Remington
portable
Niño cabrero
Domingo Cerrufo
Moldina tiene veintiún años. Quizás veintidós porque su padre fue a inscribirlo
a Somondillo cuando el cura que lo había bautizado, le apremió para que fuese
al Juzgado porque la partida de bautismo no podía sustituir a la de nacimiento.
Tardó meses en cubrir el trámite.
Se crió con su abuela
Antonia y con su tío Goro, el mayor de los hermanos de su madre. Goro. Un
solterón malencarado y zafio que solo le hablaba para darle breves y secas
órdenes, poco más que monosílabos y ásperos sonidos guturales.
Nunca supo cuándo murió
su padre, que andaba a la vendimia por un pueblo de Málaga cuando, tras una
borrachera monstruosa se enredó, no se sabe si en una apuesta o una discusión,
que terminó en pelea y tuvieron que ingresarlo en el hospital donde murió sin
haber podido dar datos de su familia ni de su pueblo. Fue enterrado en la fosa común y quedó
registrado solo con el nombre de pila, que era el que conocían los otros
obreros.
La
madre se marchó a servir a Madrid. Nunca se supo ni la casa donde se había
colocado, ni si había cambiado de dirección, ni si era viva o muerta. Su marcha
se convirtió en un agujero de sombra, en el que nadie se molestó en
averiguaciones ni antes ni después.
Había
dejado a Domingo con poco más de dos años y a una niña de meses que murió poco
después de unas fiebres. Las malas lenguas dijeron que había muerto de hambre.
La Antonia sabía que la leche entera y cruda podía ser mala para la niña. La hervía
y, como decía que se consumía mucho, le añadía agua, agua. Mucha agua.
El
Goro era perezoso para todo. Perezoso, sucio, bronco, pero más que nada,
perezoso.
Antonia
le tenía que zamarrear por las mañanas para que abandonara el colchón de
follisca de maíz y la manta, sucia, muy sucia, pues bajo ella Goro mantenía
frecuentes relaciones consigo mismo. Durante el día si había que cavar el
huertezuelo, se cansaba a los pocos golpes de cintura.
Cuando
Domingo tenía cinco, tal vez cuatro
años, con unas perras que la Antonia guardaba nadie sabía dónde, el Goro se
presentó una tarde con unas pocas de cabras. Y borracho. Seguramente se había
bebido en la taberna el precio de una cabra.
Domingo
sabría después lo que era estar en el campo solo, solo él y sus cabras, día y
noche. Seis días a la semana arreándolas,
cuidando que no se le perdiera ninguna. Durmiendo con un ojo abierto, tan
pequeño. Un día, un extraño se presentó
con el Goro. Era un viejo desdentado y malhablado, que traía amarrado un macho
que las fue cubriendo. Domingo comprendió un tiempo después qué era la
procreación.
De
los chivos que nacieron, el sin dientes se presentó unos pocos días después a por la mitad, que ese era el
trato estipulado. De los tres que quedaron, al día siguiente, Goro le enseñó
cómo se mataba uno y se le desangraba y despellejaba. Le dijo que luego tendría
él que hacerlo. Lo vio marchar con el chivillo despellejado en una mano y la
piel colgada a la cintura.
El
solterón le traía entre semana una ridícula botella de un aceite turbio, espeso
y ácido y el primer día, una vieja sartén abollada y bien descascarillada. Un
par de cebollas le dieron la base de una fritada de sangre de cabrito y le dejó
claro que, con un pan y administrando la sangre frita, tenía que dormir seis
noches en el campo, sierra ya, porque los pastos se habían ido alejando.
Invierno y verano. Otoño o primavera.
Todo el año.
Tuvo
que fijarse bien y aprender a hacerse de comer, porque luego lo tuvo que hacer
él solo. Y tan solo. Y tantas veces. Su instinto le fue diciendo qué cosas del
campo eran comestibles.
