sábado, 30 de agosto de 2008

Discapacidades

'Me parece que eso está ya bastante lijado', le digo. 'No. Es que el maestro nos ha dicho que no tiene que quedar nada del antiguo barniz', chapurreó un poco con su lengua no demasiado fácil. '¿Ve usted -continuó- aquí hay del viejo'. Si les digo que además de una pronunciación algo dificultosa, habla un gallego algo cerrado, comprenderán que la transcripción que acabo de hacer puede que no sea exacta del todo.

Debe tener veintipocos. Es alto y fuertote. Quizás le sobren algunos kilos, pero yo me lo imagino disfrutando de un plato bien servido y abundante o encalomándose un trozo de empanada para tres. Usa unas gafas que no están nada de moda, pero también pienso que él las quiere para ver mejor, no para ser un guaperas. Algo que le debe traer al fresco. Su expresión corporal, su lenguaje, su forma de enfrentar la vida, pueden ser la de un niño de cinco o seis años. Me lo imagino disfrutando lo suyo ante unos dibujos animados. Tal vez los 'simpsons' de quien me imagino que pilla las trapacerías de Bart o los eructos de Homer cuando le ha dado en exceso a la cervecita, sin dilucidar la crítica corrosiva de algunas frases.

Mi primer contacto con el grupo fue por separado, valga la paradoja. Dos chicas, una con síndrome de Down y otra con un evidente retraso intelectual andaban de jardinería. A la entrada del pueblo hay un pequeño jardincillo y una iba armada de unas tijeras de podar a dos manos y la otra cargaba y manejaba una desbrozadora de gasolina que debía pesar sus buenos kilos. Seguían las instrucciones de un viejo monitor, ¿jubilado?, que le indicaba a una qué forma debía darle a un ciprés con la tijera y a la otra le decía de vez en cuando dónde debía apurar más la yerba que crece espontánea.

Pronto me di cuenta de que debían pertenecer a algún tipo de taller o escuela de los que dan trabajo a personas discapacitadas. Hasta que pasé por la puerta de su centro de formación y/o ocupación. Se llamaba más o menos como he dicho: escuela o taller de empleo, eso sí, respaldada por la autoridad municipal. Deben ser entre doce y quince 'alumnos'. Todos presentan déficits muy evidentes que no es preciso ser un sabio doctor para determinar. Hay dos o tres síndromes de Down, un deficiente visual profundo a juzgar por los culos de vaso que utiliza como lentes, tal vez dos o tres sordos y, claro está, ese cajón de sastre donde se incluyen las parálisis cerebrales o como les llamen ahora los libros, que en esto hay también mucha moda, para no pecar de lo políticamente incorrecto.

Pero volvamos al chaval de la lija. El centro del pueblo es una larga carretera, recta como un huso, a la que le calculo kilómetro y medio por lo menos. Se proyectó con eficiencia y es ancha, de manera que da para amplias aceras y en algunos sitios, para pequeños jardines que dan sombra, verde y alegría. Hay no pocos bancos, hierro y madera, que invitan a la pausa, si el trayecto se hace largo o dificultoso. Estos días han comenzado por una punta y han terminado varios días después por la otra. Esto me ha permitido pasar revista al grueso de la tropa.

Serán unos doce o quince, ya lo dije, cada uno con su minusvalía, que primero provistos de lija y cepillo, han eliminado los restos del último barniz que recibieron esos asientos. Trabajan pausadamente, sin competencia ni capataz que los arengue. Sí hay uno o dos monitores que les hacen indicaciones oportunas, e incluso les dan un 'toquecillo' de ánimo cuando a alguno se le instala la pereza en el cuerpo. Luego con sus latas de barniz y las instrucciones oportunas para que no manchen demasiado -en el suelo todavía se ven algunos restos, que el tiempo deshará- con sus rodillos y sus brochas han ido abrillantando ese sencillo mobiliario urbano.

Si estuvieran en sus casas tal vez fueran tristes marmolillos aburridos, comedores compulsivos o adictos a las televisiones que acorchan el espíritu. De esta manera tienen unos horarios, unas obligaciones, unos descansos -da gloria verlos entrar en un bar y saborear sus refrescos- merecidos, realizan unas obras que benefician a la comunidad y se realizan como seres humanos nacidos para el ocio pero también para ser útiles a los demás.

domingo, 24 de agosto de 2008

Prepotencias

No todas las personas que pasan por esta mi esquina son personajes que atraigan mi curiosidad y luego, mi respeto, mi admiración o mi solidaridad. O mi tolerancia, o mi indiferencia al menos. Veo a la mujer de considerable sobrepeso que, armada de escoba y recogedor de cierre mecánico, sé que se llama Elvira y poco más, apura bajo y entre los coches la basura que la máquina barredora no ha retirado. Sé que madruga, su jornada laboral empieza a las siete de la mañana ahora en el verano y cuando me siente acercarme hace una mínima pausa, levanta la cabeza y responde a mis 'buenos días'. Cuando va de recogida casi siempre mira a mi ventana, vivo en un primero, y si me divisa tras o con el cristal abierto, me dedica una sonrisa como saludo. Yo le levanto el pulgar y también le sonrío. 'Eres una campeona', le estoy transmitiendo con mi gesto. Porque sí sé que fue, que es, según dicen ellos mismos, alcohólica. Que lo son mientras vivan. Pero si ha cumplido su tarea diaria, significa que el día antes no tomó alcohol. Y creo que solo una mañana, hace unos años, faltó en su última recaída.

