domingo, 29 de junio de 2008

Matriarca

Visitar los mercadillos se convirtió para mí, desde hace ya tiempo, en una distracción que sin ser apasionante puede encerrar lecciones de interés si se contempla desde un punto de mira como observador de vidas y costumbres. Si encima uno descubre algo que no encontraba en tiendas del común, entonces es una verdadera suerte. Además puede tener un precio que le alegra a uno la mañana.

Por lo pronto, para un abuelete como yo que no tiene nietos, es una gozada ver a señoras de mi edad o más jóvenes aún que lidian, alegremente la mayoría, con sus nietos, esos ángeles aún no rebeldes del todo, para que papá y mamá traigan a casa los dos suelditos que permiten pagar la hipoteca. Me paro ante un rorro de pocos meses que va dormido, ajeno al bullicio circundante, o sigo con la mirada el incansable moverse de alguna pitufilla de muy pocos años que todo lo mira, todo lo toca, todo la admira, mientras el abuelo o la abuela desdobla su mirada para que no desaparezca como un ratón en una charcutería.

Todos los mercadillos tienen cosas en común y cada uno presenta singularidades que lo caracterizan. En el último por donde me entretuve, reconocí varios rostros que hace tiempo que no veía. Estaban en un puesto de chándals, en otro de calzado de imitación piel, en uno con calcetines muy baratos y ropa interior de dudoso gusto, todo un hipermercado de calidades que no son de primera. Los conozco desde hace un par de años y sé que son hermanos. En uno de ellos, como en la cabina de mando del buque insignia, la matriarca se encargaba de que no le faltara a nadie el bocadillo a su hora, de permitir una rebaja no contemplada o de llamar al orden a quien lo precisara. El marido, tan gitano como ella y sus hijos –y mi expresión no encierra ningún racismo, sino constata una realidad- solía brujulear de un lado a otro y es el único que se permitía lo que un concejal de verbosidad impostada, llamaría la movilidad sostenible: sustituye a quien va satisfacer una necesidad fisiológica, vigila que nadie se haga el olvidadizo a la hora de pagar y detalles parecidos.

Sin embargo, en esta visita reciente, hay un detalle revelador desde el primer momento. Es una zona donde aún el luto es una norma social de obligado cumplimiento y veo que todos visten de riguroso negro. Es la madre la que se ha marchado al Jardín y aunque están todos en sus puestos, se nota esa ausencia que se hace terriblemente visible. Es la hija mayor, treinta años largos, alta y guapa, la que parece que debe ocupar el lugar insustituible de la mama. Se cubre su cabeza con un pañolón, negro cómo no, que no consigue ocultar la belleza de sus ojos y su bien perfilada boca. Nunca me fijé demasiado cómo vestía antes, pero ahora lleva una falda casi hasta el suelo que permite ver que también lleva medias negras.

El más joven de los hermanos, un chaval que vende la ropa deportiva, tiene una negrísima cabellera ensortijada, no obstante lo cual lleva una gorrilla de béisbol, negra también, sin marcas ni letreros. La hermana mediana, que con su marido, es la vendedora de zapatos, algo más gruesa y con un par de churumbeles siempre en las inmediaciones, lleva pantalón ceñido que no la favorece y camiseta holgada, que no es preciso aclarar que también son negros. Es la única que lleva la cabeza descubierta. El marido alivia el luto con un pantalón vaquero normal, pero también su polo es negro.

Se me ha pasado advertir que la hija mayor, la heredera de la matriarca, se ve ayudada por un hijo suyo, adolescente, que no viste de negro, pero cuya indumentaria revela una seriedad impropia de sus años. Es en ese puesto, donde con sombrero negro, en un rincón, silencioso y fumando de continuo se encuentra el viudo, la camisa negra algo desabrochada y en el cuello una pañoleta negra que le cuelga en la pechera. No sé si ha encanecido su bigote o es el contraste con tanto negro lo que hace parecérmelo más blanco.

Debe ser reciente la desaparición de la mama porque se percibe una tristeza compartida, una seriedad natural que no es artificiosa como pudiera parecerlo el luto, que en sí mismo puede tener un punto de exhibicionismo. Pido perdón por la expresión, pero no la retiro. Ya sé que alguien experto en antropología me daría mil y una razones que lo explicasen, tal vez es una forma de conjurar el duelo y hasta hacer más llevadera su pena que, repito, se percibe clara en miradas y laconismos. Todo el que ha vivido hace treinta, cuarenta o cincuenta años una infancia de pueblo sabe los rigores y las normas infranqueables del luto. Lo que me descoloca es que me resulta un anacronismo, quizás porque estas expresiones externas de duelo no son ya comunes en la mayoría de los sitios. Pero estoy seguro de que ellos lo consideran una obligación, una ley no escrita y la cumplen con escrupulosidad.

Me voy alejando del mercadillo con una bolsa en la que llevo tres pares de calcetines de deporte que no pensaba comprar.

viernes, 27 de junio de 2008

Electricidad

Al revés que la mayoría de los personajes que ya van haciendo algo de galería, pasando por esta esquina, a nuestro amigo de hoy no lo he visto en mi vida. O al menos, no personalmente. Me encuentro con su imagen en una fotografía y es la figura principal, y única, de un breve reportaje que seguro merece que me detenga hoy en este comentario que me gusta dedicar a gente como él.

Si les digo que me gustaría charlar con nuestro hombre tomando un café, les mentiría. Habla un idioma distinto del mío y aunque él sí, quizás, no sé, sí me entendiera yo no conseguiría comprender la mayor parte de su discurso. No. No es extranjero, pero sus dificultades con el castellano –que a mí me gusta llamar español, como lo llaman los más de trescientos cincuenta millones de hispanohablantes, aparte de los españoles que lo hablan, pero en este caso, mejor así- son casi extremas. Aparte de que su vocabulario no debe sobrepasar mucho más allá de unos pocos cientos de palabras, las que ha utilizado en sus setenta y tres años de vida.

A pesar de ser un rústico, como dirían los clásicos del XVI, tiene algo de singular que lo convierten en noticia, merecedora de esa foto en color desde la que me mira. Es alto, delgado, viste el uniforme de, ¿qué tipo de uniforme les podría definir?, el uniforme de persona que ha nacido y vivido toda su vida únicamente en el campo, en la aldea, aparte del tiempo que hizo el servicio militar que aún recuerda en una capital no muy lejos de su terruño. Los expertos en lenguaje no verbal tal vez dirían que posa ante la cámara con timidez. Está a la sombra, por lo que su rostro aparece poco definido. Algo encogido de hombros, como si así pudiera ocultarse un poco de la indiscreción a que está siendo sometido. Sostiene entre los dedos de la mano izquierda medio cigarrillo que le sirve más de compañía que de adicción.