Aquello
lo había convertido de golpe y porrazo en un hombre. Al menos tendría que
hacerse hombre porque como tal, iba a pasar largos años de su vida. El resto de
la niñez y la adolescencia fue un ver correr el tiempo, siempre desde la misma
posición en el universo, acompañando sus propios cambios físicos. Aprendió lo
que pudo aprender por sí mismo. Vientos, lunas, olor de lluvia, cambio de
estaciones, vuelo de pájaros, trampas para pequeña caza, raíces comestibles,
frutos silvestres, plantas aromáticas, algo con que acompañar el pan y la
sangre de chivo, con la mijilla de aceite que administraba con mimo. La leche
directa de la ubre. Poco más en su dieta repetida, que no siempre cubría la
necesidad de los seis días.
Sin
sentirlo, salvo la maduración de su cuerpo, de niño a joven fuerte y duro, se
fueron sucediendo las estaciones y los años. La monotonía de su vida de cabrero
semiabandonado en la sierra, trabajando por la comida, triste comida, para que
el fruto de su trabajo sirviera para que su abuela y su tío permanecieran en su
inútil vida de pereza y discusiones continuas.
La
noche que la Antonia empezó a asfixiarse más que otras veces, azuleando los
viejos labios carcomidos, entrecerrados ojos para no hacer esfuerzo, respirando
penosamente con estertores, llamó al Goro que roncaba en la habitación pequeña
de al lado.
Cuando
el Goro se asomó y vio el estado en que estaba su madre, no tuvo otra
ocurrencia que levantarse, ponerse la camisa, el chaleco de pana, los
pantalones y las botas de becerro y salir al campo sin luna y caminar sin rumbo
bajo la débil luminaria de las estrellas.
No
fue hasta el hato de cabras. No fue al pueblo, bastante menos de media legua
abajo. Vagó como un raposo de un lado para otro, esquivando cualquier señal de
vida humana y volvió a la cortijillo cuando ya alguien, varios días antes,
había pasado cerca de él y había descubierto a la vieja, cadáver maloliente que
su perro husmeó y aulló hasta que lo hizo acercarse.
Sí
bajó entonces al pueblo. Se rumoreó que podía haber matado a la Antonia, lo
llevaron al cuartelillo a declarar, pero la somera autopsia con que fue
estudiada la vieja dejó a las claras lo natural de su muerte. No tuvo más que
inventar una patraña verosímil, eso sí, para justificar la ausencia de aquellos
días. Se emborrachó después de acercarse al cementerio, donde aún estaban
frescos el yeso y los ladrillos que cerraban el nicho. Ni una oración. Ni un
puñado de jaramagos le acercó. Solo estuvo un rato de pie, inmóvil, ausente,
hasta que se fue para la taberna.
Cuando
le llevó a Domingo el pan y la mísera ración de aceite aquella semana, medio le
gruñó que la vieja había muerto. No quiso dar ninguna explicación más. Tampoco
al muchacho le interesó gran cosa la noticia. No iba a cambiar su vida en nada
por ello.
Cuando
una mañana vio acercarse los dos tricornios de la pareja, sintió un movimiento
de inquietud, que no de miedo. "¿Domingo Cerrufo Moldina?", le
preguntaron. Contestó con la cabeza que sí. "Es usted mozo de reemplazo y
tiene que presentarse en el ayuntamiento de Somondillo el lunes que
viene". Volvió a asentir con la cabeza y vista la locuacidad del muchacho,
el guardia mayor le dijo con un inesperado tono de consejo, "No se te
ocurra faltar, que te puede ocurrir algo muy gordo". Y sin más
explicaciones, se alejaron por donde habían venido.
Cuando
dos días después, vio aparecer al Goro con el pan y el aceite, solo le dijo,
"A ver qué haces con las cabras, que me voy a la mili".
"¿Cuándo?". "El lunes".
Muy
de madrugada, ese lunes pasó por el cortijillo, se aseó la cara, se lavó bajo
los brazos, la ingle y se restregó los pies con un trozo de saco de yute
empapado. Se puso una camisa, la única casi, que le quedaba pequeña, un
pantalón de no mejor aspecto y le dio vergüenza ponerse la pellica de cabra por
lo que, pasando frío y con las alpargatas al hombro hasta no llegar al pueblo,
enfiló primero el camino y luego la
carretera que pasaba delante del ayuntamiento.
Agosto
1936
Desde
hace más de un año, Domingo pertenece al ejército regular al servicio de España
en el Protectorado del Norte de África. Ha aprendido a montar y desmontar el
máuser con habilidad. Sin embargo no es
hábil en el tiro.