También pasa un alto mocetón de quien sabía pocas cosas. Que era 'niño mal de familia bien'. Que tuvo buena infancia, todas las oportunidades que muchos no tienen, que fue a la universidad tras un bachiller de tropezones y que pudo hacer la carrera universitaria que le apeteciera porque su familia podía costeársela en una de pago. Aquí o en el extranjero. Prefirió la buena vida, basada en la pereza, el derroche, el cambio de de una a otra facultad, incluso de ciudad. A los treinta y pico, previo embarazo no deseado se casó con una chica también de posibles y aprovechando que esta tiene una titulación abrieron algo así como una gestoría o asesoría u oficina de esas que igual te venden un seguro que te tramitan ciertos papeleos.

No les faltó clientela dada las buenas relaciones de ambas familias. No suelen cometer grandes pifias, pues la carga laboral y dirección en la sombra, cae sobre los hombros de un hombre algo mayor, preparado y con experiencia. A él es más fácil encontrarlo en las inmediaciones de un gimnasio o a la mesa de una terraza con una bebida larga en las manos. Viste ropa muy de marca y en vez de un maletín o similar, suele llevar los papeles que precise en una especie de mochila o bandolera tipo guerrillero o explorador de marca también muy, muy exclusiva.

Con un personaje de esta índole evito relacionarme en lo posible. Pero miren por donde, en una de esas reuniones que a veces te impone el orden doméstico más elemental, puedo decirlo claro, en una junta de comunidad de vecinos con garajes comunes, surge un problema y hay que dirimirlo entre más de una parte interesada. Ya habrán imaginado que el muchacho de quien les hablo, vestido de lo más deportiva y carísimamente, representaba a la otra parte en conflicto. Era la primera vez que lo oía hablar y lo tenía tan cerca. Desde su altura, aún sentado, miraba por encima del hombro y su cara alargada y algo caballuna, mantenía una expresión de suficiencia y superioridad todo el rato. Procuré no intercambiar con él la palabra, ya que mi misión era casi de representante silencioso y nuestro administrador era quien llevaba la voz cantante, pues de eso vive y para eso cobra.

Pero como si hubiera adivinado mi aversión interna hacia él, tal vez se me notaba aunque yo no quisiera, en cuanto tuve que pronunciar una frase sin importancia, se dirigió a mí, con el tono de superioridad y gesto de conmiseración ya dicho para espetarme más o menos un ''tú te crees que porque tal y cual...'' Conté hasta diez antes de responderle -aconsejo contar, y lo hago, nueve, ocho, hasta cero- para decirle que por favor no me tuteara pues casi le doblo la edad, y bien saben quienes me tratan que pido el tuteo a las primeras de cambio, y que la interpelación que me hacía era con el administrador con quien debía discutirla. No voy a reproducir una frase bastante incorrecta que me dedicó , pero sí me levanté, le escribí una nota de puño y letra, un par de frases a mi representante en la que le daba pleno poder para concluir la negociación y me ausenté.

No suelo ser un tipo mal educado, pero temo que si me cruzo con él algún día de estos, se me escape una pequeña salivilla hacia el suelo.

domingo, 17 de agosto de 2008

Anarcohumanismo

¿Cómo se puede admirar y deslumbrarse uno después, ante una personalidad hasta entonces desconocida? Como decía la cancioncilla de aquel programa ‘Todo está en los libros’. Ahora lo sustituiríamos por ‘todo está en la red’. Con reparos, naturalmente, que hay mucho gato a precio de liebre.

A un señor lo bautizan como Melchor cuando nace en una familia trabajadora, aunque se supone que sin grandes penurias. Puedo suponer que incluso había regalos la mañana del 6 de enero, por sencillos que fueran. Su padre era maquinista de un puerto y su sueldo no debía ser elevado, pero sí suficiente para pequeños detalles.

Pero. Siempre lo hay. Pero la desgracia se abate sobre esa familia y en un accidente muere el maquinista cuando su hijo solo tiene 13 años. Le dan un puesto como calderero. Con esa edad y ese trabajo no debía tener una juventud muy cómoda que digamos.

