jueves, 25 de abril de 2013



 Remington  portable        

                                                                                                                                         Niño cabrero

                          Domingo Cerrufo Moldina tiene veintiún años. Quizás veintidós porque su padre fue a inscribirlo a Somondillo cuando el cura que lo había bautizado, le apremió para que fuese al Juzgado porque la partida de bautismo no podía sustituir a la de nacimiento. Tardó meses en cubrir el trámite.

                        Se crió con su abuela Antonia y con su tío Goro, el mayor de los hermanos de su madre. Goro. Un solterón malencarado y zafio que solo le hablaba para darle breves y secas órdenes, poco más que monosílabos y ásperos sonidos guturales.

                        Nunca supo cuándo murió su padre, que andaba a la vendimia por un pueblo de Málaga cuando, tras una borrachera monstruosa se enredó, no se sabe si en una apuesta o una discusión, que terminó en pelea y tuvieron que ingresarlo en el hospital donde murió sin haber podido dar datos de su familia ni de su pueblo.  Fue enterrado en la fosa común y quedó registrado solo con el nombre de pila, que era el que conocían los otros obreros.


                        La madre se marchó a servir a Madrid. Nunca se supo ni la casa donde se había colocado, ni si había cambiado de dirección, ni si era viva o muerta. Su marcha se convirtió en un agujero de sombra, en el que nadie se molestó en averiguaciones ni antes ni después.
                        Había dejado a Domingo con poco más de dos años y a una niña de meses que murió poco después de unas fiebres. Las malas lenguas dijeron que había muerto de hambre. La Antonia sabía que la leche entera y cruda podía ser mala para la niña. La      hervía y, como decía que se consumía mucho, le añadía agua, agua. Mucha agua.
                        El Goro era perezoso para todo. Perezoso, sucio, bronco, pero más que nada, perezoso.
                        Antonia le tenía que zamarrear por las mañanas para que abandonara el colchón de follisca de maíz y la manta, sucia, muy sucia, pues bajo ella Goro mantenía frecuentes relaciones consigo mismo. Durante el día si había que cavar el huertezuelo, se cansaba a los pocos golpes de cintura.
                        Cuando Domingo tenía  cinco, tal vez cuatro años, con unas perras que la Antonia guardaba nadie sabía dónde, el Goro se presentó una tarde con unas pocas de cabras. Y borracho. Seguramente se había bebido en la taberna el precio de una cabra.
                        Domingo sabría después lo que era estar en el campo solo, solo él y sus cabras, día y noche. Seis días a la semana  arreándolas, cuidando que no se le perdiera ninguna. Durmiendo con un ojo abierto, tan pequeño. Un día, un extraño  se presentó con el Goro. Era un viejo desdentado y malhablado, que traía amarrado un macho que las fue cubriendo. Domingo comprendió un tiempo después qué era la procreación.       
 
                        De los chivos que nacieron, el sin dientes se presentó unos pocos  días después a por la mitad, que ese era el trato estipulado. De los tres que quedaron, al día siguiente, Goro le enseñó cómo se mataba uno y se le desangraba y despellejaba. Le dijo que luego tendría él que hacerlo. Lo vio marchar con el chivillo despellejado en una mano y la piel colgada a la cintura.

                        El solterón le traía entre semana una ridícula botella de un aceite turbio, espeso y ácido y el primer día, una vieja sartén abollada y bien descascarillada. Un par de cebollas le dieron la base de una fritada de sangre de cabrito y le dejó claro que, con un pan y administrando la sangre frita, tenía que dormir seis noches en el campo, sierra ya, porque los pastos se habían ido alejando. Invierno y verano. Otoño  o primavera. Todo el año.  

                        Tuvo que fijarse bien y aprender a hacerse de comer, porque luego lo tuvo que hacer él solo. Y tan solo. Y tantas veces. Su instinto le fue diciendo qué cosas del campo eran comestibles.