Las
cucharadas del potaje infame que sale de la marmita hedionda del rancho
cuartelero y que sus compañeros desprecian, a él le saben bien. Jamás tiene una
palabra de protesta por la vida dura que arrastran.
Cuando
le dijeron que se embarcaban para la Península no le dio ninguna alegría. Sabía
que no iban a sino ser punta de lanza de una operación de guerra. Él no lo
asimilaba con estas palabras, pero intuía bien que se trataba de algo en lo que
se iba a jugar la vida un día sí y otro también.
Antes
de entrar en batalla despreciaba el trago de la garrafilla de brandy que el
sargento ofrecía sin restricciones. Cuando, con un palo en la mano, el mando
daba orden de avanzar, él sabía como nadie buscar los terrenos por donde
correr, saltar y cubrirse sin que le llegara una bala o una ráfaga de
ametralladora.
Seguía
igual de silencioso como siempre, pero nadie podía decir de él que se
escondiera o rehusara entrar en combate. Solo que él tenía una habilidad
especial para buscar el amparo de una piedra, de un árbol o de un cráter de
bombardeo antes de disparar cuerpo a tierra.
Sin
arrancar muelas de oro a un cadáver, ni escudriñar la cartera de otro, sabía
que tenía derecho a pequeños botines de guerra que cambiaba a aquella
abigarrada tribu de prostitutas, buhoneros y peristas que les seguían
incansables para trapichear con lo que iba cayendo.
Cuando
entró aquella mañana, poco después del amanecer, en la destartalada oficina de
aquel pequeño Ayuntamiento de pueblo, ya sabía que poco botín iba a encontrar entre
tanta miseria. Un soldado, probablemente de su misma compañía, había dado
cuenta del alguacil, único miembro del consistorio que no había huido al monte
próximo, confiado en que la tropa que tomaba el pueblo respetaría su vida.
Había cosido sobre su raída chaquetilla de uniforme de oscuro y triste galón,
una manoseada estampa del San Juan Apóstol que escondía en su casa, el mismo
San Juan que había ardido dentro de su ermita, a la entrada del pueblo. De poco
le valió.
Ahora
el alguacil yacía boca arriba, las piernas semiflexionadas, un pie sin zapato,
la cabeza forzadamente ladeada y los ojos entrecerrados. De su pecho manaba el
resto de una fuente de líquido rojo. En el suelo se iba apelmazando sangre cada
vez más oscura y viscosa.
Domingo
repartió la mirada por la mísera oficina: ni el recado de escritorio, ni ningún
otro objeto del triste cubículo valía el esfuerzo de cargar con él. En un
rincón estaba apoyada la vara del alcalde que no era más que un pobre bastón
barnizado con un cordelillo de algodón trenzado en su parte superior, terminado
en una mínima y sucia borla con el consabido fleco tricolor.
Iba
a dar por fallida la débil esperanza cuando descubrió junto a una pequeña mesa
de velador derribada y semioculto por ella, un estuche cuadrado, negro, del
tamaño de una maleta pequeña, en cuya tapa estaban escritas, blanco sobre
negro, unas letras que él no sabía que eran inglesas. Tampoco sabía leerlas, Remington portable, a pesar de que algo
de leer y escribir había aprendido en el cuartel. Eran unas palabras muy raras.
Se agachó, la cogió por un asa que sobresalía
de uno de sus laterales más estrechos y comprobó que algo pesado se hallaba
dentro. Observó despacio aquella pieza que le parecía valiosa y alcanzó a ver
una cerradura sin llave en uno de los laterales. Dio con un resorte y al abrir
la tapa, un amago de sonrisa le asomó al rostro. Y él no estaba acostumbrado a
sonreír.
Era
una máquina de escribir, bastante más pequeña que la que él había visto en la
oficina del cuartel, un delicado aparato con una carcasa gris, de bordes
redondeados, casi femeninos, que como una boca abierta, mostraba las finas
palancas de acero en cuyo extremo estaban las letras. Las teclas no tenían
mugre aún y brillaban como inquietantes y redondos ojos de cristal.
