jueves, 4 de junio de 2009

Trillizas

Sus risas me llegan mezcladas con los gorjeos de los pájaros que viven en todos estos patios tan cercanos. Hay adelfas en algún rincón, un ciprés que le impone algo de espiritualidad a la naturaleza desbordada de la primavera, una jacaranda lejana que pone una pincelada azul en el cielo y por encima de las tapias se alza una esbelta palmera que sacude su cabellera verdioro los días de viento.

En la pared de enfrente hay unos nidos de golondrina y a los gurripatos no los veo pero los siento en su incesante piar cuando les llega la hora del desayuno, almuerzo, merienda o cena, que como no tienen reloj, empalman una con otra. Es al atardecer cuando en un incesante ir y venir, dibujando acrobacias imposibles, sus padres se afanan en acallarlos con algo que llevan en el pico. Luego se va diluyendo esa melodía y siempre supongo que el padre les va contando un cuento de jazmines o es la madre quien les susurra muy bajito una nana.

Pero nuestras protagonistas de hoy son tres. Llegó la primera en avanzadilla y es una morena de cuatro años, mes arriba o mes abajo, a la que encuentro algunas veces acariciando a su perro –santojob de mil paciencias- o más bien retorciéndole suave una oreja o rascándole las lanas. No contesta a mi saludo porque la buena educación de hoy incluye no hablar con extraños, pero me mira serena desde el profundo mar de sus dos ojos verdes. Las dos siguientes se asomaron a la vida el mismo día. No creo que la primogénita hubiera cumplido el año o tenía tal vez la vela recién apagada. Son distintas como dos perlas de uno y otro color. Una es más rubia, inquieta como una mariposa y se encarga de tomar la iniciativa en mil juegos e inventos. La otra, con el pelo más castaño, tierna y suave como una flor de magnolia, la sigue en todo modificando sin forzar la ruta que a ella le parece más conveniente.

Debe haber una piscina en su patio que no veo, porque a primera tarde, cuando ya han vuelto de sus obligaciones escolares, las siento chapotear, reír, gritar y pelearse, cumpliendo la ley no escrita del juego de todos los seres vivos que descubren las primeras alegrías en la bendita ignorancia de que más adelante de todas las primaveras llegará un castigo en forma de sol inmisericorde y más tarde la dulzura deslizante del otoño que preconiza la sombría amenaza del invierno.

Cuando crece alguna nube más oscura entre mis pensamientos procuro revivir esos instantes en que las jovencísimas golondrinas se adormecen con la nana inaudible o en que mis simpáticas trillizas –libertad que me permito en llamarlas así aunque no coincidan del todo sus edades- alborotan con sus gritos el cristal del mediodía.

sábado, 16 de mayo de 2009

Pocasombra

Hay unos versos que aprendí casi de niño y que terminaban en una especie de triste aleluya final: “A chufla lo toma la gente/ y a mí me da pena/ y me causa un respeto imponente”. Son muy conocidos: “El Piyayo” de José Carlos de Luna, un poeta popular, aunque hoy ya quizás desconocido para muchos. Tiene algún otro pasaje que suele erizarme casi siempre los vellos, aún casi cincuenta años después: …”churumbeles con greñas de alambre y panzas de sapo/ que aúllan de hambre/ tiritando bajo los harapos. Sin madre que lave su roña/ sin padre que ‘afane’/ porque pena una muerte en Santoña/. Sin más sombra que la del abuelo,/ ¡poca sombra, porque es tan chicuelo”. O …”La Virgen María contempla al Piyayo/, riendo/. Y hay un ángel rubio/ que besa la frente de cada gitano chiquito”.
Salvando mil distancias yo conocí muy de cerca a un viejo Piyayo que coincidía en pocas, pero sí algunas, cosas con el de los versos. Un viejecillo reseco, chicuelo, trayendo cada día del mercado -aunque sin sufrir necesidad, bendito sea el destino- el trozo de carne para el puchero, o la pescadilla para freír, o alguna chuchería comestible como unos rabanitos. No tenía más familia que sus nietos. Fue padre de varios hijos a los que fue enterrando poco a poco, triste anacronía de cuando los mayores dan sepultura a los más jóvenes. Al final su familia directa eran solo unos ‘churumbeles’ hijos de la única hija que le dio nietos. Con la dulzura y la sabiduría con que impregnan los años, volcaba en ellos su afecto, sus sentimientos, sus buenos deseos, sus previsiones para un futuro digno, atesoraba sus cuatro bienes materiales. Pero sobre todo, aún con la rigidez que imponía una época de austeridades y dificultad para expresar las emociones, daba y recibía un cariño desbordado.
A uno de los nietos, el mayor, le fue descubriendo secretos de sabiduría, enseñanzas utilísimas para el trabajo, consejos de prudencia, palabras de orientación, guías de conducta honesta y productiva. Con la niña, la pequeña, llegó a formar lo que hoy llamaríamos una pareja de hecho, desigual y conmovedora. Eran los dos extremos de la edad: los que cenaban y se acostaban pronto, los que compartían los pequeños egoísmos de la infancia y la vejez, tan parecidos, una complicidad en la que ambos se sentían inmersos y disfrutaban inconscientes. Tal vez se cruzaban entre ellos secretos que no compartían con nadie más. Él añoraría tantas veces, sin decirlo, a su hija pequeña, a la madre de esa nieta y la vería reflejada en aquella femineidad naciente, en ese gorjeo que es siempre la risa de un niño, de una niña. Al nieto segundón en las largas tardes del invierno le controlaba los deberes, la tarea escolar en tiempos sin tele, solo de largas veladas en torno a una mesa camilla bajo la que ardía silencioso y lento un brasero de cisco. Como colofón, le hacía un dictado. Pero con todas las trampas amorosas del mundo. No quería que el nieto cometiera faltas de ortografía y le susurraba los posibles tropiezos antes de que diera en ellos: ‘Esa palabra va con mayúscula, que es el nombre de un río’, o ‘encima de la o, va una comita’, que es como le llamaba a la tilde o acento ortográfico.
Era el enlace perfecto entre dos generaciones se que saltaban una, complicada en sus enredos y dificultades, y establecía una complicidad armoniosa y fecunda entre la experiencia de quien nació en la penúltima década del siglo XIX y de quienes conoceríamos los azares de estos comienzos turbulentos del siglo XXI. Les hablo de mi querido, queridísimo, recordado abuelo.

