jueves, 28 de febrero de 2008

Festividad

Hay ambiente de fiesta por las calles del pueblo. Han repartido banderas gratis y se ven algunas prendidas en los balcones. Se ven jóvenes con vistosos uniformes, azul marino la mayoría, con charreteras, bordados, pecheras de doble botonadura, fajines, lustrosos cintos para el tambor, trompetas brillantes. Hay algo que me alegra: la mayoría de ellos no trasnochó mucho, ni abusó del etílico, aunque se vean algunos ojos enrojecidos. Hay un encuentro de bandas procesionales, qué bien.

Me tomo un café en el club de la tercera edad y el personal anda endomingado. Chaquetas sacadas del ropero perfumado, señoras con broches en las solapas del chaquetón nuevo. La mayoría ronea un poquito por la puerta y el Rubio, tras el mostrador anda desocupado. Le digo ‘te han fastidiado con el desayuno gratis’, pero él me contesta con la sonrisa de siempre ‘qué se le va a hacer, más descansado estoy’. Otro día les hablaré del Rubio.

Pero no tengo humor hoy para seguir hablando de la fiesta. Todavía estoy impactado por el trallazo de ayer. La noticia mereció muchas portadas de periódico y no era precisamente por su alegría. Pienso, mal pensado, que más bien por el morbo, que vende tanto. Cuatro mujeres asesinadas en un mismo día por sus compañeros, de quienes hay que suponer que un día estuvieron enamoradas. Pasaron los días de vino y rosas y se habían sumido en un abismo de sufrimiento y desesperación. Tal vez también de vino, y algunas otras posibles cosas, pero sobre todo de martirio lento y cotidiano, llegando a un final no por previsto, inevitable. Debía haber medios para evitar muchos de estos casos. Nos sobran leyes, necesitamos que se cumplan.

No quiero ahora, con el alma apenada, entrar en dilucidar si son parejas que se forman sin pensarlo mucho, si son matrimonios de largos años de desencuentros, si son celos, si rencores acumulados o son simplemente reflejo de esta sociedad que se ha ido pudriendo en un aspecto que sí quiero analizar.

Se trata de la violencia. Hubo un tiempo que la violencia estaba reprimida y sólo la utilizaban, mal, algunas de las llamadas autoridades. Hoy la violencia es un valor que cotiza. Pregúntenle a algunos machitos y mocitas, que si no terminan una noche de alcohol y mierda con bronca, no se van a la cama satisfechos. Pregúntenle a los vendedores de vídeojuegos –esa afición que alcanza ya a los cuarentones- cuáles son los más rentables. Han pasado más de veinte años que jugué la última vez en el ordenador. Había algo entonces, aburridísimo por cierto, que se llamaba ‘tetris’ o ‘comecocos’ que te hacían abandonar a los pocos minutos. Hoy basta ver las carátulas para contemplar tipos monstruosos, pretendidamente héroes cargados de armas hipersofisticadas, mozas pretendidamente sexys, resaltando los pezones bajo ropajes galácticos, pero también pertrechadas de armas terroríficas, amén de los puñales, espadas, dagas y fierros dañinos. Todo pretendidamente irresistible.

La violencia es divertida, según parece. El sexo por el sexo, gratuito y sin sentido, el sexo envilecido no es patrimonio de las dobles o triples equis. Tiene que impregnarlo todo, desde el cariño a las mascotas hasta los repugnantes anuncios de coches y no digamos, de perfumes. Pero sobre todo, violencia, mucha violencia. Por lo leído, que no visto, un jueguecito de automóviles es más guay si puntúa matar peatones, o destrozar el coche que viene de frente, o derrapar hasta conducir por el carril prohibido. Si vas en moto virtual, lo bueno tiene que ser incumplir todas las normas habituales de velocidad, de respeto, de prudencia, de humanidad. La violencia es un juego potente. La violencia es cautivadora. A eso juegan adolescentes inmaduros, jóvenes no muy sensatos, adultos sin los últimos hervores.