Cerró
cuidadosamente el estuche, encajando la tapa con su charnela, se desprendió de
la manta que llevaba terciada al hombro, envolvió su tesoro en ella, y volvió a
hebillar la trincha en su talle, fijando la envoltura sobre su pecho con
idéntica delicadeza que una madre sujetaría a su hijo recién nacido.
Sabía
que aquel botín era demasiado pesado para acarrearlo mucho tiempo. Pero no olvidaba que unos cuantos días antes
había arrancado una máquina de coser de su pedestal y sólo unas horas después
se la había cambiado a alguien, de los que acompañaban a la tropa, por una
sortija de oro, que ahora llevaba envuelta en un trapito y atada con una fina
cuerda adonde tendrían que matarlo para despojarlo de ella.
Apartó
el mueble con el que unos instantes antes había atrancado la puerta y compuso
un rostro de desconsuelo antes de salir al sol de la plaza. A nadie le
interesaba saber en ese momento que, colgado al pecho, llevaba un tesoro.
* * * * * * * * * * * * *
Febrero
1954
- 'Venga, Fernandito, vamos hijo,
que está haciendo mucho frío. Pa casa ya. Manolo, que vas llegar tarde a la clase de máquina. Venga, pa
dentro los dos, que por hoy ya está bien de juego. Manolito, hijo mío, no te
vayas a ir sin el tabardo a casa del Serafín. Llévate mi paraguas y ten cuidado
que se le suelta el perrito del puño. Y al salir a la calle, cierra bien la
boca y engánchate los dos corchetes del cuello'.
_ 'Mira, mamá, está lloviendo salivitas'_,
_ 'Qué le gusta decir porquerías a
este niño, salivitas van a caer... Está chispeando. Oye, pero si es verdad, que
mijitas más raras están cayendo'_.
Manolo, el hermano mayor ya va saliendo
de casa frotándose las manos. Hace un frío tremendo, al que nadie está
acostumbrado. Se termina de abrochar el tabardo de lanilla y borra que ha
heredado del primo grande. Lo han teñido de azul marino y ha habido que ponerle
corchetes porque la cremallera se atascaba a cuatro dedos de la cintura. No
parece que vaya a durar para heredarlo Fernandito, que el pobrecillo no estrena
nada con dos primos mayores y un hermano que le lleva dos años.
_ 'Mamá, mamá, mira, ¡está nevando!'.
Manolo no ha visto nevar en su vida
pero las salivas que decía su hermano chico, se han ido convirtiendo en copos
de nieve que sisean blandamente y el suelo está cubriéndose de una alfombra
inmaculada.
_ 'Mamá, que es verdad, que está
nevando. ¡Asómate, asómate!'.
No contesta la madre que anda
enredada en el interior de la casa, antes de que desaparezca del todo la luz de
esa tarde de la Candelaria. Manolo sujeta el cuello subido con una mano.
Caminando ligero, se dirige a casa del Serafín, bastantes calles adelante, cruzando
la Plaza con las palmeras ya revestidas de gélido algodón cristalizado.
Él va a ser el protagonista de la
tarde. Va a casa de Serafín, un relamido escribiente del molino aceitero que
terminó en fabrica de orujo de aceituna. Sólo viven allí él, su hermana y su madre, vieja y
arrugada, demente pero pacífica, que ocupa una mísera mesa camilla con
braserillo debajo o un jergón al que llaman cama, todo ello en una habitación
postiza que han hecho en un ángulo de la sala. Cambiaron de sitio el aparador y
sujetaron de él y de la pared fronteriza un alambre, del que pende con argollas
metálicas una cortina de cretona basta.
Es una forma de tenerla controlada.
La sala da al patio por un viejo
portón de madera, del que en esta época del año sólo se abre el postiguillo, y
éste a su vez se cierra antes de sol puesto huyendo del frío. La sala permanece
en una más que discreta penumbra. Entra algo de la débil iluminación de
la calle por el ventanuco de la cocina colindante y está también el pequeño
triángulo de luz que dibuja en el suelo la puerta de la alcoba de Rosalía.