lunes, 4 de mayo de 2009

Cascarrabias

No puede ser él, ni tampoco su gemelo. Entre otras razones porque les hablo de quien tendría un siglo largo de vida. Y este, con quien me cruzo hoy, no creo que alcance… los noventa. Pero se parecen como dos gotas de vino. Es bajito, con andar de arrastrapies, muy corto el paso y apoyando cada uno de estos en un bastón cuyo puño puede ser de plata. Cada pocos pasos hace una paradita, creo que más que por necesidad o cansancio, por echar un vistazo a su alrededor y no perderse detalle de todo lo que le rodea. Usa bigotillo descuidado y gesto gruñón. Por casualidad entra en la misma tienda que yo y sin venir mucho a cuento despotrica, en voz alta y sin dirigirse a nadie, de todo lo divino y lo humano de esta época en que sabe que camina cada más veloz hacia el Jardín. Se enfada, aunque parece siempre enfadado, porque no hay algo que pide, algo que tal vez se dejó de fabricar en tiempos de Isabel segunda. Se va mascullando improperios, arrastrando los pies, ya lo he dicho, no sin antes describir una circunferencia con su mirada, parándose en cada uno de los rostros de los que estamos allí, no sé si para grabarlos en su memoria y dedicarnos unos minutos de vudú a cada uno cuando llegue a su casa o para hacernos responsables de cualquier inconveniente que le pueda surgir en su ajetreada vida. Vuelve a murmurar sin que se le entienda gran cosa, contra todo lo que se mueve y sobre el universo que permanece inmóvil.

Como se aprende más oyendo que hablando, pego la oreja y en cuanto se marcha, alguien comenta que es el viejo más deslenguado del pueblo. Tiene una biografía simple en cuanto a trayectoria vital, pero variadísima en cuanto a anécdotas de enredador y cascarrabias. Algún padre o hermano de muchacha, o esta misma, se le ha tenido que plantar a decirle cuatro cosas, porque cuando ve a una de alguna de nuestras chicas de hoy, ombliguera, faldicorta, escotada y con piercings, les dirige venablos verbales, no como viejo verde sino como defensor de una moralidad propia de los años cincuenta. Que si van como fulanas, que ya se podía tapar el elástico que asoma por sobre los vaqueros, que si una mujer decente no tiene por qué mostrar el canalillo y cosas así. Si fuera viuda, es viudo, me la imagino de negro permanente y sustituyendo el bastón por un paraguas, también negro, como la doña Urraca de los tebeos de mi infancia.

Vive solo, no sé si lo he dicho. Echa casi a patadas a cualquier miembro de los servicios sociales que intente traspasar su umbral, alegando que su casa está limpia como una patena, y consta que es verdad, y que se hace sus tres comidas calientes al día. Y es cierto que lo he visto en el súper, remirando y manoseando una a una todas las bandejas de filetes de pechuga de pollo o los sobres de embutidos loncheados, menos mal que están convenientemente sellados y cerrados, hasta encontrar lo que más le gusta. Lo menos malo, creo que diría él que no debe dar nada como bueno. Luego en la frutería hace un pedido que le llevan a su casa porque desde luego no está para cargar con patatas o naranjas durante un trayecto superior al metro y medio. Compra solo pescado congelado porque oyó decir una vez que el pescado fresco incluye como conservante el pis de los marineros.

Toda su vida transcurre entre las labores del hogar, en las que se hizo perito durante la larga enfermedad de su esposa y en innumerables y cortos paseos que se da con cualquier excusa, esto sí lo he dicho, grabando en su retina todo lo que ocurre y a todo el que se le cruza. Con la luz del día, lo más fácil es cruzárselo por la calle y para mí, que debe acostarse casi con luz del día, pues madrugador también lo es, que lo he visto y he sentido el toc toc de su bastón a temprana hora.

Pero. No es de él de quien me proponía hablar, sino de ese supuesto gemelo, que no fue tal al que conocí, ay, hace ya muchos, muchos años. Otro día será.

lunes, 20 de abril de 2009

Estatuario

¿No han visto alguna vez esas pequeñas esculturas que se consiguen con ramas retorcidas, raíces u otros elementos de un árbol y que el buen hacer y la imaginación del artista –generalmente gente mayor- convierte en rústicas obras de arte? Pues imagínense una figura humana seca, leñosa, el rostro tallado en cien arrugas, la expresión casi inmóvil, el talle juncal y una pose cuasi escultórica viendo pasar el mundo por delante.
No lo había visto más que un par de veces, tal vez tres o cuatro, pero hoy me paré con él, como quien no quiere la cosa. Suele estar en una esquina, siempre la misma, ya digo que casi sin mover un músculo, vivos tan solo los ojos que se fijan en quien pasa. Igual puede tener setenta que noventa años, pues esa rigidez casi pétrea hace que se confunda con el rutinario paisaje urbano de su barrio humilde. Debe pesar poco más de sesenta kilos a pesar de no ser muy bajo, pues es un armazón de huesos revestido de piel como cuero curtido. Pertenece a esa generación que pasó hambre porque no había en su momento qué comer y luego, aunque sea corta la paguita, con los achaques y las goteras, incluso el perder el gusto por hasta los mínimos placeres, debe alimentarse con poco más que un pajarillo.
-Hace buena mañana-, le digo medio parándome, por tocar un tema más que trillado.
-Este año puede haber buena fruta de verano-, me contesta con lo que seguramente ha sido uno de los motivos en que ha pensado siempre.
-Pero ya pica el sol –añado-. No es muy bueno quedarse aquí tan plantado. ¿No es mejor dar un paseíto?
Me mira como preguntándose a donde voy a parar con el interrogatorio. Temo que por un momento me vaya a salir con que quien me da vela en su entierro. Pero no, no me he equivocado, es hombre de talante y como buen viejo, agradece tener con quien pegar la hebra.
-Mirusté, me replica. De nuevo –que traduzco por ‘cuando yo era joven’- he andado mucho y descalzo. Cuando iba de un pueblo a otro a segar, por el camino me echaba las alpargatas al hombro para no gastarlas, porque luego en el tajo había que llevar los pies protegidos. Ahora a la gente le ha dado por andar, pero eso es para quienes tienen que rebajar la tocina. Yo no he estado gordo en mi vida y ahora solo ando lo preciso. Además tengo las piernas mu malas.
-Hombre, pero andando se engrasan los huesos -le sugiero-. A lo mejor le mejoran dando unos pasos.
-Quite usté allá, me replica. Si sabré yo lo que me conviene.
Lo dejo en su esquina. Quieto. Como un chopo, seco y envarado. Solo sus ojos denotan la vida que alberga aún y que imagino, miran más tiempo hacia sus adentros.

jueves, 9 de abril de 2009

Desprendimiento

Le queda aún, cómo no, el metro ochentaytantos con que lo conocí. Sin embargo ha perdido aquella apostura de antaño y la ha sustituido por una expresión corporal como doliente, un leve encorvamiento de su columna superior que hace que ahora mire más hacia el suelo que al horizonte.