Es un solitario. Aunque tras él se aprecian dos o tres casas, solo la suya está habitada desde hace mucho. Es el único habitante de la aldea. La hierba verde y abundante –estamos casi en julio- la frondosidad de la arboleda del fondo, las paredes de piedras grandes, medianas, asimétricas y los tejados de pizarra irregular, por fin, nos desvelan su localización. Estamos en Lugo, en la profunda y remota tierra de Lugo, la que cae lejos de los caminos compostelanos, lejos de las rías donde los mariscos o el bonito, el príncipe azul de los mares. A unos doscientos metros de su vivienda pasa un tendido eléctrico de alta tensión, pero a su lugar, ni siquiera es aldea, no llegó la corriente. Es posible que haya torres de telefonía móvil cerca y las cumbres próximas dan un horizonte de los molinos de tres aspas de un parque eólico, cuyo zumbido sí percibe. Pero era excesivo coste en su momento para que les llegara una línea con un muy escaso negocio. “A miña nai nunca foi ao Concello a pedir sacramento”, dice irónicamente. Luego, cuando murió la madre, él tampoco sintió nunca la necesidad. O si le pareció sentirla no le dio ninguna prioridad.

Desde casi siempre se alumbraron con carburo. “Traiamos o carburo por bidóns, como os das minas”. Últimamente ‘le ha llegado la modernidad’. Dispone desde hace dos años de un pequeño generador de gasolina, que le sirve para que funcione alguna bombilla y un rato la televisión. Si alguna bujía no le hace una faena. “A radio faime moita compañía, pero non poido ver moita tele”. Otro lujazo: desde el año pasado tiene agua corriente, “Puxeron unha tubería e a auga é dun manantial moi bó”. Como van deduciendo es una persona con pocas necesidades. Ya dije que viste el uniforme de campesino rural: gorra, un jersey que usa casi todo el año y un pantalón de género indescifrable. Se toca con una gorra cuyo color dejó de existir y se calza unas botas de caucho, con las que trabaja en su huerta, con su ganado, por terrenos húmedos o sucios.

Puedo hasta desvelaros su nombre, porque ha salido en los periódicos: Manuel Chao. No Manu Chao, sino Manuel. Era el último vecino de la provincia que no tenía acometida eléctrica. Por 12.000 euros, algún organismo dedicado al Medio Rural, va a poner a su alcance algo que tampoco parece echar mucho en falta: unos interruptores, unas bombillas más, algún electrodoméstico –ni siquiera ha tenido nunca nevera-, pequeños lujos que la vivienda, donde su familia habitó desde hace más de cien años, nunca alcanzó. El piensa que se lo merece “despois dunha vida de traballo”. Pero tampoco le da mayor importancia.

No es Tarzán, ni Robinson Crusoe o Daniel Boone. Tiene algún amigo y vecinos más o menos cercanos con los que cruza de vez en cuando la palabra o toma unos vasos de vino en alguna cantina. Hasta puede que entienda algo de fútbol, que es muy socorrido para hacer conversación. No sé si sabe leer y escribir, pero aunque así fuera, no lo ha necesitado tampoco mucho. Es posible que con la novedad, encienda al principio varias luces, o que vea algo más la tele, incluso que guarde algún alimento en la nevera que seguro se va a comprar. Pero es más seguro, que pasado el primer impacto, se siente a su puerta como hizo tantas veces a contemplar el vuelo de las aves, a oir sus cantos o a descifrar en la noche algún misterio de los que se esconden en las estrellas.

domingo, 22 de junio de 2008

Madrugador

He visto amanecer muchas mañanas caminando en esa misma dirección. Estaba aún en mi etapa laboral pero mis rodillas ya tenían la misma amenaza de prótesis que siguen manteniendo ahora y a la que me resisto cuanto puedo. En invierno, con el sol perezoso y tibio, aún era noche cerrada cuando con mi gorra y mi bastón –un domingo muy temprano me atracaron unos jovencitos para poder seguir su juerga y menos mal que no me lo partieron encima- digo que aún era de noche y se abría una leve raya de luz entre el cielo y el mar. Poco a poco se iba haciendo mayor la grieta luminosa y el espectáculo deslumbrante que se desarrollaba tenía la virtud de no repetirse casi nunca. Una nube, una brumilla, un gris opalescente, siempre se renovaba algún detalle. Un viejo amigo, ya ido, me decía que él daba gracias al cielo cada nuevo amanecer.

La otra mañana era temprano pero estamos en los días más largos del año. El sol, que no sé si es estrella joven o vieja, si bien estrella al fin y al cabo, posee el disculpable vicio de la impuntualidad. O se atrasa o se adelanta algún minuto, pero siempre se lo he perdonado. Ya estaba subiendo en el horizonte y mis lentes se habían oscurecido. El mar brillaba con todo descaro. Había muy poca brisa, la marea estaba baja y el agua se movía imperceptiblemente. Sólo en el trozo que el hombre, ese depredador, le arrancó una mínima bahía para ensanchar una carretera, desafiándolo con una escollera pequeña y torpe, dibujaba un tímido encaje de espuma. En el invierno, esta balsa culta, vieja y sabia a la que llamamos Mediterráneo, cuando coincide marea y viento de levante, se alza en su poderío y se desmelena en olas que nada tienen que envidiar a cualquier otro hermano mayor. Golpea entonces con fuerza esas minucias que el hombre opone a su fortaleza de miles de años y como dicen las gentes de la orilla ‘la mar siempre se lleva lo que es suyo’. La escollera se está deshaciendo.

Por lo tanto, deslumbrado, yo me enfrentaba a su tono más azul, a su superficie más bruñida, a su murmullo más melodioso. Precisamente al pasar por la escollera, las algas que allí se depositan me hacen cerrar los ojos y aspirar un perfume vivo e inigualable: olor a vegetal vivo, a agua renovada, a sal oculta y reidora. Cuando supero esa suave curva, aparece ante mis ojos uno de los trozos de costa que aún no ha mancillado la avaricia humana, aunque esté pespunteado por el ir y venir de una carretera que se adaptó a su sinuosidad. Me voy acercando a uno de los últimos caños por los que la montaña vecina desagua en el mar su lluvia cuando cae. Los humanos listillos aprovechan ese cauce para verter en él, como en casi todos, sus aguas –sucias casi siempre, que las depuradoras valen dinero y lucen poco- que a su llegada a la arena se van filtrando casi sin notarse y desembocan de forma subterránea, solo manifiestas por un oscurecimiento de la orilla y, ay, por un mal olor muy perceptible a veces.

