martes, 8 de julio de 2014

De Castillos y blasones



(Hablando de mi pueblo)

Mi vecina, y durante unos años, mi paciente por dolencias menores, realizó no hace mucho un trabajo notabilísimo sobre Manuel Chaves Nogales. Olvidado un tiempo, hoy la crítica no ha dudado en considerar a este como un gran periodista y escritor sevillano. Ella ha hecho un exhaustivo estudio biográfico enmarcando su actividad en el contexto histórico de una época convulsa y fascinante: desde la revolución rusa, la dictadura de Primo de Rivera, la proclamación de la II República española, el estallido de la Guerra Civil a la ocupación de Francia o su exilio a Inglaterra, donde murió de forma repentina.
Dice Manuel Chaves Nogales, ojo con las erratas, citando a José Nogales. Este era tío del anterior y valverdeño ‘recriado’ en Aracena que tuvo muy mucho que ver con la adecuación e iluminación de la Gruta de las Maravillas, cuando era una de las pocas de ese porte conocidas en toda España:

…Estos poetas de la tierra llana cultivan una añeja afición por los ríos y ciudades. El río que pasa por el término municipal, la ciudad en que el poeta vive, recibe una constante ofrenda de tropos a manos llenas e incansables…/ … Cuando ven dos dedos de luz se van a la leyenda con ardor y a veces con un ingenio digno de mejor causa…/… Uno de los mejores poetas que conozco, un poeta de verdad, se ha pasado toda su  vida rimando embustes, metiendo retórica en las consejas locales, volviendo la historia del envés.  (CHAVES NOGALES, M. “La Ciudad”. Tipografía LA VOZ, Córdoba. 1921. Pag. 97).

Como ven, una crítica acerada y dura por un escritor de raza que antepone a los elogios, la verdad. Su verdad, al menos. La obra narrativa y periodística de Chaves Nogales, es también una muestra del valor y la lucidez de un cronista excepcional que engrandeció el oficio y cuyo ejemplo mantiene hoy toda su vigencia.

Fíjense la acidez con que José Nogales pone en solfa a quienes fabulan e inventan acerca de una ciudad, en este caso Sevilla, que no es que necesite precisamente de fabulaciones para presumir de pasado, de arte, de personajes, de arquitecturas, de historia en suma.

Mi tesis, que puede no agradar a muchos, bajando a lo que nos es más cercano, se afirma en que La Palma no fue sino un señorío castellano que se remonta al siglo XIV, al final del cual, doña Elvira de Ayala concede una feria, más que posiblemente en orden a la encrucijada de caminos que La Palma siempre fue.


No hay nada pues por lo que sentirse menos que nadie. Uno visita los grandes pueblos andaluces, Guadix o Marchena, Úbeda o Carmona, Medina Sidonia o Alcalá la Real, Écija o Salobreña y se admira de sus castillos y fortalezas, de sus casas blasonadas, de sus palacios o palacetes que nos hablan de un pasado medieval o fenicio, romano o barroco. Sin embargo uno no puede menos que recordar siempre una frase de Francisco García Pavón, el padre literario de “Plinio”, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. Venía más o menos a decir –siento no tener a mano el texto literal—que allí no había nobleza ni arquitecturas antiguas, el que no era terronero o viñador  lo fue su abuelo o su padre o su bisabuelo y las fortunas existentes se habían sacado con sudor y esfuerzo de las viñas, los majuelos a los que había que ir retirando cada año los pedruscos que levantaba el arado.     



Nunca consideré acertado aquella expresión que hoy parece usarse menos de “Ermita-castillo del Valle”. No hace mucho me estuve recreando en el altar mayor del Valle. Para gustos, colores y a mí me gustaba más el interior todo en blanco y ay, mejor todavía si se hubiera conseguido dejar a la vista el ladrillo desnudo. Lo que sí me parece muy claro es que aquello nunca fue castillo. Podríamos dejarlo en torreón, en torre si quieren, que los edificios, como las personas no se valoran por su tamaño, sino por su valía.