Se oye incansable el
trastrás-trastrás incansable de su máquina de coser. Algún día no le cabe su
pena de mujer madura y soltera en el alma y clava en el aire a cada rato el
cuchillo de un suspiro. Sólo una mirada morosa varonil o el alegre tintineo de
las monedas, al pagarle una labor, hacen que luego tararee muy bajito, hurtando
la voz como si fuera pecado, siempre la misma copla: '¿Qué tiene la
Zarzamora, que a todas horas llora que llora por los rincones...?’
_ 'Buenas tardes'. No le ha oído
nadie. Manolo ha entrado como todos los días, la carpeta con cuartillas finas
bajo el brazo, hoy más encogido por el frío, pero jubiloso por ser portador de
la gran noticia.
_ 'Buenas tardes', repite ya a la misma puerta
de la alcoba. Rosa es una mocita vieja,
y la alcoba es su santuario. Nadie, salvo un sacerdote que portara los
sacramentos u otra mujer puede traspasar el cristal invisible de la urna que
encierra su virginidad. Rosalía para un momento la máquina.
_ '¿Manolito? ¿Eres tú, niño?.
Enciende la lamparita de la máquina y ponte a escribir’.
_ 'Está nevando, Rosa', es la
respuesta del futuro mecanógrafo.
_ '¿Qué dices?, anda ya, déjate de
tonterías y empieza la página que tienes que escribir hoy. Y procura no usar
mucho el retroceso, que luego el Serafín me riñe a mí cuando ve tus cuartillas
con muchos borrones'.
_ 'Que está nevando, Rosa, de
verdad, que está nevando'. Casi se le escapa un "te lo juro".
Se asoma Rosalía a la puerta de su
habitación, ensanchando el haz de luz que proyecta la lámpara con pantalla de
porcelana sobre su tarea de costura, _ '¿Qué está nevando?, anda, anda,
chiquillo, frío sí que hace mucho, pero nevando, quita, quita'.
No es tan fácil que Rosalía se asome
a la puerta de la calle sin mirarse en el espejo, repintarse un poco sus
desaparecidas cejas y darse unos leves achuchones hacia arriba en su media
melena de sota de naipes. Por eso, como le vence la curiosidad de la novelería,
desaparece un momento, hace más agudo el cuchillo de luz al entrecerrar la
puerta de la alcoba, se mira rauda en el espejo pitiñoso que corona el palanganero, y cayendo en la
cuenta de que ya está más que oscurecido y que la bombilla del alumbrado
público, cae a más de veinte metros de
su fachada, se echa una toca de punto por los hombros y por fin se asoma a
contemplar el fenómeno.
Toda la calle es ya como un río de cuajada espuma blanca.
La nieve ha ocultado el empedrado irregular, que tan sólo se adivina en forma
de bucles desdibujados blanquísimos. El naranjo de la plazuela, que ella ve
desde su ventana, se ha cubierto como de un cándido plumón. Como es mocita y
pierde, no hace aspavientos ni grita de alborozo ni sorpresa, que es lo que le
pide el cuerpo. Pero se queda un rato viendo caer los copos que descienden con
su siseo, siss, siss...
_ 'Ea, Manolito, hoy solo vas a teclear dos cuartillas. Que
no se te haga muy tarde_' dice entrando a su pesar, mientras el chiquillo se
resiste a empezar la tarea, deslumbrado por el espectáculo, que graba en sus
retinas. Piensa que no va a volver a gozar de él quizás nunca más en su vida.
Es muy joven.
"Esa casa”, “esa casa”, “esa
casa”, tiene que repetir una y otra vez usando el corazón, el meñique y el
anular de su mano izquierda, la torpona. Menos mal que ha caído en el truco de
dar a la barra espaciadora con el pulgar de la mano derecha, sin que Rosalía se
dé cuenta de la trampa. Como repite, repite y repite, el tecleo se convierte en
una musiquilla rítmica, ante cuyo menor fallo Rosalía emite un leve gruñido de
desaprobación desde la cocina en la que ha entrado y se la oye trastear con
ruido de hojalatas.
A ratos se oye la débil melopea
quejumbrosa de la abuela desde su rincón, a la que Rosa responde acercándose
siempre con un _'Ea, madre, ea. Ya está, ya está'_, con el mismo tono con que
se dirigiría a un bebé para acompañarlo cuando va dejando de llorar.