Vestía entonces elegantes conjuntos de paño inglés en el invierno, impecables trajes de lana fría en verano y camisas inmaculadas sobre las que lucían variadas y atractivas corbatas de seda. Conducía un potente coche alemán que brillaba impoluto hasta en los días tras la lluvia o cuando el polvo del Sáhara flotaba en el ambiente como una tela de araña sutil y amarilla. Donde gozaba de aparcamiento en la ciudad, había una estación de lavado y engrase y en cuanto advertía algún estrago de suciedad en la carrocería, le dejaba las llaves a alguno de los trabajadores para que al salir, reluciera de nuevo inmaculado.

Dirigía un grupo de colaboradores y subordinados, entre los que procuraba elegir señoras de buen porte y modales, y poseía esa cualidad de líder que sabe convencer más que con la fuerza de sus argumentos, que también, con la persuasión de su encanto personal. Con su voz cálida, con su gesto cordial, con su mirada de líder poderoso.

No tuvo excesivo trato conmigo en aquel tiempo de fulgores y abundancia. Tampoco puedo decir que faltara una exquisita y respetuosa relación de vecinos muy próximos que coincidíamos madrugando en los días laborables o en los ratos despreocupados del fin de semana. Una correcta convivencia vecinal, pero poco más.

Hoy me lo encuentro algunas mañanas compartiendo la sosegada calma de los días del jubilado. Lleva como digo levemente encorvado el cuerpo, con olvidado brillo la mirada , vestido con el uniforme humilde -el chándal, la camiseta de algodón, los vaqueros, el calzado sencillo- de quienes no pretendemos, ni necesitamos, captar la atención ni la mirada de los otros. Conduce un pequeño y modesto utilitario que conserva, eso sí, limpio permanentemente.

Una nimiedad circunstancial nos hace llegar al diálogo inesperado y este se alarga durante largo rato. Me cuenta su prejubilación por enfermedad grave; su transplante de hace unos años que le obliga a un ritmo de vida de lo más moderado; pero sobre todo me abruma, aunque procuro que no me lo note, con sus achaques pendientes de nuevos quirófanos, de su medicación abigarrada por diversos fallos de su organismo que no imaginaba tan arruinado.

Pero sobre todo me habla con una serenidad poco común acerca de la muerte. La ha integrado en su mundo como un acontecimiento inevitable, pero muy racionalmente aceptado. Da por cerrado su ciclo vital: ha desarrollado una actividad profesional gratificante mientras lo fue, es padre y abuelo y mira sin miedo al futuro, considerando un don ver amanecer cada nuevo día.

Mientas nos despedimos y cuando ya volvemos cada uno a nuestro hogar, medito en aquel hombre altivo y seguro que conocí tan poco entonces y lo comparo con este otro reflexivo, apacible y sosegado que admite la vida como un regalo efímero que disfruta sin añorar gran cosa el pasado ni poner más que unos pocos miligramos inmediatos en el platillo del futuro de la balanza con que mide los tiempos.

domingo, 22 de marzo de 2009

Dominguera

Creo que Juan Ramón le comentaba a Platero aquello de la delicia de la mañana festiva, cuando el personal se iba en tropel a la plaza, a la iglesia, al reclamo de las campanas y ellos se quedaban en el patio, en el corral, en el silencio solo interrumpido por el zumbido del moscardón o el piar de los gorriones.

Es mañana de domingo y aunque no se oyen las campanas, ese silencio intermitente se ve interrumpido por sensaciones discordantes, cada una con su timbre molesto de ruidos exagerados o innecesarios. ‘Señora, ha llegado a su puerta el tapicero…’ El pregón, amplificado por la potencia electrónica que cada cual estima oportuna, machaca una y otra vez el ámbito azul y transparente del aire. Cuando por fin se aleja y empieza a gorjear tímidamente alguna avecilla enamorada, salta el ruido poderoso y rascador de una sierra eléctrica que hace la última poda o corta la leña para la barbacoa o para encender una chimenea cada vez más innecesaria. Al fondo, el tronar sordo de la autovía que no cesa, como el zumbido de un abejorro amenazante.

Entonces le llega a él su turno. Cómo le agradezco su respeto por los tímpanos ajenos y su solapamiento con los rumores naturales. Debe tener el único carro que queda en el pueblo. De construcción sencilla y algo anticuada, lo ha modernizado con unas ruedas de goma que no hacen ruido. Tira de él un mulo, un pacífico macho de varas, lento y callado que debe ser su amigo antes que su servidor. Le habla con voz murmuriante y suave. Solo cuando el animal resbala –sin culpa- o no interpreta de forma adecuada sus órdenes, lo insulta con palabras gruesas, aunque sin levantar casi el tono de voz, más por senguir un ritual de carretero que porque sienta inquina contra la acémila. Ya digo que no levanta mucho la voz, como no queriendo que los demás participemos de la intimidad entre ambos.

Con poco convencimiento, solo de tarde, entre calada de cigarro y mirada curiosona a fachadas o jardines, deja oír su pregón: “¡Íiooo!, ¡Íiooo uéeee!” Se entiende perfectamente, ¿no? Oiganlo de nuevo: “¡Íiooo, iéoo, uéeee!”.

Antes de pasar a traducirlo, permítanme que les dibuje al personaje. Debe andar más cerca de los sesenta que de los cincuenta. No es muy alto, pero sí ancho. Ha ido ensanchando en estos años que lo conozco. Sus ocho arrobas largas no hay quien se las quite. O sea, cerca del quintal. Esto sería al menos en su lenguaje, entre los noventa y los cien kilos. Medio calvo pero siempre protegido por su gorra. Gasta patillas bandoleras –se afeita de tarde en tarde, se corta el pelo pocas veces al año- y chaleco antiguo. Pantalón de pana y botas chirucas, sea verano o invierno. Fue obrero agrícola mientras hubo algo que hacer en el campo y luego, trampeando y con apuros, ha conseguido una pensión de jubileta que no debe ir muy allá. Sé que es solterón empedernido y cuando se presenta la ocasión, trapichea vendiendo algún animal de monta, de carga o de tiro.

Vive en lo que todavía se puede llamar las afueras del pueblo y allí tiene cochiquera, conejera, corral de gallinas y gallo y un cacho de cuadra para su socio.