Nacido en una capital andaluza, no es difícil entender que intentara ganar dinero, jugando a matar o morir, plantándose delante de un toro. Creo oportuno añadir que entonces se picaba desde un caballo sin peto y a estos los abría el toro como una cremallera si lograba engancharlo en sus astas. Se cuenta y es verdad, que para ahorrar la vida del siguiente, a algún pobre corcel le metían las tripas para dentro apuñados y le daban largas puntadas con cuerda y aguja gruesa para que el picador intentara sobre él, clavar otro puyazo. Mejor lo dejamos. Lo cierto es que el muchacho tal vez hubiera alcanzado la fama y el dinero si una cogida grave no lo retira de la arena.

Casi con treinta años marcha a Madrid a buscarse otra vida. Allí conoce un ambiente que le lleva a abrazar la causa del anarquismo pacifista y humanista. Llegó a ser elegido como presidente del sindicato de Carroceros, lógicamente dentro de la CNT. La monarquía alfonsina da sus últimos tumbos y al caer, nació como una luz de esperanza, la Segunda República. Melchor, tanto en el primero como en el segundo de los regímenes, fue encarcelado varias veces por su actividad sindical, por lo que emprendió una lucha en favor de los derechos de los reclusos, no solo de sus compañeros anarquistas sino incluso de aquellos de ideología contraria a la suya.

Ya en la guerra Civil, fue nombrado Delegado Nacional de Prisiones, logrando desde ahí parar abusos para con los presos nacionales y mejorar la situación violenta en las cárceles, enfrentándose en alguna ocasión con dirigentes comunistas. Con su actitud, evitó cientos de agresiones y linchamientos. Eliminó sobre todo ‘las sacas’ indiscriminadas de presos para darles el ‘paseo’. Esto le valdría que los nacionales lo conocieran con el apelativo del “Ángel Rojo”. Un Schindler español, un salvador de vidas.

Tal vez la anécdota más conocida fue después de que el ejército franquista bombardease el campo de aviación de Alcalá de Henares. Una concentración de protesta, en la que participaba gran número de milicianos armados, llegó a la prisión de Alcalá de Henares donde exigieron la apertura de celdas para linchar por las bravas a varios presos. Melchor, Melchor Rodríguez, acudió a la prisión y enfrentándose al grupo salvó la grave situación. Testigos de su afán conciliador que lograron gracias a él, salvar sus vidas fueron los hermanos Luca de Tena, el futbolista Ricardo Zamora y varios falangistas, Raimundo Fernández-Cuesta, entre otros.

Nombrado por el coronel Casado alcalde de Madrid, en los días previos al final de la guerra, fue la persona encargada de realizar un traspaso ordenado de poderes a los sublevados. Gracias a su serenidad y honradez evitó que los vencedores cobraran una temida revancha en vidas humanas. Le cupo el honor y la gloria de ser el último alcalde republicano de Madrid.

Sin embargo, al acabar la guerra civil Melchor Rodríguez fue detenido, juzgado y condenado por sus actividades anarquistas y su actuación en la administración republicana. Fue condenado a muerte, pena reducida luego a 20 años y un día de cárcel, por un tribunal militar que desoyó los testimonios a su favor de algunos influyentes falangistas a los que había salvado del pelotón. Fue puesto en libertad al cabo de un año y medio.

En la larga clandestinidad continuó y mantuvo la lucha por sus ideales y por la clase obrera. Cuando muere, en 1972, pobre, muy pobre, “unos rezaron un padrenuestro y otros cantaron ‘A las barricadas’ ”. Su entierro fue el único acto de la dictadura que unió a los dos bandos antes de la democracia. Está propuesto como alcalde honorífico perpetuo por la ciudad que lo vio nacer.

viernes, 15 de agosto de 2008

Comprometido

Les puedo asegurar que es un tipo al que le tuve tirria durante muchos años. Era demasiado atractivo y yo demasiado poco. Era alto, tenía un tórax que hacía suspirar a las mujeres. No lo descubría con demasiada frecuencia pero todas las que lo contemplaban te miraban luego como a un paquete de tabaco vacío, arrugado y sucio de lluvia. Sus ojos eran, son aún, de un azul maravilloso. Tenía una belleza entre neoclásica y de duro de barrio. No es pues de extrañar que cuando visitaba el pueblo las mujeres, sin distinción de edad ni de estado, casadas, solteras, viudas (¿y monjas?) hicieran lo posible por verlo. Lógicamente, los muchachos por muy cegados que estuviéramos reforzando nuestros egos, durante unos días nos sentíamos invisibles. Si te cruzabas en el camino de una chica por cuyos huesos bebías el viento, su mirada te atravesaba como si un cristal fueras, no te veía, iba rumiando en su imaginación la imagen aún impresa en sus retinas, del hermoso.

