sábado, 12 de julio de 2008

Tiburones

No es uno, sino dos los personajes que hoy contemplo desde esta mi esquina. Ambos aparentan la misma edad, hacia los cuarenta, esa especie de ecuador que avisa que posiblemente se ha dejado atrás media vida y la otra media es un interrogante cruel que no nos deja adivinar su duración. Se parecen en varios detalles y difieren en otros cuantos. El más robusto de ellos, o al menos lo parece, esboza una media sonrisa con los labios y entorna los ojos como si gozara de una visión agradable: un bello paisaje o una mujer hermosa. Su compañero, con una sonrisa más abierta, tiene sin embargo una mirada escrutadora, como si pretendiera descubrir lo que hace tan feliz a su camarada o como si mirara más allá del horizonte, en la contemplación de algo que va por dentro de él y los ojos fueran solo los testigos de que está vivo, sonríe y parece ser feliz.

Hay unos cuantos rasgos que los definen a ambos, además de la edad: los dos son rubios y tienen parecida barba, la que nace descuidada, por el mero hecho de olvidar el afeitado, sin que tijeras o maquinilla perfilen su crecida. Su indumentaria es informal y si nos fijamos bien, recuerdan un vago aire militar. Pero como nuestra visión es incompleta –hora es ya de decirlo- pues se trata de una fotografía de ambos y solo recoge sus rostros y la parte superior del busto, solo suponemos que se trata de uniformes muy de faena, casi sin añadidos ni adornos. El más fuerte, al que antes llamé robusto, se toca con un gorrillo cuartelero en el que es difícil observar galones ni insignias. Su acompañante, que aparece como de mayor rango, el que mira el infinito dentro de sí mismo, usa gorra marinera, blanca, con un cordón dorado de jerarquía.

¿Quiénes son estos dos marinos, que no hace falta pensar mucho para adivinar que han sido captados por la cámara en la cubierta de un barco, a cielo abierto? ¿Por qué traigo esta foto que ha cumplido ya los sesenta y cinco años y es mucho tiempo para hurgar en ciertos recuerdos? Pues porque son una de tantas imágenes que la historia hubiera olvidado, si no fuera porque pocos días después, junto con cincuenta y tres compañeros de desventura, se sumergieron, perdón, reposaron sobre el fondo del mar donde ya estaban sumergidos, y en él permanecen para siempre.

Se trataba de la tripulación de un U-Boot, ‘el lobo gris’, el submarino alemán con más medallas imaginarias en la superficie lisa y mortífera de la escuadra germana. Se le calcula que había hundido, junto a su camada salvaje, barcos y mercancías aliadas por casi 7,5 millones de toneladas, que tenían en su balance más de treinta mil marinos mercantes británicos muertos. Habían puesto en práctica la estrategia del almirante nazi Döenitz: atacar a convoyes de barcos mercantes y su escolta de buques militares, en manada. Sincronizados, surcando las profundidades con el sigilo y la astucia de tiburones de acero, lanzaban sus torpedos de muerte por sorpresa y una enorme extensión de mar se convertía en un infierno de fuego, explosiones y muerte.

Puede alguien preguntarse a qué viene esta batallita, propia de un abuelo que aún no había nacido. Pues a que este lobo sanguinario fue hundido, como tantos otros, hasta treinta y seis aventuran algunas crónicas, en el litoral próximo a la costa da Morte, con razón el nombre. Era julio y la sonrisa de los dos marinos de la foto se iluminaba con el sol cantábrico. Poco después, un bombardero de la RAF, la potente aviación inglesa, soltó su mortífero lastre y una carga de profundidad congeló para siempre aquellas dos sonrisas de vencedores.

Un historiador gallego, José A. Tojo, describe la aventura del ‘Max Albrecht’, un buque alemán, retenido en El Ferrol por haber sobrepasado el límite de cuarenta y ocho horas, que era el máximo permitido por las leyes de guerra para que un barco permaneciera en puerto de un país no beligerante, en este caso España. No era un barco prisionero, se le llamaba ‘internal’, algo así como inamovible, y su tripulación recibió cobijo y abundante alimentación largo tiempo por parte española. El ministerio de Marina español realiza una ‘inspección y no descubre nada anormal’, según los informes oficiales.