Todo ello le da para la elaboración de su pequeña industria, que sale a vender los sábados y domingos porque es cuando la gente anda al cuidado del jardín. De ahí su pregón: “¡Íiooo, éeooo, uéeee!”, o sea, “¡mantillo, estiércol, mujeres!”. Porque algo machista sí que es.

domingo, 15 de marzo de 2009

Conjeturas

No se le ha borrado del rostro la expresión de desvalimiento que posiblemente se le quedó la tarde en que enterró a su esposa. Ignoro si me he pasado de perspicacia, porque no estoy seguro de que efectivamente el hombre sea viudo. Pero a mí me lo ha parecido desde el primer día. Tampoco sé si tiene o no hijos, pero sería capaz de apostar, yo que soy poco jugador, si acaso algún viernes dos cuponcitos de la ONCE, que vive solo. También he coincidido con él en el supermercado y el tipo y volumen de la compra me ratifican en mi sospecha. A veces cotilleo para mí mismo.

Debe andar por mis años, alrededor de los sesenta, algún escalón arriba o abajo. No es bajo pero una carga invisible que lleva sobre los hombros le hace adoptar una postura algo encorvada. Viste el uniforme de muchos de los que nos pateamos el mismo camino: dos piezas de chándal, más o menos desparejadas, la camiseta simple o doble de algodón, unas zapatillas sin marca conocida y a veces gorra, a veces no. En un intento de perfil moderno, luce una perilla y bigote que no cuida ni demasiado, ni demasiado poco. El pelo entrecano y con un corte hecho para durar y no para presumir.

Como el pueblo fue en su principio casi simple carretera con casas a cada lado y luego creció no muy ordenadamente, ahora necesita y ya la tiene, una avenida de cuatro carriles y anchas aceras que discurre paralela, pero en mayor altura, que la calle principal. No es mala vista la que se obtiene desde aquí, no. Aunque no es demasiado llana, pues vivimos sobre un suave oleaje de lomas y pequeñas ondulaciones de terreno, está claro que reúne las condiciones para haberse convertido en el Paseo del Colesterol. Como conté un día, las mujeres suelen ir en pequeños grupos y si hay alguna más parlanchina, es la que hace casi todo el gasto de la conversación, mientras los hombres preferimos la soledad que nos permite cambios de ritmo en la marcha, o incluso hacer una parada y volver la cabeza cuando un ejemplar del sexo opuesto, que no contrario, merece nuestra atención y paladeo visual. No me tomen por un viejo verde, por favor.

Volvamos a nuestro hombre. No es de los que al cruzarse varios días seguidos, te sueltan un saludo que siempre es bien hallado. Pertenece más bien al clan de los silenciosos. Por eso aproveché la ocasión hace pocas mañanas. Como ya la primavera despliega su doble rostro, los árboles que se preparan para sombrear nuestros pasos el próximo verano se habían empezado a cubrir de tiernas y frágiles hojas, de un verde temeroso y pimpollo, más bien amarillo atrevido y juvenil. No soy experto para saber su nombre, pero me suena que estos arbolitos, ya mozos, sean de alguna variedad de fresno o acacia. El hombre, cuidadosamente, diría que casi con mimo, cortaba pequeñas ramas con sus brotes y las depositaba en un cuenquillo que había hecho con una bolsa de plástico. Aproveché para pegar la hebra: “-¿Qué, tiene algún pajarillo en casa?”. Levantó la cabeza algo sorprendido, como si le hubiera pillado cometiendo una pequeña transgresión. “No. No. Es para los gusanos, ¿sabe? Las moreras todavía no se han echado”.

Su tono fue educado pero no me parecía que invitara a proseguir el diálogo. Como no me había parado del todo, proseguí mi ruta y le di la espalda sin saber si en los próximos encuentros intercambiaremos el buenos días o ni eso. Al tiempo.

jueves, 12 de marzo de 2009

Despilfarros

Cuántas veces pasamos por una esquina y no tomamos esa calle que nos ve pasar un día tras otro. Decidimos una vez doblar esa esquina y nos sorprende en la calle ignorada la sonrisa de un niño asomado a su puerta o un gato encaramado a una tapia que nos mira con desdén. En un estante olvidado de la biblioteca puede un libro pasar años y cuando nos decidimos inopinadamente a leerlo, resulta que en él nos esperaban personajes o reflexiones que nos hacen soñar. Qué decir de ese bar cuya puerta nunca cruzamos y por cualquier motivo, entramos un día y nos encontramos con un café delicioso o, lo que es mejor, alguien que te atiende con cortesía y una sonrisa. Es como si el mundo fuera el inmenso pasillo de un hotel con innumerables puertas y nunca sabemos lo que nos podría deparar la fortuna porque elegimos una, pero la felicidad o la ruina podría estar acechando detrás de otras.

Los domingos, los periódicos contienen en su interior un cuadernillo de color salmón, doce o treinta páginas que suelo depositar en el primer contenedor de reciclaje que encuentro. Suelen hablar de economía en términos que considero que no me interesan. Hace tiempo que las páginas de bolsa, de empleo, de inmobiliarias no me dicen nada, por lo que prefiero no cargar con un peso inútil. Pero este pasado domingo, no sé por qué llegó hasta mi casa dentro de las páginas que sí leo, que tampoco son muchas. Bien, puedo utilizarlo como fondo del cubo de basura por si tiene que empapar algo que vaya húmedo. Pero me asalta un titular que hace que no me desprenda de él sin leerlo.

Más o menos viene a decir que la subida del precio del arroz está ya golpeando duramente en la economía de los más pobres del planeta. Sigo leyendo y me conmueve saber que el arroz forma la base casi unívoca de la alimentación de 2.500 millones, sí, dos mil quinientos millones de habitantes de este mundo nuestro que hace tanto tiempo que da vueltas alrededor del sol. Que por ejemplo en China, Zhu Yinian, que a sus más de setenta años sigue trabajando para poder comer, le resulta muy difícil afrontar su alimentación de cada día. ¿Saben cuánto ha subido para él el jin, el medio kilo que habitualmente compra? Pues un 50%. ¿Saben cuántas pesetas son ese dinero? Se lo digo en pesetas para luego traducirlo a euros: de quince a veinte pesetas. Es decir de 10 a 12 céntimos de euro. Esa monedita brillante y pequeña, más la otra, más pequeña aún, sucia y oscura que tantas veces preferimos olvidar o no nos molestamos en agacharnos para cogerla del suelo.

Ahora los cabeza de huevo que dirigen la economía mundial hablan de tiempos de recesión, de crisis horrible, hace meses aprendimos qué eran las hipotecas sub-prime, sabemos que nuestros coches utilizan un combustible cada vez más escaso y un billete de cincuenta, no digamos uno de veinte, una vez cambiado, se deshace en poco tiempo como un puñado de arena entre los dedos de un niño. Los jóvenes de hoy sonríen cuando les contamos que de pequeños comprábamos una entrada de cine por una peseta –un céntimo y medio de euro- o que un café valía en los años sesenta, cinco céntimos de euro. En los kioscos vendían cigarrillos sueltos a medio céntimo de euro, el famoso celta sin boquilla, con el que la mitad de mi generación se inició en el fumeque.

