy andaluz que usted se proclame, me parece que ha exagerado un poco más de la cuenta.

Admitida la protesta. Rectifico. He pasado algunos cientos de veces por delante de ese hermoso cancel, con sabor antañón con algo de herrumbre en sus bajos, del paso del agua, del barro. Hacía algún tiempo que no discurría por allí mi caminata mañanera y hoy, oh prodigio, me lo encuentro remozado, pintado recientemente, brillantes sus romas puntas de lanza que lo coronan al sol que brilla con fuerza después del tormentazo y el aguacero de anteanoche. Fue en tiempos la entrada principal de una hacienda de olivar, todo un conjunto de edificios, vivienda señorial, almacenes, almazara, viviendas de trabajadores, alpendes para instrumentos de labranza, viejas cuadras que luego fueron reutilizadas como cobijo de tractores y remolques... Todo un pequeño mundo casi autosuficiente donde vivían y trajinaban decenas de personas.

Les aseguro que hace tiempo, cuando su esplendor, pertenecía a una de esas familias cuyo apellido todo el mundo conoce, que tuvieron hijos, nietos, biznietos y no todos fueron capaces de mantener la riqueza que aquello proporcionaba. Quizás hubo una malcasada, cuyo marido despilfarró su hijuela. Tal vez algún aventurero que invirtió en un pozo del que esperaba sacar oro y solo sacó ruina. Qué sé yo. Aquello fue viniendo a menos y cuando el pueblo creció, al quedar rodeado de viviendas, un hábil especulador, por lo que tengo entendido, ofreció un buen puñado de millones por el conjunto. Debió haber algún romántico, casi más seguro una romántica, con capacidad para ello, que se negó a vender el edificio principal. Por lo oído, el especulador vendió al día siguiente a un inmobiliario todo lo adquirido multiplicando su valor, casi sin darse tiempo a firmar su propia escritura. Listo.

Hoy el caserón está rodeado de un conjunto armonioso –rara avis- de bloques de viviendas con grandes espacios ajardinados, de una larga urbanización de viviendas unifamiliares y hasta, por esos convenios que los ayuntamientos honrados saben hacer, por un espacioso edificio escolar y un parque, que no me extraña fuera en tiempos jardín de la bella mansión. Esta, tiempo ha, había empezado a presentar ciertos indicios de abandono. A uno de sus muros principales hubo que ponerle contrafuertes externos porque se inclinó con cierto peligro, dándole aires de catedral campesina.

Pero cuando paso hoy por el cancel remozado compruebo con cierta sorpresa que no está cerrado del todo, entreabierto. Solo empujando un poquito puedo entrar. Me viene el temor de si algún perrazo de esos que muerden como una excavadora no se me echará a las piernas o, peor aún, al cuello. Venzo el temor y me encuentro en una hermosa explanada, cuyo suelo está formado por unos cuadros hechos con adoquines viejos y rellenos con un empedrado primoroso. Las paredes están cuidadosamente encaladas y los contrafuertes los han pintado con un ocre que contrasta de maravilla. Varios árboles centenarios, una falsa pimienta y un retorcido almendro, más algún otro que no identifico. En un lateral del camino de acceso, una preciosa cruz de forja sobre un monolito adornado con azulejos azules, y perdonen la redundancia.

Tal vez por haber tenido un abuelo que trabajó el barro, siempre me ha interesado conocer algo de su arte. La influencia de la cerámica tardorromana se topó con las técnicas que trajeron los árabes y se conservan preciosidades de siglos, del XI en adelante. Sin embargo a Portugal no llegan hasta el siglo XV e intentan imitar la policromía que les llega desde aquí. Seguramente por la uniformidad de sus terrenos, les cuesta dar con los pigmentos que consigan variedad de colores y en el XVIII y en el XIX, se limitan a los tonos azules con los que hacen maravillas. Siendo una época de riqueza en nuestra nación hermana, se encuentran verdaderas obras de arte, algunas monumentales y deliciosas en multitud de sitios: en el mercado de Setúbal hay todo un friso de decenas de metros rodeando su perímetro interior. Pero también se encuentran en estaciones de ferrocarril, en parques, en cualquier edificio de cierta antigüedad y, a veces ruinosa, conservación.

Pero. No me quiero alargar demasiado. Me parece que volveré en otro momento a hablarles de la vieja hacienda de olivar. Si a alguien no le apetece, que lo manifieste y cumpliré su deseo.

viernes, 23 de mayo de 2008

Mañaneras

Hay días que me cruzo con solo un prototipo, otros con dos, a veces con ninguno, pero hoy ¡tatatachán! he hecho el pleno. Por lo tanto, en su silencio me han indicado que hora es ya de que las saque a la luz pública. Quien vea esto como un cotilleo es muy libre de hacerlo; si alguien lo interpreta con un cierto tinte machista, me apena porque no lo soy, pero también lo acepto. Voy a comenzar por orden cronológico descendente porque alguna estructura hay que darle al tema. Cronológico en cuanto a la edad de sus protagonistas, porque no me las crucé en el orden que viene ahora.

Empecemos por las presumidas gimnastas. Adorables. Mañaneras. Van a una sesión de primera hora y les queda tiempo para después atusarse, darse su manita de gato, vulgo colorete, y perfilarse los labios. No sé si participan con sus oros, pero bien que se los ponen al salir. Son tres, cuatro y hasta cinco. Sesentonas cumplidas, siempre de peluquería, animosas y animadas. No sé si en su día fueron ‘batallón de modistillas’, pero hoy son una bizarra escuadra ruidosa. Parlotean alegres, rara vez de una en una, y es una gloria contemplarlas. Cargan como impedimenta con una mochila, juvenil por supuesto, de la que sobresale unas veces una esterilla, otras uno de esos cilindros flotadores, y otras veces, nada. Adivino, qué listo, cuando han hecho natación, simple gimnasia, o taichí y derivados.

Al segundo grupo lo llamo el de prescripción facultativa. Tienen más que pasados los cuarenta, su índice de masa corporal ha sobrepasado el simple sobrepeso y han caído, unas más, otras menos, en las garras de la obesidad. Índice superior a 30. No sé por qué, pero siempre van en grupo de tres. Así como las gimnastas presumidas alternan en su número, estas chicas, bien por culpa de A. Dumas o por considerarse hijas de Elena, van rigurosamente de tres en tres. Como los mosqueteros comparten uniforme. A saber: pantalón, o malla, o chándal inferior, negro. Por encima, camisetona de varias equis/ele que sirve de camuflaje a esos kilos no deseados. Y calzan absolutamente, siempre de blanco. Saben que van a mejorar su tensión arterial, que van a remediar esos hormigueos en las piernas y sobre todo, se sienten más ágiles, algo más hermosas y eso las hace sonreír. Lo habitual es que haya una sola parlanchina, que se asfixia un poco entre el esfuerzo de caminar rápido y no dejar de darle a la húmeda, pero insiste en llevar la voz hablante. (Hasta ahora nunca oí cantar a ninguna).

Y finalmente está la llanera solitaria. La valiente amazona que, provista de auriculares, trota alegre ya sea cuesta arriba o en pendiente contraria. Es el más joven de los grupos, pues aunque vayan solas, siempre se encuentra uno a varias, manteniendo el airoso ritmo con su cola de caballo o incluso siguiendo el trotecillo de un perro con el que han conseguido coordinar la velocidad. Su edad es menos definida, casi siempre algo más jóvenes, pero, me temo, comparten un ideal común: aparte de saturarse de las endorfinas provocadas por el bienestar del esfuerzo, saben que una parte importante de su anatomía, a la que vamos a denominar con el inocente apelativo de traserillo, va a adquirir una forma y consistencia que les permitirá usar después un pantalón muy ajustado en cuya costura se perderá, enmascarado y oculto el tanga, reducido a su mínima expresión de hilo.