                        Aquello lo había convertido de golpe y porrazo en un hombre. Al menos tendría que hacerse hombre porque como tal, iba a pasar largos años de su vida. El resto de la niñez y la adolescencia fue un ver correr el tiempo, siempre desde la misma posición en el universo, acompañando sus propios cambios físicos. Aprendió lo que pudo aprender por sí mismo. Vientos, lunas, olor de lluvia, cambio de estaciones, vuelo de pájaros, trampas para pequeña caza, raíces comestibles, frutos silvestres, plantas aromáticas, algo con que acompañar el pan y la sangre de chivo, con la mijilla de aceite que administraba con mimo. La leche directa de la ubre. Poco más en su dieta repetida, que no siempre cubría la necesidad de los seis días.

                        Sin sentirlo, salvo la maduración de su cuerpo, de niño a joven fuerte y  duro, se fueron sucediendo las estaciones y los años. La monotonía de su vida de cabrero semiabandonado en la sierra, trabajando por la comida, triste comida, para que el fruto de su trabajo sirviera para que su abuela y su tío permanecieran en su inútil vida de pereza y discusiones continuas.

                        La noche que la Antonia empezó a asfixiarse más que otras veces, azuleando los viejos labios carcomidos, entrecerrados ojos para no hacer esfuerzo, respirando penosamente con estertores, llamó al Goro que roncaba en la habitación pequeña de al lado.

                        Cuando el Goro se asomó y vio el estado en que estaba su madre, no tuvo otra ocurrencia que levantarse, ponerse la camisa, el chaleco de pana, los pantalones y las botas de becerro y salir al campo sin luna y caminar sin rumbo bajo la débil luminaria de las estrellas.

                        No fue hasta el hato de cabras. No fue al pueblo, bastante menos de media legua abajo. Vagó como un raposo de un lado para otro, esquivando cualquier señal de vida humana y volvió a la cortijillo cuando ya alguien, varios días antes, había pasado cerca de él y había descubierto a la vieja, cadáver maloliente que su perro husmeó y aulló hasta que lo hizo acercarse.

                        Sí bajó entonces al pueblo. Se rumoreó que podía haber matado a la Antonia, lo llevaron al cuartelillo a declarar, pero la somera autopsia con que fue estudiada la vieja dejó a las claras lo natural de su muerte. No tuvo más que inventar una patraña verosímil, eso sí, para justificar la ausencia de aquellos días. Se emborrachó después de acercarse al cementerio, donde aún estaban frescos el yeso y los ladrillos que cerraban el nicho. Ni una oración. Ni un puñado de jaramagos le acercó. Solo estuvo un rato de pie, inmóvil, ausente, hasta que se fue para la taberna.

                        Cuando le llevó a Domingo el pan y la mísera ración de aceite aquella semana, medio le gruñó que la vieja había muerto. No quiso dar ninguna explicación más. Tampoco al muchacho le interesó gran cosa la noticia. No iba a cambiar su vida en nada por ello.

                        Cuando una mañana vio acercarse los dos tricornios de la pareja, sintió un movimiento de inquietud, que no de miedo. "¿Domingo Cerrufo Moldina?", le preguntaron. Contestó con la cabeza que sí. "Es usted mozo de reemplazo y tiene que presentarse en el ayuntamiento de Somondillo el lunes que viene". Volvió a asentir con la cabeza y vista la locuacidad del muchacho, el guardia mayor le dijo con un inesperado tono de consejo, "No se te ocurra faltar, que te puede ocurrir algo muy gordo". Y sin más explicaciones, se alejaron por donde habían venido.

                        Cuando dos días después, vio aparecer al Goro con el pan y el aceite, solo le dijo, "A ver qué haces con las cabras, que me voy a la mili". "¿Cuándo?". "El lunes".

                        Muy de madrugada, ese lunes pasó por el cortijillo, se aseó la cara, se lavó bajo los brazos, la ingle y se restregó los pies con un trozo de saco de yute empapado. Se puso una camisa, la única casi, que le quedaba pequeña, un pantalón de no mejor aspecto y le dio vergüenza ponerse la pellica de cabra por lo que, pasando frío y con las alpargatas al hombro hasta no llegar al pueblo, enfiló primero el camino y luego  la carretera que pasaba delante del ayuntamiento.   
                                                                                                                                       


                                                                                                  Agosto 1936

                        Desde hace más de un año, Domingo pertenece al ejército regular al servicio de España en el Protectorado del Norte de África. Ha aprendido a montar y desmontar el máuser con habilidad.  Sin embargo no es hábil en el tiro.

