lunes, 20 de abril de 2009

Estatuario

¿No han visto alguna vez esas pequeñas esculturas que se consiguen con ramas retorcidas, raíces u otros elementos de un árbol y que el buen hacer y la imaginación del artista –generalmente gente mayor- convierte en rústicas obras de arte? Pues imagínense una figura humana seca, leñosa, el rostro tallado en cien arrugas, la expresión casi inmóvil, el talle juncal y una pose cuasi escultórica viendo pasar el mundo por delante.
No lo había visto más que un par de veces, tal vez tres o cuatro, pero hoy me paré con él, como quien no quiere la cosa. Suele estar en una esquina, siempre la misma, ya digo que casi sin mover un músculo, vivos tan solo los ojos que se fijan en quien pasa. Igual puede tener setenta que noventa años, pues esa rigidez casi pétrea hace que se confunda con el rutinario paisaje urbano de su barrio humilde. Debe pesar poco más de sesenta kilos a pesar de no ser muy bajo, pues es un armazón de huesos revestido de piel como cuero curtido. Pertenece a esa generación que pasó hambre porque no había en su momento qué comer y luego, aunque sea corta la paguita, con los achaques y las goteras, incluso el perder el gusto por hasta los mínimos placeres, debe alimentarse con poco más que un pajarillo.
-Hace buena mañana-, le digo medio parándome, por tocar un tema más que trillado.
-Este año puede haber buena fruta de verano-, me contesta con lo que seguramente ha sido uno de los motivos en que ha pensado siempre.
-Pero ya pica el sol –añado-. No es muy bueno quedarse aquí tan plantado. ¿No es mejor dar un paseíto?
Me mira como preguntándose a donde voy a parar con el interrogatorio. Temo que por un momento me vaya a salir con que quien me da vela en su entierro. Pero no, no me he equivocado, es hombre de talante y como buen viejo, agradece tener con quien pegar la hebra.
-Mirusté, me replica. De nuevo –que traduzco por ‘cuando yo era joven’- he andado mucho y descalzo. Cuando iba de un pueblo a otro a segar, por el camino me echaba las alpargatas al hombro para no gastarlas, porque luego en el tajo había que llevar los pies protegidos. Ahora a la gente le ha dado por andar, pero eso es para quienes tienen que rebajar la tocina. Yo no he estado gordo en mi vida y ahora solo ando lo preciso. Además tengo las piernas mu malas.
-Hombre, pero andando se engrasan los huesos -le sugiero-. A lo mejor le mejoran dando unos pasos.
-Quite usté allá, me replica. Si sabré yo lo que me conviene.
Lo dejo en su esquina. Quieto. Como un chopo, seco y envarado. Solo sus ojos denotan la vida que alberga aún y que imagino, miran más tiempo hacia sus adentros.

jueves, 9 de abril de 2009

Desprendimiento

Le queda aún, cómo no, el metro ochentaytantos con que lo conocí. Sin embargo ha perdido aquella apostura de antaño y la ha sustituido por una expresión corporal como doliente, un leve encorvamiento de su columna superior que hace que ahora mire más hacia el suelo que al horizonte.

Vestía entonces elegantes conjuntos de paño inglés en el invierno, impecables trajes de lana fría en verano y camisas inmaculadas sobre las que lucían variadas y atractivas corbatas de seda. Conducía un potente coche alemán que brillaba impoluto hasta en los días tras la lluvia o cuando el polvo del Sáhara flotaba en el ambiente como una tela de araña sutil y amarilla. Donde gozaba de aparcamiento en la ciudad, había una estación de lavado y engrase y en cuanto advertía algún estrago de suciedad en la carrocería, le dejaba las llaves a alguno de los trabajadores para que al salir, reluciera de nuevo inmaculado.

Dirigía un grupo de colaboradores y subordinados, entre los que procuraba elegir señoras de buen porte y modales, y poseía esa cualidad de líder que sabe convencer más que con la fuerza de sus argumentos, que también, con la persuasión de su encanto personal. Con su voz cálida, con su gesto cordial, con su mirada de líder poderoso.

No tuvo excesivo trato conmigo en aquel tiempo de fulgores y abundancia. Tampoco puedo decir que faltara una exquisita y respetuosa relación de vecinos muy próximos que coincidíamos madrugando en los días laborables o en los ratos despreocupados del fin de semana. Una correcta convivencia vecinal, pero poco más.

Hoy me lo encuentro algunas mañanas compartiendo la sosegada calma de los días del jubilado. Lleva como digo levemente encorvado el cuerpo, con olvidado brillo la mirada , vestido con el uniforme humilde -el chándal, la camiseta de algodón, los vaqueros, el calzado sencillo- de quienes no pretendemos, ni necesitamos, captar la atención ni la mirada de los otros. Conduce un pequeño y modesto utilitario que conserva, eso sí, limpio permanentemente.

Una nimiedad circunstancial nos hace llegar al diálogo inesperado y este se alarga durante largo rato. Me cuenta su prejubilación por enfermedad grave; su transplante de hace unos años que le obliga a un ritmo de vida de lo más moderado; pero sobre todo me abruma, aunque procuro que no me lo note, con sus achaques pendientes de nuevos quirófanos, de su medicación abigarrada por diversos fallos de su organismo que no imaginaba tan arruinado.

Pero sobre todo me habla con una serenidad poco común acerca de la muerte. La ha integrado en su mundo como un acontecimiento inevitable, pero muy racionalmente aceptado. Da por cerrado su ciclo vital: ha desarrollado una actividad profesional gratificante mientras lo fue, es padre y abuelo y mira sin miedo al futuro, considerando un don ver amanecer cada nuevo día.

Mientas nos despedimos y cuando ya volvemos cada uno a nuestro hogar, medito en aquel hombre altivo y seguro que conocí tan poco entonces y lo comparo con este otro reflexivo, apacible y sosegado que admite la vida como un regalo efímero que disfruta sin añorar gran cosa el pasado ni poner más que unos pocos miligramos inmediatos en el platillo del futuro de la balanza con que mide los tiempos.