Desgraciadamente hay mecanismos neuronales que a veces pueden confundir la realidad real –disculpen- de la realidad virtual. Matar es al parecer una faceta más, casi normal de la vida. Terriblemente divertida. Qué pena.

martes, 26 de febrero de 2008

Callejeo

Poco más de veinte o treinta minutos de carretera desdoblada o ‘vía de gran capacidad’, en la pedantona terminología de los políticos. Un desvío y a pocos kilómetros y llego al pueblo que ya he visitado otras veces. Pero resulta que hay obras casi a la entrada y opto por aparcar casi en descampado aún. Me adentro por calles por las que solía ir atento al volante y a todo el fárrago de la conducción. Me sorprende la blancura de lo que es blanco. No pienso que se siga encalando, pero donde se vendan pinturas tienen un buen negocio. Zócalos de color en tirolesa, perfilados en ocres, grises muy suaves, nada que sea chillón ni desentone. En contraste, fachadas más nobles aunque no opulentas con ladrillería vieja, o nueva respetando modelos antiguos. Continúa la pulcritud y el brillo de puertas y vierteaguas en ventanas y balcones. De cuando en cuando una fachada completa en ladrillo vidriado, incluso en cobrizo con brillo muy matizado por los años. Al fin y al cabo estamos a poco más de cien kilómetros de Portugal.

Durante mi recorrido, por calles no atosigadas de coches estacionados, ni mucho menos por coches que se mueven, oigo el incesante piar de los pájaros en patios y corrales, repitiendo sin gran variedad el anuncio de la primavera. Da gloria pararse un momento con cualquier excusa, mis lentes se han oscurecido ellas solas, cerrar los ojos y centrarme tan solo en esa musiquilla monocorde, pero tan alegre.

Es alguna hora en punto y desde un reloj público, parroquia o ayuntamiento, caen las campanadas con un golpear pausado de bronce, en el que percibo un ligero matiz disfónico. Seguro que la campana está levemente cascada, pero en vez de resultar una deficiencia, le da un carácter más sincero y noble. Nada de farándula electrónica, sino que me imagino la maquinaria del viejo reloj marcando en alguna rueda dentada el número de golpes que ha de dar el badajo en el borde de la cúpula sonora que lo contiene.

Los rótulos de las esquinas son un tanto discordantes, porque se han fabricado con cerámica de mayoristas. Pero tienen el mérito de haber recobrado los nombres de siempre, con los que se han conocido siempre las calles, pusiera lo que pusiera el rótulo más moderno, ya retirado: Nueva, Calleja de la Viuda, del Pilar...

Me choca que en un pueblo pequeño las casas estén tan cerradas como en los mayores o en las capitales. Muchas conservan el llamador que antes era casi puro adorno y ahora necesidad, pero en algún quicio ya se perfilan llamadores electrónicos o incluso con vídeo incorporado. No obstante quedan casas abiertas, cuyo zaguán sí tiene la cancela de hierro, solo o con cristal, que protege de intrusos no deseados. Me paro ante uno de ellos, señorial venido a menos, con un hermoso dibujo de loseta hidráulica, de los años cuarenta o cincuenta del siglo pasado, tal vez de antes. Puertas de madera vieja, tachonadas de clavos gruesos de adorno. Hierro, que no bronce. Una casa conserva la estructura de hace ciento cincuenta o más años, cuando se construyó. Sobre la puerta un ventanuco sin reja, de menos de un metro de altura. Es el sobrado o doblado que yo oía de pequeño, pero le decíamos ‘soberao’. La puerta queda dos dedos abierta, gracias a una aldabilla, lo que no veía hace mucho tiempo. Un pequeño gancho, tal vez hecho a mano, doblado que encaja en un cáncamo cerrado en el quicio de madera. Seguro que ahí se podrá entrar y no habrá cancel ni timbre. Tampoco habrá mucho que robar. Me quedo con las ganas de descolgar la pequeña aldaba y entrar a la voz de ‘Dios guarde’.