Lo siento. No puedo sino admirarme con los tres grupos. Todos ellos cuentan con mi complacencia, con mi admiración, con mi solidaridad. Es un signo fiel de los tiempos. La mujer se libera y como ya se muestra, olvida aquel tiempo abominable en que la señora casada, la pata quebrada y en casa, se convertía a los treinta en matrona oronda, reducido su papel al de madre amorosa y ama de casa hacendosa y metida en carnes. Habrá un cielo que las bendiga y no seremos pocos los hombres que celebremos su nuevo rumbo.

(Si a lo largo de este pequeño juguete literario, hubiera podido sentirse ofendida alguna lectora, le rindo mi más sincera disculpa. Es más, pongo mi cogote, virtual, claro, al alcance de su mano por si quiere arrearme una colleja).

miércoles, 21 de mayo de 2008

Constancia

¿Se imaginan lo que es sentirse mal de pronto, a veces muy mal, con un fuerte dolor de cabeza, distinto al que se ha tenido otras veces, incluso sufrir una pérdida de conciencia, y al despertar sentirse solo media persona? Quiero decir que no se tiene dominio sobre medio cuerpo. Media cara, un brazo, una pierna que te han abandonado, media rostro que casi no controlas, una mitad que no responde a tus órdenes cerebrales. Un palo, que dicen los jóvenes. Es lo que se conoce como ictus, o hemiplejía –hemi, la mitad- y ya puede sentirse dichoso (?) quien sobrevive para contarlo. La sensación de no ser dueño de esa mitad del cuerpo hunde, al menos al principio, en una negra depresión. No olviden esto, por favor.

Encontrarse con viejos amigos, a veces solo conocidos con mayor o menos trato, encierra algunos problemas. Hace quince o veinte años, te exponías a que si preguntabas por los hijos, cambiara la expresión del interlocutor e hiciera, o bien como que no se había enterado, no se había querido enterar de la pregunta, o bien contestara con unas difíciles evasivas tras la que a veces intuías la existencia de problemas de adicción a sustancias peligrosas. Triste.

No hace más de un par de días, un gesto, una llamada, me hace acercarme a un conocido de hace años. Es el clásico tipo algo histriónico, dado a chascarrillos, a tomarse la vida como una cierta humorada, riéndose hasta de las situaciones complicadas. Nos saludamos, cambiamos las primeras impresiones, nos preguntamos por la salud, por la familia... La familia, alto ahí. Me narra las complicaciones de su hija mayor, que siempre fue algo complicada, la boda de su hija menor que va a hacerle abuelo. ¿Y el niño?, pregunto, y casi en ese momento pienso que debía haberme callado, que debí dejar que él tomara la iniciativa y diera, o no, cuenta de ello. ‘Hace ya cuatro años que murió’, me contesta, cambiando solo un momento de expresión.

Debí haberlo recordado antes. El muchacho padecía una rara enfermedad degenerativa, de esas que ya los libros te advierten la desaparición en las primeras décadas de la vida. Pero yo había calculado mal el tiempo. Naturalmente que había muerto. Quizás las últimas veces que yo lo vi, aún se le podía calcular alguna década de vida. Pero habían pasado bastante más de diez años. Aquel padre, hecho desde mucho tiempo antes a la idea, compartiendo el lento y doloroso apagarse de aquella vida joven, me respondió casi con naturalidad, pasando de inmediato la página y tomando un nuevo tema de conversación, que ya yo fui incapaz de proseguir en tono normal.

Fue también por esa época que coincide, sobre doce o catorce años, cuando yo me cruzaba con la ronda matinal de un hemipléjico. Estaba ya avanzado el verano y antes de la primera calor, el hombre seguía una ruta invariable, haciendo un esfuerzo más que visible para adelantar su pierna rebelde, el típico andar del segador que decían los viejos libros, sosteniendo la mano inerte a la cintura y apoyándose en un bastón para soportar mejor la marcha. Se tocaba con un sombrero de paja, a pesar de lo cual su rostro estaba muy moreno. Más tarde, lo veía ya en otro tramo de su recorrido y en la expresión de su rostro se adivinaba su lucha por sobrevivir, su enfado con el cielo y con la tierra por haberle enviado aquel daño, pero también su obstinación por no quedarse hecho un árbol caído, su tesón por enfrentarse a lo irremediable.

Debió haberle dado fuerte su mal. Era grande como el buey pío, que diría Juan Ramón en el Platero, pero se ve que era grande también su fuerza de voluntad. Debería andar rondando los sesenta, pero entre su corpulencia y aquel color moreno que le había proporcionado su constancia, parecía un hombre más joven dispuesto a atenuar la mala faena que la suerte le había jugado. Cada mañana libraba su lucha, con coraje, hasta con enfado diría yo, sin dar una oportunidad al mal, dispuesto a ganarle la batalla.

Y no hace tiempo también, una mañana, mientras tomo mi café sosegado entre gente mayor, una sombra grande casi ocupa la cristalera de la puerta de entrada. Miro hacia allá y no necesito mucho para reconocer al hemipléjico, ahora con el pelo blanco, doce o catorce años más viejo, apoyado como siempre en su bastón y dando como especie de buenos días, una broma a toda la concurrencia. Fui incapaz de decirle nada. Al fin y al cabo yo solo era un desconocido para él. Pero la visión de aquel luchador, de aquel vencedor que por recuperar, desde su manifiesto aspecto saludable, hasta su buen humor había recuperado, me equilibró el mal sabor de boca que me había dejado el preguntarle a un padre por su hijo que murió tan joven.

domingo, 18 de mayo de 2008

Aprendizajes

Vino a casa a hacer una pequeña obra. ‘Un chapú’, que dicen por aquí, porque lo de chapuza parece que suena algo denigrante. Era muy joven, aunque gustaba decirse oficial. Traía como peón a un amigo estudiante que intentaba ganar unas pesetillas y el hombre tenía poca experiencia en el arte de la construcción. Se confundía con no poca frecuencia, por lo que su amigo de infancia tenía que suplir con su trabajo, que casi se duplicaba por ello, la bisoñez del ayudante. Esto en los primeros ratos de trabajo lo llevaba con resignación cristiana. A medida que fue avanzando el día, y con ello el calor y el cansancio, al oficial le iba resultando más dura la impericia del peón. Y sin darse cuenta fue adoptando la actitud que por lo general utilizan los oficiales con los aprendices: esto es, dar las órdenes casi en argot y enfadarse cuando el novato no capta la orden y no la cumple o la cumple mal.

El día, o sea el trabajo, no terminó en olor de alegre camaradería. El oficial había tenido trabajo extra y el aprendiz había perdido de vista a su amigo de siempre y ya solo se reconocía a quien le daba órdenes y no siempre en términos de buen rollito. La vida nos guarda a veces situaciones que nunca habríamos soñado. Y por desgracia no siempre son motivo de júbilo. (Apunten esta frase en el cuaderno negativo de la filosofía barata. No siempre se despierta uno brillante).

