lunes, 17 de enero de 2011

Mañanerías

Era redonda la mañana y uno se atrevía a mirar de frente al Padre Sol, que no era más que un disco naranja difuminado, una cuarta por encima del horizonte. Redonda la mañana y rumorosa porque la autopista, no tan lejana, no cesa de enviar durante las veinticuatro horas el sordo tronar que el viento trae. Es el viento perverso que desde Centroeuropa o más arriba, cruzando el Pirineo, nos acarrea frío y partículas. Nada bueno.

Pero merecía la pena adentrarse en el olivar y me había calzado para resistir el manto blanco de la escarcha. Poco a poco se fue perdiendo el senderillo que otro caminante había marcado y tuve que hacer camino al andar, como dijo el poeta. Sabía que no estaba lejos de encontrarme una nueva barrera civilizada –ancho camino de asfalto aún no en servicio- y seguí la senda que me iba marcando un terraplén paralelo. Al descender este, casi de improviso, se asoma a mi izquierda una comunidad de orantes negros, esqueléticos, con aire torturado. Se ha ocultado un rato el sol tras la bruma que se ha hecho más densa y los ilumina una luz gris que los hace más tenebrosos. Tal vez fue visión similar la que hizo escribir a GustavoA en El Monte de las ánimas:

…el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales…


Pero no, es de día, no suena campana alguna y el sol se asoma, riendo de nuevo, para alumbrar lo que no es sino un campo de higueras descarnadas, oscurecidas por la humedad y esperando más fuerza del astro padre para revestirse de hojas suculentas y quién sabe si de higos dorados.

Antes de alcanzar esa pegajosa banda de alquitrán a la que he llamado barrera civilizada, aún me queda por desplegar una sonrisa. Es un frutalillo, no sé si manzano o pruno –por lo violáceo- ciruelo o algún otro, el que se ha revestido de blanco encaje de flores a lo largo de sus jóvenes ramas y parece una diosa hindú de múltiples brazos, vestida de gitana y levantando todos esos brazos a un tiempo hasta alcanzar con sus dedos los invisibles farolillos de la luz que ya revienta.

Junto al arroyo me esperan las múltiples voces de los pájaros que le cantan al nuevo día: distingo a los diminutos chamarices, a los desvergonzados gorriones, a los mirlos eclesiásticos y con tanta o menos vergüenza, pero sé que ha de haber jilgueros, currucas, carbonerillos y tantos otros, que daría mucho por poderlos reconocer. No está la garza en su torre-olivo desde donde se proclama reina de este rincón de fauna menor. Las pollitas de agua picotean por las orillas como mansas muchachas de pueblo que estuvieran tendiendo ropitas de niño recién lavadas. De pronto desde la laguna vuela veloz la collera de patos, como una doble flecha asustada, porque distingo, más claro y de nuevo, el ¡pum!... ¡pum!... que ya percibí en la lejanía y que supongo que es un matasilencios, o sea un humano de minicerebro que aprovecha la mañana dominguera para jugar con una maquinita de lanzar platos e intentar romperlos con su escopeta que Satanás confunda. Pero ni siquiera esto va a conseguir romperme el fanal transparente de una mañana que ya se está haciendo mozuela.

jueves, 13 de enero de 2011

Menudencia

Antes de que el sol se asome, ya va con su bastón –un varetón muy bien apañado de olivo, que dice que fue de su abuelo, y puede ser verdad-, su gorrilla y sus ojos casi inútiles, calle arriba camino del bar. Se para en la puerta, como si fuera a reconocer a todos y cada uno de los arrimados a la barra y con su voz afillada da unos buenos días que casi nadie contesta.

Esta ha sido la voz de mando para que alguno de los que atienden el mostrador le ponga un vasito, medio de güisqui, siempre de la misma marca y un vaso de agua fría. Él pone de agua hasta el borde el vasillo, lo levanta ceremoniosamente y glu, glu, glu, se lo encaloma de un tirón. Termina con una onomatopeya que soy incapaz de repetir, da un golpe respetable con el culo del vaso en el mostrador y se impacienta si no acuden pronto a recargarle su vidrio. Repite la faena del llenado con agua fría y esta vez ya lo va apurando a sorbitos, mirando –repito, que casi no ve- a uno y otro lado por si reconoce a alguien por la voz y pegar la hebra con el tal.

Debe medir sobre el uno sesenta, pesar poco más de cincuenta kilos y su fondo de armario es tan reducido que da la impresión, solo la impresión, de que se cambia de ropa menos que una almeja. Se le ve siempre afeitado y bien lavado, huele a su poquito de colonia de garrafa, por lo que estar a su lado no es ningún problema. No suele participar en la conversación de los tres o cuatro puntos fijos que, unos sentados y otros de pie, suelen despellejar a todo bicho viviente, del rey abajo. Eso sí, de cuando en cuando masculla algo ininteligible que no sabe si corrobora las maledicencias de los tertulianos o es que pone a estos de ropa de pascua.

Si consigue enganchar a alguien para hacer una pequeña tertulia, le habla algo del tiempo, inmediatamente pregunta porque prefiere escuchar a hablar y si no encarrucha una conversa, saca cuidadosamente un pañuelillo amarrado, lo desamarra con parsimonia, cuenta más con el tacto que con la vista las monedas y tras depositar en el mostrador la cifra exacta, relía el pañuelillo, que este sí, es de color indefinido por culpa de manoseo. El bastón que ha tenido colgado todo el tiempo del brazo pasa a su posición de ataque, digo, de caminar y con un ¡Señores, aquí no ha pasao ná! que repite cada día, emprende el camino de la puerta. Algunas veces lo veo a la entrada del súper esperando que abra y del resto de su existencia no sé más, salvo que vive solo.

Una vez me dijo muy bajito, Tengo ochenta y tres años, pero digo que tengo ochenta y siete, pa presumir y me soltó una risilla cómplice.