                        Las cucharadas del potaje infame que sale de la marmita hedionda del rancho cuartelero y que sus compañeros desprecian, a él le saben bien. Jamás tiene una palabra de protesta por la vida dura que arrastran.

                        Cuando le dijeron que se embarcaban para la Península no le dio ninguna alegría. Sabía que no iban a sino ser punta de lanza de una operación de guerra. Él no lo asimilaba con estas palabras, pero intuía bien que se trataba de algo en lo que se iba a jugar la vida un día sí y otro también.

                        Antes de entrar en batalla despreciaba el trago de la garrafilla de brandy que el sargento ofrecía sin restricciones. Cuando, con un palo en la mano, el mando daba orden de avanzar, él sabía como nadie buscar los terrenos por donde correr, saltar y cubrirse sin que le llegara una bala o una ráfaga de ametralladora.

                        Seguía igual de silencioso como siempre, pero nadie podía decir de él que se escondiera o rehusara entrar en combate. Solo que él tenía una habilidad especial para buscar el amparo de una piedra, de un árbol o de un cráter de bombardeo antes de disparar cuerpo a tierra.

                        Sin arrancar muelas de oro a un cadáver, ni escudriñar la cartera de otro, sabía que tenía derecho a pequeños botines de guerra que cambiaba a aquella abigarrada tribu de prostitutas, buhoneros y peristas que les seguían incansables para trapichear con lo que iba cayendo.

                        Cuando entró aquella mañana, poco después del amanecer, en la destartalada oficina de aquel pequeño Ayuntamiento de pueblo, ya sabía que poco botín iba a encontrar entre tanta miseria. Un soldado, probablemente de su misma compañía, había dado cuenta del alguacil, único miembro del consistorio que no había huido al monte próximo, confiado en que la tropa que tomaba el pueblo respetaría su vida. Había cosido sobre su raída chaquetilla de uniforme de oscuro y triste galón, una manoseada estampa del San Juan Apóstol que escondía en su casa, el mismo San Juan que había ardido dentro de su ermita, a la entrada del pueblo. De poco le valió.

                        Ahora el alguacil yacía boca arriba, las piernas semiflexionadas, un pie sin zapato, la cabeza forzadamente ladeada y los ojos entrecerrados. De su pecho manaba el resto de una fuente de líquido rojo. En el suelo se iba apelmazando sangre cada vez más oscura y viscosa.

                        Domingo repartió la mirada por la mísera oficina: ni el recado de escritorio, ni ningún otro objeto del triste cubículo valía el esfuerzo de cargar con él. En un rincón estaba apoyada la vara del alcalde que no era más que un pobre bastón barnizado con un cordelillo de algodón trenzado en su parte superior, terminado en una mínima y sucia borla con el consabido fleco tricolor.

                        Iba a dar por fallida la débil esperanza cuando descubrió junto a una pequeña mesa de velador derribada y semioculto por ella, un estuche cuadrado, negro, del tamaño de una maleta pequeña, en cuya tapa estaban escritas, blanco sobre negro, unas letras que él no sabía que eran inglesas. Tampoco sabía leerlas, Remington portable, a pesar de que algo de leer y escribir había aprendido en el cuartel. Eran unas palabras muy raras.

                         Se agachó, la cogió por un asa que sobresalía de uno de sus laterales más estrechos y comprobó que algo pesado se hallaba dentro. Observó despacio aquella pieza que le parecía valiosa y alcanzó a ver una cerradura sin llave en uno de los laterales. Dio con un resorte y al abrir la tapa, un amago de sonrisa le asomó al rostro. Y él no estaba acostumbrado a sonreír.

                        Era una máquina de escribir, bastante más pequeña que la que él había visto en la oficina del cuartel, un delicado aparato con una carcasa gris, de bordes redondeados, casi femeninos, que como una boca abierta, mostraba las finas palancas de acero en cuyo extremo estaban las letras. Las teclas no tenían mugre aún y brillaban como inquietantes y redondos  ojos de cristal.