Vuelvo al coche sin hacer el recado para el que fui. Casi me alegro porque su afán me habría privado de esos detalles que no se me han borrado de la memoria. Mejor. Otro día regresaré.

domingo, 24 de febrero de 2008

Arboleda

Hace ya muchos años la calle era ancha, con amplias aceras y en el centro, a manera de boulevard, había una amplia franja terriza donde se plantaron árboles de sombra: aligustres, algún aromo, esas acacias casi salvajes que crecen devastadoras, y unos pocos olmos. Las aceras eran casi dos paseos generosos y todo ello se diría que la convertían en una calle hecha para las personas. También es verdad que había solo unas pocas parcelas con sus viviendas y abundaban los descampados o solares, donde más pronto o más tarde se había de construir.

Pasó el tiempo. Dos hileras de casas más o menos próximas entre sí la convirtieron en una larga avenida. Crecieron los árboles y el piar de los pájaros fue sustituido por el ruido casi incesante del tráfico. Al seguir creciendo el pueblo por esta zona, la gente dejó de desplazarse andando y hubieron de moverse en coche, pues las distancias obligaban a ello. No faltó tampoco una línea de autobuses que la utilizara para repartir a sus usuarios por las nuevas promociones urbanísticas. Más camiones, máquinas de limpieza y demás agresiones acústicas.

Tuvo perniciosas consecuencias para los pioneros que llegamos a colonizar este remoto olivar. Las aceras se estrecharon para hacer dos hileras de aparcamientos. El antiguo boulevard quedó reducido a su mínima expresión: una estrecha franja de tierra, ajustada a los troncos de los árboles que han duplicado o triplicado su corpulencia. Algunos de ellos han perecido en esta lucha de lo urbanita contra lo bucólico. Sus secos esqueletos permanecen en pie como si fueran la cruz de sus propias tumbas.

Por fortuna, la mayoría de las casas tienen un pequeño jardincillo o patio trasero donde no falta tampoco la arboleda que plantamos hace más de veinte años y hoy forman una mínima masa forestal unos árboles con otros. Me sorprendió hace unos atardeceres escuchar el miu-miu de un mochuelo, al que no dudo que le falte algún bichejo que cazar por estos corrales, alguno más invadido por la maleza que por rectángulos de césped cortado. Tal vez es el heredero de alguna lechuza que le dejó este pequeño legado, sombra disminuida de aquel olivar en que machadianamente volaba en busca del aceite del velón de Santa María.

En mi caminatilla preceptiva, descubrí con gozo hace algunas mañanas que uno de los olmos se había cubierto de un mantoncillo de tiernos brotes, de un verde incierto y precoz, que ya sé que me darán sombra cuando avance la primavera. Pero el colmo de mi gozo lo he sentido esta noche mucho rato antes del amanecer. Me he despertado y como un regalo inmerecido, he sentido un dulce y leve gorjeo próximo. He entreabierto con cuidado la ventana y me he convencido de que era un ruiseñor quien desgranaba en la quietud y en el silencio, la dulce melodía entrecortada que no ha necesitado que nadie le enseñe. Sé que está en la arboleda de la casa frente a la mía, cuya dueña muy mayor, solo viene a darle una vuelta muy de tarde en tarde. Pero he retorcido un poco mi fantasía para imaginármelo en el cogollo de ese olmo de hojas tiernas y no he necesitado más para anotarlo en la agenda sin hojas, de los momentos que merecen ser recordados.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Fumeque

No faltan quienes protestan por la ley de restricción a los fumadores. Quienes se enfadan por verse recluidos en ciertos sitios públicos –estoy pensando en el self service donde comemos a veces- en cubículos a los que aplican cierto carácter de ghetto. Quienes se creen discriminados por tener que salir a la calle a fumar el cigarrito o se ven obligados a tirar/apagar el cigarrillo casi recién encendido al entrar en muchos sitios. Evidentemente les choca renunciar a algo, ¿una libertad?, que hasta hace poco consideraban un derecho adquirido y con el valor de lo consuetudinario.