Tanto en Ferrol como en Vigo se establecen bases secretas, pero muy efectivas, de suministro a donde acuden de noche los lobos grises a proveerse de agua o víveres, con la connivencia de las autoridades portuarias españolas que solo tenían que hacer la vista gorda. Por eso no es extraño que se considere el litoral gallego como un auténtico cementerio donde yacen cientos de toneladas de material bélico, junto a las citadas bases de submarinos, más importantes para la armada germana que las establecidas en la costa francesa. La fachada atlántica de Galicia les permitía un mayor alcance para sus expediciones.

En 1943, hace esos sesenta y cinco años, tras la primera gran derrota alemana en Stalingrado, España que había apostado por ellos como a caballo ganador, hace un cierto viraje que dificulta la facilidad de abastecimiento que hasta entonces habían tenido ‘los lobos grises’ y es uno de los motivos de su debacle por mar. Los dados de la victoria aliada estaban echados.

miércoles, 9 de julio de 2008

Nubecillas

Casi siempre solía cruzármelo por la misma zona. Y sigo encontrándomelo aún. Desde que me veía, entablaba contacto visual conmigo e incluso solía hacer un amago de parada al darme los ‘buenos días’. A la tercera o cuarta vez, se paró al verme acercarme y en seguida de los buenos días, me comentó que había amanecido algo nublado pero seguro que algo aclararía más tarde. Lógicamente me paré un momento y cruzamos las dos o tres frases triviales que se suelen decir sobre el clima cuando no hay alguna otra cosa que comentar y mi despedida, al menos a mí, me pareció algo precipitada. No es que me creara mala conciencia, pero encontrándome en la zona que estábamos, tal vez debí dejarlo que hablara lo que quisiera, cuanto tiempo le apeteciera hacerlo.

Debo aclarar que en las proximidades hay una residencia de personas mayores. No está mal que manipulemos un poco el lenguaje. La palabra ‘asilo’ tiene demasiadas connotaciones peyorativas, aunque hay quien lo sigue nombrando así. Cuando alguien lo hace, tengo interiormente la seguridad de que no tiene a ningún familiar próximo en institución semejante y que no es difícil percibir un cierto tonillo de desprecio. ‘¿Yo? –pienso que piensan-. Por nada del mundo dejaría a mi madre o a mi padre en un sitio de esos. Un moridero, bah’. Me pregunto qué ocurriría si fuera el suegro o la suegra, quien lo necesitara. Por lo pronto sería su mujer y no él quien cargara con la responsabilidad y el cuidado, y luego, si se alargaba la situación, ya se vería.

Por lo tanto pensé que era uno de los residentes válidos de dicho lugar. No debe ser fácil convivir en un sitio donde existe una mayoría de personas que necesitan ayuda hasta para las necesidades más íntimas. He estado no muchas veces en algún sitio así y, salvo la costumbre, no es fácil superar los sentimientos que produce. Dicen que la calidad de una institución de este tipo la mide inmediatamente el olfato. Sin caer en puntualizaciones innecesarias, la incontinencia urinaria de muchos de sus usuarios suele ser frecuente. En el salón, o salones, comunes lo normal es ver a personas con reducida o nula movilidad, con poca o ninguna capacidad mental y es difícil no sentir como un pellizco en el vientre al imaginarse uno en situaciones parecidas.

Cuando ya llevaba varias mañanas haciendo la ‘paradiña’ con el abuelete, su conversación me permitió adivinar que era persona que estaba al día del mundo que le rodeaba. Debía ver más de un telediario o incluso leer algo de prensa, porque como núcleo de nuestra conversa, solía hacerme referencia a algún motivo de actualidad, para no caer en el rutinario comentario sobre el tiempo. No obstante, en más de una mañana espléndida del verano, sí que lo utilizaba como punto de partida, para compartir conmigo la alegría que le producía ver al sol radiante sobre el mar.