El suceso me hizo recordar mi primer día de guardia en urgencias de un gran hospital, hace ya ..., bueno hace bastantes años, aunque yo no era tampoco un jovencito, sino más bien una vocación algo tardía. La mañana discurrió sin mayor agobio, con casos bastante intrascendentes que iba solucionando con mayor o menor soltura. Aunque descubra un secreto, la hora de la sobremesa suele ser tranquila en las urgencias. La gente sestea, o al menos se adormila, con el estómago ocupado, o se engancha a uno de esos programas de media tarde, ya sea el culebrón de medio pelo o los cotilleos de peluquería. Al rato después, bien por culpa de las digestiones pesadas o porque se toma conciencia de que se está algo malito, se vuelve a engrosar la cola de urgencias y el médico de puerta no para ni para respirar hondo.

Recuerdo que me llegó un caso ya algo más complicado, que lo mismo podía ser más que menos grave. Mi experiencia era cortita, o sea XS. Me enfrenté a él con decisión y fui tomando las precauciones necesarias para no meter la gamba. Una de ellas fue solicitar al ATS, entonces aún no se llamaban Diplomados en Enfermería, que le realizara un electrocardiograma. El hombre estaba nervioso y los trazos salían como con tembleque, el aparato tenía ya muchas horas de vuelo y de cuando en cuando se atascaba, en definitiva, que lo que yo pensaba que iba a ser una ayuda para ver más claro un diagnóstico, se convirtió casi en un instrumento de tortura que me sentía incapaz de descifrar. Era como si se hubiera producido un agujero negro en mi cerebro y mis no muy amplios conocimientos de electrocardiografía se hubieran reducido a cero.

Como al fin y al cabo, yo estaba en categoría aún, digamos, de aprendiz, recurrí a mi inmediato superior, casi arrastrando por el suelo la tira de papel que contenía las ondas, para mí indescifrables que reflejaban el funcionamiento de aquel cuore y se la mostré pidiéndoles su valoración e interpretación. ‘Tienes que repasarte bien el XX –aquí el nombre de un manual de electros- fue su respuesta. Y no me vengas con estas pamemas’. Quien no estaba para pamemas era yo y le contesté en un tono no muy amable, ‘Vale, eso me lo repites mañana por la mañana cuando terminemos la guardia, pero ahora cumple con tu obligación que es apoyarme en las dudas del tipo que sean. Cobro la mitad que tú y puedo, y voy, a recurrir a ti cuantas veces lo considere oportuno y tú tienes la obligación de atenderme’. Les juro que soy un tipo pacífico y diría hasta que mi hada madrina me concedió el don de una cierta humildad. Pero no estaba por aguantarle chulerías a aquel tipo, máxime cuando no estaba seguro de si el hombre que me esperaba en el box de reconocimiento, tenía o no un problema serio de salud.

Probablemente mi adjunto, superior, estaba quemado a esa hora; probablemente no vio motivo de preocupación en aquel trazado del electro; probablemente yo debería estar en condiciones de haber solucionado por mí mismo la situación. Pero, sin probablemente, este hombre, digamos que mi oficial, debería haber tratado con mayor delicadeza al aprendiz, yo, que tal vez era más ignorante de lo debido, pero al que no podía negar a priori, buena voluntad.

(Digamos que adelanto a hoy mi post de mañana para comprobar que os llega el mail que anuncia esta nueva entrada. Sabeis lo que os digo)

sábado, 17 de mayo de 2008

Beligerancia

Cuando me lo encuentro, como acto reflejo me exprimo las meninges para encontrar un tema trivial sobre el que charlar un rato. No es tan fácil. Ni le gusta el fútbol, ni es aficionado al cine o a la música. Antes, con hijos en edad escolar, yo procuraba encauzar por esos terrenos pedagógicos nuestra conversa, intentando soslayar de paso los puntos que ya sabía que podrían tener efecto gatillo y que comenzara a disparar sus diatribas.

Es, por decirlo de forma que lo entendamos todos, un hincha de la política. Otro cualquiera aprovecha cualquier alcayata verbal para colgar de ahí su entusiasmo por el Real Madrid, elogiar a su ‘Beti güeno’ o largarte sus proezas para la gloria de su equipo de barrio. Él no. Él le puedes estar hablando de un ejercicio buenísimo para las cervicales ante la pantallita, del trino del ruiseñor en celo, que más pronto que tarde algo le inducirá a ametrallar verbalmente al partido político al que no puede ni ver. Porque lo gracioso del caso, si es que tiene maldita la gracia, es que antes, en el reducido abanico de opciones políticas, se confesaba orgulloso de profesar su fe en uno de los partidos minoritarios. El líder del mismo, era su líder, y la palabra de éste el santo evangelio que profesaba con unción.

Pero el ángulo se ha ido estrechando y, dado que donde vive ya solo quedan las dos opciones mayoritarias, no es que se haya hecho devoto del color de su preferencia, no; es que ha jurado odio cartaginés al enemigo de enfrente y sus ojos se desorbitan, su frente se convierte en un laberinto de arrugas, las comisuras de sus labios se impregnan de salivilla espesa y su lengua hiere como el rayo jupiterino a todo lo que se mueva al otro lado de la trinchera. Si es contra el alcalde, es un memo, un fatuo, un inútil y un arrebatacapas. Si es contra la administración autonómica son una recua de desalmados, expoliadores, nepotistas, ineptos, usurpadores de la voluntad del pueblo y Alí Baba y su cuadrilla son una legión de arcángeles, comparados con los tales. Como en Madrid también se da la alternancia a veces, si el político que vive en el palacio monclovita no es el suyo, oiga ‘¡el suyo!’, como si fuera su hijo, su padre, o su hermano, es un lelo, un arrogante, un hombre de paja de no se sabe cuáles poderes ocultos lo manejan como a un títere, para lograr sus inconfesables intereses.

Hacía algún tiempo que no nos encontrábamos. Concretamente desde hace más de un año. Tras las efusividades de una amistad que prevalece sobre el tiempo y la distancia, tras las preguntas sobre salud familiar y semejantes lugares comunes, yo andaba eligiendo terreno para una conversación sin que se crispara cuando de buenas a primeras me asalta con la pregunta, ‘¿Has leído lo que dice el periódico Tal sobre cual tema?’ Me encuentra con la guardia baja. No le imaginaba leyendo ese periódico que milita en el bando opuesto al de sus amores. Opto por el método rabínico y le contesto con otra pregunta, ‘¿Pero desde cuándo eres aficionado al periódico Tal?’. ‘No, si yo no soporto lo que dicen, pero lo compro casi todos los días para estar informado de los bulos que inventan, de las mentiras que quieren hacernos tragar, de las ignominias que fabulan contra nosotros’. Casi le digo que no me meta en ese ‘nosotros’, que yo no soy ni de los míos, porque milito en la frontera y suelo recibir arcabuzazos de ambos lados. Pero me callo.

A continuación me dice pe por pa, todo lo que larga la emisora enemiga, donde todos están vendidos al diablo, donde no se escuchan más que sandeces, desde donde pretenden que los gobiernos hagan la política que ellos sueñan. No le voy a decir que no oiga esa emisora porque cualquier día le va a dar el telele, pero sé que me va a contestar con el mismo argumento, que tiene que estar informado de lo que se cuece en la cocina odiada, que tiene que conocer sus artimañas para no dejarse engañar y todo por ese estilo.