                        Cerró cuidadosamente el estuche, encajando la tapa con su charnela, se desprendió de la manta que llevaba terciada al hombro, envolvió su tesoro en ella, y volvió a hebillar la trincha en su talle, fijando la envoltura sobre su pecho con idéntica delicadeza que una madre sujetaría a su hijo recién nacido.

                        Sabía que aquel botín era demasiado pesado para acarrearlo mucho tiempo.  Pero no olvidaba que unos cuantos días antes había arrancado una máquina de coser de su pedestal y sólo unas horas después se la había cambiado a alguien, de los que acompañaban a la tropa, por una sortija de oro, que ahora llevaba envuelta en un trapito y atada con una fina cuerda adonde tendrían que matarlo para despojarlo de ella.

                        Apartó el mueble con el que unos instantes antes había atrancado la puerta y compuso un rostro de desconsuelo antes de salir al sol de la plaza. A nadie le interesaba saber en ese momento que, colgado al pecho, llevaba un tesoro.        

                                                     * * * * * * * * * * * * *    
               
 
                                                                                                                          Febrero 1954

            - 'Venga, Fernandito, vamos hijo, que está haciendo mucho frío. Pa casa ya. Manolo, que vas  llegar tarde a la clase de máquina. Venga, pa dentro los dos, que por hoy ya está bien de juego. Manolito, hijo mío, no te vayas a ir sin el tabardo a casa del Serafín. Llévate mi paraguas y ten cuidado que se le suelta el perrito del puño. Y al salir a la calle, cierra bien la boca y engánchate los dos corchetes del cuello'.

            _ 'Mira, mamá, está lloviendo salivitas'_,

            _ 'Qué le gusta decir porquerías a este niño, salivitas van a caer... Está chispeando. Oye, pero si es verdad, que mijitas más raras están cayendo'_.

            Manolo, el hermano mayor ya va saliendo de casa frotándose las manos. Hace un frío tremendo, al que nadie está acostumbrado. Se termina de abrochar el tabardo de lanilla y borra que ha heredado del primo grande. Lo han teñido de azul marino y ha habido que ponerle corchetes porque la cremallera se atascaba a cuatro dedos de la cintura. No parece que vaya a durar para heredarlo Fernandito, que el pobrecillo no estrena nada con dos primos mayores y un hermano que le lleva dos años.

            _ 'Mamá, mamá, mira, ¡está nevando!'.

            Manolo no ha visto nevar en su vida pero las salivas que decía su hermano chico, se han ido convirtiendo en copos de nieve que sisean blandamente y el suelo está cubriéndose de una alfombra inmaculada.

            _ 'Mamá, que es verdad, que está nevando. ¡Asómate, asómate!'.

            No contesta la madre que anda enredada en el interior de la casa, antes de que desaparezca del todo la luz de esa tarde de la Candelaria. Manolo sujeta el cuello subido con una mano. Caminando ligero, se dirige a casa del Serafín, bastantes calles adelante, cruzando la Plaza con las palmeras ya revestidas de gélido algodón cristalizado.

            Él va a ser el protagonista de la tarde. Va a casa de Serafín, un relamido escribiente del molino aceitero que terminó en fabrica de orujo de aceituna. Sólo viven  allí él, su hermana y su madre, vieja y arrugada, demente pero pacífica, que ocupa una mísera mesa camilla con braserillo debajo o un jergón al que llaman cama, todo ello en una habitación postiza que han hecho en un ángulo de la sala. Cambiaron de sitio el aparador y sujetaron de él y de la pared fronteriza un alambre, del que pende con argollas metálicas una cortina  de cretona basta. Es una forma de tenerla controlada.

            La sala da al patio por un viejo portón de madera, del que en esta época del año sólo se abre el postiguillo, y éste a su vez se cierra antes de sol puesto huyendo del frío. La sala permanece en una más que discreta penumbra. Entra algo de la débil iluminación     de la calle por el ventanuco de la cocina colindante y está también el pequeño triángulo de luz que dibuja en el suelo la puerta de la alcoba de Rosalía.