Hora es también que describa mínimamente al personaje. De baja estatura, delgado, invariablemente vestido con un pantalón indefinible si de verano o invierno, un jersey fino de lana azul y una camisa abotonada hasta el cuello. Una boina más bien pequeña y acompañado de su paraguas en cuanto el padre Lorenzo no brilla en todo su esplendor. La cara surcada por mil arrugas y los ojos vivaces y tan expresivos o más que su lengua. Por su charla comprendí pronto que no había sido hombre de la mar, sino del terruño. El laboreo de su no mucha tierra, el cuidado de los animales, algún percance o alguna suerte en este su oficio y su conocimiento de tantísimas cosas que ignoramos los que a veces nos creemos que sabemos algo.

Tampoco era diario nuestro encuentro, pero se le iluminaba la cara en cuanto nos veíamos venir el uno hacia el otro. En algún momento me sacó de dudas. No. Él no vivía en la residencia, sino en casa del hijo. No quiso ser muy explícito, pero el cotilla que cualquiera de nosotros lleva dentro aunque lo disimule, me hizo volver a preguntar algún detalle del entorno familiar. Como haciéndome ya cómplice y amigo me confesó que su trato con la nuera no era el mejor. Convivían en el domicilio cinco personas. El hijo, la esposa de éste, el nieto y la abuela materna del muchacho. O sea, establecí mentalmente la jerarquía: la patrona del hogar se ocupaba preferentemente de hijo y marido, la abuela ejercía los mayores restos posibles de autoridad sobre el trío más joven y él quedaba relegado al… al último puesto del escalafón. Algo lógico, por demás.

Por eso, cada mañana, tomado el desayuno, salía a pasear, pegaba la hebra en la barbería o cualquier otro rincón de tertulia, se sentaba a media mañana en un sitio propicio para ver pasar la gente, volvía a la casa a la hora de comer y se retiraba a su dormitorio con el pretexto de echar una siestecilla. A la vuelta del hijo del trabajo, ya se sentaba un rato en la sala a ver, o a hacer como que veía la televisión, y a extender la mirada, desde la relativa altura de la ventana sobre algún huerto aún visible o simplemente a contemplar la puesta del sol o el insondable infinito del cielo. Y siempre sonríe.

domingo, 6 de julio de 2008

Desperdicios

No hace al caso el motivo, pero alguien me ha recordado un día de estos pasados a Juanilla. No hace tanto tiempo me dijeron que aún vivía y calculo que ya debió cumplir los noventa o los anda rondando. Es la primera persona que conocí con un ojo de cristal y su mirada me resultaba inquietante, porque mientras su ojo sano se movía en la dirección que miraba, el ojo artificial permanecía quieto en su cuenca, casi siempre con la misma abertura de los párpados. Lo que voy a evocar de ella se remonta, seguro, al menos a cincuenta y cinco años atrás.

Era ya considerada una solterona, pasados los treinta, y las hermanas se fueron casando, tanto las mayores que ella, como una que era menor. Recuerdo perfectamente por haber entrado varias veces cómo era su vivienda. Por mi tierra las llaman un portal. Esto es, una estancia única, no mayor de veinticinco o treinta metros cuadrados, en uno de cuyos laterales se levantaba un medio tabique, de poco más de la altura de una persona, lo que daba lugar a dos pequeñas habitaciones también separadas por un tabiquillo idéntico y cuyo acceso era a través de dos cortinas raídas en lugar de puertas, que eran una mínima concesión a la intimidad, sin ninguna pretensión decorativa. En la del rincón más profundo estaba permanentemente enferma su madre. Ella dormía en un mínimo jergón de ‘camisas’ de maíz, al lado de la cama de matrimonio, no muy grande, de hierro, desde donde la anciana emitía de vez en cuando un quejido o un suspiro. Casadas las hermanas, ella pasó a tener como suyo propio el otro dormitorio.