Serafín vuelve tarde cada noche,
después de dejarse durante dos horas o las que caigan, las pestañas en las
facturas enrevesadas de la tienda de Salvador, en los albaranes de los
proveedores, casi ilegibles porque el papel carbón del que han nacido es ya una
besana negra de surcos marcados y estériles, en los papeles de envolver que,
cortados en octava, utiliza el tendero para apuntar las pequeñas deudas de las
clientas que merecen su crédito. Sumas y restas, tantos por ciento y más sumas
y más repasos, una, dos veces, para asegurar cada resultado. En el reverso de
algún papel usado, en algún sobre cortado que aprovecha para escribir por su
interior, Serafín apunta los datos de un pedido, o el borrador de una carta
comercial. Luego, al llegar a casa lo escribirá en la misma máquina que ahora
anda aporreando Manolito, "esa casa”, “esa casa".
Hoy ha vuelto Serafín más temprano
con la novedad y golpea repetidamente con los pies en el suelo junto a la
puerta, para despojarse de algo de nieve que pueda haber quedado en sus zapatos
y para ahuyentar el frío que se le ha instalado durante la inacabable sentada
en la trastienda haciendo números. Pies helados, orejas calientes.
_ ‘Nevando en este pueblo. En este
mundo hasta el tiempo está loco’_, ha dicho como toda forma de saludo. _‘Madre,
ya ha llegado tu hijo’_ dice dirigiéndose al rincón de la demente que desde
hace ya un rato no emite más que unos suaves ronquidos. Por encima del hombro
mira la cuartilla mecanografiada a la que sólo le faltan un par de renglones.
_ ‘Venga para casa, hijo, que hoy
hace mucho frío para escribir a máquina’_ dice despidiendo al aprendiz de
oficinista.
En la noche cerrada total, las ocho
en el iluminado reloj de la torre, superado el momento de admiración, de
estupor que la nieve ha despertado en el vecindario, se ha desplegado un silencio
de armiño sobre el pueblo. Todavía se asoma alguna cabeza por cualquier postigo
entreabierto, como para convencerse del milagro.
Manolo, ha dado un rodeo para
acercarse hasta la vaquería del “Torcío”
y allí ha recogido la lechera de aluminio con el litro y medio de leche que ha
de estirarse para un postre humilde de sopas de leche calientes después de la
cena y para acompañar por la mañana el brebaje llamado café, oscuro porque se
hizo con cereales muy tostados. El repiqueteo del molinillo será mañana el
despertador que le avise para levantarse.
Cuando va a entrar en su casa oye
muy cerca, porque el viento norte pasa por la estación, el silbido del exprés
de las nueve menos veinte que hoy llega casi a su hora. ‘Ahí llega padre’,
piensa, deseando que haya sobrado del corto presupuesto del viaje unas
perrillas convertidas en un cartucho de gruesos caramelos de la capital.
En la camilla está sentado el abuelo
Fernando en su sillón frailuno, la pelliza por los hombros y las gafas redondas
cabalgando la nariz mientras lee algún ejemplar atrasado de El Correo que le
pasa casi todos los días don Alberto, el administrador del conde. Fernandito ha guardado ya en su
cartera de cuero rozado el cuaderno y el plumier con los que ha realizado sus
deberes. De cuando en cuando interrumpe al abuelo con cualquier pregunta. De la cocina llega el olor confortable del
puchero que, como cada noche, está dando el último hervor antes de la cena.
Manolo ha salido al patio, como
todas las noches cuando vuelve, para orinar al pie del limonero, hoy también
cubierto de blanco silencio. Lo tiene prohibido, lo que le da mayor aliciente a
su feliz evacuación.
_ ‘Mamá, mamá, ¡asómate!.¡ Abuelo,
Fernan!, asomarse, vais a ver una serpiente blanca’.
_ ‘A este niño sólo le falta ir al
cine todos los domingos para que se le llene la
cabeza de fantasmas’_ murmura la madre, afanada en su cocina.
Pero el más chico ha medio derribado
la silla en que está sentado al oír la voz de su hermano y ha salido corriendo
hacia el patio, a pesar de que el miedo a la oscuridad del mismo le suele
retraer normalmente de aventuras nocturnas.
_ ‘Mira, Fernan, la cuerda del pozo
es como una serpiente blanca’.
