sábado, 16 de mayo de 2009

Pocasombra

Hay unos versos que aprendí casi de niño y que terminaban en una especie de triste aleluya final: “A chufla lo toma la gente/ y a mí me da pena/ y me causa un respeto imponente”. Son muy conocidos: “El Piyayo” de José Carlos de Luna, un poeta popular, aunque hoy ya quizás desconocido para muchos. Tiene algún otro pasaje que suele erizarme casi siempre los vellos, aún casi cincuenta años después: …”churumbeles con greñas de alambre y panzas de sapo/ que aúllan de hambre/ tiritando bajo los harapos. Sin madre que lave su roña/ sin padre que ‘afane’/ porque pena una muerte en Santoña/. Sin más sombra que la del abuelo,/ ¡poca sombra, porque es tan chicuelo”. O …”La Virgen María contempla al Piyayo/, riendo/. Y hay un ángel rubio/ que besa la frente de cada gitano chiquito”.
Salvando mil distancias yo conocí muy de cerca a un viejo Piyayo que coincidía en pocas, pero sí algunas, cosas con el de los versos. Un viejecillo reseco, chicuelo, trayendo cada día del mercado -aunque sin sufrir necesidad, bendito sea el destino- el trozo de carne para el puchero, o la pescadilla para freír, o alguna chuchería comestible como unos rabanitos. No tenía más familia que sus nietos. Fue padre de varios hijos a los que fue enterrando poco a poco, triste anacronía de cuando los mayores dan sepultura a los más jóvenes. Al final su familia directa eran solo unos ‘churumbeles’ hijos de la única hija que le dio nietos. Con la dulzura y la sabiduría con que impregnan los años, volcaba en ellos su afecto, sus sentimientos, sus buenos deseos, sus previsiones para un futuro digno, atesoraba sus cuatro bienes materiales. Pero sobre todo, aún con la rigidez que imponía una época de austeridades y dificultad para expresar las emociones, daba y recibía un cariño desbordado.
A uno de los nietos, el mayor, le fue descubriendo secretos de sabiduría, enseñanzas utilísimas para el trabajo, consejos de prudencia, palabras de orientación, guías de conducta honesta y productiva. Con la niña, la pequeña, llegó a formar lo que hoy llamaríamos una pareja de hecho, desigual y conmovedora. Eran los dos extremos de la edad: los que cenaban y se acostaban pronto, los que compartían los pequeños egoísmos de la infancia y la vejez, tan parecidos, una complicidad en la que ambos se sentían inmersos y disfrutaban inconscientes. Tal vez se cruzaban entre ellos secretos que no compartían con nadie más. Él añoraría tantas veces, sin decirlo, a su hija pequeña, a la madre de esa nieta y la vería reflejada en aquella femineidad naciente, en ese gorjeo que es siempre la risa de un niño, de una niña. Al nieto segundón en las largas tardes del invierno le controlaba los deberes, la tarea escolar en tiempos sin tele, solo de largas veladas en torno a una mesa camilla bajo la que ardía silencioso y lento un brasero de cisco. Como colofón, le hacía un dictado. Pero con todas las trampas amorosas del mundo. No quería que el nieto cometiera faltas de ortografía y le susurraba los posibles tropiezos antes de que diera en ellos: ‘Esa palabra va con mayúscula, que es el nombre de un río’, o ‘encima de la o, va una comita’, que es como le llamaba a la tilde o acento ortográfico.
Era el enlace perfecto entre dos generaciones se que saltaban una, complicada en sus enredos y dificultades, y establecía una complicidad armoniosa y fecunda entre la experiencia de quien nació en la penúltima década del siglo XIX y de quienes conoceríamos los azares de estos comienzos turbulentos del siglo XXI. Les hablo de mi querido, queridísimo, recordado abuelo.