Sin embargo ayer recibí la carta de un viejo amigo contándome sus problemas recientes en el hospital. Es un señor conocido del que no voy a dar muchas pistas, por respeto a su intimidad. Pero como tenía medio para hacerlo, ha defendido en público más de dos veces y más de cuatro, su derecho a hacer con su salud lo que le viniera en gana. Sin embargo ahora me cuenta su zozobra porque durante una temporada ha estado muy preocupado con el miedo a padecer algo maligno en un pulmón. Al parecer todo ha quedado en el susto. Pero dicho susto le ha hecho cambiar de actitud y sobre todo de razonamiento. Más vale tarde que nunca. O demasiado tarde, que equivale a un nunca anticipado, no sé si me entienden.

Los que alcanzamos a vivir en una cierta época veíamos cómo el cigarrillo, o la pipa, o el orondo puro, cada uno en su escalafón, eran un signo de elegancia, incluso de snobismo. Quedaba chic y era muy distinguido encender un cigarrillo embutido en un smóking blanco, Boggart, o fumar delicadamente en una boquilla larguísima (Audrey H.). Esto para los que adquirimos una cierta parte de nuestra cultura en el cine.

Pero hoy está suficientemente demostrado que el tabaquismo no es ya solo un vicio, sino una enfermedad evitable. Una enfermedad que no solamente padece el fumador sino que obliga a contraerla a algunos de quienes conviven con él, principalmente, ay, niños. No es necesario citar el elevado número de enfermos muy graves, y ahora sí que me entienden, que mueren por culpa de ser fumadores pasivos.

Se llega al tabaco en la adolescencia, como un paso obligado al parecer ineludible para muchos, de alcanzar rango de más adulto. La mujer, sobre todo de condición laboral baja, aunque adquiera el uso a una edad posterior, fuma su cigarrillo como una forma de evasión, de hacer una pausa en la tarea, incluso de sentirse en un escalón más alto de independencia y modernidad. Qué difícil hacerles comprender a todos ellos que están hipotecando su salud y que quizás lo hagan a largo plazo y le cobrarán la deuda, sin duda, cuando más necesiten un remanente de cualidades vitales.

Me molesta, me indigna que un conocido presentador de programas de televisión, hoy en la pública andaluza, que acostumbraba a fumar y dejar fumar en su programa, al tener que abandonar tan perniciosa costumbre, al menos en público, acompañe sus entrevistas con el humo de una varilla aromática, que en numerosos planos da la sensación de que se está fumando durante la entrevista. Qué ignorancia, qué pertinacia.

domingo, 17 de febrero de 2008

Diversión

Conviví un puñado de años con un viejo castellano viejo. Algunos saben que fue un segundo padre para mí. Cuando un hombre al que nunca había visto llorar te dice ‘eres la única persona, además de mi madre que en paz descanse, que me ha limpiado el culo’ con dos lágrimas corriéndole por sus arrugas ochentonas, consiguió que mis ojos se nublaran, aunque yo sí volví la cara para que no los viera. Tanta emoción podía ser dañina para su gastado corazón.

Pero alegremos el ceño, porque quería contar una de sus bromas frecuentes. No era otra sino utilizar palabras de su infancia, en un castellano de términos en desuso; por ejemplo llamar ‘zaragüelles’ a los calzoncillos o ‘faltriquera’ al bolsillo del pantalón. O ‘moquero’ al pañuelo de bolsillo. Pero otras veces tenía expresiones como ‘malmeter’ –"Fulanito siempre anda malmetiendo con esto o aquello"-, o ‘malmirar’ –"Ese malmira a todo el que entra en la tienda de en frente"-.

Lo cuento porque esta mañana, domingo, me tomo un café con un joven conocido de antaño, cuando todavía era casi un niño. Tiene un moratón o cardenal, un hematoma, vamos a hablar con corrección, en la mandíbula que le mancha media cara. Al preguntarle, me contesta que el viernes por la noche le dieron una patada en semejante sitio.