Se abren como dos rodajas de asombro
las pupilas del más pequeño de la casa. Efectivamente la nieve ha producido el
milagro y la luz borrosa que llega de la cocina lo confirma. Cuando el abuelo
saca una cubeta de agua del pozo enrolla siempre cuidadosamente la soga en círculos
superpuestos al pie del brocal. La fría cuerda se ha cubierto hoy perezosamente
de nieve y asemeja una serpiente fantasmal, nívea e inofensiva.
_ ‘Hace mucho frío para estar en el
patio, hijos. Me vais a coger una pulmonía. Vámonos ya pa dentro'_ dice la
madre desde la cocina, disfrutando con el mismo vistazo del espectáculo inusitado
y de la inocencia de sus hijos.
Aún tiene guardada la noche otra
sorpresa. Con su tos característica justo en la puerta, Andrés viene entrando
en casa. Esta mañana antes de las nueve tomó el tren automotor que le llevó a
la capital para sus intentos de corretaje, que él llama sus negocios.
Durante el trayecto iba pensando
como siempre en el porvenir que debe preparar para los dos mocetes que ha
dejado en casa levantándose para el colegio. No tiene capital salvo su labia y
sus estudios se redujeron a leer, escribir y tres reglas y media, porque a
dividir no aprendió nunca del todo. La casa donde vive es la del abuelo
Fernando y algún día habrá que repartirla entre varios nietos. También sabe que
no podrá pagar nunca estudios a sus hijos, por lo que no lo ha contemplado
nunca como una posibilidad de fundamento.
Pero sí les achucha para que
aprovechen la escuela y lleguen a mucho más de lo que él llegó. Manolito tiene
ya una muy buena letra, redacta casi mejor que él los contratos de compraventa
de cuyo corretaje viven más mal que bien y ha empezado a escribir a máquina en
casa del Serafín.
Ya tiene pensado que el chiquillo
hará un curso de esos que ahora se anuncian en el periódico y en la radio: por
correspondencia enseñan contabilidad y algo de comercio. Hasta ahí sabe que
puede llegar como padre. Cuando cumpla los catorce lo pegará a sus talones y lo
llevará a casi todos los sitios para que aprenda sin equivocarse mucho, a
cubicar un camión de melones, la medida de una tierra o a calcular la
producción de una huerta que alguien quiera arrendar.
En la habitación pequeña retirará la
cómoda que la ocupa casi entera e instalará un escritorio y un armarito para
archivar papeles. O mejor, para ganar sitio buscará a un albañil que sea capaz
de abrir una alacena en el ancho muro que no es medianero. También aunque haya
que pagarlo todos los meses como la luz, pondrá un teléfono que le ahorrará
idas y venidas en balde. Y allí serán capaces padre e hijo, luego el hijo casi
solo, de redactar contratos de alquiler, de compraventa, de cesión o de
particiones, que cuando los vea el notario no tendrá más que dárselo de copia
al oficial para luego firmarlo él.
En Torre del Val, a diecitantos del
Tanto de mil novecientos cuántos,
REUNIDOS
De una
parte don Fulano de Tal, mayor de edad, casado y vecino de... y
De otra
don Zutano de Cual, también mayor de edad, soltero...
No, no es el cuento de la lechera el
que se va contando Andrés camino de la capital.
Es el sueño realizable que ha empezado a materializarse cuando su Manuel ha
empezado a pasar las tardes aporreando las teclas, ‘esa casa, esa casa’, bajo
el oído vigilante de Rosalía. Él hoy llevaba el encargo de colocar dos vagones
de trigo, autorizados por el SNT (Servicio nacional del Trigo) y conoce a otro
corredor de fuste en la capital capaz de convertirlos en dinero sin pasar por
más intermediarios. Si la cosa cuaja, y no tiene por qué no cuajar, él sacará
una comisión superior al sueldo del mes de un empleado. Y se ha creado un
prestigio que todo el mundo sabe que cuando él da una palabra y estrecha una
mano, es como si lo hubiera firmado el Papa de Roma.