Pero todo esto es pura idiotez comparado con el drama del viejo Zhu, que en pleno siglo XXI, tiene serios problemas para poder llevarse a la mesa su triste cuenco de arroz hervido. No me hablen de demagogia. Pero cada vez que ahora se caen unos pocos granos al ponerlos en la cazuela me acuerdo de él, sin haber visto nunca su rostro.

Cuando alegremente (¿?), o mejor de muy hortera modo, se tira arroz a los novios… pienso que ya hay familias aquí, en la Pieldetoro que nos encierra a todos, aunque hay algunos que quisieran romperla, que tal vez se agacharan para recoger ese arroz y llevarlo a su casa. Es posible también que ya haya quienes compran arroz partido de desecho, de alimento de pájaros, porque es más barato.

martes, 10 de marzo de 2009

Llanto temprano

(Hace unos años, en otro medio distinto ya comencé a escribir de vez en cuando un blog, cuando estos eran desconocidos (casi) para la mayoría. Una casualidad me ha hecho reencontrarme con aquellos textos. Ahora creo oportuno recuperar algunos de ellos. Pido disculpas si a alguien ya les suena a refrito. Cuento con su benevolencia. Gracias).

Es justo y necesario para mí dar cada mañana un largo y placentero paseo a la orilla del mar. Esto me ha hecho entender algo de gaviotas, gavinas les llama la gente de la mar, pero de ello ya hablaré otro día. (Hoy y casi ninguna otra mañana, a estas horas, no pienso lo de “Dios mío, ¿qué hemos hecho para merecer a estos políticos?).

Me he cruzado con una señora que llevaba su perrito en brazos, algo que no es lo habitual pero tampoco sorprendente. La señora tenía esa edad imprecisa entre los 45 y los 60 años. El perro no era demasiado pequeño. La señora le hablaba. Siempre pienso en esos momentos que, o es la añoranza de un bebé, o el deseo y la necesidad de tener a alguien a quien proteger. Y que te escuche.

Pero lo que me ha impactado es que la señora que le hablaba a su perro lo hacía llorando. No puedo pensar que el perrillo le hubiera proporcionado un disgusto y se lo recriminara con lágrimas. No. Seguro que la causa de su llanto estaba en un ser humano, tal vez un perro de dos patas.

¿Tiene la señora un problema en su casa, un anciano con Alzheimer, un marido bebedor y/o violento, unos hijos que la ignoran, salvo a la hora de exigirle algo, comida a su gusto y capricho, ropa limpia y planchada…? No lo sé. Es sábado. ¿Ha vuelto muy tarde o no ha vuelto aún la hija o el hijo que llevó en su vientre? ¿Teme o sabe con certeza que en los finde alguno de los suyos abusa de sustancias?

Se me ocurre otro sinfín de cosas, pero tal vez la mujer sólo llora su soledad que comparte con su perro. Una soledad que tal vez siente de forma inquietante aunque conviva con otras personas. Pero sus lágrimas, por entre las cuales susurraba a su perrillo en brazos, me han conmovido.

jueves, 5 de marzo de 2009

Heroína

Impresionaba la majestad de aquellas paredes, la altura de aquel techo de madera,a imitación del artesonado de una iglesia importante. Tal vez no era necesario ningún cartel solicitando silencio porque era el único modo de sentirse bien dentro de aquellos muros. Habían modernizado el suelo y ya las pisadas no eran tan respetuosas como cuando solo era tierra apisonada. En un rincón, junto a un trozo de escalera amputada, y que ya no subía a ningún sitio, había dos enormes tinajas venerables de recio barro cocido, la mitad de ellas empotrada en el suelo.

De pronto me la encontré de frente. Estaba allí, con su ropa negra habitual, con su delantal oscuro, con sus piernas bien torneadas, con su expresión corporal permanente de lucha por la vida. No podía distinguir bien su rostro, pero estaba seguro que conservaba sus huellas de siempre de haber pasado la viruela en la infancia, pequeños cráteres deformantes en la cara y sobre todo, su ojo. Aquel ojo que conservaba su vida propia, precisamente por carecer de ella. Aquel humilde ojo de cristal que miraba fijo sin ver, aislado de todos los pequeños músculos que debían moverlo.

¡Juanilla! Claro que eras tú. No podías ser otra. Aunque aquella fotografía, ni con mucho la mayor ni la mejor de la exposición retroactiva del primeros del siglo XX, no estaba hecha en tu pueblo. Era tu imagen, aunque nunca hubieras estado en aquella calle, donde los chiquillos miraban medio espantados a la cámara, casi todos los 'machis' con gorra, alguno descalzo, varias de las niñas, todas con menos de diez años, con un bebé de pocos meses arropados en sucias mantillas. Las hermanas mayores tenían que ser pequeñas madres, mientras la verdadera andaría sabe Dios por dónde buscando un trozo de pan para su casa.

Mi recuerdo de Juanilla es siempre en verano. En pleno verano, a la hora de la siesta, derritiéndose las formas, estallando en calor las fachadas, imperturbable el silencio entre tanto fuego que baja del cielo. Y tú, Juanilla, con tus zapatillas de paño, con tus medias negras porque el luto era sagrado, con aquellos dos cubos malolientes en las manos. Salías de tu humilde vivienda, un portal lo llamábamos, de una sola pieza, con dos tabiques poco más altos que la cabeza y el techo diáfano, con dos cortinas haciendo de puertas. En uno de aquellos mínimos habitáculos dormías tú con tu madre, siempre enferma desde que tengo uso de razón. En el otro, tus tres hermanas sobre una única cama, no muy grande, y sonora por las camisas de maíz de que estaba relleno el colchón.

Salías, digo, como una sombra furtiva con tus dos cubos vacíos, uno en cada mano. Ibas por las ocho o diez casas del pueblo donde seguro sabías que se comía todos los días. Donde la muchacha del servicio volcaba en uno de tus cubos, los desperdicios. Ya sabes, las espinas del pescado, las cáscaras de la sandía, algún mendrugo mordisqueado, los restos indefinidos de lo que se había comido en esa casa a mediodía. No era agradable ver, sobre todo oler, el contenido de que se llenaban tus cubos, con los que volvías a tu portal ya llenos, con su miserable y valiosa carga. Uno de ellos lo vaciabas al llegar en la diminuta cochinera que con tablas y alguna tela metálica le comía espacio al pequeñísimo patio. El gruñido de satisfacción del marrano respondía agradecido a tu generosidad. El otro cubo lo vaciabas, más maloliente si cabe, por la mañana temprano.