Luego lo conocí maduro. Había cambiado su fisonomía, no recuerdo si se desnudó alguna vez de cintura para arriba, usaba ropa común, ocultaba su preciosa cabellera casi todo el rato bajo una gorrilla de béisbol y a pesar de que todo el mundo conocía su fidelidad a la esposa de tantos años, que aún comparte su vejez, no por ello las mujeres dejaban de sentirse atraídas por él, tanto o más que en su dorada juventud.

Antes pocos éramos capaces de pronunciar bien su nombre y apellido. Con el paso del tiempo, adquiriendo muchos de nosotros más cultura y por la hegemonía del idioma hoy casi universal, comenzamos a decirlo con bastante aproximación. Sin embargo, como un culto a la juventud ya ida, yo me reía con mi vecina, un añillo más vieja que yo aunque procuraba esconderlo como verdad dolorosa, porque ella lo seguía nombrando como cuando empezó a amarlo. Como tantas. Decía ‘Pa-ul Ne-man’. ‘Pol Niuman’, la corregía yo. ‘Ay, hijo, yo me enamoré de él llamándole Paul Neman y si ahora le cambio el nombre, ya no me parecería el mismo’.

En la película de madurez que nombro ahí arriba, ‘Harry and Son’, es el padre de un veinteañero, no sé si estaba vivo aún, o en memoria del hijo que con esa edad cayó víctima de las drogas. Él se retrata, tenía ya más de sesenta años, como un sencillo obrero que descubre que tiene un serio problema de visión y es obligado a abandonar su trabajo. Esto le lleva a una relación muy próxima con el hijo y siendo él coguionista, director y protagonista del film, hay quien lo ha considerado más como un ajuste de cuentas con ese hijo en la vida real. No lo considero yo así.

Estos días es noticia porque apurando los últimos de su vida, ya que está en la fase terminal de un cáncer, ha elegido morir en su casa y no en la frialdad de un hospital, asaeteado de catéteres que tal vez paliarían su sufrimiento final, pero sin el calor y el afecto de tantos como lo quieren. Admirable.

No es un tipo cualquiera. Además de una primerísima figura de la mejor época del cine, es un hombre vitalista y comprometido con causas muy dignas. Ya en 1978 representó a su país ante la Organización de las Naciones Unidas en la Conferencia para el Desarme. Incluso fue propuesto como candidato demócrata para gobernador de Connecticut. Mucho antes de que el cáncer apuntara su dardo maligno contra él, ya había fundado una serie de campamentos de verano para niños/as con enfermedades graves, esos pequeños calvitos por la quimioterapia con los que nos cruzamos a veces en los pasillos de un hospital. En los ‘Hole in the Wall Camps’, la diversión y la sonrisa se utilizan como medicina. Gracias a su iniciativa, 15.000 niños/as disfrutan cada año del ocio y bienestar que ofrecen sus campamentos de verano.

No sabemos si este formidable Acuario que en enero cumplió los ochenta y tres años conocerá la llegada del 2009. Pero creo que sí podemos estar seguros de que como en la Biblia, él habría sido uno de los diez justos –con sus luces y sombras- por el que se habrían salvado las dos ciudades.

lunes, 11 de agosto de 2008

Chavalerías

Érase que se era una pequeña aldea, o parroquia, subiendo la todavía suave pendiente de un monte cercano al mar. Una ermita de piedra con una espadaña no del todo vertical y unas pocas casas, irregulares, de construcción elemental, también del granito frecuente en la zona, a su alrededor. En el silencio solo roto por el kikirikí de una gallo o el mugir de alguna vaca en su prado, retumbaba sordo el mar cuando la ola se rompía contra el acantilado. Desde allí arriba se divisaba otro pequeño núcleo de casas, igual de humildes y simples, cerca de donde se extendía un arenal con una longitud de poco más de un centenar de metros. Algunas barquillas, unas pobres artes de pesca y el azacaneo al amanecer y a la vuelta de la mar, informaban del oficio de las gentes que allí vivían. Dos mundos paralelos, cada uno en su afán. Complementándose con el intercambio de alimentos: unos puñados de maíz por un cesto de peces, aún vivos. Arriba, las medias negras cubriendo la piel pudorosa. Abajo, las pantorrillas desnudas, curtidas de sol, de brisas y sales.

Era fecunda la tierra y daba trabajo a los hijos y a los hijos de éstos. Era generoso el mar y proveía de plata saltarina el fondo húmedo sobre las quillas. Se multiplicaron los animales en la ladera y crecieron casas y barcos junto a la orilla. Se levantaron nuevas casas, más altas, más cómodas, más actuales. La antigua carretera desapareció, mejor dicho, se convirtió en la calle Camiño Real y paralela, recta, trazada a cordel nació otra más ancha con la que parecía que se aislaban los dos núcleos primitivos. Pero no. En sus márgenes florecieron, como si hubieran sido convocados deprisa, algún bar, más de una tienda, casas de factura novedosa con miradores, porches y floridos jardines.