            Se oye incansable el trastrás-trastrás incansable de su máquina de coser. Algún día no le cabe su pena de mujer madura y soltera en el alma y clava en el aire a cada rato el cuchillo de un suspiro. Sólo una mirada morosa varonil o el alegre tintineo de las monedas, al pagarle una labor, hacen que luego tararee muy bajito, hurtando la voz como si fuera pecado, siempre la misma copla:  '¿Qué tiene la Zarzamora, que a todas horas llora que llora por los rincones...?’    

            _ 'Buenas tardes'. No le ha oído nadie. Manolo ha entrado como todos los días, la carpeta con cuartillas finas bajo el brazo, hoy más encogido por el frío, pero jubiloso por ser portador de la gran noticia.

             _ 'Buenas tardes', repite ya a la misma puerta de la alcoba. Rosa es  una mocita vieja, y la alcoba es su santuario. Nadie, salvo un sacerdote que portara los sacramentos u otra mujer puede traspasar el cristal invisible de la urna que encierra su virginidad. Rosalía para un momento la máquina.

            _ '¿Manolito? ¿Eres tú, niño?. Enciende la lamparita de la máquina y ponte a escribir’.

            _ 'Está nevando, Rosa', es la respuesta del futuro mecanógrafo.

            _ '¿Qué dices?, anda ya, déjate de tonterías y empieza la página que tienes que escribir hoy. Y procura no usar mucho el retroceso, que luego el Serafín me riñe a mí cuando ve tus cuartillas con muchos borrones'.

            _ 'Que está nevando, Rosa, de verdad, que está nevando'. Casi se le escapa un "te lo juro".

            Se asoma Rosalía a la puerta de su habitación, ensanchando el haz de luz que proyecta la lámpara con pantalla de porcelana sobre su tarea de costura, _ '¿Qué está nevando?, anda, anda, chiquillo, frío sí que hace mucho, pero nevando, quita, quita'.

            No es tan fácil que Rosalía se asome a la puerta de la calle sin mirarse en el espejo, repintarse un poco sus desaparecidas cejas y darse unos leves achuchones hacia arriba en su media melena de sota de naipes. Por eso, como le vence la curiosidad de la novelería, desaparece un momento, hace más agudo el cuchillo de luz al entrecerrar la puerta de la alcoba, se mira rauda en el espejo pitiñoso  que corona el palanganero, y cayendo en la cuenta de que ya está más que oscurecido y que la bombilla del alumbrado público, cae a  más de veinte metros de su fachada, se echa una toca de punto por los hombros y por fin se asoma a contemplar el fenómeno.

            Toda la calle es ya como un río de cuajada espuma blanca. La nieve ha ocultado el empedrado irregular, que tan sólo se adivina en forma de bucles desdibujados blanquísimos. El naranjo de la plazuela, que ella ve desde su ventana, se ha cubierto como de un cándido plumón. Como es mocita y pierde, no hace aspavientos ni grita de alborozo ni sorpresa, que es lo que le pide el cuerpo. Pero se queda un rato viendo caer los copos que descienden con su siseo, siss, siss...

            _ 'Ea, Manolito, hoy solo vas a teclear dos cuartillas. Que no se te haga muy tarde_' dice entrando a su pesar, mientras el chiquillo se resiste a empezar la tarea, deslumbrado por el espectáculo, que graba en sus retinas. Piensa que no va a volver a gozar de él quizás nunca más en su vida. Es muy joven.

            "Esa casa”, “esa casa”, “esa casa”, tiene que repetir una y otra vez usando el corazón, el meñique y el anular de su mano izquierda, la torpona. Menos mal que ha caído en el truco de dar a la barra espaciadora con el pulgar de la mano derecha, sin que Rosalía se dé cuenta de la trampa. Como repite, repite y repite, el tecleo se convierte en una musiquilla rítmica, ante cuyo menor fallo Rosalía emite un leve gruñido de desaprobación desde la cocina en la que ha entrado y se la oye trastear con ruido de hojalatas.

            A ratos se oye la débil melopea quejumbrosa de la abuela desde su rincón, a la que Rosa responde acercándose siempre con un _'Ea, madre, ea. Ya está, ya está'_, con el mismo tono con que se dirigiría a un bebé para acompañarlo cuando va dejando de llorar.