Allá, entre pedruscos que un día fueron arrastrados por el agua y hoy están como clavados en la arena, distingo una figura atareada. Al acercarme distingo a un anciano fibroso, con pantaloncillo corto barato, camisa y sombrero de paja que trajina con ahínco, armado de una pala no pequeña, como de albañil que clava en la arena con ayuda del pie y metiendo los riñones levanta piedras del tamaño de melones y se agacha, rebuscando en la arena. Me acerco y desde una distancia prudente le observo en su faena. No quiero que me tome por un mirón desconsiderado pero me intriga saber qué hace a hora tan mañanera, sometiendo a su organismo desgastado a un ejercicio nada lúdico.

Cuando paso unos minutos contemplándolo, por fin comprendo qué hace. Debajo de cada piedra levantada, hunde las manos, saca puñados de arena ennegrecida y rebusca si hay lombrices entre ella. Con cuidado saca una, dos o ninguna de cada vez y las va depositando en una caja que tiene al lado sobre un pedrusco que sobresale. Supongo que es un pescador de orilla y que se procura cebo vivo para en otro momento disfrutar de su caña y de la danza de las piezas al extremo de su tanza invisible.

Sabe perfectamente que le estoy mirando pero sigue impertérrito su faena. Tal vez me confunda con un guiri desocupado y hasta es probable que le moleste sentirse espectáculo, su trabajo, su esfuerzo, de un rubiasco malencarado que lo tome por diversión. Pero yo he hecho alguna vez, pocas, esa misma tarea, aunque sin llegar a ese grado de dificultad. Intento recordar una palabra de argot, que le haga sentir que soy su cómplice. Por fin doy con ella:

- ¿Albiñocas?, le pregunto sin saber si por aquí también las llaman así.

Como un ‘ábrete sésamo’, la puerta de su cerrazón se abre. Suelta un momento la pala, que deja clavada en la arena húmeda, se quita el sombrero, se alivia el sudor con el antebrazo sarmentoso y me contesta con una pregunta:

- ¿Usté es de Huelva? Así les dicen por allí.

Saca un paquete de cigarrillos arrugados del pantalón, enciende uno sin ofrecerme y después de encendido, me cuenta su vieja canción: la pensión es muy corta y hay una tienda que le paga a tanto los ejemplares de lombrices y aprovecha las mañanas para sanear su hacienda doméstica. Mantengo la conversación, intentando que dure lo más posible, pero pronto tira el cigarrillo a medio fumar y con un ‘voy a seguir con la faena’ me despide.

viernes, 20 de junio de 2008

Plutarquerías

Durante mucho tiempo creí que Plutarco era un escritor latino. Sus ‘Vidas paralelas’ son una colección de biografías comparadas por parejas, un personaje griego con otro romano, con rasgos parecidos, al menos circunstancialmente. De ahí que yo creyera que se trataba de un autor de la mamma Roma. Hasta que cayó en mis manos algún libro que me instruyó en que era al revés. Se trataba de un griego, del siglo I, d. C., perteneciente a la llamada segunda época sofista. Pero no va por ahí esta historia.

Así que dejémonos de pegotes culturetas y valga el mínimo prólogo para introducir el raro parecido, al menos para mí, de dos personas a las que conozco muy superficialmente, en dos ubicaciones bastante distanciadas, que se parecen la una a la otra lo que un huevo a una castaña en cuanto al físico, sin que tenga una idea de la existencia de la otra, pero que desempeñan trabajos parecidos y curiosamente comparten ciertas cualidades y circunstancias.

Para no pecar de machismo –eso de que los hombres siempre miran primero a- empezaré por aquella que reúne menos criterios de canon de belleza actual. Debe rondar los veintipocos años, es morena, de enormes ojos negros y melena abundosa. No es este el único carácter físico potente, pues toda ella es abundante. Aplicando criterios médicos debe estar en el límite entre el sobrepeso máximo o en el primer escalón de la obesidad. Ello no quita que, debido sobre todo a su juventud, a sus más que correctas facciones y sobre todo a que esos kilos de más están, por ahora al menos, relativamente equilibrados, se la pueda considerar atractiva. Nuestras abuelas, las que nacieron en el siglo XIX, decían una frase muy expresiva, ‘más vale tener que desear’.

Nuestra segunda protagonista es la cara opuesta de la moneda, recuerden que hablamos aún del puro aspecto físico. No es muy alta, pero coincide perfectamente con los caracteres que muchas chicas de hoy aspiran a tener. Rubia natural, con una melena de corte moderno y que peina con gusto. Tiene una piel de aspecto sedoso, facciones más que regulares, donde destacan unos bonitos ojos azules y una boca muy bien dibujada por la naturaleza. Consciente de su atractivo, lo realza con ropa a la que hoy no dudamos en llamar sexy: escote lo suficientemente generoso –realmente yo debía hacer un cierto esfuerzo para no clavar en él mi mirada- como para adivinar unos senos proporcionados (su posición determinada por la ropa interior); un talle muy gentil, que la brevedad de su camiseta y el poco tiro de sus pantalones descubría lo suficiente por delante como para poder admirar su ombligo con piercing y por detrás, para entrever fugazmente su tanga negro... Mejor lo dejo aquí, pues creo haber explicado ya lo suficiente como para entender que se trata de una muchacha que hace volver la cabeza a la mayoría de los hombres que se cruzan con ella.

Ahora viene el paralelismo. Ambas son dependientas en tiendas no semejantes pero que comparten bastantes parecidos. La primera trabaja en una de estas tiendas, generalmente propiedad de orientales o magrebíes, que en su tiempo se llamaban de ‘veinte duros’ y donde se encuentran los objetos más dispares: pequeña electricidad, artículos de limpieza y perfumería, herramientas de dudosa duración, menaje de cocina, lámparas, bolsos, miniaturas de estatuas, cuadros, confección muy endeble. No hace falta que siga. Casi todos hemos entrado alguna vez.

La otra es la dependienta de una frutería que regenta una señora mayor, ya de escasa movilidad, por lo que es ella la tiene que hacer casi todo. Ahora entenderán que la vestimenta que describí antes acompaña a una joven que tiene que hacer variados movimientos, lo que funciona como efecto imán en la mirada de los hombres. (Por favor, nadie me tache de viejo verde, pues la vista y la imaginación son dones que la naturaleza otorga. En caso de hacerlo, espero al menos un poco de comprensión. Ni por asomo me permito que mis pensamientos vayan más allá de la escueta contemplación de la belleza).