He intentado cambiar de conversación un par de veces, pero ignora mis sugerencias y sigue, erre que erre, dándome la brasa por lo que tengo que acudir a breves ausencias espirituales para poder aislarme algunos segundos cada equis minutos de sus proclamas incendiarias.

Es un tipo de mediana edad, de posición económica desahogada, tiene a sus dos hijos encarrilados en la vida laboral y estudiantil respectivamente, su mujer no le da mayores sofocones, ni es exigente ni gastadora, cocina bien y es amable. Este hombre podría ser feliz, solo si se limitara a leer el periódico que concuerda con sus ideas, si utilizara la radio para reafirmarse en sus principios, si se permitiera disfrutar con las alegrías que le puedan proporcionar sus políticos favoritos. Pero no. Él ha elegido el camino de la beligerancia, de la guerrilla permanente, de tener siempre su granada verbal con la espoleta a punto.

Decididamente en este mundo estamos todos locos, unos –yo entre ellos- más que otros, pero lo de este amigo roza con el grito de guerra de los cosacos más sanguinarios. El cielo le conceda el sosiego algún día.

jueves, 15 de mayo de 2008

Desorientación

La víctima, un empleado de limpieza de 52 años, esperaba aquella fría noche de abril un autobús. Y concordaba con lo que buscaban para matarlo, la víctima había de ser un hombre "regordete" y "estúpido”. No olviden esto por favor.

Me acercaba a aquella esquina y ya desde lejos, le notaba algo raro. Aparte de su bastón blanco telescópico, que zizagueaba delante de ella, fue su actitud lo que me indicó que algo no iba. Daba unos pasos, tanteando, y el bastón tropezaba con unos trozos de tubo rojo que emergían donde pronto habrá una farola. Cambiaba de dirección, su bastón por delante, y detectaba que el suelo estaba solado con unos pequeños adoquines cuadrados. Levantó la cabeza, supongo que por ver si su oído o su olfato le podían ayudar. Y volvía a dar unos pasos que no era preciso ser muy perspicaz, para comprender que no terminaba de orientarse.

De lejos me pareció casi una niña, lo que me extrañaba. Cuando ya estuve muy cerca vi que era una mujer adulta, veintitantos, menuda, no muy baja pero delgada, cuarenta y tantos kilos. ‘¿Te puedo ayudar?’, es lo más inocuo que se me ocurrió preguntarle. ‘¿No es esta la avenida Tal?’, me preguntó. ‘No, estamos en este otro Cual sitio’. ‘¿Y usted me puede decir cómo puedo ir para la avenida Tal? Es que tengo que tomar allí el autobús X’. ‘Hace tiempo que no vienes al centro, ¿verdad?, le repuse. Los autobuses no entran en la avenida Tal por las obras del metro’. Fue entonces cuando presentí que estaba a punto de derrumbarse. Vibró su voz con un trémolo en que percibí una angustia enorme: ‘Me he perdido. No sé donde estoy’. ‘Mira, estamos en Tal sitio, pero no te preocupes porque yo he terminado de hacer los recados pendientes y me sobra tiempo. Dime en concreto a dónde quieres ir’. ‘Tengo que tomar el autobús X pero no sé a donde encontrar la parada’. ‘Por aquí no hay paradas de autobús y yo tampoco domino mucho ese tema, pero vamos a caminar un poco hasta que encontremos a alguien que nos lo aclare’. ‘¿Puedo cogerme entonces de su brazo?’. ‘Pues claro, chiquilla. Venga’.

Plegó como con un suspiro su bastón telescópico, su tan necesaria ayuda pero que durante unos minutos se había convertido casi en un instrumento de tortura, y me tomó del brazo, muy suavemente. Tuve la misma sensación de levedad que cuando tienes un pajarillo en la mano. No hacía la menor presión, solo el contacto que le daba seguridad. Sus ojos tenían ese movimiento desordenado de quien no los ha utilizado nunca. Incluso sus facciones me daban la certeza de que nunca se había podido mirar en un espejo. Para no caminar en silencio y darle por otro lado un tímido mensaje de ánimo, le dije ‘Vas muy elegante’. Llevaba una camiseta negra, unas mallas y encima un vestido rojo, muy rojo, con unas como lentejuelas brillantes. ‘Es que como no veo, necesito que se me vea bien’. Recordé la vieja fábula del ciego que caminaba de noche con unas pajuelas encendidas, no para alumbrarse sino para que lo distinguieran en la oscuridad.

Entonces lo vi acercarse a él. Un hombre maduro, entre los cincuenta y los sesenta. Algo metido en carnes, no muy alto, con ropa de trabajo, con una sobada bolsa a la que difícilmente se le podría llamar de deporte. En resumen, con todo el aspecto de un trabajador manual que va o regresa de su tarea. Si hubiera estado aquella madrugada en la parada del autobús, respondería fielmente al prototipo que se habían fijado los asesinos del crimen del rol. ‘Perdone, ¿sabe si por aquí hay una parada del X?’. ‘Sí a unos 200 metros más adelante’, dijo volviéndose hacia la dirección de donde venía. ‘Al doblar la esquina de la calle Ñ, ahí está’. ‘¿Ves qué fácil, en unos minutos te dejo en la parada’, le dije a mi acompañante que recobraba la serenidad en su expresión. ‘Déjelo usted’, me dice el hombre “regordete” pero nada “estúpido”. ‘Yo la acompaño porque allí hay varias paradas y no se vayan a liar. Yo he terminado la faena por hoy y no tengo prisa por llegar a mi casa’. ‘Pues muchas gracias. Te dejo con este amigo, preciosa’.

El hombre dio media vuelta para deshacer el camino que ya tenía andado y yo deposité en su brazo la mano de mi cieguita, como quien entrega una bandeja de pastelillos para que no se estropeen. Ella se dejó hacer, me dijo simplemente ‘gracias’ y los vi alejarse, el hombre regordete y la menuda muchacha vestida de rojo.

Ni buena obra, ni narices. Simplemente vivimos en una sociedad en la que es raro que alguna vez no necesitemos unos de otros. Negar una ayuda tan obvia sería de una vileza tras la que no podríamos seguir llamándonos humanos.

miércoles, 14 de mayo de 2008

Creatividad

El edificio consta de dos pequeños pabellones, uno de los cuales ha sido añadido hace poco. En medio se encuentra el bar, no muy amplio. A este accedo muchas veces por la puerta de ese añadido donde en varias mesas, aunque sin mucho ruido ni voces, algunos parroquianos suelen jugar al dominó. Tampoco es raro ver a dos o tres sentados a una mesa, pero curiosamente, en silencio. Compartiendo, o administrando en soledad, recuerdos, preocupaciones o simplemente el nirvana. Es uno de mis ratos preferidos del día. Tomo allí, en ese bar mi segundo café, a veces el tercero, sin prisas, procurando ver y oír, aunque tampoco escatimo mi propia palabra.

Ayer quería mirar algo en un periódico y entré, creo que por segunda vez en todo el tiempo, en el otro salón. No se llama ni de lectura, ni biblioteca, ni nada. Salón a secas. Hay una vitrina con unos cuantos trofeos, me temo que de esos que se compran casi al peso, un par de estanterías hechas de obra en las que no había reparado anteriormente y con no demasiados libros, unas cuantas mesas y más o menos el mismo tipo de sillas que en cualquier otra zona del club. Tal vez aquí yo debiera decir lo de Groucho, que ‘menudo club si admite a tipos como yo’. Pero es un club abierto en el que basta que seas viejo y/o jubilata para que te estampillen un carné que creo que paga como cinco euros al año.

