lunes, 23 de febrero de 2009

Ensimismado

Estaba la mañana algo fresca, aún es febrero, y el viento del nordeste soplaba a ratos asustando a las primeras hojas que se atrevían a asomarse -tiernas y cohibidas- a este barrunto de primavera. Antes de doblar la esquina ya sentí un alboroto mayor en el gorjeo de esas decenas de gorriones que inunda el aire a esa hora. Ya a la vista del patio anchuroso encontré la razón. Era día de carnaval. Por allí se confundían en pacífica convivencia Zorros y Piratas, Hadas y Princesas, Supermanes y Cowboys, Conejitas y Brujas Avería. Sólo levantan unos palmos del suelo pero era su momento de asueto tras el levantarse más temprano, disfrutar, o no, del disfraz, soportar el maquillaje, siempre bienvenido, las fotos en grupo y ahora, en el recreo, volver a su rutina de merendillas y juegos, olvidados casi de los disfraces, algunos ya en lamentable estado.

Lo volví a ver. Quizás era la primera vez que contemplaba a un Hombre de las Cavernas con gafas, a un Troglodita menudo, con el impecable corte de pelo que le dieron unos días antes. Le habían dibujado solo unos parches de colorete en las mejillas y eso realzaba la delicadeza de su cutis algo pálido, de su negro, ¿o tal vez solo castaño oscuro? pelillo y su expresión de filósofo menudo o poeta en agraz. Llevaba con dignidad y paciencia su taparrabos de puro leopardo sujeto con un cordón de pasamanería a la cintura y con buen criterio maternal, su no muy atlético torso iba cubierto por un jersey color carne de cuello alto. Calzaba unas botas postizas de imitación piel que le llegaban casi a las rodillas e iba abrigado con unos pantys de lana también de color carne. Perfecto el tipo. No me lo imaginaba yo de caza del bisonte sino más bien embadurnando la pared de su cueva con perfiles de gacelas.

Como otros días, estaba un poco aislado de la barahúnda, del polverío y de las carreras de sus amigos. Tampoco participaba de los apacible juegos de sus compañeras. Miraba muy quieto a la copa desnuda de uno de los árboles del patio de donde tal vez había volado un pajarillo o tal vez aplicaba su imaginación a la nube que se dehilachaba por poniente

martes, 17 de febrero de 2009

Desconfianza

Caminaba un tanto descompuesta por una avenida bastante solitaria de una zona recientemente añadida a la gran ciudad. Yo tenía en mente una cuadrícula elemental de la que solo conocía el nombre de sus tres grandes avenidas y la intersección donde se encontraba la calle que era mi destino.

Se acercó a mí con la mirada un tanto huidiza: 'Por favor, señor, ¿puede indicarme donde está la calle Tal?'. Me lo dijo con un tono entre educado y precavido. En la mano llevaba unos papeles, blanco y dos copias, amarilla y rosa, que el viento ya había arrugado. Su piel era oscura y verdosa -tal vez la raza aceitunada que se estudiaba hace cincuenta años en las enciclopedias escolares- y sus ojos, su expresión toda, reflejaban la angustia de lo desconocido en un país nuevo, recién estrenado para ella y tan distinto al suyo. Vestía una ropa barata y ya desgastada que denotaba un 'fondo de armario' inexistente. Tal vez era la misma utilizada en su largo viaje desde el país de origen, seguro que cualquiera de Hispanoamérica.

'Lo siento -respondí- pero conozco poco esta parte de la ciudad. Pero espera -añadí- porque ese edificio de enfrente es de oficinas y si nos acercamos, habrá alguien que nos pueda ayudar'.

Creí que mi tono y mi disposición eran los suficientemente tranquilizadores para que confiara en que realmente yo pretendía ayudarla. De hecho así lo creí aunque continuó caminando deprisa unos pasos por delante de mí. 'Espera -repetí- que pregunte ese nombre', y llegué hasta la puerta del edificio. Un vigilante de seguridad me aclaró en poco tiempo la dirección que buscaba la muchacha, pues toda aquella extensión cuadriculada de bloques enormes eran solo ocho o diez nombres fáciles de recordar.

Salí a la calle y no ví a la joven muchacha a la que suponía esperando mi respuesta. Al mirar para un lado y otro la distinguí ya lejos, casi corriendo con sus papeles en la mano. 'Espera, espera, que ya lo sé' -le grité en tono moderado, intentando en vano sacarla de su apuro.