Cuál es el parecido de mayor calado lo van a entender más fácilmente. Son criaturas a quienes no les favoreció el destino con un exceso de inteligencia. Ante una pregunta con más de ocho o diez palabras, se les dibuja un gesto de incomprensión con un posible doble fallido. O simplemente no la entienden por lo que suelen responder con un lacónico ‘¿qué?’, o dan una respuesta que poco tiene que ver con el objeto de la pregunta, lo que suele significar lo mismo. En sus ojos no brilla –en ningún momento- la agudeza. Tal vez precisaron de un apoyo serio en su etapa escolar y no lo tuvieron o, lo que también es posible, crecieron en un ambiente de escasez intelectual, con lo que no desarrollaron su inteligencia un mínimo eficaz.

Mientras la primera tiene un novio que la espera a la salida y su aspecto, físico y vestuario, más la expresión tampoco indican que se dedique a un trabajo de alto nivel, la segunda tiene un hijo de seis o siete años, vivaracho y alegre, que anda alrededor de la frutería desde que abre por la tarde hasta que madre e hijo vuelven al hogar. Esta muchacha debió ser madre aún adolescente.

Verdaderamente no soy Plutarco ni estoy de él a menos de cien años luz. Mis vidas paralelas tal vez no lo sean tanto. Pero en unos pocos días he conocido y tratado mínimamente a ambas chicas y, casi seguro equivocándome, me ha parecido encontrar cierta similitud en sus vidas. ¿O no?

lunes, 16 de junio de 2008

Pandemia

No sé por qué -perdón, sí lo sé, y he usado la entrada como muletilla, pero no hace al caso- me acordé ayer del ‘Viejo’. Ya era el Viejo en los muy primeros setenta cuando lo conocí, pero es que él había nacido solo dos o tres años después de que lo hiciera el siglo XX. Por eso explicaré como primera anécdota suya, que uno de sus temas favoritos era la gripe del 18 (mil novecientos, por supuesto). Paréntesis. Es la pandemia (epidemia extendida por todo el planeta prácticamente) más letal documentada hasta ahora en la historia de la humanidad. Con un mínimo de 50 millones de muertos, pero hay quien hasta duplica esa cifra. ‘¿Y cómo esa duda, si dices que está documentada, Giraldo?’ Añado antes de responder que fue conocida como ‘gripe española’, pues al ocurrir en esa fecha, los Aliados de la Primera Guerra Mundial ejercieron sobre ella una censura de prensa, que España, al no estar involucrada, no practicó. Por eso no se conoce con exactitud el número de muertes, sino por cálculos indirectos. Cierro paréntesis.

El pueblo tenía solo algo más de mil habitantes y en pocos días se agotó la existencia de ataúdes. Curiosamente muchas de las víctimas de la ‘española’ fueron adultos jóvenes y saludables, a diferencia de otras epidemias de gripe que afectan sobre todo a niños, ancianos o personas debilitadas. Él sin embargo, estando en edad de sufrir el contagio, no lo padeció y formó parte del pequeño grupo de personas, que con un carro recogía los cadáveres envueltos en un par de mantas y les daban sepultura.

Era ‘camisa vieja’. Significa esto, aunque es expresión bastante conocida, que era falangista desde bastante antes de que Franco, en el 38, fusionara las distintas corrientes ideológicas de su bando y fundara el Movimiento Nacional, como partido único, basándose precisamente en la ‘supuesta ideología’ de la Falange y utilizara algunos de sus símbolos. Os puedo asegurar que he oído a poca gente largar, ni siquiera entre la izquierda, del franquismo con la claridad y el descaro que lo hacía el Viejo en su pequeña taberna. En unos tiempos en que al general ferrolano aún le quedaba por firmar un puñado de penas de muerte. Porque tenía la terrible fuerza –o el descaro- de proclamarse, falangista auténtico con lo que ello implicaba de ser tan antifranquista al menos como el Pecé. Probablemente con los años había ido perdiendo pelos de la lengua y simultáneamente había ido creando una cierta manía persecutoria por todo ello.

He dicho antes taberna, pero en realidad era un colmado, o abacería, o ‘armasén’, que así era como le llamaba todo el mundo. Era la versión minimalista de un hipermercado. Allí se podía comprar buena morcilla serrana, algún apero de labranza, calcetines, bacalao, camisas confeccionadas, legumbres a granel, algunos artículos de ferretería y cosas así. En un extremo del mostrador, que era en ángulo recto, había dos pequeños estantes de bebidas y tras el mostrador un frigorífico. Era, al menos para mí, una maravilla, situarme en la esquina, con una visión panorámica del armasén, con un botellín de cerveza y unos cacahuetes, y observar la fauna humana que entraba y salía, preguntaba, protestaba, pedía, consumía, discutía, casi todo ello en voz mucho más alta de lo necesario.

Deseaba yo, los lunes a mediodía, tras el madrugón y el centenar de kilómetros en el Seiscientos, cerrar el garito de trabajo y acercarme al armasén a tomar el botellín y como quien no quiere la cosa, averiguar si aquella noche caería una tapita de liebre en salsa. La única riqueza que le quedaba al pueblo era la caza, toda acotada, y los domingos aprovechando que venían los señoritos a escopetear, algún furtivo más atrevido se traía para el pueblo cuatro o seis liebres, que vendía a gente de muy mucha confianza.
O sea que el Viejo, que andaba por lo que hemos dicho rondando los setenta, seguía al frente de su pequeño negocio y los lunes hacía una verdadera obra de arte culinaria –tal vez se pasaba un poquito con el picante, pero era para que se pidiera más vino de acompañamiento- que tampoco servía a más que a gente de su confianza. Aunque los picoletos lo supieran, preferían no tener que identificar al furtivo, que tampoco era siempre el mismo.

Era de estatura media, entrado en carnes, algo congestivo con su cuello corto y su faz algo abotargada, pelo conservado y canoso, fumador de purillos pestilentes sin tragar el humo, corto en palabras si sospechaba que podía haber soplones alrededor, porque su verdadero, quizás único, enemigo era el alcalde y jefe local del Movimiento. Si venía un inspector de sanidad y le obligaba a alicatar el rincón donde colgaba la charcutería, era una insidia de su enemigo. Si por mor de la lluvia, había un apagón de luz más duradero de lo habitual, el culpable era siempre el mismo, que intentaba que la gente no saliera de casa y fuera a su mostrador a tomarse unos vinos. Si una parte del empedrado de su calle se llevaba más tiempo de la cuenta en mal estado, era para que los clientes tomaran otra ruta.

