miércoles, 17 de septiembre de 2008

Marejada

Hace un tiempo solo pasan por esta mi esquina, que lo es vuestra, más recuerdos de gente ida que personajes en movimiento. Tal vez sea el otoño que se anuncia, la luz que va perdiendo su plenitud, las tardes que caen con mayor rapidez en la penumbra nocturna o simplemente que estando yo próximo a mi otoño vital, si es que no ando de patas en él, pasan los días teñidos de los colores del ocaso.

Una y otra vez, aquí frente al mar, es el recuerdo de Angelito el que se pasea con frecuencia. Ángel, setenta y tantos, tomó una mañana conmigo su copa de anís del Mono, montó en su vespino –‘adiós, hormiga atómica’, lo despedí como tantas veces- y salió en busca de su patera, la lancha le decía él, no sé si a calar el arte o a retirarlo. Era enero, un enero crudo y duro. Hacía viento racheado del nordeste y mi última palabra fue ‘cuídate’.

A la mañana siguiente, León, Leonardo en la partida de bautismo, me dio la triste noticia. ‘Ya no podrás invitar a más copas a Angelito. La que le pagaste ayer fue la última de su vida’.

El resto de la narración fue simple. Envuelto en su anorak heredado del hijo, pian, pianito llegó en su moto a casa. Cargó el pequeño motor fueraborda en la caja de fruta que siempre usaba como transportín. Llegó a dónde solía dejar su lancha. Con ayuda de algún muchacho de la playa colocó el motorcillo y, juntos, intentaron meter la barca en el mar.

La rompiente nacía con fuerza a más cuarenta brazas de la playa. No era fácil superarla y tras varios intentos en vano, el chaval le aconsejó, ‘Ángel, mejor lo dejas para más tarde, a ver si con la marea amaina el traqueo’.

Conociéndolo, Ángel debió decirle de ‘maricón’ para arriba, pues su repertorio de tacos era extenso y variado. Dijo que al calamento solo le quedaban ya tres piezas y que el temporal se las iba a llevar sin remedio. Fue inútil convencerle. Ya solo, setenta y tantos, no lo olvidemos, volvió a enfrentarse al mar.

Al primer envite, a los pocos pasos, dejó de empujar la paterilla, y se llevó una mano al pecho. Pocos momentos después, se derrumbó sobre el agua. Por muy pronto que acudieran a sacarlo, siempre sería ya tarde. El corazón le había estallado como una costura mal cosida. Allí mismo en la arena, alguien que tenía idea, le aplicó masaje cardíaco, intentó el boca a boca. Pero el resorte que tendría que hacerlo latir estaba roto como un viejo trozo de cabo, manchado de brea. Tardaron poco en cerrarle los ojos claros y taparle la cara con algún trozo de tela.

Había congeniado conmigo en varios años coincidiendo en la misma barra del bar madrugador, donde yo tomaba un par de cafés después de la caminata y antes de dirigirme al trabajo. Él, una o dos copas de anís, que la tercera no dejaba yo que la tomara. Los otros parroquianos me comentaban, en su ausencia, su extrañeza de nuestras charlas, pues era, decían, hombre de pocas palabras. Incluso alguien me advirtió de que era un poco bicho y solía despellejar con la lengua a conocidos y transeúntes.

Nombraba a la guardia Civil como ‘los cornúos’ por el tricornio ‘de dos picos’ que usaban antes. Echaba pestes de los grandes mercantes que con poca tripulación se cruzaba en alta mar y decía que con el piloto automático puesto, te arrollaban y ni se enteraban. Maldecía de sus compañeros que calaban en zonas próximas a él. Hasta de sus hijos renegaba porque según decía, ninguno había tenido c… para ser hombre de mar mientras él, analfabeto, había llegado a pilotar barcos grandes por Dakar o Casablanca.

Pero tenía una fibra delicada que yo tañía con tacto y cariño: pasó unos años de juventud por Huelva, novia incluida y cuando, a mi reclamo, evocaba aquellos tiempos, su costra de sal, requemada por el sol y las desgracias, dejaba paso a un corazón con pintas de romanticismo, que me mostraba casi al desnudo. Me contabas andanzas por aquellas playas, noches de mar y cantes, borracheras con vino de mi tierra y como lo máximo, se prodigaba en unas cuantas sonrisas de medio lado, que era lo más con que conseguía expresar que se sentía a gusto en aquellas charlas.