            Serafín vuelve tarde cada noche, después de dejarse durante dos horas o las que caigan, las pestañas en las facturas enrevesadas de la tienda de Salvador, en los albaranes de los proveedores, casi ilegibles porque el papel carbón del que han nacido es ya una besana negra de surcos marcados y estériles, en los papeles de envolver que, cortados en octava, utiliza el tendero para apuntar las pequeñas deudas de las clientas que merecen su crédito. Sumas y restas, tantos por ciento y más sumas y más repasos, una, dos veces, para asegurar cada resultado. En el reverso de algún papel usado, en algún sobre cortado que aprovecha para escribir por su interior, Serafín apunta los datos de un pedido, o el borrador de una carta comercial. Luego, al llegar a casa lo escribirá en la misma máquina que ahora anda aporreando Manolito, "esa casa”, “esa casa".

            Hoy ha vuelto Serafín más temprano con la novedad y golpea repetidamente con los pies en el suelo junto a la puerta, para despojarse de algo de nieve que pueda haber quedado en sus zapatos y para ahuyentar el frío que se le ha instalado durante la inacabable sentada en la trastienda haciendo números. Pies helados, orejas calientes.
 
            _ ‘Nevando en este pueblo. En este mundo hasta el tiempo está loco’_, ha dicho como toda forma de saludo. _‘Madre, ya ha llegado tu hijo’_ dice dirigiéndose al rincón de la demente que desde hace ya un rato no emite más que unos suaves ronquidos. Por encima del hombro mira la cuartilla mecanografiada a la que sólo le faltan un par de renglones.


            _ ‘Venga para casa, hijo, que hoy hace mucho frío para escribir a máquina’_ dice despidiendo al aprendiz de oficinista.

            En la noche cerrada total, las ocho en el iluminado reloj de la torre, superado el momento de admiración, de estupor que la nieve ha despertado en el vecindario, se ha desplegado un silencio de armiño sobre el pueblo. Todavía se asoma alguna cabeza por cualquier postigo entreabierto, como para convencerse del milagro.

            Manolo, ha dado un rodeo para acercarse hasta la vaquería del “Torcío” y allí ha recogido la lechera de aluminio con el litro y medio de leche que ha de estirarse para un postre humilde de sopas de leche calientes después de la cena y para acompañar por la mañana el brebaje llamado café, oscuro porque se hizo con cereales muy tostados. El repiqueteo del molinillo será mañana el despertador que le avise para levantarse.

            Cuando va a entrar en su casa oye muy cerca, porque el viento norte pasa por la estación, el silbido del exprés de las nueve menos veinte que hoy llega casi a su hora. ‘Ahí llega padre’, piensa, deseando que haya sobrado del corto presupuesto del viaje unas perrillas convertidas en un cartucho de gruesos caramelos de la capital.

            En la camilla está sentado el abuelo Fernando en su sillón frailuno, la pelliza por los hombros y las gafas redondas cabalgando la nariz mientras lee algún ejemplar atrasado de El Correo que le pasa casi todos los días don Alberto, el administrador del conde.            Fernandito ha guardado ya en su cartera de cuero rozado el cuaderno y el plumier con los que ha realizado sus deberes. De cuando en cuando interrumpe al abuelo con cualquier pregunta.  De la cocina llega el olor confortable del puchero que, como cada noche, está dando el último hervor antes de la cena.

            Manolo ha salido al patio, como todas las noches cuando vuelve, para orinar al pie del limonero, hoy también cubierto de blanco silencio. Lo tiene prohibido, lo que le da mayor aliciente a su feliz evacuación.

            _ ‘Mamá, mamá, ¡asómate!.¡ Abuelo, Fernan!, asomarse, vais a ver una serpiente blanca’.

            _ ‘A este niño sólo le falta ir al cine todos los domingos para que se le llene la  cabeza de fantasmas’_ murmura la madre, afanada en su cocina.

            Pero el más chico ha medio derribado la silla en que está sentado al oír la voz de su hermano y ha salido corriendo hacia el patio, a pesar de que el miedo a la oscuridad del mismo le suele retraer normalmente de aventuras nocturnas.