El patio, mejor un pequeño corral de tierra endurecida, que no impedía hacer algo de barro tras las lluvias, tenía según se salía, a la izquierda un cobertizo que era la cocina: un fogón de carbón, una mesa tosca y cuatro míseros cacharros desportillados. Enfrente, al lado derecho, una media cuba de loza o de piedra, no sabría decirlo, hacía de pila de lavar. Un tapón en la parte inferior permitía vaciarla. Sólo mucho tiempo después comprendí por qué le llamaban el tintero. En realidad era una obra de artesanía –nunca supe cómo había llegado allí, pero era realmente una pieza admirable- que se usaba en las casas de importancia para el tinte. Cuando ocurría la muerte de un allegado cercano, le llevaban para teñir de negro prácticamente toda la ropa, escasa, que había en cada familia.

Al fondo del corralillo, hecha con chapas, piedras, latones despanzurrados y otros elementos inidentificables, había una doble cochiquera. Esa era la base de los ingresos de aquella madre y aquella hija, una vieja enferma y una muchacha poco agraciada, soltera y pobre. De vez en cuando la llamaban para faenas duras en las casas, como lavar a mano, encalar o limpiar estancias abandonadas mucho tiempo. Esos días encomendaba a una vecina dar alguna vuelta a la madre en su chiscón, más que nada para comprobar que seguía con vida. Y con sus lamentos y suspiros.

Pero ya digo que eran los dos tres cerdos que conseguía engordar a lo largo del verano, de los que dependían para malvivir todo el año. A las tres de la tarde, Juanilla con todo el calor del mundo derritiendo los adoquines, agarraba dos cubos viejos y recorría varias, bastantes, casas donde la conocían y recogía los desperdicios de la comida: las mondas de las patatas, las cáscaras de la sandía y el melón, incluso las raspas de pescado o los restos de comida que iban a tirarse. Tras la segunda o tercera casa por donde pasaba, los cubos eran una mezcla casi nauseabunda de alimentos mezclados que no desprendía ciertamente un aroma agradable. Ella iba acumulando en el mayor de ellos lo que recogía y entraba con el otro cubo vacío, pidiendo disculpas, molestando algunas siestas, dando las gracias, arrancándose a sí misma una sonrisa de agrado, donde tal vez solo su ánimo le pedía una mueca de resignación.

Cuántas veces la ví pasar con sus dos cubos ya llenos, de vuelta a casa y en el fondo contenta, porque con aquella casi basura comían sus cochinos. Y engordaban y llegado el invierno, un carnicero se los compraba y podía obtener el único puñado de pesetas de cierta importancia con el que ir pagando las trampas, las pequeñas deudas que acumulaba y le permitía cobrar también a lo largo del año, parte de ese pago en especie pues a diario iba a la carnicería por un trozo de costilla salada y un poco de tocino con los que condimentar unos garbanzos, unas patatas, algo de arroz, que eran la base de sus sustentos.

Sé que también hacía pequeñas excursiones nocturnas al campo, en las que traía, jugándose el mordisco de los perros o los golpes de algún dueño escarmentado, algo que sustraía, como unos tomates, alguna fruta, incluso unas pocas matas de garbanzos que luego desgranaba furtivamente y que también aprovechaban sus guarros.

Juanilla representa para mí un ejemplo de supervivencia extrema en unos tiempos que fueron muy difíciles para todos. Pero más, mucho más, para gentes como ella.

jueves, 3 de julio de 2008

Artesanía

Coincido con ella muchas mañanas. Mientras yo voy paseando, aunque sea por prescripción facultativa, ella está en su sexta o séptima hora de trabajo. Nadie lo diría. Su atuendo es desenfadado: unas cómodas bermudas que suelen ser de colores alegres y camisetas, honradas tal vez algún día con pequeñas manchas de sudor. Está en esa edad ambigua entre los cuarenta y los sesenta, que las mujeres saben diluir con la artimaña de la ropa, el corte de pelo, el tinte y el peinado. Su piel es tersa, quizás como una demostración implícita de la buena salud y el optimismo –al menos aparente- con que encara la vida. Pero es sobre todo su sonrisa, su afabilidad no impostada, lo que le imprime ese aire con el que necesariamente le ha de caer bien a casi todo el mundo, salvo los resentidos, los aguafiestas. Que por desgracia no faltan.