Hoy en cualquier pueblo hay una zona o descampado donde de forma más o menos legal –algo inconcebible en casi todo el mundo civilizado- la muchachada se reúne a las tantas con el decidido propósito de emborracharse. Al menos, una mayoría. No se trata de charlar, reír y divertirse mientras se toman unas copas, no. Por lo que tengo entendido, y no soy sociólogo ni Dios lo permita, sólo es formar una masa, lo que da mucho anonimato, agruparse en corro e ingerir, de forma más bien rápida la cantidad suficiente de alcohol, y al parecer otras sustancias, que lleven a la desinhibición. (En mis tiempos se decía ‘a la poca vergüenza’. Pero en fin).

No les he dicho aún que mi amigo es policía municipal. Le teme a las guardias de las noches de jueves, viernes y sábado mucho más que yo a las que hacía en mis tiempos en otro sitio, que eran muy duras y a veces en exceso penosas.

Pues el viernes, y eso forma parte de la diversión cuando baja el ambiente, según me informa, se organizó una pelea multitudinaria, así como de diez o doce por cada bando, de carácter mixto, chavales y chavalas, y como le tocó ir de bombero, o sea de apagafuegos, estando como estaba el patio impregnado de alcohol, sin saber cómo ni de dónde, mientras medio se agachaba para recoger la gorra cuando ya los ánimos parecían más calmados, y otros compañeros disuadían a los pertinaces, empezó de pronto a ver estrellas y luces con el ojo izquierdo al impactarle en pleno rostro una patada que nunca pudo averiguar de dónde partía, pues la masa humana que lo rodeaba parecía, me dijo, un pulpo monstruoso de cien brazos y patas, del que emergió la pierna golpeante.

‘Gajes del oficio’, me dice como lo más natural del mundo. Cuando le pregunto por qué se originan estas broncas, me da la razón antedicha ‘porque forma parte de la diversión’. Al parecer, si no hay pelea es una noche incompleta, casi perdida. Alguno había mirado mal a su chica, la ‘malmiró', empezó una discusión a la que se sumaron los dos grupos correspondientes y de ahí a la pelea colectiva. La alegría fue que nadie sacó los hierros. Pues qué bien. Qué suerte.

viernes, 15 de febrero de 2008

Lentitud

Era muy joven, vivaracho, inquieto y a veces hasta mal educado. No obstante llegamos a ser relativamente camaradas. De esto han debido pasar unos quince años. Yo pasaba por su puerta, mejor dicho, la de su amigo, donde él vivía y los primeros tiempos fueron algo tensos. La casa aún tenía ese aire de recién estrenada, con las tejas sin verdín, las paredes blancas, tras las ventanas se percibían las cortinas aún con el olor a tejido reciente y los arbustos de la cerca dejaban aún claros entre ellos.
Era por allí por donde se asomaba Marly. Al principio yo era un simple desconocido para él y a mi vez yo lo consideraba un vecino poco amistoso. Me miraba con recelo y yo tampoco le dedicaba el mínimo gesto de simpatía. Él cumplía con su obligación, allí detrás, algunas veces hasta con una sonora demostración de aviso y yo llegaba incluso a cambiar de acera. Poco a poco fuimos acostumbrándonos a vernos y convivir con una cierta armonía. No llegaba a saludarme y yo seguía sin esforzarme en serle simpático. Es esa situación en que dos seres vivos y cercanos se hacen conscientes de la proximidad del otro, intervenga el motivo que intervenga en esa relación, pero ninguno de los dos tiene el menor intento de mayor acercamiento.

Pero un día tenía su amigo la cancelilla abierta y Marly estaba asomado a ella, justo en el umbral. Tal vez era un día de esos en que uno se levanta más comunicativo, o más necesitado de sentir de cerca de los demás y me aproximé hasta él. No se lo esperaba. Hizo como un mínimo gesto de rechazo y sin mucho convencimiento lanzó un par de ladridos. Le hablé con voz suave y aún me acerqué un poco más. Él respondió a mi movimiento con otros pocos pasos hacia atrás, pero sin perder el contacto visual entre ambos. Como primer encuentro sin nada interpuesto entre los dos no estuvo mal.

