martes, 8 de noviembre de 2011

Postrimerías. O no.


 (*) Se despereza noviembre, recién levantado, con el sol rascándole los pies de agua. Es fiesta. Fiesta de vivos y muertos, de recuerdos y de enloquecida algarabía de disfraces. Estas calabazas redondas, con ojos y dientes –mi caasa… teléefono…- que se han impuesto a otras viejas costumbres de campanas doblando a muerto y mujeres de negro que entraban con velo en las iglesias.

No voy a hablar de un largo paseo junto al mar, donde me ha sorprendido y arrancado la sonrisa una joven madre que recupera su perfil de tierna gacela, corriendo y llevando por delante el cochecito triciclo del bebé que le ha nacido hace poco. O quizás sí deba referir que en el lomo del mar, justo encima de la línea del horizonte, cabalga hacia poniente un carguero de esos que semejan altos bloques de pisos. En la lejanía parece un trozo de ciudad que se echó a flotar. De cerca, solo será una aglomeración de contenedores que solo Dios sabe qué puedan llevar dentro. Buen viaje y buena mar, le digo bajito.

Recordándome viejos años huelvanos, una draga alivia la bocana del puerto aspirando arena –y cieno, ciertamente- y arrojándola en una playa poco concurrida. El padre sol se encargará de dorarla de nuevo, de purificarla con su calor y el viento esparcirá hasta que se volatilice, su poco agradable aroma. Allí en la ría, donde Odiel y Tinto se hacen unos solo, era la Britannia, casi un fósil de hierro renqueante y quejumbroso con chirridos de óxido, la que arrancaba el lodo del fondo y lo vomitaba en dos sucios lanchones que se alejaban cargados hacia mar más profundo.

Los veraneantes de invierno, disculpadme la paradoja, los viejos que han llegado hace poco desde sus tierras del norte de Europa, ya están como lagartos de rojas caparazones que pronto se harán cobrizas, disfrutando del sol para el que invirtieron sus ahorros. Leen libros de segunda mano, toman café en la terraza más barata y no dudan en comprarse algo de ropa usada en la tienda benéfica de ayuda a los enfermos de cáncer.

Puente. El país de los puentes y los viaductos. Solo que de ese ocio de unos pocos, cada vez menos, y de esos ancianos de pueblo que tal vez ven por primera vez el mar, sobrevive una de las pocas industrias que nos quedan.

Mi amigo, el embajador de Triana, me recibe en su sucio chiringuito donde, a pesar de los pesares, me gusta entrar solo por escucharlo un rato. Tiene a la puerta un cartel: Horario. Apertura: Cuando llega el dueño. Cierre: Cuando se tercie. No se enfada cuando le digo, Ponme el café en una taza limpia. Por la camisa entreabierta le asoman unos abrojos de abundante pelo cano. Igual que el bigote. Ambas capilosidades las conocí casi negras. También tenía mejor voz y era incansable cantando una tras otra, sevillanas que decía que había compuesto él. Tiene un abigarrado “santuario” con fotos y carteles: artistas, banderines, carteles. Pensando bien, creo que ese es el motivo por el que no limpia mucho.

Salgo de nuevo al sol y de todo esto vengo a concluir que merece la pena seguir viviendo.

(*)Ya sé, ya sé. Esta página debió publicarse a principios de mes. Pero es que últimamente el calendario y yo no nos llevamos demasiado bien. Sabed disculparme.