Cuando allá por unos días antes de nochebuena se lo vendieras al Dosrabos, uno de los carniceros del pueblo, este te daría después como una hoja de cálculo, escrita en tosco papel de estraza, en la que se detallaba cuántos trozos de tocino, de costilla salada, de huesos de espinazo, de morcillas, de medias orejas podías ir a buscar a la carnicería a lo largo del año. Asegurabas el puchero de trescientos sesenta y cinco días más. Luego había que añadirle la porción de garbanzos, que tal vez habías tenido que salir a robar una noche, antes de que los segaran, volviendo con tus manos agrietadas y dolorosas por el zumo de las plantas que no se podían cortar. O tagarninas, o espinacas, o algún espárrago que crecían salvajes en un lugar que te cuidabas muy bien de revelar a nadie.

Va para sesenta años que no te veo, Juanilla. No sé si vives, porque eres de capaz de estar cerca de los cien, con tu impulso vitalista aún firme. Esa mañana en que te ví, ya sé que no eras tú, en la foto de la exposición, me recordaste cómo eras mujer fuerte, bíblica, valiente, héroe si ser consciente de ello.

lunes, 23 de febrero de 2009

Ensimismado

Estaba la mañana algo fresca, aún es febrero, y el viento del nordeste soplaba a ratos asustando a las primeras hojas que se atrevían a asomarse -tiernas y cohibidas- a este barrunto de primavera. Antes de doblar la esquina ya sentí un alboroto mayor en el gorjeo de esas decenas de gorriones que inunda el aire a esa hora. Ya a la vista del patio anchuroso encontré la razón. Era día de carnaval. Por allí se confundían en pacífica convivencia Zorros y Piratas, Hadas y Princesas, Supermanes y Cowboys, Conejitas y Brujas Avería. Sólo levantan unos palmos del suelo pero era su momento de asueto tras el levantarse más temprano, disfrutar, o no, del disfraz, soportar el maquillaje, siempre bienvenido, las fotos en grupo y ahora, en el recreo, volver a su rutina de merendillas y juegos, olvidados casi de los disfraces, algunos ya en lamentable estado.

Lo volví a ver. Quizás era la primera vez que contemplaba a un Hombre de las Cavernas con gafas, a un Troglodita menudo, con el impecable corte de pelo que le dieron unos días antes. Le habían dibujado solo unos parches de colorete en las mejillas y eso realzaba la delicadeza de su cutis algo pálido, de su negro, ¿o tal vez solo castaño oscuro? pelillo y su expresión de filósofo menudo o poeta en agraz. Llevaba con dignidad y paciencia su taparrabos de puro leopardo sujeto con un cordón de pasamanería a la cintura y con buen criterio maternal, su no muy atlético torso iba cubierto por un jersey color carne de cuello alto. Calzaba unas botas postizas de imitación piel que le llegaban casi a las rodillas e iba abrigado con unos pantys de lana también de color carne. Perfecto el tipo. No me lo imaginaba yo de caza del bisonte sino más bien embadurnando la pared de su cueva con perfiles de gacelas.

Como otros días, estaba un poco aislado de la barahúnda, del polverío y de las carreras de sus amigos. Tampoco participaba de los apacible juegos de sus compañeras. Miraba muy quieto a la copa desnuda de uno de los árboles del patio de donde tal vez había volado un pajarillo o tal vez aplicaba su imaginación a la nube que se dehilachaba por poniente

martes, 17 de febrero de 2009

Desconfianza

Caminaba un tanto descompuesta por una avenida bastante solitaria de una zona recientemente añadida a la gran ciudad. Yo tenía en mente una cuadrícula elemental de la que solo conocía el nombre de sus tres grandes avenidas y la intersección donde se encontraba la calle que era mi destino.

Se acercó a mí con la mirada un tanto huidiza: 'Por favor, señor, ¿puede indicarme donde está la calle Tal?'. Me lo dijo con un tono entre educado y precavido. En la mano llevaba unos papeles, blanco y dos copias, amarilla y rosa, que el viento ya había arrugado. Su piel era oscura y verdosa -tal vez la raza aceitunada que se estudiaba hace cincuenta años en las enciclopedias escolares- y sus ojos, su expresión toda, reflejaban la angustia de lo desconocido en un país nuevo, recién estrenado para ella y tan distinto al suyo. Vestía una ropa barata y ya desgastada que denotaba un 'fondo de armario' inexistente. Tal vez era la misma utilizada en su largo viaje desde el país de origen, seguro que cualquiera de Hispanoamérica.

'Lo siento -respondí- pero conozco poco esta parte de la ciudad. Pero espera -añadí- porque ese edificio de enfrente es de oficinas y si nos acercamos, habrá alguien que nos pueda ayudar'.

Creí que mi tono y mi disposición eran los suficientemente tranquilizadores para que confiara en que realmente yo pretendía ayudarla. De hecho así lo creí aunque continuó caminando deprisa unos pasos por delante de mí. 'Espera -repetí- que pregunte ese nombre', y llegué hasta la puerta del edificio. Un vigilante de seguridad me aclaró en poco tiempo la dirección que buscaba la muchacha, pues toda aquella extensión cuadriculada de bloques enormes eran solo ocho o diez nombres fáciles de recordar.

Salí a la calle y no ví a la joven muchacha a la que suponía esperando mi respuesta. Al mirar para un lado y otro la distinguí ya lejos, casi corriendo con sus papeles en la mano. 'Espera, espera, que ya lo sé' -le grité en tono moderado, intentando en vano sacarla de su apuro.

¿Qué pudo pasar por aquella cabeza en esos breves minutos? ¿Qué peligro inexistente imaginó en mi actitud? ¿Qué malos tragos había sufrido para generar aquella desconfianza? Sólo pude seguirla con la mirada hasta que se desapareció en pocos momentos de mi vista. Seguí preguntándome por el mundo que estamos construyendo, amasado con el hormigón del egoísmo, el engaño y los abusos y sentí pena.

domingo, 8 de febrero de 2009

Recordando

No recuerdo muy bien qué me lo ha traído a la memoria. O tal vez sí lo recuerdo pero no hace al caso. El pueblo no llegaba ni con mucho al millar de habitantes. Había tres bares, que hacían también de tiendas de comestibles y un 'marsén', traducido almacén, donde se vendían productos casi de chamarilería: azadas para el campo, cartuchos de escopeta, zapatillas de goma, calcetines, algún utensilio de cocina, orinales, ropa interior, dos o tres revistas poco actualizadas, chucherías infantiles, algo de perfumería, bombonas de gas, artículos de limpieza, gorras y boinas y hasta en un rincón había varias muestras de azulejos, unos sacos de cemento y útiles de albañilería.