Si no hubiera sido por el Viejo y la amistad que me brindó –eso implicaba confianza, generosidad, afecto- aquel año hubiera sido para mí el equivalente a un destierro civil. Gracias a él, es un hito de agradable recuerdo en mi memoria.

viernes, 13 de junio de 2008

Altruismo

Es delgado. Alambreño, que es un adjetivo que me gusta mucho. Solo que sería un trozo pequeño de alambre, porque tampoco es alto. Tiene la piel, vieja y manchada, de un color blanco rojizo que indica que ha debido ser muy rubio de joven. El poco pelo que le queda es blanco, pero no ese blanco nieve que a veces confiere cierta ‘nobleza’ a algunas cabezas, sino con hebras blanquecinas entre doradas y alguna que quiero adivinar rojiza. Si yo fuera director de cine, o responsable de un casting no lo elegiría como abuelito bondadoso, sino como anciano inquieto, vivaracho, pues este es realmente el aspecto que destaca cuando se habla con él.

Sus ojos son naturalmente muy claros y da la impresión de que se va a oír de pronto un motorcillo eléctrico porque parecen dos taladros que ven, porque se cuelan muy dentro del cerebro de su interlocutor. Su labia es nerviosa, rápida, pero nítida y perfectamente entendible porque responde a una claridad de ideas que expone con palabras exactas. Viste una camisa barata de manga corta y un pantalón claro, de verano, que bien puede ser de mercadillo. Su look, aunque no me termina de gustar el palabro inglés, es el de una persona de vestimenta humilde pero limpio, muy presentable, a lo que contribuye su impecable afeitado.

Solo he coincidido un par de veces con él. Pero estando muy cerca de mí, la primera de ellas, yo nombro a una persona ya fallecida y con un brillo que le surge de pronto en los ojos, no duda en preguntarme ‘Ah, ¿entonces usted conoció a Fulano?’. Le aclaro que sí, que fue compañero de trabajo de alguien con quien tuve bastante cercanía y que alguna que otra vez tuve ocasión de tratar a dicha persona, que me merecía un alto concepto por su honradez, en una situación y un cargo en el que muchos sucumben al atractivo del poder, que mutan su condición personal con el señuelo de los altos despachos y las gabelas que el poder arrastra consigo.

Cuando me oye hablar de forma positiva de ese conocido común, se deshace en elogios, me cuenta anécdotas, me explica hechos y sucesos que compartieron juntos en épocas difíciles. Pertenecían al mismo clan: al de la gente honesta que cuando les llega el momento de trabajar por el bien de una comunidad lo hacen como lo más natural del mundo, como si dedicar tiempo, trabajo, esfuerzos y renuncias en aras del bien común fuera lo más normal del mundo, lo más frecuente, lo único lógico.

Le digo que no, que esa es una especie en vías de extinción, que hoy el dinero lo invade todo, que muchos renuncian a sus ideas morales, políticas, religiosas o conceptuales por practicar la adoración al becerro de oro. Lo duda un momento antes de darme la razón, pero como si su voluntarismo le impulsara a ignorar lo despreciable, vuelve a contarme hechos hermosos, gestos de solidaridad, escenas donde brilla la generosidad de alguien.

Ahora tiene entre manos una tarea, también altruista, pero que causa un cierto recelo entre parte de las personas con las que tiene que convivir a diario. Y vuelve a hacer gala de entusiasmo, como si fuera un chiquillo que comienza una colección de algo y dedica gran parte de su tiempo y de su ilusión a conseguir cada día aumentarla un poco. La fogosidad con que desarrolla sus tesis me llevan a la pregunta inevitable. (Hay formas de averiguar la edad de las personas sin necesidad de abordarlo directamente. Hasta cierta edad, a un hombre, siempre se le puede preguntar como quien no quiere la cosa ‘por curiosidad, ¿dónde hizo usted la mili?’. Como es una etapa que marcó a tantas generaciones, te da pelos y señales sobre el asunto y es muy difícil que no te diga ‘a qué quinta pertenece’. Por una simple operación matemática, se le resta veintiuno y nos da el año de nacimiento).

Cuando estoy dispuesto a pisar ese terreno, me dice espontáneamente ‘mira, porque te puedo hablar de tú, ¿verdad?; yo nací en el año 30 y ...’ continúa explicándome los hitos de esa empresa que ha acometido en el año en que cumple o ha cumplido, setenta y ocho años. Mientras le oigo, me voy un poco por los cerros de Úbeda pensando, ‘Dios mío, si desarrolla esta energía a esta edad, ¿qué no sería este tipo con treinta o cuarenta años menos?’.

Cuando nos despedimos me repite la calle y el número de su casa y, como si fuera lo más natural del mundo y me dice –algo que ocurre cada vez menos- que su puerta está abierta desde que se levanta, temprano por supuesto, hasta que la cierra al irse a dormir. No es infrecuente en un pueblo ver puertas abiertas o entornadas, pero suele haber un pequeño zaguán con un cancel acristalado que sí suele estar cerrado. ‘Un Zan Juanito’, me dijo una vez con toda la gracia del mundo una persona que podría tener más o menos la edad de mi nuevo colega, pero que ya se marchó al Jardín.

jueves, 12 de junio de 2008

Incongruencia

Me resulta curioso comprobar cómo mis blogs favoritos, los que abro cada día están como en hibernación. En todo caso, el blogger –muchos de los que frecuento parecen en huelga de teclados caídos- cuelga su pequeño, o largo como los que mi verborrea impulsa, post y solo unos cuantos habituales entran para decir ‘vale, colega, estoy de acuerdo, llevas toda la razón’, pero poco más.

Incluso en mí mismo noto el fenómeno. Estos días, como todos, me cruzo con gente buena y anónima, de las que gusta retratar o comentar algo aquí y parece como si me dijeran que no corre prisa que los saque, que deje para otro momento el contar su pequeña o interesante peripecia, que la cosa está parada, como si las estanterías vacías de los supermercados influyeran en que todo el resto de la vida se ralentizara hasta que se recobre la normalidad.

En los sitios más insospechados te contestan que como ‘hay huelga’, no te pueden atender en esto o en lo otro. Es rara la situación creada. Un sector importante de la economía está trastornando el ritmo habitual de la vida, vale. Pero, repito, es como si se hubiese producido un efecto dominó y otras muchas cosas hubieran dejado de funcionar. Mismamente mi dotación neuronal.