Como a un panal dorado, acudieron una Caja de Ahorros, luego un banco, luego otro y un día se elevó una grúa por la que se movían con facilidad vigas y cubas de obras. ¡Cinco pisos! Pero si parece Nueva York. Al nacer las primeras calles perpendiculares, se unieron sin darse cuenta los huertanos, los ganaderos y la gente de la mar. Con barcos de mayor calado, se hizo necesario un muelle y con este crecieron otra vez los barcos y su número. Lo que al principio era una artesanía de barro blanco, se convirtió en una fábrica con productos finos de caolín. El pequeño aserradero fue pronto un poderoso almacén de buena madera. La tierra, el mar y el trabajo del hombre hicieron el milagro.

Pero cuando un hijo crece tanto, se rebela y sueña con ocupar el lugar del padre. Más si este está lejano y solo busca la riqueza que el primero ha buscado y labrado con esfuerzo. Ya son un pueblo grande las dos aldeas y renuncian a la tutela del concejo que las amparaba. Se trazan nuevas calles y comienza la batalla por una independencia necesaria. Como regalo a su propio mérito, las autoridades reservan con acierto varias parcelas en el centro de las demás y la convierten en parque donde los ancianos tomarán el sol y las madres llevarán de paseo a sus niños. Pero hay más. En uno de los extremos, bien adecuada, se establece una pequeña pista a la que nadie se atreve a llamar polideportivo pero ese es su oficio. Tan necesario para esa edad en que se precisa correr sin peligro, saltar porque así lo piden los jóvenes músculos en desarrollo, competir para ganar el respeto de los iguales.

Me he detenido un rato mientras oigo su trinar de voces de ánimo unos a otros, de enfado ante la contrariedad, de júbilo ante los logros. Pero no es ese bullir de vitalidad lo que más me ha llamado la atención. O sí. Pero un solo muchacho en concreto. Salta y corre casi más que los otros, grita con fuerza, anima o protesta aunque prácticamente no toca bola. Se contorsiona como un alegre polichinela, pero. Pero apoyado en sus dos bastones de aluminio, prendidos a sus brazos, mientras sus piernecillas poco desarrolladas casi cuelgan inertes.

¿Fue la poliomielitis por una falta de vacunación? Casi seguro que sí pues observándolo más despacio se aprecia su piel más morena, su cabello ensortijado, sus rasgos distintos. Es posible que su primera infancia no conociera los cuidados de la pediatría preventiva, incluso los apuros de una economía precaria. Y es una maravilla contemplar su alegría, su viveza y la aceptación tal cual por el resto de sus compañeros.

En una época de egoísmos, de competencia y lucha por la vida, da consuelo mirar a estos chiquillos, al que tiene el problema físico y a todos los demás, compartiendo sin distingos la sana diversión de toda la vida, el juego, y el don, tal vez perecedero, de la alegría.

viernes, 8 de agosto de 2008

Orientalismo

En algunas ocasiones, al asomarme a esta esquina desde la que escribo –unas veces real y otras solo con la imaginación- el personaje que capta mi atención es un extraño o un lejano famoso al que nunca he visto más que en fotografías o leído sus referencias. Procuro apartarme del camino fácil de la Wiki o de un texto concreto y brujulear por distintos medios: algún libro, una revista de confianza y hasta en el periódico nuestro de cada día.

Si no se derrumba el cielo sobre la Tierra, hoy será el día clave en que comienzan unos Juegos Olímpicos, que como muchos de ellos, van a estar sumidos en la polémica. No importa, el negocio puede con todo. Porque, qué es ese montaje inmenso, en el que se invierten miles de millones, que dura años para un evento –caray, se me escapó la palabreja a la que tengo tirria- de unos pocos días. Eso sí, en esos pocos días, como en la pista del circo o el cañón de luz que enfoca al artista solitario en el escenario, cientos, ¿miles? de millones de ojos van a estar pendientes de las mismas imágenes. No voy a repetir aquello de una imagen y las mil palabras, etecé. Pero vivimos la época de la hegemonía de la imagen, la real y la virtual o la mezcla tantas veces manipulada de ambas. O sea, que esto son lentejas y si no las quieres. Pues.

Como una sombra inmensa, como una nube enorme o como un firmamento espléndido, según quien lo considere, un nombre, un espíritu y una idea van a extenderse de forma irremediable sobrevolando todo ello, aunque quede para muchos solo en el subconsciente: Mao Tse Tung ó Zedong, a elegir.

Es sublime la forma de expresarse de ese viejo y culto pueblo, el que acapara con su número una parte considerable del género humano. Si queremos quedar bien ante un auditorio por escaso que sea, otra persona sola tal vez, digamos nuestro pensamiento anteponiéndole la muletilla ‘Cómo dice un proverbio chino…’ y ya tenemos ganada casi el cincuenta por ciento de la aceptación. Y sin recurrir a los proverbios. Sus composiciones para los nombres de personas, para las situaciones, para las épocas, son impactantes,hasta poéticas como en ningún otro idioma. Fíjense si no, en estas expresiones:

La Larga Marcha

Las Cien Flores

El Gran Salto Adelante

La Revolución Cultural.