No había pasado mucho tiempo y volvió a ocurrir lo mismo. El seto había crecido con la primavera y el amigo de Marly andaba con unas tijeras nuevas de dos manos recortándolo. Cuando me acerqué al jovencito ni ladró, ni reculó. Volví a hablarle con tono conciliador pero rechazó la mano con la que pretendí acariciarle. ‘tranquilo, no se preocupe, es muy pacífico. Lo que pasa es que como está siempre aquí en el patio y lo saco poco, extraña a todo el mundo. Se llama Marly, porque cuando oye la guitarra de Bob Marley ladra al mismo ritmo’, me dijo el amigo, que yo sabía ya que se llamaba Julio. Me pareció que exageraba un poco, pero ya es sabido que siempre somos un poco excesivos con los que queremos.

Luego, cada vez que pasaba por su puerta, aunque estuviera tras los cipreses, me paraba ante él y le decía cualquier cosa, igual que a un niño pequeño que no nos entiende pero percibe el tono en que se le habla.
Hoy Marly pasea por la calle al sol. No anda más que unos breves pasos por el trozo de acera que corresponde a su cerca de siempre. Camina lento, trabajosamente, roídas sus articulaciones por la artrosis. Alguien me ha comentado que está casi ciego y en el patio, tras los cipreses hay un nuevo jovencito que me ladra porque no me conoce. Me acerco a Marly, le hablo y no sé si me reconoce o no. Tolera que le haga lo que pocas veces le hice antaño: le paso suavemente la mano por el lomo mientras le susurro que sigue guapo y que nos hemos hecho bastante más viejos. Mueve un poco su cola, pero no entiendo, aunque creo adivinar lo que me responde. Pasará algo más el tiempo y prefiero no saber nunca cuál haya sido el día en que se marche para siempre al Jardín.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Llamada

Me he encontrado al Rafa esta mañana. (Rafa no se llama Rafa, pero pudiera ser que alguien lo conozca y no es mi deseo identificarlo). Más delgado de lo habitual, demacrado. Las mejillas chupadas y los ojos hundidos en sus cuévanas. Con la jorobeta a cuestas, que es su expresión corporal cuando va muy jodido. Cuando está mejor, endereza la columna y mira casi de frente.

Como siempre, está al aguardo. De dónde sale, muchas veces ni soy capaz de imaginarlo. Sólo que oigo su voz: ¡Pedroo! Si no lo entiendo muy claro la primera vez, me lo repite más fuerte, al tiempo que aligera y se me acerca por detrás. Como cualquier predador, tiene su zona de demarcación. Hacía casi dos meses que no lo veía, pero hoy al oír la llamada y percibirme de que estaba en su territorio, supe que era él.

Fue de los que ganaron con el euro. Hace ya seis años, cuando me veía, me sacaba los veinte duritos. Con la llegada del euro, no me parecía bien subirle solo a setenta céntimos, así que le subí un sesenta y seis por ciento la paga del tirón. Tampoco era diario, no crean. Si me acechaba tres o cuatro días seguidos, yo cambiaba de ruta y de vientos y conseguía despistarlo, darme respiro algún tiempo.

En Navidad le dí la paguita extra. Como llevaba yo bastantes días ausente, le largué un billetillo. Estaba peor que ahora todavía. Intenté primero que se comiera un bocadillo con una cerveza en un bar, pero quería ‘cash’, money. ‘Tómate un vaso de leche por lo menos’, le pedí. 'No, me contestó. La médica me ha dicho que el wisky ni lo huela, así que me tapo la nariz y asín me lo bebo’.