Dentro de un día o dos traeré aquí a un personaje que es quien hoy debería ocupar estos renglones que estoy escribiendo. Pero es como si yo llamara a mi propia puerta y también yo mismo me negara a levantarme a abrirla.

¿Ustedes lo entienden? Porque yo no. Así que hasta pronto.

martes, 10 de junio de 2008

Desinteresados

Hay parejas del cine que se han convertido en mitos. Se me vienen a la cabeza Stan Laurel y Oliver Hardy. O Pajares y Esteso. O Bogart y la Bacall. Aparte de que fueran más o menos exitosas sus películas, había unos nexos especiales, un pegamento muy determinado que los convertía en indivisibles. O esos dos viejos gruñones, Jack Lemmon y Walter Matthau. Conozco a quien los detesta, pero no se pierde una de sus pelis.

En un terreno totalmente distinto he conocido a una pareja de hombres también de una singularidad extrema. Empezaré diciendo que uno de ellos tiene un solo brazo y una sola mano. No sé cuándo ni por qué, aunque algo me sospecho, pero hubieron de amputarle casi bajo el hombro, brazo, antebrazo y mano izquierda y si usa camiseta de manga corta, se puede atisbar un mínimo, pues el muñón es muy pequeño. Un día estuvo contándome en qué posición ‘se nota’ la postura de la mano. Cómo hay días que le pica un poco el pulgar inexistente. Es la famosa experiencia clínica del miembro fantasma. En algún punto del trayecto hacia el cerebro, que es al fin y al cabo el destino y el origen de todas las sensaciones, se produce un pequeño estímulo, cuyo camino natural hubiera sido más largo, pero al existir esa interrupción física, ello no impide que el estímulo viaje de un extremo al otro como si el ‘hilo’, aún siguiera intacto.

A pesar de su clara minusvalía desarrolla un trabajo de gran actividad: tras la barra de un bar, atiende a su clientela. Con un ingenioso mecanismo, un pedal acciona el grifo de la cerveza y puedo atestiguar que la tira con excelente acierto. Pone cafés, tostadas, sirve copas, retira los servicios del mostrador, todo de una forma que deja algo estupefacto a quien lo contempla. Además tiene un punto de sentido del humor que a uno le deja frío. Le he oído frases riéndose de su invalidez. Mi broma preferida es decirle que ‘tiene muy poca mano izquierda para aguantar a los clientes pesados’. Siempre me contesta con algo chusco. Por si fuera poco es un hábil cocinero. Puedo dar fe de ello porque he probado alguna de sus especialidades. Es más, utilizo una receta que me facilitó un día y es realmente sabrosa.

Sería necio pensar que a veces no necesita el auxilio de un ayudante. Si no le queda más remedio, usa los dos senos del fregadero, pero le representa una considerable dificultad. Otras cosas se las hace su pinche voluntario. Aquí viene el segundo personaje de la extraña pareja. Imaginen a un hombre de edad indefinida, pero o poco entiendo de cualidades externas del ser humano o tiene más que cumplidos los sesenta. Es de talla mediana, pero no pesará allá más de cincuenta kilos. Delgado como un mimbre, calvo casi como un huevo de gallina, dentadura muy disminuida, llaman en su rostro la atención los ojos. El escaso pelo es moreno, pero tiene unos ojos claros y expresivos como ellos solos. De una cultura –de lo que llamamos cultura, aclaremos- muy escasa: no sabe leer ni escribir, a partir del veinte o así, deja de tener claro el valor de los números, se ha criado en el campo casi solo y es de escasísimas palabras, tal vez porque es consciente de que su vocabulario es muy limitado y no domina en absoluto las mínimas fórmulas de algo tan simple como el saludo.

Si le doy los buenos días, me responde con una mirada agudísima y una medio sonrisa, pero en silencio. A veces masculla algo que se hace ininteligible porque temiendo decirlo mal, lo hace en voz muy baja. Al parecer nunca tuvo seguridad social, ni quizás tampoco la necesitara y debe sobrevivir con esas pensiones muy bajas que existen. Pues a pesar de ello, es para mí un modelo de generosidad. Se mete tras la barra cuando ve al Manco algo achuchado y hace cualquier tarea con que pueda ayudarlo. Igual pone y retira tostadas, que friega cacharros cuando se amontonan, que pela ajos o trocea verduras, pasando allí casi todo el día. Ni que decir tiene que siempre está dispuesto a hacer algún recado a por algo que haga falta.

Me consta que no se permite recibir ni un euro por esa ayuda. Si acaso, ambos cuates desayunan juntos y lógicamente no paga, en una clara del trabajo mañanero. Es posible que también a mediodía tome algo de comida, pero por su aspecto, su estómago debe llenarse más o menos tan pronto como el de un gorrión. Cuando me da por imaginar, pienso que si el Manco, en vez de tener un brazo menos, fuera ciego, él sería exactamente un lazarillo, o un perro guía y haría su tarea de la misma forma desinteresada y sin darle la menor importancia, que es como lo hace ahora.

Hay millones de seres despreciables en lo que llamamos raza humana. Pero hay también ejemplos de generosidad, de autosuperación, de tipos a los que uno confiaría una bolsa llena de monedas de oro o de muchos billetes de esos gordos para que te la guardara durante unos días y al cabo de ellos, te la devolvería sin haberse asomado ni por curiosidad a mirar su contenido.

domingo, 8 de junio de 2008

Calladito

Hay un juego infantil, basado en un test psicológico o viceversa, que consiste en el ‘Si yo fuera...’ También puede ser un entretenimiento tras una cena de matrimonios o similar. Veamos. Si yo fuera... ‘un pez’: - sería pintarroja; - sería delfín; - sería carpa. Y no vale repetir. Luego cada jugador explica en una frase breve por qué sería ese pez y no otro. Si yo fuera... ‘un árbol’: - sería encina; - sería drago; - sería limonero. ¿Lo entienden, verdad?

Si yo fuera un animal... Seguro que a alguien se le ocurre decir en seguida, perro. Pues bien, pueden creerme que yo sería el primero en decir ‘perro’. No porque me apetezca ladrar, o porque sea un ejemplo de fidelidad. No. Sería perro, porque siempre estaría con la lengua fuera, como si me hubiera dado una caminata, que me las suelo dar, dicho sea de paso. Pero estaría con la lengua fuera porque creo que la tengo un poco mayor que mi capacidad bucal. Porque hablo alguna vez más de la cuenta. Porque pego la hebra con quien primero se me pone a tiro. Porque si hago alguna cola para algo, en seguida estoy mirando a quien dirigirle la palabra con cualquier motivo.