El pueblo casi vivía del aire. Bueno, del aire y del furtivismo. Rodeado de fincas prácticamente improductivas, dehesas casi abandonadas, era buen sitio para que se criara el conejo, la perdiz, la liebre y alguna res mayor. Con lo que sus dueños, lejanos, pero bien conocidos cuyos nombres se pronunciaban con fingido respeto o con abierta rabia según fuera el auditorio, obtenían no pequeñas ganancias alquilándolas como cotos de caza.

En casi todos los corrales se criaban dos o tres cerdos que se alimentaban de los restos de las comidas hogareñas, pocos, y con los sacos de castañas o bellotas que por la noche se trasegaban en oscuros sacos sobre hombros que formaban una sola sombra agazapada e inmóvil si se barruntaba el menor asomo de vigilancia.

Juaquiniyo era un poco de todo en el pueblo. Medio alguacil o sirviente del alcalde, recadero, algo albañil cuando había pequeñas reparaciones municipales, sepulturero, encargado del carro de la basura -poca, en tiempos que todo se reciclaba por pura necesidad- y en círculos muy cerrados, soplón que desvelaba los apaños y corruptelas que se fraguaban en el ayuntamiento. Poca cosa. Poco dinero a mover, mucha miseria que repartir, pero siempre algo de miel en los dedos que chupaban quienes eran los encargados de manipularla.

Hacía de perro en las cacerías de los señoritos y la liebre o los conejos que le regalaban -el poco dinero de las propinas lo guardaba para cerveza, su único lujo- los comíamos los lunes bien aderezados por uno de los taberneros, prácticamente la única oposición al poder municipal. Era feliz codeándose con los dos o tres que compartíamos aquella modesta francachela, bebía alegre el vino de la amistad y rara vez consentía guardar el pequeño pocito de dinero con que le pretendíamos pagar la caza que aportaba.

En pleno invierno crudo, por estas fechas, dejamos de verle unos días. Al preguntar, supimos que estaba enfermo. Nos acercamos por primera vez a su casa. Es una forma de decirlo. Una vivienda de pocos metros, cocina, sala y dormitorio en una pieza. Allí estaba, como un animalillo vencido, sobre un jergón, cubierto por una manta cuartelera y tosiendo con la poca fuerza que su debilidad le permitía. Estuvimos poco tiempo allí para que no se sintiera demasiado objeto de lástima. Cada uno recurrió a sus conocimientos de la entonces pobre sanidad pública. Conseguimos que viniera una ambulancia y lo trasladara al hospital de tuberculosos que había entonces en todas las provincias.

Terminó el curso escolar y no había vuelto. Sabíamos que no había muerto pero su recuperación era muy lenta. Pasado el verano, sufrimos la dispersión de cada septiembre. Nuevos entornos, nuevas caras a conocer, nuevos asuntos que resolver. Pero nunca me olvidé de Juaquinillo. Una luz gris de nubes y el ligero reverdecer del campo, anunciando que no tarda ya mucho la primavera, me lo han traído de nuevo a la memoria.

jueves, 5 de febrero de 2009

Ángel rubio

Su pequeña melena brillaba como una alianza matrimonial recién estrenada. Vestía un gracioso chándal de ese color rosa casi blanco que las hace como etéreas, casi celestiales. Observaba, que no participaba, en el juego pacífico de varias compañeras. Poco más allá un grupo de varones imitaba con sus posturas de violencia, de falsa violencia, los juegos, ataques y defensas que ven a menudo en sus pequeñas pantallas de videojuegos.

Levantó la cabeza y me vio. Yo estaba discretamente alejado de la valla protectora contemplando a la pequeña tropa que aprovechaba ese recreo para tomar contacto con la naturaleza, con la arena del suelo, con los troncos de los árboles como reposaespaldas, con las ramitas caídas para dibujar siluetas en el suelo, con las hojas muertas para confeccionar sus inocentes menús o simular una cerca, tal vez una pequeña habitación donde poner a dormir a sus muñecos.

Ella levantó la cabeza y me vio. Lentamente, sin el menor temor, a pesar de mi barba y mi gorra, se acercó a donde yo estaba. Pude mirarla de cerca. Era una dulce muñeca de tres, cuatro años a lo sumo, menuda, con la melena ya dicha, con unos ojos claros cuyo color no acierto a definir, con una cara graciosa velada por una expresión algo triste. Me hizo en voz baja una pregunta que mi oído algo torpe no alcanzó a descifrar. '¿Qué me has dicho, bonita?', le pregunté. En un lenguaje que seguía sin ser muy definido, tal vez por su timidez o por pronunciar algunas palabras con dificultad, entendí algo así como que 'cuándo vienen los padres con el coche para ir a casa'. No me fue difícil convencerla que todavía faltaba un ratito, que ahora estaban en el recreo para tomar la merendilla y jugar y que luego entrarían otro rato en clase para hacer un trabajo muy bonito.

Se me quedó mirando con un candor que no obstante encerraba el convencimiento de que yo pertenecía al otro bando, al de las personas mayores y que no solucionaba su diminuto problema de que se aburría un poco, que no le apetecía -al menos esa mañana- continuar en el colegio, que prefería volver al claustro protector, uterino, casi amniótico de su propia casa. Me hice cargo de su pequeño problema y me dio pena no tener la solución en mi mano. Pero es que la vida le estaba enseñando en ese momento que muchas veces hay que estar donde la sociedad impone, que no siempre se puede elegir, que las circunstancias casi siempre prevalecen sobre el propio deseo.

No recuerdo exactamente qué palabras le dirigí para intentar animarla. La invité a unirse al grupo de sus compañeras. Me miró de nuevo algo decepcionada y dándose media vuelta, lentamente se alejó de la valla pero sin decidirse del todo a seguir mi pobre consejo. Cuando menos lo esperaba, se volvió y con su mano de pequeño ángel me lanzó un leve, dulcísimo beso que me llegó como el vuelo de una mariposa blanca.

domingo, 1 de febrero de 2009

Reencuentro

Por poniente asomaban nubes color panza de burro, pero no terminaban de acercarse. Casi se masticaba la electricidad estática que acumulaban entre sí, como perros que se enseñan los dientes. El viento zarandeaba los árboles y a todo lo que le ofrecía la menor resistencia, pero debía estar a niveles más bajos que las nubes y estas permanecían en su quietud amenazante. Las moléculas del aire rozaban con fuerza, supongo, y eso hacía que flotaran en el aire iones que contribuían a electrizar la atmósfera. La gente caminaba con cara de sufrimiento, soportando la ira del viento y con un miedo inconsciente reflejado en los rostros.