            _ ‘Mira, Fernan, la cuerda del pozo es como una serpiente blanca’.

            Se abren como dos rodajas de asombro las pupilas del más pequeño de la casa. Efectivamente la nieve ha producido el milagro y la luz borrosa que llega de la cocina lo confirma. Cuando el abuelo saca una cubeta de agua del pozo enrolla siempre cuidadosamente la soga en círculos superpuestos al pie del brocal. La fría cuerda se ha cubierto hoy perezosamente de nieve y asemeja una serpiente fantasmal, nívea e inofensiva.

            _ ‘Hace mucho frío para estar en el patio, hijos. Me vais a coger una pulmonía. Vámonos ya pa dentro'_ dice la madre desde la cocina, disfrutando con el mismo vistazo del espectáculo inusitado y de la inocencia de sus hijos. 

            Aún tiene guardada la noche otra sorpresa. Con su tos característica justo en la puerta, Andrés viene entrando en casa. Esta mañana antes de las nueve tomó el tren automotor que le llevó a la capital para sus intentos de corretaje, que él llama sus negocios.

            Durante el trayecto iba pensando como siempre en el porvenir que debe preparar para los dos mocetes que ha dejado en casa levantándose para el colegio. No tiene capital salvo su labia y sus estudios se redujeron a leer, escribir y tres reglas y media, porque a dividir no aprendió nunca del todo. La casa donde vive es la del abuelo Fernando y algún día habrá que repartirla entre varios nietos. También sabe que no podrá pagar nunca estudios a sus hijos, por lo que no lo ha contemplado nunca como una posibilidad de fundamento.

            Pero sí les achucha para que aprovechen la escuela y lleguen a mucho más de lo que él llegó. Manolito tiene ya una muy buena letra, redacta casi mejor que él los contratos de compraventa de cuyo corretaje viven más mal que bien y ha empezado a escribir a máquina en casa del Serafín. 

            Ya tiene pensado que el chiquillo hará un curso de esos que ahora se anuncian en el periódico y en la radio: por correspondencia enseñan contabilidad y algo de comercio. Hasta ahí sabe que puede llegar como padre. Cuando cumpla los catorce lo pegará a sus talones y lo llevará a casi todos los sitios para que aprenda sin equivocarse mucho, a cubicar un camión de melones, la medida de una tierra o a calcular la producción de una huerta que alguien quiera arrendar.

            En la habitación pequeña retirará la cómoda que la ocupa casi entera e instalará un escritorio y un armarito para archivar papeles. O mejor, para ganar sitio buscará a un albañil que sea capaz de abrir una alacena en el ancho muro que no es medianero. También aunque haya que pagarlo todos los meses como la luz, pondrá un teléfono que le ahorrará idas y venidas en balde. Y allí serán capaces padre e hijo, luego el hijo casi solo, de redactar contratos de alquiler, de compraventa, de cesión o de particiones, que cuando los vea el notario no tendrá más que dárselo de copia al oficial para luego firmarlo él.

            En Torre del Val, a diecitantos del Tanto de mil novecientos cuántos,
                                              REUNIDOS
            De una parte don Fulano de Tal, mayor de edad, casado y vecino de...   y
            De otra don Zutano de Cual, también mayor de edad, soltero...

            No, no es el cuento de la lechera el que se va contando Andrés camino de la   capital. Es el sueño realizable que ha empezado a materializarse cuando su Manuel ha empezado a pasar las tardes aporreando las teclas, ‘esa casa, esa casa’, bajo el oído vigilante de Rosalía. Él hoy llevaba el encargo de colocar dos vagones de trigo, autorizados por el SNT (Servicio nacional del Trigo) y conoce a otro corredor de fuste en la capital capaz de convertirlos en dinero sin pasar por más intermediarios. Si la cosa cuaja, y no tiene por qué no cuajar, él sacará una comisión superior al sueldo del mes de un empleado. Y se ha creado un prestigio que todo el mundo sabe que cuando él da una palabra y estrecha una mano, es como si lo hubiera firmado el Papa de Roma.