Y pueden estar seguros de que esto tiene su cara y su cruz. Hace unos pocos días, estoy en una pequeña fila, esperando algo. Delante de mí, hay una joven madre, con un bebé precioso, como todos, con un pelo largo y negrísimo. No tengo mal cálculo para las edades y tras alabar su hermosura, le pregunto a la chica ‘¿A que no tiene aún la cuarentena?’; ‘Claro que no –me responde- hasta mañana no cumple el mes’. Podría haberme callado, pero la cola se mueve poco y aprovecho para seguir enredando la madeja. Paréntesis. Algunos de ustedes saben que no tengo hijos. Lo cierto es que en su momento no los eché demasiado en falta. Luego dejó de ser un tema de mi preferencia. Hasta en algún momento creo haberme alegrado de no haberlos tenido. Cierro paréntesis.

Pero, ay, ahora tengo muy claro que me dejaría cortar algunos dedos de la mano izquierda o alguno de los pies por ser abuelo. Veo un bebé y me parece que en seguida va a empezar a correr un hilillo de baba por la comisura de mis labios. Así que le digo a la joven mamá: 'Pobrecillo, aquí con estas luces, con este ruido. Con lo a gustito que ha estado los últimos meses en tu tripa, sin frío ni calor, nadando como un precioso ranito, oyendo tu voz y sintiendo el latido de tu corazón como música que él adivinaba que lo protegía de todo...’; ‘Ay, pero no sabe usted las ganas que tenía de que naciera. Primero para verlo y tenerlo en mis brazos y luego porque ustedes los hombres no se imaginan lo que es andar con ese barrigón pesado las veinticuatro horas del día’.

Sin que yo me diera cuenta se ha acercado una joven embarazada que estaba un par de puestos detrás y participa en la conversación. Es guapa, con unos ojos grises muy llamativos, morena y con un rostro verdaderamente atractivo. Lleva un vestido negro que le sienta de maravilla y no sé si soy un viejo verde, pero creo que su escote atrae la mirada de noventa y nueve de cada cien hombres con los que se cruce. ‘Verdad –afirma la belleza- a mí me faltan aún dos meses y me parece mentira el calor que me queda que pasar hasta que nazca la niña’. ‘Ah, que traes una niña –le contesto- qué bien. ¿Pero y lo a gusto que se encuentra ahora ahí en tu tripa, durmiendo cuando le parece, arrullada por el latido de tu corazón y dándose de vez en cuando una voltereta?’ Fueron más o menos mis palabras, pero mi mirada, seguro, seguro que se escapó en algún momento a su escote. Llevaba una minicazadora vaquera, que instintivamente intentó cerrar. Se dio la vuelta y se alejó unos pasos. No le di ninguna importancia.

Pero un minuto más tarde, un tipo de metrochenta, cuadrado como un frigorífico, me toca en el hombro y me dice con tono amenazante: ‘Si vuelve usted a mirar el escote de mi mujer, le parto las gafas’. ‘Disculpe –le digo- pero me parece que hay un malentendido’. ‘Ni malentendido ni ... (aquí una palabra de calibre muy grueso), que le voy a partir la cara’. Si dicen que una retirada a tiempo es una victoria, comprendí que un silencio en ese momento era mi única defensa. El tipo se volvió, orgulloso de su hazaña, junto a su bella esposa, que tenía la mirada en el suelo. Respiré hondo tres o cuatro veces y procuré volver a mi estado de serenidad habitual.

¿Qué le había dicho la pavita al frigorífico? ¿Cómo de indiscreta podía haber sido mi mirada, que por cierto, procuro controlar? ¿Qué bronca podría haber habido entre esa pareja antes de salir de casa, o en el coche, tal vez motivada por el escote? No lo sé, ni me importa, pero tal vez no debí comentar nada a la mamá del bebé de un mes, y haber hecho mi cola en silencio o leyendo el libro que aún tenía entre las manos. Mi lengua de perro, que sale más de lo debido de mi boca me había jugado una mala pasada.

viernes, 6 de junio de 2008

Pirámide

Muchas veces, quizás demasiadas, internet se convierte en un proveedor de información tan importante, que, al menos a mí, me da la impresión de que busques lo que busques, se obtiene no ya una, sino miles de páginas, que habría que peinar, desmenuzar, analizar y comprobar, para estar seguros de que lo que nos dicen en ella alcanza un mínimo de veracidad.

Partamos de un ejemplo concreto y quizás se entienda mejor. Es terrible acercarse a una estación de servicio y comprobar cómo cualquier combustible ha experimentado últimamente una subida que horroriza. Una vez más, como tantas en la vida, uno se devana los sesos pensando de qué manera un vehículo –dejemos a un lado los barquitos que pescan, los camiones que recorren continentes, los taxis que usamos casi como artículos de lujo- que forma parte del trabajo de tantos y al menos del sentido del ocio y de la libertad de la mayoría, aunque solo fuera un día a la semana, podría desplazarse sin

a. contaminar de forma alarmante el medio ambiente que nos rodea. Emiten todas esas partículas que llegan a sumar millones de toneladas de dióxido de carbono, al que podemos añadir sulfuros y otros venenos.

b. herir de muerte tantas economías, que ya tienen mil agujeros –la hipoteca, sobre todo- y que boquean como ese pobre pez que nos causa alegría cuando lo sacamos del agua pero que se convierte en triste cadáver antes de llegar a nuestra sartén.

Algunos llevamos media vida oyendo hablar de milagros que nunca se cumplen. Por ejemplo del motor de agua, del motor de oxígeno, del vehículo eléctrico con las baterías recargables y de algún otro invento, hasta esas especies de platillos volantes que incorporan una placa solar que les permite autonomía para ... para llegar en su recorrido hasta el final de la pista, que pueden ser unos pocos cientos de metros.

No solamente usamos de forma compulsiva nuestro buga, mil veces por necesidad y otras mil por comodidad, sino que cada día, en aras de una mayor comodidad, a la que muchos se empeñan/nos empeñamos en llamar ‘calidad de vida’, utilizamos y requerimos unas mayores cantidades de energía. Luego intentamos acallar nuestra mala conciencia comprando unas bombillas cuyo consumo queremos creer que es tan inferior a como nos predica el fabricante, o llevando para su reciclado el tetrabrik o la lata de aluminio, lo que supone reutilizar una mínima parte de la energía que más que consumir, derrochamos.