Llegué tarde a su entierro y toda la comitiva del duelo había desaparecido. Allí, una placa de hormigón cegando la boca del nicho entre él y yo, tuvimos el último rato de charla. Seguía soplando duro el nordeste y su voz me llegaba muy apagada. Tan tenue que desaparecía por momentos. Agachaba yo la cabeza y la oía mejor dejándola hablar dentro de mi pecho.

jueves, 11 de septiembre de 2008

Esperador

De niños, hace cincuenta y tantos tacos de almanaque, éramos crueles con los gorriones. Tirachinas, escopeta de balines, pedradas a los nidos. Blandos con las golondrinas. La canción decía que desclavaron espinas de la frente de Cristo. Eran golondrinas verdaderas, con su blanco pecho que veíamos desde abajo y su frente y barba como dos rubíes y sus alas como flechas negras. En las ciudades grandes había más bien vencejos, más grises y chillones.

Cuando salíamos al campo con alguien mayor nos ilustraban con los nombres de los pájaros que veíamos. Nombres que cambian según regiones o comarcas. Zorzales, trigueros, estorninos, cogujadas –que en mi pueblo nombran ‘cujá’ en singular y ‘cujales’ en plural- pipitas –allí ‘pipiticas’- mirlos, grajillas, codornices, tórtolas o palomas torcaces –‘torcales’-.

Luego estaban los pajarillos de jaula. Los canarios, jilgueros, verdones, mixtos de canario y jilguero, que alegraban con su canto desde los patios más señoritos a las puertas de las humildes tiendecillas o las covachas de los zapateros remendones.

Por último, pero ocupando lugar de honor, las aves que venían en los libros, que protagonizaban poesías, canciones o prestaban su porte a blasones y escudos. La alondra, el ruiseñor, el halcón, el águila. Sí nos era familiar el milano que planeaba suave y a quien le atribuíamos escasa inteligencia.

En todo caso, salvo gorriones, golondrinas y los tristes prisioneros de las jaulas, pocos más eran los pájaros que convivían en el pueblo o la ciudad. Tal vez conocedores del poco respeto y la depredación a que se exponían.

Sin embargo hoy, el campo se ha convertido en una trampa con venenos en forma de pesticidas. Los insectos, las plagas, disminuyen en bien de la agricultura, pero en detrimento de la alimentación de estos pequeños seres, alegres en sus vuelos, que ven mermados sus nichos alimentarios.

Los ¿más osados? han decidido vivir cerca del hombre, que ya no es su depredador y se ha convertido en un casi amigo. En los parques, en los pequeños jardines o plazas ya no solo se ven gorriones o palomas. Ahora las pipitas se pasean haciendo reverencias con sus patas imposibles, con sus largas colas. Los mirlos caminan inclinados hacia delante como sacristanes antiguos. En el patio de un colegio, cuando aún estaba vacío vi no hace mucho una collera de urracas, como discutiendo si llevarse algo brillante a su nido.

Por donde paseo muchos días, cerca del pueblo, incluso sobre algunos tejados, los cuervos graznan, se graznan entre ellos o disputan sitios con distintas razas de gaviotas, de pardelas.

Pero quien me tiene ganado el corazón es un pajarillo que me acompaña a veces un trecho del camino. Suele estar en el suelo buscando no sé qué, o sí lo sé, y solo cuando estoy cerca, con un pequeño vuelo se aleja unos pocos metros hasta que casi lo alcanzo de nuevo, como jugando al corre que te pillo. Otras veces busca sitios más altos, tal vez para distinguirme mejor, pero como debe pesar muy pocos gramos, se sostiene sobre un tallo de hierba o sobre cualquier alambre de una cerca.

Su plumaje es discreto pero sin renunciar a ciertos toques elegantes. Su cabeza y su capa es parda, el vientre más claro, de un cobre sin brillo, pero es su larga colita, que despliega en sus pequeños vuelos, la que muestra un suave tono anaranjado que tal vez lo convierta en presa de algún otro alado cazador.