¿Qué pudo pasar por aquella cabeza en esos breves minutos? ¿Qué peligro inexistente imaginó en mi actitud? ¿Qué malos tragos había sufrido para generar aquella desconfianza? Sólo pude seguirla con la mirada hasta que se desapareció en pocos momentos de mi vista. Seguí preguntándome por el mundo que estamos construyendo, amasado con el hormigón del egoísmo, el engaño y los abusos y sentí pena.

domingo, 8 de febrero de 2009

Recordando

No recuerdo muy bien qué me lo ha traído a la memoria. O tal vez sí lo recuerdo pero no hace al caso. El pueblo no llegaba ni con mucho al millar de habitantes. Había tres bares, que hacían también de tiendas de comestibles y un 'marsén', traducido almacén, donde se vendían productos casi de chamarilería: azadas para el campo, cartuchos de escopeta, zapatillas de goma, calcetines, algún utensilio de cocina, orinales, ropa interior, dos o tres revistas poco actualizadas, chucherías infantiles, algo de perfumería, bombonas de gas, artículos de limpieza, gorras y boinas y hasta en un rincón había varias muestras de azulejos, unos sacos de cemento y útiles de albañilería.

El pueblo casi vivía del aire. Bueno, del aire y del furtivismo. Rodeado de fincas prácticamente improductivas, dehesas casi abandonadas, era buen sitio para que se criara el conejo, la perdiz, la liebre y alguna res mayor. Con lo que sus dueños, lejanos, pero bien conocidos cuyos nombres se pronunciaban con fingido respeto o con abierta rabia según fuera el auditorio, obtenían no pequeñas ganancias alquilándolas como cotos de caza.

En casi todos los corrales se criaban dos o tres cerdos que se alimentaban de los restos de las comidas hogareñas, pocos, y con los sacos de castañas o bellotas que por la noche se trasegaban en oscuros sacos sobre hombros que formaban una sola sombra agazapada e inmóvil si se barruntaba el menor asomo de vigilancia.

Juaquiniyo era un poco de todo en el pueblo. Medio alguacil o sirviente del alcalde, recadero, algo albañil cuando había pequeñas reparaciones municipales, sepulturero, encargado del carro de la basura -poca, en tiempos que todo se reciclaba por pura necesidad- y en círculos muy cerrados, soplón que desvelaba los apaños y corruptelas que se fraguaban en el ayuntamiento. Poca cosa. Poco dinero a mover, mucha miseria que repartir, pero siempre algo de miel en los dedos que chupaban quienes eran los encargados de manipularla.

Hacía de perro en las cacerías de los señoritos y la liebre o los conejos que le regalaban -el poco dinero de las propinas lo guardaba para cerveza, su único lujo- los comíamos los lunes bien aderezados por uno de los taberneros, prácticamente la única oposición al poder municipal. Era feliz codeándose con los dos o tres que compartíamos aquella modesta francachela, bebía alegre el vino de la amistad y rara vez consentía guardar el pequeño pocito de dinero con que le pretendíamos pagar la caza que aportaba.

En pleno invierno crudo, por estas fechas, dejamos de verle unos días. Al preguntar, supimos que estaba enfermo. Nos acercamos por primera vez a su casa. Es una forma de decirlo. Una vivienda de pocos metros, cocina, sala y dormitorio en una pieza. Allí estaba, como un animalillo vencido, sobre un jergón, cubierto por una manta cuartelera y tosiendo con la poca fuerza que su debilidad le permitía. Estuvimos poco tiempo allí para que no se sintiera demasiado objeto de lástima. Cada uno recurrió a sus conocimientos de la entonces pobre sanidad pública. Conseguimos que viniera una ambulancia y lo trasladara al hospital de tuberculosos que había entonces en todas las provincias.

Terminó el curso escolar y no había vuelto. Sabíamos que no había muerto pero su recuperación era muy lenta. Pasado el verano, sufrimos la dispersión de cada septiembre. Nuevos entornos, nuevas caras a conocer, nuevos asuntos que resolver. Pero nunca me olvidé de Juaquinillo. Una luz gris de nubes y el ligero reverdecer del campo, anunciando que no tarda ya mucho la primavera, me lo han traído de nuevo a la memoria.

jueves, 5 de febrero de 2009

Ángel rubio

Su pequeña melena brillaba como una alianza matrimonial recién estrenada. Vestía un gracioso chándal de ese color rosa casi blanco que las hace como etéreas, casi celestiales. Observaba, que no participaba, en el juego pacífico de varias compañeras. Poco más allá un grupo de varones imitaba con sus posturas de violencia, de falsa violencia, los juegos, ataques y defensas que ven a menudo en sus pequeñas pantallas de videojuegos.