El periódico estaba pillado bajo otro que ya estaba leyendo uno de los dos presentes, eso sí, cada uno en una mesa. No voy a empezar mi relación diciéndole a un tipo que los periódicos se toman de uno en uno, así que opté por la vía pacífica del silencio y la resignación. Para hacer tiempo me pongo a mirar los lomos de la pequeña biblioteca. Me temo que se ha formado con material de aluvión, donde el personal ha ido soltando de todo, pero más que nada títulos que solo interesarían a un náufrago letraherido que volviera de una isla desierta tras veinte años si echarse algo impreso a los ojos.

‘¿Le gusta a usted la lectura?’, oigo que dicen en voz alta. Me vuelvo y es el acaparador de periódicos quien me está mirando. ‘Bueno, como es la primera vez que la veo, solo curioseaba un poco’, le respondo. ‘A mí me encanta leer. Y hasta escribir...’ El otro lector, que no ha abierto el pico, nos mira por encima de sus gafas de media luna. Pero sigue callado. ‘Siéntese aquí, si quiere’, me invita señalándome una silla en su mesa. ‘Le voy a enseñar algo que le va a gustar'. Yo pienso en un artilugio que convierta un trozo de papel de alto gramaje en billetes de diez euros. Eso sí que me gustaría. Ya los cortaría yo con cuidado en una cizalla.

Acepto su invitación, me siento a su mesa y debajo del periódico que yo venía buscando, saca una revista de divulgación de una editorial y una carpetilla azul, tamaño cuarto, con gomas, a la que se ve manoseada y con pátina de años. Me va explicando que acude dos veces por semana a un taller de escritura creativa, un día para poesía y otro para prosa y en la revista me va enseñando un meticuloso trabajo de subrayados, acotaciones y notas marginales. Con una llave marca dos o tres renglones y escribe una pomposa P mayúscula. Me aclara que de esa idea él puede sacar un poema, de ahí la P. Cuando hay acotaciones escritas en perpendicular al texto, en el sentido vertical de la página, me dice que con eso puede obtener un pequeño relato, pequeño me repite, como de tres cuartillas. Para demostrarme todo lo anterior, abre su carpeta azul y me muestra, con letra clara, márgenes y espacios ¡unas cuartillas! –yo pensaba que todo el mundo escribía ya en A4- en las que por la forma del texto se adivinan los famosos poemas o las breves narraciones.

Empiezo a notar una cierta inquietud en las piernas porque me sospecho que va a empezar a leerme todo el repertorio. Pero no, se limita a mostrarme su obra, barajando sus cuartillas, como si de un tarot manuscrito se tratase. Elevo mentalmente los ojos al cielo, dando gracias a la musa de la escritura porque no ha empujado a este hombre a hacerme participar de sus creaciones. Cierra la libreta y me explica sus actividades en los dichosos talleres creativos. De ahí pasa a hablarme de la boda de sus hijos, de sus nietos y por último de que ya tiene prácticamente resuelto el tema de su divorcio, que inició, imagínenlo, al poco de jubilarse. Tiene 67 años, me ha dicho sin que se lo pregunte y vive solo. ‘Todo esto me sirve de distracción’, me añade como colofón.

Acabáramos. He dado con un solitario, alguien que su afición no es el fútbol y que difícilmente encuentra interlocutor que le escuche sus afanes literarios. Mi anterior desconfianza ha ido derivando en comprensión. Le oigo todavía otro rato y teniéndome que marchar de verdad, y no por agotamiento, se lo digo, me levanto y me despide con un caluroso apretón de manos.

Ya en la calle, le digo a mi ángel de la guarda, o a quien haga sus veces, que me apunte la buena obra del día. Algo escasa, porque no todo el tiempo estuve en la mejor disposición. Pero, vale.

martes, 13 de mayo de 2008

Rancidez

Abro paréntesis: sé que a veces utilizo alguna palabra de esas que no son de uso común. Mentiría si dijera que no lo hago con un cierto afán de caballero andante: intento rescatar a una doncella, que por algún motivo me enamora, de la prisión del tiempo o del olvido y de cuyo brazo me gusta presumir aunque sea el leve y fugaz paso por este rincón tan fácil de olvidar. Cierro paréntesis.

Ocurre que después de no pocos años cerrada, una casa con la que no sabía, ni sé muy bien, qué hacer es desde hace algún tiempo mi morada, de nuevo, habitual. He rescatado un poco de su descuido el pequeño erial de lo que un día pudo llamarse jardín. He podado algunos árboles, he desbrozado rincones donde solo habitaban matojos y me solazo un poco con la visión de los pájaros que, como lo tenían por suyo, siguen viniendo aquí porque lo siguen considerando amparo seguro. Yo hago lo posible porque no cambien de idea.

Pero el interior de la casa también andaba, y anda bastante aún, desparramado y algo desolado. Hemos habilitado solo las zonas necesarias para que su habitabilidad sea, si no placentera, al menos cómoda y funcional. Abandoné lo que fue estudio, despacho o como quieran llamarle y me he instalado con unos pocos libros y el ordenador en un sitio más pequeño, pero con calor de hogar. No les cuento más mi vida, que bien poco interesante es.

O bueno, sí. Porque el título que encabeza esto se refiere a que también en lo que podía ser una pequeña bodega, he descubierto, empolvadas y con aspecto no muy atractivo, unas pocas botellas, que en su día, ¿diez años? olvidé. He de confesar que la afición al vino es uno de mis pocos vicios confesables. Los inconfesables, si es que tengo alguno, su propio nombre indica que seguirán ocultos. Aunque la primera intención fue vaciarlas en un sumidero y llevar al contenedor verde sus vidrios, al abrir la primera no resistí olerla y su aroma no me pareció que fuera desagradable, aunque sí fuerte. En un vaso escancié dos dedos y un vino que estaba etiquetado por ‘pale dry’, había dejado de ser pálido, tomando un tono cobrizo y no dudé que seguiría siendo seco. Estaba algo turbio, pero ello no me hizo desistir en probarlo. Cuando lo albergué en la boca supe al momento que estaba ante un vino enranciado, pero no avinagrado. Se me vino a la cabeza algo que escribía nada menos que Elio Antonio De N(L)ebrija, clasificando caldos: vino aguado, especiado, rancio, dulce, abocado... No me supo mal aquel vino rancio, pero su sabor fuerte tampoco me hacía del todo feliz. Sabiendo que con la botella abierta y oxidado su contenido, sería muy pronto víctima de desagrado, se me vino una idea a la cabeza.

Al comienzo del invierno me hice con una provisión de mosto, vino muy joven casi niño, que está empezando a perder su inocencia y frescura. ¿Y si mezclo la ancianidad de mi reencontrado tesoro con este otro que quiere entrar en la adolescencia? Pues les aseguro que he conseguido un engendro que si bien conserva algo de turbidez, resulta de un paladar no diré exquisito, pero sí agradable y desde luego novedoso.

Es una experiencia sin importancia. Lo que ocurre es que en seguida pensé en este blog, donde se mezcla mi aporte rancio (el diccionario de la Real Academia, define ‘rancio’: “Se dice del vino... que con el tiempo adquieren sabor y olor más fuertes, mejorándose o echándose a perder”. Yo diría que no acierta demasiado. Este vino de que hablo al principio no se ha mejorado, pues no es en sí ninguna joya, pero tampoco se ha echado a perder. Eso sí, su olor y color son más fuertes. Mitad y mitad, diría yo. Digo que mi aporte rancio no casa mal del todo con vuestra, la de la mayoría, juventud.