Díganme, ¿no son términos emotivos, evocadores? Luego se podrá estar de acuerdo, que lo veo difícil, con un sistema, con un régimen fruto casi en exclusiva de nuestro personaje, de sus ideas, de su resolución para ponerlas en práctica, del que solo voy a apuntar unos cuantos esbozos:

Cientos de miles de científicos, universitarios, periodistas, profesores, intelectuales, y también funcionarios y campesinos fueron o directamente ejecutados o internados en “campos de reeducación”, obligados a trabajos forzosos, como disidentes o revisionistas.

La anécdota: la Revolución Cultural prohibió tajantemente vestir al modo occidental y, ¡no se asusten!, de quien usaba gafas se decía “cuidado con él, lleva gafas para leer basura capitalista e imperialista”.

El Libro Rojo, su obra culminante, la nuez y la almendra de toda una ideología es el segundo más traducido de la historia tras la Biblia. Su autor, naturalmente, el inolvidable Mao, el Gran Timonel, cuya imagen preside la entrada de la Ciudad Prohibida, donde durante los últimos seis siglos, en este complejo de palacios próximo a la plaza de Tiananmen habían residido los emperadores de la antigua sociedad feudal contra la que luchaba Mao. Al igual que ellos, el Bienamado Presidente moría recluido y alejado del pueblo, como un monarca de antaño o un pequeño dios. Hoy se ha convertido ya, y eso lo veremos en estos días, en un icono que figura en monedas, chapas, camisetas, insignias y todo tipo de souvenirs, en una efigie que como la del Che, llevarán millones de personas que desconocen los rasgos más destacados de la biografía del anciano que a los 72 años, como prueba de su fortaleza física, cruzó a nado El Gran Río.

Una curiosidad: El apellido Li, cuyo significado es ‘cerezo’, lo utilizan más de noventa y seis millones de personas. Es el más frecuente en todo el mundo, seguido de Wang, que “solo” lo poseen noventa y tres millones. A su lado los Smith americanos y los García, los Pérez o los Rodríguez españoles, son como un grano de arena comparados con una montaña.

El dato tristísimo, uno más, es el caso de Lao She, el más grande escritor chino del siglo XX, el autor de la suprema obra “La casa de té”. Tal vez la muestra más palpable de las miserias de la Revolución Cultural. El conocido como ‘artista del pueblo’, estigmatizado como disidente, fue vejado y golpeado en un lugar que era considerado el más sagrado antes de la revolución: el templo de Confucio. Sólo un día después, el cadáver del venerable autor apareció flotando en las aguas del lago Taiping.

(Releo todo lo anterior y compruebo que he pergeñado una especie de mosaico. Por una vez, el personaje de esta esquina no es sino un símbolo, que no el único, del pueblo que va a protagonizar el máximo espectáculo en los próximos días).

miércoles, 6 de agosto de 2008

Murallas

Una cacatúa, les juro que no recuerdo quién, pero desde que supe que había una autora de la frase que les voy a decir, la asocié con ese pájaro al que asociamos pobreza absoluta de ideas, lengua articulada desagradable, mal aspecto y al humanizarlo, le aplicamos el concepto de mala baba, por no expresarlo en términos lácteos. La expresión no puede ser más odiosa: ‘Una mujer nunca es lo bastante delgada, ni lo bastante rica’. Ahí queda eso. Ni la inteligencia, ni la simpatía, ni la bondad, nada. Ricas y delgadas. Hasta las publicaciones más serias subsisten con anuncios de cosmética carísima, de relojes que valen el sueldo de un mes de cualquier currante y de una u otra forma intercalan su reportaje sobre moda, con la excusa de un desfile, de una nueva colección o porque el Ebro pasa por Zaragoza. Por no hablar de joyas o bibelots. Siempre con la imagen de una mujer joven, delgada y a la que suponemos unos buenos ingresos, al menos por posar.

Frecuento bastante una empresa donde la mayoría de su personal son mujeres. Las hay más altas, más bajas, más jóvenes, más atractivas, más serias, más parlanchinas, de todo un poco. Trabajan por turnos y unas veces coincido con unas o con otras, como ellas mismas entre sí. Me encanta coquetear ingenuamente, de un inofensivo total, con las más extrovertidas. A una le gusta, cómo no, que me dé cuenta de que se ha arreglado el pelo, a otra le digo bromeando que lástima de alianzas que lucimos ella y yo, que si no ya se vería, o a otra que tiene un bebé de pocos meses, consigo que me cuente qué adelantos hace, si le salió otro diente y cosas así.