Levantó la cabeza y me vio. Yo estaba discretamente alejado de la valla protectora contemplando a la pequeña tropa que aprovechaba ese recreo para tomar contacto con la naturaleza, con la arena del suelo, con los troncos de los árboles como reposaespaldas, con las ramitas caídas para dibujar siluetas en el suelo, con las hojas muertas para confeccionar sus inocentes menús o simular una cerca, tal vez una pequeña habitación donde poner a dormir a sus muñecos.

Ella levantó la cabeza y me vio. Lentamente, sin el menor temor, a pesar de mi barba y mi gorra, se acercó a donde yo estaba. Pude mirarla de cerca. Era una dulce muñeca de tres, cuatro años a lo sumo, menuda, con la melena ya dicha, con unos ojos claros cuyo color no acierto a definir, con una cara graciosa velada por una expresión algo triste. Me hizo en voz baja una pregunta que mi oído algo torpe no alcanzó a descifrar. '¿Qué me has dicho, bonita?', le pregunté. En un lenguaje que seguía sin ser muy definido, tal vez por su timidez o por pronunciar algunas palabras con dificultad, entendí algo así como que 'cuándo vienen los padres con el coche para ir a casa'. No me fue difícil convencerla que todavía faltaba un ratito, que ahora estaban en el recreo para tomar la merendilla y jugar y que luego entrarían otro rato en clase para hacer un trabajo muy bonito.

Se me quedó mirando con un candor que no obstante encerraba el convencimiento de que yo pertenecía al otro bando, al de las personas mayores y que no solucionaba su diminuto problema de que se aburría un poco, que no le apetecía -al menos esa mañana- continuar en el colegio, que prefería volver al claustro protector, uterino, casi amniótico de su propia casa. Me hice cargo de su pequeño problema y me dio pena no tener la solución en mi mano. Pero es que la vida le estaba enseñando en ese momento que muchas veces hay que estar donde la sociedad impone, que no siempre se puede elegir, que las circunstancias casi siempre prevalecen sobre el propio deseo.

No recuerdo exactamente qué palabras le dirigí para intentar animarla. La invité a unirse al grupo de sus compañeras. Me miró de nuevo algo decepcionada y dándose media vuelta, lentamente se alejó de la valla pero sin decidirse del todo a seguir mi pobre consejo. Cuando menos lo esperaba, se volvió y con su mano de pequeño ángel me lanzó un leve, dulcísimo beso que me llegó como el vuelo de una mariposa blanca.

domingo, 1 de febrero de 2009

Reencuentro

Por poniente asomaban nubes color panza de burro, pero no terminaban de acercarse. Casi se masticaba la electricidad estática que acumulaban entre sí, como perros que se enseñan los dientes. El viento zarandeaba los árboles y a todo lo que le ofrecía la menor resistencia, pero debía estar a niveles más bajos que las nubes y estas permanecían en su quietud amenazante. Las moléculas del aire rozaban con fuerza, supongo, y eso hacía que flotaran en el aire iones que contribuían a electrizar la atmósfera. La gente caminaba con cara de sufrimiento, soportando la ira del viento y con un miedo inconsciente reflejado en los rostros.

Coincidimos en la puerta de un comercio. Me había detenido unos segundos leyendo algo del escaparate y esto dio ocasión para que él saliera y nos miráramos. La sorpresa fue sustituida por la alegría del reencuentro. El abrazo, el reconocer en silencio que ambos estábamos más viejos que hace diez o doce años, las múltiples cosas de qué hablar y el sombrío presagio de que revoloteaba una nube negra en nuestra charla. Decidí no posponer el tema. En cuanto pude saqué a colación lo que nos acongojaba, el mal trago, pasarlo pronto. Le dije que sentía lo de su hijo, que casi no sabía expresarlo con palabras, pero que compartía aquella pena. Le pregunté por su mujer. Mal. Fue su respuesta seca. Un chaval de veintipocos, víctima de una enfermedad larga, desconocida y cruel, que se fue del lado de ellos para siempre hace ya un par de años.

Era tan hondo el dolor que lo revivió como si hubiera sido ayer. Comprendí qué verdad es que lo más duro para unos padres es perder a un hijo. A pesar de que plagiando al maestro, era una muerte anunciada. Yo había sido testigo cómo se agarraban a cada medicamento paliativo, cómo acudieron a magas y sanadores, cómo al final asumieron la realidad aunque fueran incapaces de superarla.

Nos despedimos hablando de cualquier trivialidad. El momento de la congoja había sido mínimamente superado, pero yo me di perfecta cuenta de que aquella herida estaba tan abierta como cuando se produjo. Si nuestro encuentro fue un abrazo, la despedida fue un 'ya sabes donde nos tenemos' mutuo, rápido. Las nubes seguían amenazantes, sin terminar de descargar su ira.