Es la hora del aperitivo y me dispongo a consumir una copa, casi seguro dos, y brindo por la salud y la suerte de todos ustedes.

domingo, 11 de mayo de 2008

Feldespatos

El tipo vino a colocar un tendedero de techo en el cuarto de baño. Era un artilugio de tubos, poleas y cordeles que lo hacían subir y bajar gracias a la máquina terminada en manivela, que no había que forzar pues me explicó la multiplicación de fuerzas de una forma, que me dije que no estaba ante un rutinario artesano, sino de alguien que sabía lo que manejaba.

Me resulta difícil estar mirando implacable y silencioso a quien trabaja, pero la experiencia me dice que no puedes dejar solo a uno de estos artistas desconocidos, pues en cualquier momento te meten el gatazo con el que te va a doler después la cabeza mucho tiempo. Así que procuré darle algo de cuartelillo e iniciar una charla insustancial. Al fin y al cabo iba a estar un par de meses en aquel piso, recién terminado de reformar, que habíamos alquilado y no quería que cada dos por tres acudiera el técnico de la lavadora, el del butano o el de las persianas a interrumpir nuestra buscada tranquilidad.

Todavía no sé cómo, aunque me parece que algo le hablé de haber nacido cerca del río Tinto y algo sobre las investigaciones que en él se hacían pensando en la posible existencia de agua en Marte, cuando el hombre se me descolgó con una casi conferencia de los orígenes y formación de la corteza terrestre. Tal vez si yo le hubiera dicho algo sobre el Depor o del precio de los percebes, la conversación hubiera languidecido o discurrido entre pausas y monosílabos. Pero cuando le expliqué que anduve junto al río de cobre y que sus orillas eran el escenario de mis aventuras de adolescente, con otro grupillo de pirados que explorábamos por sus orillas, encontró materia y se explayó como digo más arriba con unos conocimientos sobre geología que me impresionaron.

En sus días libres no usaba la caña de pescar o se daba la consabida cuchipanda gastronómica, sino que armado de un libro que al parecer era un sencillo manual, se desplazaba a zonas donde buscar y entender nuevos fenómenos, geodas, sinclinales, formaciones kársticas o las diversas variedades de granito y sus formas de erosión. El mar se había encargado, con toda la potencia que el Cantábrico sabe hacerlo, de ir desmenuzando la escarpada costa y mientras era implacable con los compuestos deleznables, batía enfurecido con los que le oponían dura resistencia.

Confieso que me apabullaba y a veces, en mi ignorancia, me temía que me estuviera colocando un rollo pseudocientífico para quedar como un marqués. Pero el entusiasmo, la luz con que le brillaban los ojos cuando me exponía, unas veces sus lecturas, otras veces sus deducciones y casi siempre su experiencia sobre el terreno, me hicieron comprender que no estaba ante un charlatán sino ante un enamorado de una ciencia poco común. Quién me iba a decir que entre el olor ácido de la silicona, el chirriar de su sierra de corte o los taladros que imprescindiblemente tenía que hacer, me iba a descubrir, no ya un mundo para mí lejano y que no revestía excesivo interés para mí, sino la pasión, su pasión por un conocimiento gratuito e intrascendente, porque como me hubo de reconocer, le era difícil encontrar a alguien que siguiera con un mínimo interés lo que para él resultaba casi el eje de su vida, fuera de la familia y el trabajo.

Es posible que volvamos a pasar alguna corta temporada en la bella ciudad que nos acogió, pero más difícil aún que nos decidamos a alquilar un piso no terminado del todo en sus detalles, y considero casi imposible volver a coincidir con semejante personaje, aparentemente vulgar pero que había dedicado gran parte de su vida y desde luego casi todas las horas de su ocio, a una afición que no le resultaba fácil compartir con oyentes adecuados. Debí pedirle un teléfono con la vaga excusa de que podría necesitar sus servicios algún día, pero no se me ocurrió en ese momento.

Pero desde luego, el recuerdo de aquel rato transcurrido en un cuarto de baño interior, de aquella conversación, culta por su parte y admirada por la mía, forma uno de los recuerdos más indelebles de aquellas vacaciones. Antes que sus monumentos, su arquitectura vistosa, que su paisaje de contrastes –modernas torres de pisos con verdes huertas al lado- siempre que evoco la ciudad no puedo sino acordarme de aquel humilde artesano, inmerso en una bendita afición por la historia de las rocas.

viernes, 9 de mayo de 2008

Hipersuperación

Si hay una circunstancia que me rebela es aquella que tiene algo que ver con el fisco. Maldita sea, no porque me recaude su buen puñado de euros, exprimiendo con ansia las ubres de mis ya de por sí escuálidas reservas, sino porque sé que cuatro vainas se van a gastar esos eurillos que me abandonan en asuntos que veo muchas veces torcidos y otras muchas, despilfarrados.

Pero no quiero apesadumbrar a nadie con mis lamentos que mayo, el mes de las flores, es desde hace mucho el de los impuestos. Y mira por dónde que a este vuestro humilde amigo jamás le devuelven ni un ochavo. Será porque no tengo hijos, porque no me retienen lo suficiente o porque debo ser el más torpe de mi clase y siempre tengo que cargar con las orejas de burro. Por lo pronto se me han dirigido a mí con sobre certificado, y al no responder al timbre de la puerta –lógico, lo tengo averiado y no pienso arreglarlo- el cartero me deja un papel inquietante donde no pone carta, ni paquete postal, sino ‘notificación’. Toma ya. Más el membrete dichoso. Busco madera próxima y al no hallarla, me toqueteo el cráneo. Los hados me protejan.

Llego a un edificio precioso, al que conocí con un uso lúdico y hoy, ay, es sede de una delegación de la Economía oficial. Llevo mi bolso tipo cartera, no el hippioso, pues he puesto dentro algunos folios nuevos, más la notificación y no quiero que se arruguen, y el segurata se dirige a mí cuando lo mira en el escáner y me dice muy serio ‘lleva usted un cuchillo. Entréguemelo’. Jo. Tiene toda la razón. Algunas veces llevo fruta para tomar a media mañana y en todos los bolsos acarreo siempre un pequeño cuchillo de punta roma. Se lo doy, con el mango hacia él, no sin advertirle que es bastante inofensivo.

No tengo que hacer colas para ninguna ventanilla porque en información me dicen, me asusto, que tengo que hablar con alguien en un despacho interior, que me señalan. Accedo a él, pero está vacío. Se me viene ‘El proceso’ de Kafka a la mente, pero espero que el agua no llegue al río. Se me ocurre la idea de agarrar el ratón que tengo cerca por si pudiera iniciar algún caos. Pero desisto. Lo más probable es que esté bloqueado.

Oigo un cierto roce a mi espalda y me vuelvo. Recibo una sonrisa y un ‘buenos días’. Como comienzo no está nada mal. Es una chica de rostro joven y se mueve en un carrito de ruedas. Su cuello está notoriamente torcido y sus manos bastante engarabitadas. Pero lo que más me impresiona, al pasar junto a mí es la enorme deformación de su columna vertebral, que la obliga a adoptar una postura difícil, casi inverosímil sobre su silla. Esta tiene un complicado cuadro de mandos que maneja rápida con la escasísima movilidad de sus dedos. Nunca he visto una columna como esa. Diría que es una ‘S’, pero caligráfica, retorcida. No puedo impedir el pensamiento de que esa postura ha de ser perennemente dolorosa. Y a pesar de todo me ha sonreído con sus buenos días. Dios. ¡Dios!