En una de las secciones está el patito feo que ya nunca llegará a cisne. Suele tener escaso trato con el público y ella además procura evitarlo, enfrascada en su tarea, la vista baja, el gesto casi siempre algo huraño. Casi tuve que hacer contorsiones el día que conseguí leer su nombre en la placa identificativa que lleva en el pecho. Por supuesto esa vez no le dirigí ninguna palabra, pues si de reojo había advertido que yo daba un poco vueltas a su alrededor y luego le decía algo, temí que me soltara un bufido o interpretara mi actitud de forma equivocada.

Es morena, de estatura inferior a la media, tiene la carita redonda y poco agraciada. Su mayor complejo, supongo, es estar en los límites entre el sobrepeso y la franca obesidad. Su ropa le queda casi siempre pequeña, porque me imagino que en esta época del año, sintiendo sobre sí la mirada de más personas y consciente de su párvulo atractivo, lo compensa a la hora de las comidas, gratificándose con raciones generosas aunque con la mala conciencia de no cuidarse lo suficiente. Ese sentimiento transgresión-culpa permanente que lleva a tanta gente al diván. Es joven aún y supongo que debe pasar mal rato en muchas ocasiones: al ver a otras chicas de su edad con ropa moderna y estimulante quizás no sea capaz de evitar las comparaciones para atormentarse; al contemplar en mil y un espejos virtuales los modelos que tiránicamente se pretenden imponer; al soportar miradas de burla o incluso de lástima, qué sé yo.

Pero yo ya conocía un secreto suyo. Podía dirigirme a ella por su nombre de pila y en un libro de Dale Carnegie leí hace muchísimos años que a todos nos complace que se dirijan a uno de la forma más individualizada posible: por nuestro propio nombre. ‘Elena –le dije un día- podrías indicarme dónde puedo encontrar tal cosa?’. Estaba como siempre en su faena cotidiana y levantó la cabeza un poco sorprendida. ‘¿Y quién será este tío que me habla de forma tan directa’?, supuse que pensó. Respondió a mi pregunta en un tono neutro, al menos no de rechazo, y en eso consistió nuestro primer diálogo.

Pero una vez que pasaron un par de días, me hice el encontradizo y simplemente la saludé, ‘Hola, Elena’. Cuando me respondió con otro ¡hola! que si no fue cordial, revelaba que había levantado la barrera de la hostilidad, le pregunté pues no llevaba ese día su tarjeta de identificación si su nombre se escribía con hache o sin ella. Me respondió que de más joven sí que lo escribió con hache durante algún tiempo. ‘O sea, que conoces la historia de Helena de Troya –le contraataqué-‘. Como si hubiera pronunciado un ‘ábrete, sésamo’, conseguí que se abriera la muralla de cualquier desconfianza que aún pudiera quedarle. No solo había visto la película, sino que me demostró que al menos parcialmente se había internado en La Ilíada. Haciéndome un poco el ignorante le tiré un poco más de la lengua y, aunque ruborosa, me fue dando datos de los que concluí que dedicaba parte de sus ratos de ocio a la lectura.

Nunca he tirado de la cuerda como para que se tense demasiado. Quiero decir que no entablo un diálogo con ella siempre que me la cruzo. Pero ha bajado conmigo la guardia tras la que se acoraza con gran parte de la humanidad que la rodea. No cometo la hipocresía de alabar dotes que no posee pero aprovecho para decirle que su pulsera es bonita o alguna levedad parecida. Ya he conseguido, pocas veces pero queda tiempo por delante, que esboce alguna sonrisa. No me cuesta ningún esfuerzo dirigirle una sincera frase agradable y sé que al menos intento compensar los malos ratos que soporta, unos provocados por la crueldad gratuita e innecesaria de la sociedad en que nos ha tocado vivir y otros por los que se inflige ella a sí misma. Qué fácil y qué barato resulta regalar unos segundos de felicidad.

lunes, 4 de agosto de 2008

Sufrimientos

Es más que posible que no vuelva a encontrarme con Emilia. De hecho, fueron unos pocos minutos los que propiciaron el encuentro y si hubieran ocurrido un poco después, este no se hubiera producido porque mi autobús llegó enseguida.