Coincidimos en la puerta de un comercio. Me había detenido unos segundos leyendo algo del escaparate y esto dio ocasión para que él saliera y nos miráramos. La sorpresa fue sustituida por la alegría del reencuentro. El abrazo, el reconocer en silencio que ambos estábamos más viejos que hace diez o doce años, las múltiples cosas de qué hablar y el sombrío presagio de que revoloteaba una nube negra en nuestra charla. Decidí no posponer el tema. En cuanto pude saqué a colación lo que nos acongojaba, el mal trago, pasarlo pronto. Le dije que sentía lo de su hijo, que casi no sabía expresarlo con palabras, pero que compartía aquella pena. Le pregunté por su mujer. Mal. Fue su respuesta seca. Un chaval de veintipocos, víctima de una enfermedad larga, desconocida y cruel, que se fue del lado de ellos para siempre hace ya un par de años.

Era tan hondo el dolor que lo revivió como si hubiera sido ayer. Comprendí qué verdad es que lo más duro para unos padres es perder a un hijo. A pesar de que plagiando al maestro, era una muerte anunciada. Yo había sido testigo cómo se agarraban a cada medicamento paliativo, cómo acudieron a magas y sanadores, cómo al final asumieron la realidad aunque fueran incapaces de superarla.

Nos despedimos hablando de cualquier trivialidad. El momento de la congoja había sido mínimamente superado, pero yo me di perfecta cuenta de que aquella herida estaba tan abierta como cuando se produjo. Si nuestro encuentro fue un abrazo, la despedida fue un 'ya sabes donde nos tenemos' mutuo, rápido. Las nubes seguían amenazantes, sin terminar de descargar su ira.

martes, 27 de enero de 2009

Adolescente

En la primera mirada casi la confundo con una niña, una adolescente lo más. Menuda, delgada, de espaldas como la vi, con sus botas de piel vuelta forrada de peluche, sus vaqueros ciñendo un talle casi infantil, un simple jersey y la melenita jugando con el viento. Después advertí que, al acabarse de bajar de un opelcorsa vetusto, del que aseguró los cierres, debía haber cumplido los dieciocho. Seguí con mi pequeña tarea de jardinería para la que se necesita escaso arte.

Unos diez minutos después, ya yo barría el suelo hacia abajo y la vi venir con su tierna muñeca. Perdón, no quiero inducir a confusiones. Con su hija. Esta la llamó 'mami' varias veces y eso me permitió confirmar tan profunda teoría. De frente, confirmé su poca edad, pero comprendí que no lo era tanto. Su rostro era común como el de cualquier joven, con los aderezos, el piercing, la sombra de ojos, un toque de brillo en los labios, de cualquier otra muchacha. Para no parecer un mirón, mantuve poco tiempo la vista en el grato conjunto que formaban madre e hija. Esta era una delicada bailarina de cinco o seis años, o eso me pareció pues parecía no apoyar los pies en el suelo. Revoloteando como una mariposa alrededor de su mami, aprovechando que iba suelta por la ancha acera, no cesaba de saltar, correr, moverse, parlotear y de cuando en cuando soltar pequeñas risas que semejaban el batir de unos pocos pequeños cascabeles de plata.

Como no es demasiado habitual el gesto hacia un desconocido, me sorprendió que se dirigiera hacia mí con un '¡hasta luego!', cuando ya colocada su princesita en el asiento supletorio infantil de atrás, se disponía a entrar por la puerta del conductor. Esto me permitió levantar la cabeza y mirarla unos momentos, antes de contestar con otra fórmula intrascendente a su leve saludo. Aprecié entonces que en su frente se marcaba alguna arruga y que sus ojos estaban velados por un deje de pena en esos momentos en que estaban fuera del alcance de los de la niña.

Se alejó en su coche de muchos años. No debí permitirme elucubraciones pero caí en esa tentación. Aventuré en mi fuero interno que esa muchacha, joven madre, de porte adolescente y mirada dulce pero levemente triste, atravesaba un período no grato de su vida. Deseé que se disipara cuanto antes la nube que parecía nublar sus cielos.

domingo, 18 de enero de 2009

Tempranero

He oído el rumor de su viejo motor y me he arrimado cuidadosamente a la pared de la estrecha calleja. Sin embargo, él no espera a estas horas de la mañana de domingo a un peatón y advierto tras el parabrisas un ligero gesto de sorpresa. Disminuye si es posible aún más la velocidad y al pasar le hago un ligero gesto de saludo al que corresponde llevándose dos dedos a la visera de su gorra, para volver a agarrar de nuevo, cautelosamente, con las dos manos el volante.

Además de la vieja gorra de visera, viste un chaquetón también gastado y cubre el pecho con una bufanda. Conduce sin gafas aunque estoy seguro de que su vista no es buena. Pero para lo que hay que ver, se dirá y me digo, ya es suficiente. Es más que probable que el vetusto opelcorsa no tenga calefacción funcionante o bien él no la pone para no sentir el contraste cuando salga al exterior donde se rondan los dos grados.

¿A dónde va tan temprano el viejo conductor? ¿Tiene que trabajar su hija hoy y va a ejercer de abuelo canguro? Rechazo la idea, pues sus nietos, de tenerlos, es probable que tengan una edad y se hayan acostado hace un rato tras el botellón. ¿Es que tiene una pequeña parcelita y va a dar una vuelta aunque la tierra tenga una costra dura y fría? Adonde quiera que vaya el aguerrido chófer, a quien calculo doce o quince años más que yo, le acompaño con el deseo de que tenga un día feliz y la solidaridad de los que ya conducimos por el último tramo de la vida.

miércoles, 7 de enero de 2009

Incendio

Una luminosa grieta de luz. Un resplandor rojo brillante que proclama un bello incendio, tibio e inocente. Un grito esplendoroso que anuncia el amanecer. Así se adorna el nuevo día frente a mi ventana.

En el contraluz, como negros arabescos troquelados que sé que son verdes, los árboles vecinos. Una gloriosa palmera washintonia, una araucaria simétrica que busca alcanzar el cielo, un humilde pino negral con millones de agujas de esmeralda.

Entre ellos, saltarines, alegres, rumorosos en sus gorjeos, voletean pequeños pájaros que en un morse inquieto y enigmático me están escribiendo el fulgor de un mensaje de esperanza.

Gracias.