Sube y baja del asiento de conductora de su furgoneta con una agilidad enorme, a pesar de que los estilistas a la violeta le achacarían un cierto sobrepeso. Previamente ha marcado unos tonos cortos e inconfundibles con el cláxon. Es posible que se moleste algún durmiente retrasado, pero suelen ser breves y espaciados, una vez por cada calle. Tampoco obliga a madrugar, pues suele comenzar su reparto sobre las nueve de la mañana.

Los tiempos cambian y ella ha hecho lo posible por adaptarse. Las reglas del comercio han evolucionado y ella se ha enfrentado a estas con energía y ese optimismo de que hablé antes. Para comprenderlo, tuve que equivocarme primero y aventurar una suposición después. Pasé por su puerta un día y ví que estaba cerrada. ¿Cómo puede estar cerrada una panadería a las diez de la mañana? No le veía la lógica hasta que al pasar por la tarde, allí estaba aparcada su furgoneta, la misma con la que patrulla el pueblo de una punta a otra cada día.

Supongo que alguien la ayuda. Sería casi imposible que ella sola, levantándose a las tres o las cuatro de la mañana, diera el último repaso a su masa, por más que le ayude alguna máquina, corte y dé forma a las tres o cuatro variantes de pan que vende. Porque eso sí, queda claro que está hecho a mano. Nada de piezas idénticas al milímetro, con la huella de la maquinaria en la masa del interior. Están manoseadas con mimo y la pequeña imperfección que pueda hacer distinta a cada una, no es sino el reflejo del amor con que una artesana suele hacer cada una de sus piezas.

Su horno será eléctrico como el de los súper. Pero a estos llega el pan precocido, envasado, gris casi ceniciento, fría su masa con la perfección impoluta de una máquina que no tiene fallo ni imaginación. Ocho o diez variantes, seguramente computerizadas de antemano: el pan de fibra, de soja, el de semillas, el integral, la barra, la baguette, el campesino (¿?), el sin sal, qué sé yo la de variantes que puede admitir una amasadora conectada a un ordenador.

Pero mi amiga solo tiene unas muy pocas variantes, el bollo, el medio kilo, la barra y poco más. Eso sí, con el marchamo impecable de la artesanía. Comparando los sabores, para mí, que entiendo poco de fútbol, golea a cualquier competidor. ¿Se imaginan a un equipo de aficionados humillando la portería de otro equipo de esos que se nutren de millonarios? Me vale la metáfora. Los primeros suplen su falta de técnica, tal vez su cansancio previo en oficios del común, con el entusiasmo, la ilusión de una victoria ganada a pulso, con el pundonor verdadero de amar a sus colores. Los otros, señoritos de cochazo, de chalet inmenso con doble piscina, de sueldos innombrables, de ingresos por publicidad, solo venden su fama y temen las lesiones. No lo dan todo, sólo lo imprescindible.

Les aseguro que no sé el nombre de mi admirada panadera. Solo cruzo los buenos días con ella cuando coincidimos y jamás regatea una sonrisa. Se gana sus clientes uno a uno, con su buen hacer, con su afabilidad, con su entrega a domicilio, con su frase de agrado, con el tono alegre de su voz. Sube y baja sin descanso de su furgona, entrega en cada portal las piezas que sabe de antemano, derrama su energía a raudales y posiblemente inyecta la hormona de la convivencia, del optimismo a quien la necesita. Pero solo le cobra el pan que le entrega.

martes, 1 de julio de 2008

Ministras

A veces pasan por esta mi esquina personajes con los que nunca tuve el más mínimo contacto personal, o ni siquiera conozco más que por los medios de comunicación. Se trata pues, de un conocimiento indirecto y las referencias que pueda tener de ellos viene mediatizada por una información escrita, por unas opiniones no contrastadas lo suficiente –soy un poco como Santo Tomás, que para creerse la llaga del costado, hubo de meter en ella los dedos- y me siento un poco en la cuerda floja si me pongo a escribir sobre ellos. Pero, como en la cuerda floja, hay que arriesgarse.