Es la esquina de una importante avenida en no importa qué ciudad capital de provincia. Un indicador digital anuncia que la línea que espero tarda ocho minutos. En ese intervalo para un autobús de servicio discrecional en el sitio donde estoy. Baja un niño de pocos años con evidentes signos de afectación cerebral y dice ‘¡mami!’ mientras su madre recoge la mochila, en la que debe venir algún pañal aún sin utilizar, la botella de agua y poco más. Lo abraza y el niño pone un gesto de suma complacencia, correspondiendo con algún beso a la cadena de ellos que su madre le da. Se alejan, el pequeño de la mano. Tarda algo en bajar una segunda persona pues la puerta permanece abierta. El monitor, perdonen pero voy a abrir un paréntesis. El monitor es un joven de veintipocos, con melena no muy cuidada, camiseta oscura sin mangas, pantalón a media pierna, o pirata, con barba de varios días, brazos adornados con varias pulseras de cuero, peludos, igual que de las pantorrillas hacia abajo, que es lo que le veo, sandalias de cuero y sobre todo, sobre todo, gesto apacible, ojos oscuros que me parecen cargados de paciencia y una sonrisa en la que no aparece ningún signo de ser mínimamente forzada. Cierro paréntesis. El monitor desde la puerta abierta se dirige a alguien, llamando ‘¡Emilia, Emilia!’ y añadiendo algunas pocas palabras, que aunque no consigo entender, su tono es afable. Desaparece un momento en el interior del vehículo y al poco aparece sujetando suavemente del brazo a Emilia, que parece resistirse un poco.

Emilia debe tener entre once y doce años. No sé, es posible que alguno más pero no soy capaz de definir hasta ese punto. Su cuerpo apunta el florecer de la pubertad. Hay un inicio de busto adolescente y sus caderas se están redondeando algo. Viste una camiseta sencilla y un pantalón también pirata de algodón. Calza unas zapatillas de lona. Una chica normal de hoy, diríamos. Pero su expresión facial denota un cierto grado de retraso mental –disculpen, pero cada vez domino menos la jerga que se va construyendo para no herir susceptibilidades, con lo que estoy totalmente de acuerdo. Pero creo que me entienden- y sus ojos expresan un llanto reciente. Tal vez hay alguna lágrima aún humedeciendo las mejillas y de sus labios se desprende un fino hilillo de baba. El monitor le ofrece desde dentro algo que ella rechaza. Ante sus insistencia, accede a tomarlo en sus manos: es un pequeño bolso de loneta que hace juego con la mochila que sí sujeta al hombro. Creo que ambas prendas son de una conocida marca deportiva y su precio no debió ser pequeño. ¿Un regalo del último cumpleaños? Sostiene un momento el bolso en la mano y con gesto enfurecido lo arroja a los pies de su madre que la espera a la puerta del bus, de donde por fin baja la niña.

Su madre podría pasar también por una casi adolescente. Es menuda, delgada, de pelo rubio sin tinte y unos ojos claros velados de una tristeza que se advierte permanente. Viste prácticamente como su hija: una camiseta de tirantas, un pantalón por encima de los tobillos –en uno de ellos lleva una pulsera, que parece de plata- unas sandalias y un pequeño y sencillo bolso de tela colgando terciado con un delgado cordón. Al detenerme más observándola, compruebo que es poco mayor que el monitor. Le faltan aún unos pocos años para los treinta. Es posible que alumbrara a Emilia muy joven.

Ya les dije que esta había tirado su caro bolso de loneta al suelo. Su madre le dice que lo recoja y la niña dice un ¡no! desgarrado con todas sus fuerzas y con todo su cuerpo: con la boca, con los ojos, con los brazos, incluso haciendo una pequeña flexión con las rodillas. La madre empieza a repetírselo en tono bajo, casi suplicante. Luego lo eleva un poco. Otra vez más intentando alcanzar un cierto nivel de autoridad. A la quinta o sexta vez, grita ‘¡cógelo!. Al grito de su madre, Emilia responde gritando también su ¡¡NOO!.

No sé si hago el gilipollas pretendiendo arreglar el mundo. Me dirijo a la chiquilla y medio le susurro:

- Venga, Émily, si es un bolso muy bonito.
- Mira –dice la madre- te ha dicho Émily, como (y pronuncia un nombre que no distingo).

La niña me mira un momento, sorprendida. ‘¿Quién es este tipo desconocido que se dirige a mí por mi nombre preferido, sin haberlo visto nunca?’ pienso que piensa. Pero en seguida, se le pasa la impresión de lo inesperado y se aleja unos pasos, cruzados los brazos dando a entender que el bolso permanecerá donde está si su madre no lo recoge. Ésta se agacha por fin y tomándolo enfadada, le da un pellizco en el brazo a su hija, que chilla y se zafa.

Llega mi autobús y no veo el final de lo ocurrido que me resulta fácil de suponer. He visto una escena que me revela un dolor permanente de varias personas, las dos que han estado cerca de mí y alguna otra que comparte una angustia que nunca supusieron y a la que no le ven solución ni final. Hay una losa de pena en el bochorno de una tarde cualquiera de verano. Lo último que he captado es que hay varias señales de pellizcos de distinta antigüedad en los brazos de esa criatura inocente. Es probable que su madre sea también inocente, y desde luego una enorme sufridora por motivos que no voy a elucubrar, a pesar de esas marcas en la piel de una niña que está empezando a ser mujer. Una mujer, casi con toda certeza, también desgraciada.