Sé que no tiene remedio. Me ha dicho que se ha muerto el padre. Mejor, y que a nadie le parezca una burrada. Su problema, y el de su hermano, a quien hace siglos que no veo, era en gran parte, su padre. Las pocas veces que estaba fuera de la cárcel, él obligaba al Rafa, desde muy niño, a robar. Luego, cuando fue adolescente lo prostituyó. Sólo cuando el Rafa se hizo mayor, le plantó cara, pero ya había aprendido cómo se ganaba dinero sin doblarla.

Rafa ha sido carne de presidio, de manicomios, de hospitales. Entraba y salía de esos sitios casi gustoso, porque no tenía más remedio que compartir casa con su padre y con las coimas que éste iba instalando allí. Eso sí que era infierno. Ahora su pequeña casa barata, las Protegidas les dicen por aquí, será una cueva sucia, pero al menos está allí solo. Sin nadie que le clave agujas de hacer punto o le ponga candados en el frigorífico.

Le dí un billete. Les juro que no esperaba lo que hizo. Se puso, es muy comediante, de rodillas y me besó la mano. Yo no sabía dónde meterme ante aquella escena que me montaba. Sé que va a gastar esos pocos euros en cualquier cosa ‘non sancta’. Pero si ello le reporta un gramo de felicidad, los doy por bien empleados.

miércoles, 6 de febrero de 2008

Deprisa

‘Deprisa, deprisa’, era el título de una película de Saura en una época en que de vez de en cuando se veía buen cine español. Hoy parece como si nos hubieran grabado a fuego en el anca, como a los becerrillos, ese mismo lema que nos empuja, nos embrutece un poco y hasta nos enferma.

‘¿A dónde vas tan de prisa?’; ‘A ningún sitio, pero no me puedo entretener’. Al ordenador le pedimos más velocidad, más memoria que lo agilice. La respuesta de las nuevas teles planas se miden en milisegundos. Los coches cada vez son más rápidos y que diga lo que quiera el Código de la circulación.

Apuramos el tiempo al rebasar un semáforo, le pitamos al coche de delante si se demora en arrancar con el semáforo ya verde. Hay quien hasta le falta al respeto a quien guarda su cola en cualquier sitio, intentando colarse. Total, para qué. Para ver el comienzo del partido en la tele, para que no se haga demasiado larga la impaciencia esperando un suceso sin importancia, para aburrirse con algo que nos habían vendido como megadivertido.

Es cierto que vivimos la tiranía del reloj, mejor diría del tiempo. Decimos ‘me falta tiempo para’, ‘no llego a tiempo a’, ‘no tengo tiempo para’. Le damos un sentido de posesión al tiempo cuando es el tiempo el que nos posee. No quiero hacer filosofía barata, pero el tiempo no pasa. Está ahí, inmutable y somos nosotros los que pasamos por él. Compárense si no, con una encina centenaria, sana y bien plantada. Tal vez conoció al abuelo de nuestro abuelo y quizás conozca al nieto de tu nieto. ¿Dónde está el tiempo para ella? Ya cantaba Ana Belén el “¡Mírala, mírala!”. Ahí están tantas cosas que han visto pasar, no al tiempo, sino a las gentes que vivieron un tiempo que fue breve, si se mira hacia atrás.

El tiempo es el presente, el momento en que se lee estas toscas líneas, el que le sigue de inmediato, el que vendrá más tarde. Y lo único que poseemos es la capacidad de ser conscientes de él. La capacidad de saborear el presente si es placentero y la seguridad de que pasará si es duro o amargo. O sea, lo del cristal con que se mira.