No sé cómo se llama. Ya ando buscando algún manual de ornitología por si lo encontrara, aunque me temo que prefiero quedarme con la incógnita y no saber cómo le llaman los demás. Yo ya lo he bautizado: ‘esperador’.

sábado, 6 de septiembre de 2008

Televidente

Durante bastantes años, no era muy políticamente correcto decir que uno no veía la televisión. Como mínimo eras un rarito. O un pretendido falso intelectual, un presumido, un pedante, o lo más común que te tomaran por un embustero que pasaba largas horas ante la caja tonta, tragando toda la bazofia del mundo, pero fardando de lo contrario.

Y hoy, al menos la gente joven, va por otros derroteros. Tienen sus móviles, sus ingenios audiovisuales en miniatura, sus conexiones a la red, su música mil veces repetida y cómo no, sus videojuegos.

Por fin se puede decir sin ser víctima de reojos: veo muy poco, casi nada, la televisión. Me resulta difícil encontrar un programa que me enganche. Las series las encuentro muy condicionadas por unos guionistas esforzados en aparentar naturalidad o actualidad, moviéndose dentro de esquemas repetidos. Nunca fui capaz, ni siquiera en tiempos de Dinastía, El pájaro espino u otros Grandes Relatos, de seguir andanzas estereotipadas y esperables. Qué decir ahora y antes de los tristes culebrones, muchos de ellos con la técnica escenográfica de un teatro de aficionados.

Los noticieros están muy repercutidos por la orientación del Gran Hermano respectivo o del Gran Ojo de turno que los controla, bien desde sectarismos políticos, bien desde el implacable espectro de sus conveniencias en nadar y guardar la ropa.

Lo triste es que más de uno, más de dos y más de tres de esos canales que se captan desde mis sintonías, se sufragan en una pequeña parte con mis impuestos, mes gusten sus contenidos o no. Me guste su orientación y bandería o no. Al menos las cadenas privadas no ocultan que sus fines, como cualquier otro negocio, son, en primer lugar, ganar dinero; y ya en segundo término, je, je, ganar el mayor dinero posible.

Puedo repetir entonces que veo poco la televisión.

Lo que no significa que no vea nunca la televisión. Vivo en un par de sitios al año y en ambos tengo un televisor de tubo de catorce pulgadas. Y uno de ellos es nada menos que un combo: trae su lector de dvd incorporado. Un lujazo. Suelo encender un par de veces al día la tele, procuro informarme de los pronósticos meteorológicos, algún programilla desenfadado y poco más.

Pero hoy estaba decidido a no perderme algo. Quizás deba decir primero que por distintas razones fui objetor de la Expo 92, viviendo a pocos kilómetros de Sevilla y no la pisé. Por ampliación, ignoré del todo, aunque no fuera nunca mi debilidad, la cosa de los juegos olímpicos de Barcelona. Uno de los motivos era –y admito que se me acuse de pesetero- porque en ambos eventos, mucho listillo llenó su cartera, repito, con el cruento sacrificio de mis impuestos.

Sin embargo hoy sabía que había un espectáculo que no me podía perder. Algo he leído y oído de los juegos de Beijing 2008, que terminaron no hace mucho. Sé por ejemplo que tipos ya millonarios se han subido a esos podios, sostenidos por el afán de lucro sobre todo de marcas y patrocinios. Me ha importado poco y no he vibrado porque me he enterado tarde, mal, o no me he enterado de las medallitas de colores que hayan podido ganar los participantes españoles. No soy muy patriota.

Pero repito, hoy he gozado durante un buen rato con un espectáculo fascinante: la apertura de los Juegos Paralímpicos. He visto a una mujer ciega dirigirse a todos los espectadores del mundo. He visto la antorcha sobre sillas de ruedas, portada por un hombre con prótesis en las piernas, o con un solo brazo u otra mujer portándola en una mano, mientas su perro le hacía de lazarillo. Y he visto en fin, el esfuerzo increíble de un verdadero atleta, que en su silla de ruedas se izaba como un titán, escalando una cuerda que le ha llevado a encender la gran llama.

Hoy creo que por fin he amortizado el pequeño televisor en que lo veía.