Me importa ya bien poco que Hacienda me vaya a maltratar con un latigazo. Si lo comparo con la tortura ineludible, constante, de esa mujer, debe ser una nimiedad. Además no borra la sonrisa de su cara y con paciencia, pues no le atiendo bien a la primera explicación, pendiente y ensimismado en ella misma, me lo repite. Resulta que no me van a sangrar, sino solo que debo presentar en un plazo unos documentos de una compraventa que hice el año pasado. Ha manipulado un pequeño aparato, que luego me he dado cuenta que es un ratón adaptado a su minusvalía y ha escrito con cierta dificultad pero con rapidez algo en la pantalla que debe estar relacionado con mi comparecencia.

No sé despedirme. Quiero decirle palabras amables, pero que en ningún modo demuestren algún tipo de lástima, sino de admiración. Me la imagino desde pequeña escalando una pared rocosa donde los demás encontramos un camino llano. Y aún así, está donde ha llegado. Únicamente acierto a darle las gracias por su amabilidad y a dedicarle una corta frase afectuosa. Su sonrisa se ensancha aún más y me dice simplemente ‘adiós’.

lunes, 5 de mayo de 2008

Callejuelas

¿En qué rincón de la memoria restalla de pronto un latigazo y revives como si estuviera ocurriendo en ese momento lo que pasó hace años, bastantes años? He cruzado esta calle mil veces. Conozco cada detalle de su suelo, cada puerta, cada jardincillo, cada cancela. Hace ya tiempo lo que era casi un pequeño bulevar hoy ha quedado reducido a una estrecha separación donde cabe justo el tronco de los árboles que vi plantar y hoy son corpulentos. Todo sea para que el tráfico se haga más fluido y pueda haber una hilera de coches a cada lado. Llegamos veinte pioneros a lo que era casi un desierto de solares, cada uno con su coche y las casas tenían entrada de garaje. Hoy la mayoría tienen dos o tres hijos, cada uno se mueve en coche y todo el espacio aprovechable es poco. Para disimular, en el estrecho parterre de los árboles han sembrado unas rosas bravías, que sobreviven con agobio entre tanto humo y tanto ruido. Porque al final de la avenida han crecido cientos de casas adosadas y lo que era casi una arcadia de paz, es hoy una carretera donde en ningún momento falta un vehículo moviéndose.

Hoy he cruzado la calle justo frente a un pasadizo peatonal que une dos calles y al que dan los jardines de dos de los chalés primitivos. Aquella noche, Geli, el hijo de Ángel y Lucía pasó con su patineta de ocho ruedas haciendo ruido por el pasaje, que ni tenía ni tiene luz. Debía andar sobre los siete u ocho años. Como fieras, los perros de uno y otro jardín se vinieron ladrando hasta la valla que forma el pasadizo, dos débiles alambreras que ellos jamás sobrepasarían. Pero Geli se asustó como un niño que era, abandonó su patín y corrió veloz, sin pararse al llegar al bordillo de la acera. Como es cuesta arriba, los coches no suben con mucha velocidad. Aquel coche además era un seiscientos ya con años encima. Geli rodó por encima del capó a pesar del frenazo del seíta. Quedó inmóvil en el suelo. Los gritos que oi desde mi casa eran desgarradores. La conductora del seiscientos era la misma Lucía y por unos momentos, al reconocer aquella figura tendida en el suelo, pensó que había atropellado a su hijo y le había causado un daño irreparable. Casi llegué al mismo tiempo que ella, tras parar y bajarse, se agachaba sobre su hijo, que parecía un muñeco desmadejado en el suelo. Ya había acudido algún otro vecino.

Les indiqué que retiraran a Lucía e intentaran tranquilizarla. Me acerqué y me agaché junto al pequeño Angelito. No estaba inconsciente del todo, sino medio acurrucado, muy, muy asustado. Antes de tocarlo le hablé suavemente, ‘Qué tal Geli, menudo trompazo’. No me contestó pero abrió mucho los ojos al reconocer mi voz. Le había asistido cuando vino a mi casa con ronchas por todo el cuerpo porque se había metido en no sé qué matorrales. También fui a su casa una vez que tenía bastante fiebre en una de esas virasis que pillan los niños. Se sintió más reconfortado al oir mi voz. Antes de tocarlo, repito, le pregunté donde le dolía. ‘En la pierna’, me susurró. ‘¿Puedes moverla?’ La sacudió despacio. ‘¿Y la otra?’. ‘Esta no me duele’, y la movió decididamente. ‘¿Te duele la espalda’?. ‘Un poco’. ‘Contéstame solo con la cabeza. ¿Te duele aquí?’, le pregunté mientras le apretaba un brazo. Movió la cabeza afirmativamente. Era el brazo que le había quedado debajo. ‘Apriétame la mano’, y me la apretó con firmeza. ‘¿Y este brazo lo mueves bien?’, ‘Claro Pedro, a este no le pasa nada’. ‘Te he dicho que con la cabeza’. Varias veces me dijo que sí y que no moviendo su cuello con facilidad.

No era gran cosa, ni había motivos para preocuparse. Si conservaba movimiento y sensibilidad en las cuatro extremidades, si su cuello respondía a las órdenes que él le daba no había daño medular. ‘¿Te quieres levantar?’. Con toda la gracia del mundo me contestó: ‘Si te parece me voy a quedar a dormir aquí en medio toda la noche’. Lo sujeté por su brazo indemne y lo ayude á a levantarse. Cojeaba un poco pero se apoyaba en ambos pies. Los brazos también le respondían aunque uno seguía dolorido. ‘Anda, ve a consolar a tu madre, que es una llorona’. Lucía ya venía hacia nosotros con la cara descompuesta. Se le iluminó cuando vio a su hijo sano y salvo y hasta sonriendo. Entonces se puso a llorar silenciosamente abrazando fuertemente a su hijo.

Hoy, al oscurecer, he pasado por el callejón. Los perros que me han ladrado no son los mismos que a Geli. Pero siguen siendo grandes y con fuerte vozarrón. Me he parado, he sonreído y hasta les he dicho una palabrota a cada uno.