lunes, 4 de febrero de 2008

Lluvia


Tiene sed la tierra. En el silencio de la tarde, mientras la oscuridad se aposenta sobre los olivares y las sementeras, en mi casa oigo cómo cae del cielo la bendición de la lluvia. Algún mínimo canalillo golpea al desplomarse sobre algo metálico y es como una campanilla que se agitara gozosa en día de celebraciones. No quiero que nada interrumpa este silencio interior, doméstico y domesticado, pues ninguna música sonaría más grandiosa que la que baja de las nubes.
Prestando atención se distinguen los distintos instrumentos que suenan en acorde. El zap-zap sobre la tierra, algo más duro el rebote sobre las baldosas, un siseo deslizante sobre los cristales y con una cadencia distinta los chorrillos continuos de la canal que desgrana su húmeda melodía dominante.
No hay orquesta más esperada tras días y días de torturante calor de primavera impropio de enero. Pasó la Candelaria tan rica de refranes meteorológicos que parece que ya no tienen sentido. Es necesario que febrero se haga responsable de su fama y nos niegue la cordura de lo previsible. Que llueva, que truene, que nos pique su sol y al día siguiente vuelva a sorprendernos con su agua bendita.
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(No resistieron más anoche mis cansados ojos ante el resplandor de la pantalla). La lluvia siguió y siguió sonando como lo que podría ser el roce de unas manos impregnadas de bálsamo oloroso sobre la piel que cubre una zona dolorida. En el primer despertar, después de haberme acunado con su murmullo, aún seguía sonando como la compañía de un animal doméstico y querido que ronroneara feliz junto a mi lecho. Intento percibir su cambio de ritmo, del allegro al molto vivace, y de ahí a un andante majestuoso. Debe ser un gran director quien combate una presumida monotonía con estos cambios que la hace deleitosa y acompasada. El rumor de sus besos a la tierra hace que me vuelva a dormir y espero a la mañana para que me cuente el amanecer dónde ha dejado la grata presencia de sus bondades.
Y encuentro todos los perfiles recién dibujados, limpios, recortados sobre un cielo que aún no es azul del todo pero que ya derrama una luz poderosa sobre lo que anoche fue bendecido.

sábado, 2 de febrero de 2008

Encuentros

Algunas mañanas parece que el amanecer trae prendido como un halo de desesperanza, de desconsuelo no definido. ¿Dormir mal, un tiempo climático negativo? A saber. Lo cierto es que los ejercicios de gimnasia de prescripción facultativa se hacen más pesados de lo habitual, se camina con la mirada a pocos metros fija en el suelo en vez de levantar la barbilla al horizonte y los pies parecen algo más pesados.

Pero por la calle peatonal, un poco en pendiente, baja una niña de unos cuatro años seguida de su padre que lleva el periódico ya bajo el brazo. La nena no camina sino que se desliza en una sencilla patineta con adornos rosados. Como su ruidillo, su mínima alerta, me obligan a levantar la cabeza, me cruzo con su mirada, con su expresión. Y como el velo del templo, se rasga el de mi difusa neblina interior e inunda mi espíritu de júbilo. Sus movimientos son de una gracilidad infinita, su expresión manifiestan la más pura alegría que se dibuja en una sonrisa contenida. Ya muy cerca, al cruzarnos y observar que la miro, su sonrisa se ha abierto ampliamente y dirige hacia mí sus ojos en los que brillan cien soles. Me doy albricias porque hay demasiadas cosas bellas en el mundo para dejar que cualquier nubecilla ensombrezca esta mañana de primavera invernal.

Pero aún me aguarda otra pequeña lotería. En el súper se dirige a mí un abuelete que ya he visto en ocasiones anteriores y en el mismo lugar. Me tiende un bote de tomate frito y me pregunta cuál es el aceite de su composición. ‘Es que veo poco ya’, me dice como justificándose. ¡Y no usa ni gafas! Le interpreto lo que me pide y le añado que uno anda ya con ambos ojos tocados del ala. ‘Pero si es usted muy joven’, casi me reprocha. ‘Sesenta y dos’, le contesto. ‘Casi un chiquillo. Yo tengo ochenta y cinco y ya mismo cumplo los ochenta y seis’. Me admiro de su vitalidad, del buen humor con que me habla, de su forma de enfrentar la vida cuando me añade: ‘Y pienso llegar a los ciento veinte!’. ‘Si es así, firmamos un pacto y nos morimos el mismo día’, le respondo ya con jovilaidad.

En el camino de vuelta, me sorprendo tarareando mi música de cine favorita.