Oímos hablar de biocombustibles, y nos alertan de que ello requeriría sustituir gran parte de la selva pulmón del planeta por plantas rentables, o lo que es peor, que el alimento de una gran parte de la población, que mire usted por donde es la más pobre, se encarecería de forma alarmante para que otra parte podamos llenar los depósitos de los locos cacharros. Oímos hablar de energías renovables y resulta que los famosos huertos solares tendrían que ocupar casi la mitad del territorio disponible para satisfacer las demandas cada vez mayores de energía. No hablemos ya de los famosos molinos quijotescos que contaminan visualmente las crestas de algunas sierras y sus pobladores cercanos denuncian como una fuente de contaminación también sonora y con un efecto importante de ionización del aire por el roce, amén de triturar con sus gigantescas aspas todo bicho volátil que ose acercárseles.

Como los mandamientos de una biblia, todos ellos se resumen en uno solo: encontrar la fuente de energía que posibilitara la producción, digamos que inagotable de electricidad, y que todo artilugio consumista se alimente de ella. Los antinucleares ponen su grito en el cielo si se les habla de esa energía que constituye su caballo de batalla. No faltan tampoco los que la defienden como única alternativa posible.

Doctores tiene la iglesia. Sabios hay que se dejan las pestañas en sus estudios. Mientras tanto seguimos en las manos de los señores del oro negro, cuya riqueza no siempre concuerda con su capacidad de raciocinio y su desmedida ambición.

“¿Y su recreación de personajes amables que se cruzan a diario en nuestro camino, Giraldo?”. Justo es decir que casi todas estas reflexiones derivan de haber parado en unos días de ausencia en varias gasolineras y comprobar cómo es amable y sonriente quien te toma la tarjeta de crédito y después te desea un buen viaje. Son el último, y amable, escalón de una pirámide donde tantos se enriquecen y ellos se limitan a ganar un salario, que pondría la mano en el fuego por defender que son del honesto gremio de los mileuristas.

lunes, 2 de junio de 2008

Mórbida

- Adiós, Pedro. ¿Ya no te acuerdas de mí?

Únicamente lo reconocí por la voz. Debió nacer con un mínimo labio leporino, sin signo externo alguno, y solo cuando comenzó a hablar todos se dieron cuenta de que lo hacía con un muy ligero tono gangoso. Se le entendía sin ninguna dificultad, pero arrastraba algunas palabras y tenía cierta inconveniencia para producir determinados sonidos. Hace ya doce o catorce años, debía tener entonces entre veinticinco y treinta, estuvo trabajando en mi casa durante unos días, como ayudante de alguien que estaba haciendo una obra menor -recuerdo bien que se trataba de poner un paño de azulejos en la cochera, por donde rezumaba agua, que por capilaridad subía desde el suelo- y, sin el menor reparo ni complejo por su habla nasal y a veces incluso un poco ridícula, gustaba de contarme cosas suyas, de su familia, de la gente que conocía, de sus proyectos –todos fallidos- amorosos y hasta se permitió alguna opinión avanzada sobre temas que yo no hubiera sospechado nunca que tenía conocimientos de ellos.

En resumen, yo guardaba un grato recuerdo de aquel chaval, algo metido en carnes, simpático, hablador, amante al parecer más de los libros que de la televisión, pero ni sabía donde vivía, ni me imaginaba que aquella mañana iba a escuchar su voz inconfundible mientras sudaba un poco la camiseta en mi caminata matutina, que tal vez no debiera repetirlo si lo he dicho ya, es la única alternativa que está en mi mano para no tener que cambiar algún trozo de mi anatomía natural, por una prótesis que no dejaría de ser un cuerpo extraño, sin mi ADN y que mi madre no había concebido en su vientre, durante los nueve largos y cálidos meses que me albergó en su seno.

El caso es que yo lo había visto en su puerta. Por el pudor que a uno le invade cuando ve a alguien con algún defecto físico muy llamativo, al irme acercando a donde estaba, mi vista se fijó algo forzadamente en algún detalle de una fachada o de un coche que estaba en la acera de enfrente. O sea, que pasaba sin mirarlo. Porque, hora es ya de decirlo, Fulano, debía rondar los ciento sesenta u ochenta kilos.

Pero al oír su voz inconfundible, me paré, retrocedí los dos o tres pasos con que ya lo había rebasado y forzando levemente el tono de alegría –o al menos a mí me lo pareció- le saludé afectuosamente, como si no me hubiera apercibido de su presencia. ‘Hombre, Fulano, cómo me alegra saludarte. Iba pendiente de tal cosa de ahí y no había reparado en que estabas aquí’.

-‘No será porque no se me ve’, añadió con un innegable deje de tristeza en la voz. Como he dicho, Fulano, mi viejo conocido, es posible que se acerque a los dos quintales. Me dejó un poco sin respuesta pero conseguí farfullar algún tipo de excusa, que si a mí me sonaba falsa, a él, que estará acostumbrado a las mentiras piadosas, e incluso a los duros apelativos de los demás, debió resultarle algo habitual.

Intenté dirigir la conversación por senderos neutrales, pero él tenía claro que quería hablarme de su problema, de su obesidad. ‘Hace ya más de seis años que no trabajo. No puedo casi moverme. Y si lo hago, me asfixio en seguida. Mi médica está ya cansada de ponerme a dieta, pero cuando llega la hora de comer algo me hace olvidar todo lo que le he prometido...’ Y me contó sus excesos: sus dos o tres bolsas de magdalenas en el desayuno, los platos repetidos en la comida, las barras de pan, el abuso de la charcutería, el picar interminable de frutos secos, de chips.

‘Ahora estoy esperando que me llamen para la cirugía. A ver si cortándome las tripas, me abandona este ansia por llenarla’. También me habló del psiquiatra. Este le decía que sus enfados de niño, las burlas de los demás, los desastres amorosos, el trabajo intermitente, las frustraciones de todas las esperanzas, las pagaba comiendo. Verdaderamente no me era fácil añadir nada más a todo lo que él ya sabía. Mis palabras de ánimo debían sonarle casi tan huecas como me sonaban a mí. Solo se me ocurrió decirle que se pusiera pesado en sus reclamaciones, que fuera una y otra vez a preguntar por su espera, que protestara, que rellenara una y otra vez solicitudes, que se lo tuvieran que quitar de encima por agobiante.

No sé si mis palabras le sirvieron de algo. No hablamos de nada más y bien que me hubiera gustado preguntarle por otras cosas. Me despedí tras aquel rato de charla, alejándome de su problema, pero muy consciente de que él lo vive 24 horas cada día.