sábado, 3 de mayo de 2008

Dictaduras

Cuando veo ciertos desfiles callejeros, cada vez me acuerdo más de mi viejo pariente. Allá en los años sesenta, él era un circunspecto empleado de banco que usaba a diario traje y corbata, entre otras cosas porque su físico era un poquito ridi y él se endomingaba todos los días para parecer más personaje. No creo que se le pudiera llamar acondroplásico- que para divulgación, diré que es la anomalía congénita que en grado extremo supone el enanismo- pero su cuerpo poseía un tronco al que podríamos llamar normal, pero sus extremidades eran cortas y ligeramente deformadas. Usaba trajes a medida, entre otras cosas porque la confección en serie aún no había llegado y él no hubiera respondido a ninguna talla estándar.
Sobrepasaría por poco el metro cincuenta, algo que él ni sus padres habían elegido, pero que le había tocado en la lotería de la naturaleza. Caminaba con la cabeza erguida y quiero recordar que es la primera persona que conocí que usara unos discretos suplementos en los tacones de los zapatos. Como estaba muy lejos aún la moda de presumir de culito respingón, las americanas cubrían pudorosamente esa zona de las anatomías. Si acaso las señoras se permitían la falda estrecha, pero sin exagerar.
Murió su padre, mi tío lejano, y el primo se vistió de riguroso luto como ordenaban los cánones de la época. Bien por la prisa en confeccionarse el traje negro –había sastres especializados en duelos, que te hacían la ropa en 24 horas- o bien porque le gustaba que la chaqueta le tapara respetuosamente el trasero, que dicho sea de paso era ancho y poco agraciado, lo cierto es que en pleno funeral, una persona que estaba próxima a mí comentó que el doliente parecía otro cura más, al que le había encogido la sotana.
Como en esos sitios donde se requiere seriedad es donde con más facilidad salta la risa, una oleada de carcajeo me subió de la barriga a la boca y, al intentar contenerla, me salió por la nariz como el bufido de un gato resfriado y acompañado de su correspondiente guarnición de secreciones nasales. Se repitió una y otra vez la cosa cada vez que me venía a la mente el dichoso comentario y tuve que abandonar avergonzado la iglesia, entre las miradas de reconvención de tanta gente seria y dolorida. En el porche de la iglesia solté el trapo de la risa, donde se mezclaba la saliva, con las lágrimas y una mayor abundancia de moqueo.
Recuerdo esto cada vez que veo por la calle a quien, por seguir rigurosamente los dictados de la moda, se viste con ropajes que no solo no le favorecen, sino que ponen de relieve los defectos físicos, de los que no se suele tener ninguna culpa, y que con una vestimenta adecuada podrían resultar menos visibles.
Sin querer parecer machista, confieso que disfruto en la contemplación de los bellos y gráciles cuerpos de las jóvenes que con cualquier cosita que se pongan, lucen los encantos que la naturaleza y la edad les han concedido. Una cintura bien dibujada, un busto realzado y atractivo, una melena que se mueve con donaire me convierten en un discreto mirón, o detenido observador, que parece más fino. Como también, hagamos concesiones puramente estéticas, es agradable contemplar a un varón bien proporcionado, con un atinado look. Pero válgame el cielo, cuando a alguien –y me refiero sobre todo al bello sexo, pero también al feo- la moda le resalta los defectos, ya sea un flotador abdominal de naturaleza grasa, unas piernas torcidas, remarcadas por un pantalón pirata o algo parecido, la susodicha, y tantas veces el susodicho, haría bien en mirarse con objetividad en un espejo de cuerpo entero y valorar si esa camiseta ajustada, ese ombligo peludo y profundo, ese desagradable pliegue interglúteo –se puede traducir como raya del c...- al aire, bien podrían disimularse con unas prendas algo más misericordiosas.
(Al haber pisado unos terrenos deslizantes, hago proclama de que admitiré las collejas, virtuales, que ustedes tengan a bien sacudirme. Pero flojito, ¿eh?).

jueves, 1 de mayo de 2008

Estroboscopia

Espeluznante. O fascinante, o alucinante, o qué sé yo. Un sol brillantísimo para mí solo, y a su alrededor varios soles más pequeños, anaranjados, con infinitos meridianos, o craquelados con figuras indescriptibles. De pronto, paf, un relámpago verde que se acompaña luego de estrellas de colores. Pero solo son milisegundos y vuelven los soles variados, aunque algunos son ahora de un rojo intenso, alrededor del sol deslumbrante que me tiene a su merced. Paf, paf, paf. Se suceden los destellos verdes y sus estrellitas satélites. Cuento hasta cincuenta.

‘Ahora el otro ojo’, me dice la voz amable. No, no estoy bajos los efectos de ningún hongo, ni me he comido ningún tripi, ni pasti, ni he bebido cosas raras. Estoy frente a mi oculista de confianza que ya me advirtió que el láser que me está aplicando me podría parecer un viaje fantasioso, o un videojuego en el que yo tenía que permanecer muy quieto. Otros cincuenta disparos. Paf, paf.

Pero mucho me temo que he empezado por el final. Recapitulemos. Antes, en el centro de la ciudad, la clínica estaba en un piso antiguo, remodelado, pero todavía se podía adivinar que aquella consulta había sido cocina o la de al lado, dormitorio, con su armario empotrado. El salón era ahora un recibidor al que le habían acoplado un pequeño mostrador donde se asentaba el monitor y la impresora. La chica que me recibía llevaba una blusa de pijama quirúrgico como símbolo de que entraba en un santuario de la salud. La segunda chica que me acompañaba a la pequeña salita para ponerme el colirio y aplicar mi frente y mi barbilla a la lupa electrónica vestía también un pijama completo, blanco, como las auxiliares o enfermeras de cualquier hospital.

Aún se conservaba, como despacho respetable el del fundador de la dinastía. Maderas nobles, mesa tallada, lámpara de pergamino. El ordenador parecía una anacronismo modernista. En el rincón de mayor amplitud estaba instalado el aparataje más moderno, como huyendo de la sobria alcurnia presidida por un óleo no excesivamente conseguido, todo hay que decirlo, del patriarca. En una urna, iluminada por un foco halógeno, se conservaban algunos instrumentos oftalmológicos de principios del siglo XX. Uno se sentía como en una capilla, con relicarios incluidos.

Ahora la clínica está en una zona moderna por donde se expande la ciudad. Un edificio de acero y cristal, con amplia escalinata. No me hace feliz pensar que voy a pasar unas horas en el sótano 1 –donde debe ser más barato el metro cuadrado- pero me consuela saber que hay sótano 2 y sótano 3 que es el garaje. Para anular la impresión de catacumba, la iluminación es acogedora. Las paredes están revestidas de falsa madera y el suelo brillante de piedra artificial le confieren algo de calidez.

Fijándome bien, la chica que está detrás de un amplio y cómodo mostrador, donde cabrían varios equipos informáticos más, es la misma de la bata corta sanitaria. La reconozco por su voz y su sonrisa. Pero ahora viste una elegante chaqueta negra sobre una blusa crema, que la hacen parecer incluso un poquito más delgada, lo que la favorece. Tiene otra acompañante, ataviada de igual forma, que trabaja sin levantar la cabeza de su tarea. Me hacen pasar a una amplia sala de espera, donde cuento hasta doce asientos modernistas, aunque solo están ocupados cuatro o cinco. Menos mal. Veo que hay dos puertas de grueso cristal opaco. Junto a una de ellas pone Unidad 8 y en la otra, 10.

Una elegante azafata me invita a pasar a un antedespacho. Viste un elegante traje pantalón negro, idéntica blusa crema y lleva el pelo pulcramente recogido en una cola de caballo. Lleva discreto maquillaje y me hace sentarme ante la lupa electrónica. En ella son sus ojos claros, que acompañan a su belleza morena, los que la delatan. Es la misma chica del pijama quirúrgico. Me repite no sé cuántas veces ‘don Pedro’ y tengo que darle una pequeña broma para que abandone su seriedad, para que se relaje y sonría. ‘Somos viejos conocidos –le digo- y no me gusta nada lo de don Pedro’.

Tras pasar por la unidad 8, ojo que ya no se llama consulta, donde me ve el doctor, luego por un amplio pasillo me dirigen a la unidad 5 donde me dan los cien disparos. Salgo viendo estrellitas y luciérnagas, por lo que me llevan a otra sala de moderada iluminación, casi en penumbra, hasta que recupere un poco la visión normal.

Y a mí que me gustaba más el piso antiguo del centro...