Tras este inciso, les presento al personaje que hoy me ocupa. Se trata de un anciano de 84 años, bien vestido, porte recio, serio, con gafas profesorales. Aparentemente, venerable. Si digo que es negro, espero que nadie lo interprete como racismo, sino como el hecho visible más notable. Desde hace unos días acapara en las secciones de Internacional de la prensa el papel de diablo negro. Tirano, autócrata, genocida, dictador son piropos que le han otorgado de continuo los periódicos que he ojeado.

Como desde que estudié geografía universal han pasado cincuenta años, tengo que ponerme delante un mapa actual de África casi siempre que quiero localizar un país, que no sea del área mediterránea o muy conocido. Cuando en algún momento me informo que Zimbawue forma parte de la antigua Rhodesia, ya me cuesta menos orientarme. Sabía por ejemplo que Cecil Rhodes fue el constructor de la línea ferroviaria entre Ciudad del Cabo y El Cairo y que en su honor, esa colonia inglesa recibió su nombre. Hoy aprendo que luego se dividió en dos estados: Zambia y Zimbawue.

¿Y quién es este abuelo maldecido, que acaba de ganar unas elecciones, rechazadas por la mayoría de las naciones? Pues un maestro de escuela que ya en 1964 fue encarcelado por su afán independentista contra el colonialismo inglés. No fue hasta 1979 cuando la mayoría negra consigue votar por primera vez en unas elecciones y elige presidente ¡a un obispo!. No es oficialmente reconocida como República hasta un año después y en unas nuevas elecciones gana el partido ZANU, cuya sigla inglesa –el idioma oficial- traducimos como Unión Nacional Africana de Zimbabwe, cuyo líder es … adivínenlo: Robert Mugabe, quien desde entonces gobierna (es una forma de decirlo).

Curiosamente en los primeros años, influido por la corriente prosoviética que intenta recalar en la nueva África surgente, obtuvo fama internacional por ser un icono de muchos grupos conservacionistas, orgullo que solo duró hasta finales de los noventa, al seguir el modelo de la carnicería desenfrenada de las antiguas tiranías africanas de los setenta. Pero antes fueron creadas 3.200 escuelas de primaria-secundaria, una red nacional de seguridad alimentaria, un hecho insólito en un continente con hambrunas, sequías, matanzas interétnicas y el surgimiento sin freno del devastador SIDA. El gobierno de mayoría negra obtuvo progresos iniciales impresionantes en el desarrollo humano con áreas de conservación de la vida silvestre o el hecho de que Mugabe nombró a varias mujeres en diferentes cargos ministeriales. Zimbabwe fue la excepción para la integración racial liderada por el presidente Mugabe, quien por estos esfuerzos recibió en 1981 el Premio Derechos Humanos Internacional de la Universidad Howard de Washington.

Pero de hecho, se trataba de una dictadura disfrazada bajo el manto del multipartidismo. Pero con ese partido político ZANU, liderado por Mugabe, la Zimbabwe pluralista fue desapareciendo para dar paso a uno de los proyectos autocráticos más brutales del Tercer Mundo de los noventa. Gran admirador de la Revolución Cubana, Mugabe se obsesionó por el poder gubernamental hasta el punto que buscó los ingredientes básicos para no ser apartado de él: fraude electoral, persecución a la oposición y políticas de división racial. Mientras sus colegas marxistas de Etiopía, Benin, Zambia o Tanzania finalizaban sus períodos totalitarios, Mugabe poco a poco se transformó en el peor tirano del África del siglo XXI. Ahora Zimbabwe se ha convertido en el imperio de la muerte y la extrema pobreza, un título que ha borrado viejos recuerdos. Hoy el país, famoso por las cataratas Victoria, se hunde por efecto de dos males: la tiranía corrupta y la epidemia del SIDA.

(Con información recogida en Amnistía Internacional y en el
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la Economía).