Cuando se baja en la estación de la
capital, una medio sonrisa de complacencia le va jugueteando en la boca, aunque
a veces le frunce el ceño la inquietud de la duda. Se toma un café mientras un
limpiabotas le lustra con empeño los zapatos y él hace tiempo para estar con un
cuarto de hora de anticipación en la cita. Lleva la chaqueta gorda de
espiguilla, el chaleco del traje de la boda y se ha puesto la camisa blanca,
bien planchada, que tiene el primer botón de plata, hoy bien abrochado. Una
camisa limpia y unos zapatos brillantes son signos de buena educación le oyó
decir una vez a un señorito algo tarambana pero de cuna de postín. No lo ha
olvidado desde entonces.
Tres horas y media más tarde, cuatro
cafés y tras el tira y afloja de rigor, el negocio está cerrado. El corredor de
la capital ha entrado en el estanco, ha comprado un pliego de papel de barba,
lo ha cortado a la mitad para hacer una
copia y con una estilográfica de estraperlo y una pobre mala letra ha repetido
por dos veces los términos esenciales de la operación y los dejado bien claros,
en letra y números. Andrés ha estado pensando todo el rato que su Manolo, con
doce años, habría hecho ya todo aquello, más claro y con mejor letra y un como
orgullo interior le ha ido invadiendo por dentro. Firman por duplicado.
Como también se ha firmado una
letra, ambos negociadores han entrado en el banco. Allí, en el luminoso patio
de operaciones, el hombre de capital ha repartido saludos y movimientos de
cabeza a bancarios y conocidos. ¿Tú no ves?, ya en aquel ambiente Andrés se ha
sentido cohibido, las columnas de mármol, los macetones con plantas de lujo, la
entrada y salida de tanta gente con traje y corbata. Pero piensa que su hijo llegará
a sentirse como pez en el agua en ambientes como aquel. Ya se encargará él de
chucearlo en tientas y capeas para que no se sienta inferior, como él ahora, en
estas plazas de primera.
Cuando van a salir del banco, se
cruzan con un hombre algo tomado de hombros, bigote muy fino, gafas de miope,
babi de sarga azul y manos muy manchadas. Lleva un maletín de cuero negro
también con manchas de grasa y muy gastado en la mano y se mueve por la gran
puerta giratoria y por entre las columnas de mármol como si le fueran
familiares. De algo se conocen él y el corredor de la capital, además de la
vista. Es el mecánico de las máquinas de escribir del banco.
Una parada, un breve saludo y a
Andrés se le ilumina algo en el interior de su cerebro. Acaba de ganar un buen
puñado de duros y ve el hueco para poner otra piedra importante en el camino
que ha venido soñando en el tren. Palabras, preguntas, respuestas, propuestas, algún
regateo, una cita para la tarde, buscando un hueco entre sus otros menesteres.
Durante el viaje de regreso Andrés
cavila que le ha salido un día redondo. Al subirse al tren ha empezado a nevar,
lo que él nunca ha visto y no deja de pensar que aquello no es más que un buen
presagio. Mientras ha caído la noche tras la ventanilla que traquetea, está
seguro de que ha puesto un broche de oro, un colofón de doble suerte a un día
señalado.
Cuando por la noche entra en la
casa, tose como siempre y oculta ligeramente, retrasando el brazo izquierdo
algo que cuelga de la mano, como una pequeña maleta oscura.
_ ‘Manolito, Fernandi, hijos. Mirad
lo que os trae vuestro padre’.
Y los chiquillos han pensado gozosos
en el cartucho de caramelos gordos que repartirán después de cenar, no sin
alguna disputa.
Solemnemente Andrés levanta su brazo
izquierdo y en la mesa a medio poner, deposita una pequeña maleta de color gris
oscuro, casi negra. La sujeta con una mano mientras con la otra manipula una
pequeña cerradura de resorte. La abre y retira la tapa.
Aparece reluciente, limpia y
engrasada, un poco más vieja que unos años antes en el ayuntamiento de un
pueblo lejano, una pequeña y coqueta máquina de escribir. En la carcasa, encima
del teclado, se lee aún con claridad en letras inglesas que un día fueron doradas:
Remington portable .
Nota.-
Los hechos que aquí se relatan están basados en circunstancias y pe4rsonajes
reales, aunque se hayan cambiado ciertos términos. Cualquier parecido con la
realidad pues, no es del todo descartable.