            Cuando se baja en la estación de la capital, una medio sonrisa de complacencia le va jugueteando en la boca, aunque a veces le frunce el ceño la inquietud de la duda. Se toma un café mientras un limpiabotas le lustra con empeño los zapatos y él hace tiempo para estar con un cuarto de hora de anticipación en la cita. Lleva la chaqueta gorda de espiguilla, el chaleco del traje de la boda y se ha puesto la camisa blanca, bien planchada, que tiene el primer botón de plata, hoy bien abrochado. Una camisa limpia y unos zapatos brillantes son signos de buena educación le oyó decir una vez a un señorito algo tarambana pero de cuna de postín. No lo ha olvidado desde entonces.


            Tres horas y media más tarde, cuatro cafés y tras el tira y afloja de rigor, el negocio está cerrado. El corredor de la capital ha entrado en el estanco, ha comprado un pliego de papel de barba, lo ha cortado a la mitad  para hacer una copia y con una estilográfica de estraperlo y una pobre mala letra ha repetido por dos veces los términos esenciales de la operación y los dejado bien claros, en letra y números. Andrés ha estado pensando todo el rato que su Manolo, con doce años, habría hecho ya todo aquello, más claro y con mejor letra y un como orgullo interior le ha ido invadiendo por dentro. Firman por duplicado.

            Como también se ha firmado una letra, ambos negociadores han entrado en el banco. Allí, en el luminoso patio de operaciones, el hombre de capital ha repartido saludos y movimientos de cabeza a bancarios y conocidos. ¿Tú no ves?, ya en aquel ambiente Andrés se ha sentido cohibido, las columnas de mármol, los macetones con plantas de lujo, la entrada y salida de tanta gente con traje y corbata. Pero piensa que su hijo llegará a sentirse como pez en el agua en ambientes como aquel. Ya se encargará él de chucearlo en tientas y capeas para que no se sienta inferior, como él ahora, en estas plazas de primera.

            Cuando van a salir del banco, se cruzan con un hombre algo tomado de hombros, bigote muy fino, gafas de miope, babi de sarga azul y manos muy manchadas. Lleva un maletín de cuero negro también con manchas de grasa y muy gastado en la mano y se mueve por la gran puerta giratoria y por entre las columnas de mármol como si le fueran familiares. De algo se conocen él y el corredor de la capital, además de la vista. Es el mecánico de las máquinas de escribir del banco.

            Una parada, un breve saludo y a Andrés se le ilumina algo en el interior de su cerebro. Acaba de ganar un buen puñado de duros y ve el hueco para poner otra piedra importante en el camino que ha venido soñando en el tren. Palabras, preguntas, respuestas, propuestas, algún regateo, una cita para la tarde, buscando un hueco entre sus otros menesteres.

            Durante el viaje de regreso Andrés cavila que le ha salido un día redondo. Al subirse al tren ha empezado a nevar, lo que él nunca ha visto y no deja de pensar que aquello no es más que un buen presagio. Mientras ha caído la noche tras la ventanilla que traquetea, está seguro de que ha puesto un broche de oro, un colofón de doble suerte a un día señalado.

            Cuando por la noche entra en la casa, tose como siempre y oculta ligeramente, retrasando el brazo izquierdo algo que cuelga de la mano, como una pequeña maleta oscura.

            _ ‘Manolito, Fernandi, hijos. Mirad lo que os trae vuestro padre’.

            Y los chiquillos han pensado gozosos en el cartucho de caramelos gordos que repartirán después de cenar, no sin alguna disputa.

            Solemnemente Andrés levanta su brazo izquierdo y en la mesa a medio poner, deposita una pequeña maleta de color gris oscuro, casi negra. La sujeta con una mano mientras con la otra manipula una pequeña cerradura de resorte. La abre y retira la tapa.

            Aparece reluciente, limpia y engrasada, un poco más vieja que unos años antes en el ayuntamiento de un pueblo lejano, una pequeña y coqueta máquina de escribir. En la carcasa, encima del teclado, se lee aún con claridad en letras inglesas que un día fueron doradas:  Remington portable .  
  
Nota.- Los hechos que aquí se relatan están basados en circunstancias y pe4rsonajes reales, aunque se hayan cambiado ciertos términos. Cualquier parecido con la realidad pues, no es del todo descartable.