lunes, 4 de mayo de 2009

Cascarrabias

No puede ser él, ni tampoco su gemelo. Entre otras razones porque les hablo de quien tendría un siglo largo de vida. Y este, con quien me cruzo hoy, no creo que alcance… los noventa. Pero se parecen como dos gotas de vino. Es bajito, con andar de arrastrapies, muy corto el paso y apoyando cada uno de estos en un bastón cuyo puño puede ser de plata. Cada pocos pasos hace una paradita, creo que más que por necesidad o cansancio, por echar un vistazo a su alrededor y no perderse detalle de todo lo que le rodea. Usa bigotillo descuidado y gesto gruñón. Por casualidad entra en la misma tienda que yo y sin venir mucho a cuento despotrica, en voz alta y sin dirigirse a nadie, de todo lo divino y lo humano de esta época en que sabe que camina cada más veloz hacia el Jardín. Se enfada, aunque parece siempre enfadado, porque no hay algo que pide, algo que tal vez se dejó de fabricar en tiempos de Isabel segunda. Se va mascullando improperios, arrastrando los pies, ya lo he dicho, no sin antes describir una circunferencia con su mirada, parándose en cada uno de los rostros de los que estamos allí, no sé si para grabarlos en su memoria y dedicarnos unos minutos de vudú a cada uno cuando llegue a su casa o para hacernos responsables de cualquier inconveniente que le pueda surgir en su ajetreada vida. Vuelve a murmurar sin que se le entienda gran cosa, contra todo lo que se mueve y sobre el universo que permanece inmóvil.

Como se aprende más oyendo que hablando, pego la oreja y en cuanto se marcha, alguien comenta que es el viejo más deslenguado del pueblo. Tiene una biografía simple en cuanto a trayectoria vital, pero variadísima en cuanto a anécdotas de enredador y cascarrabias. Algún padre o hermano de muchacha, o esta misma, se le ha tenido que plantar a decirle cuatro cosas, porque cuando ve a una de alguna de nuestras chicas de hoy, ombliguera, faldicorta, escotada y con piercings, les dirige venablos verbales, no como viejo verde sino como defensor de una moralidad propia de los años cincuenta. Que si van como fulanas, que ya se podía tapar el elástico que asoma por sobre los vaqueros, que si una mujer decente no tiene por qué mostrar el canalillo y cosas así. Si fuera viuda, es viudo, me la imagino de negro permanente y sustituyendo el bastón por un paraguas, también negro, como la doña Urraca de los tebeos de mi infancia.

Vive solo, no sé si lo he dicho. Echa casi a patadas a cualquier miembro de los servicios sociales que intente traspasar su umbral, alegando que su casa está limpia como una patena, y consta que es verdad, y que se hace sus tres comidas calientes al día. Y es cierto que lo he visto en el súper, remirando y manoseando una a una todas las bandejas de filetes de pechuga de pollo o los sobres de embutidos loncheados, menos mal que están convenientemente sellados y cerrados, hasta encontrar lo que más le gusta. Lo menos malo, creo que diría él que no debe dar nada como bueno. Luego en la frutería hace un pedido que le llevan a su casa porque desde luego no está para cargar con patatas o naranjas durante un trayecto superior al metro y medio. Compra solo pescado congelado porque oyó decir una vez que el pescado fresco incluye como conservante el pis de los marineros.

Toda su vida transcurre entre las labores del hogar, en las que se hizo perito durante la larga enfermedad de su esposa y en innumerables y cortos paseos que se da con cualquier excusa, esto sí lo he dicho, grabando en su retina todo lo que ocurre y a todo el que se le cruza. Con la luz del día, lo más fácil es cruzárselo por la calle y para mí, que debe acostarse casi con luz del día, pues madrugador también lo es, que lo he visto y he sentido el toc toc de su bastón a temprana hora.

Pero. No es de él de quien me proponía hablar, sino de ese supuesto gemelo, que no fue tal al que conocí, ay, hace ya muchos, muchos años. Otro día será.