miércoles, 13 de enero de 2016

LAVÍN


(Ya me perdonarán. Este archivo estaba perdido por esos discos duros que ni el diablo sabía por dónde andaban).

Lavín


Está enferma una de las perrillas de Lavín, la negra con una pata canela.

Está quieta, acurrucada junto a él y de vez en cuando le da como una tos o como una náusea. Lavín está muy atareado terminando una de sus escenas de camino.

Siempre me maravilla lo que saca del envés de un cartón usado, una caja  de galletas o de detergente, y los cuatro bolis que venden juntos, azul, negro, rojo y verde. Bic naranja, bic cristal, dos escrituras para elegir, bic naranja escribe fino, bic cristal escribe normal, bic, bic, bic, bic, bic, tararea entre dientes como casi siempre que lo pillo en la tarea. En este cuadrillo de hoy va delante una gitana vieja con una canasta de flores sobre la cabeza, al lado un gitano con su bastón y un galgo flaco de ojos muy grandes junto a él y ya, detrás, el consabido carromato.

Lavín me lo dijo un día ‘El carro me sale ya sin mirar, ompare. Y me cubre má de medio cuadro.’ Esa es la verdad. Unas veces le pone en las varas un caballejo al que hasta se le adivinan las mataduras. Otras veces se ve claramente que es un burro, que parece torpe y cansino. El galgo, el borrico, el caballo viejo, pintados con ingenuidad y esmero, los perrillos que acompañan a Lavín amarrados a las bicicletas denotan una ternura por los animales que rara vez, o ninguna, le he visto expresar por ninguna persona.

También, cuando quiere darle mayor patetismo a la escena, dibuja un carrillo un poco más pequeño y le pone al tiro a un gitano joven, descalzo, harapiento, doblado hacia delante, todo el sufrimiento de la carga en su espalda y su cintura. Quizás Lavín se autorretrata sin proponérselo. 

--‘No soy capá de pintarle la cara en esa postura, ompare. Le echo la mata de pelop’alante y ya está. A juí.’

Para rematar, luego, como los niños pequeños, dibuja arriba con un
difuminado de rayas finas un cielo azul de un dedo de ancho, apretando muy suavito el boli para que parezca celeste. Casi siempre también pinta un sol haciendo un milagro con el boli rojo, porque no tiene amarillo ni naranja.

Si hay algún árbol, lo que es frecuente, pinta unas inocentes palomas
revoloteando, ninguna se posa en el árbol o en el suelo. ‘Las palomas comen en el suelo’, le comento. Me mira un rato despacioso, como siempre, pensando un rato lo que le he dicho y otro rato lo que me va a contestar. ‘Las palomas saben que si se aposan delante de un gitano van al puchero’. Y no vuelve a hablar en todo ese día.


Hoy casi no me ha mirado. Si acaso, me ha conocido sin levantar la vista más arriba de mis rodillas. Está pendiente de su cuadro y de vez en cuando mirade reojo a la perra. Le dice muy bajito palabras dulces, ininteligibles, en un susurro, como a un bebé que se está durmiendo. La perrilla, ya lo he dicho está con unas convulsiones raras, de tos, de náuseas.

--¿Cuánto te cobra la veterinaria, compadre?’. Entonces levanta los ojos,azules, acuosos, y me dice:

- ‘Si está la más gorda me pide diez lerus, pero de la otra no me puedo
fiar. Como se gasta tantísimo en vestir, que cada día llega hecha un figurín, si ese día tiene un caprichito y se lo quiere comprar, me puede pedir lo que le dé la gana’.

--Hombre, no creo -le digo- te cobrará más si tiene que darle medicinas más caras o está más tiempo con el animal’.

--Que no, ompare, lo que yo te diga. Un día por sacarle un pincho de enreapelo de la oreja al Zurri me pidió mil pelas’.

Pero mil pelas es menos de diez euros, Lavín, Te cobró menos que la gorda’.

Levanta de nuevo la cabeza porque lo de la conversión monetaria aún no lo llevaba demasiado bien.

- ‘Bueno, viá dejarme de charla que quiero terminar esto antes de la novena’.

Lavín tiene su oficina, quizás sea más propio decir su estudio, en la puerta del Supereco. Ha llegado a un acuerdo con las cajeras y ocupa el poco más de metro y medio que hay entre la locomotora con cara de sol y la terminación de la fachada del súper. Cuando se montan chiquillos mayores que no echan la moneda y solo la usan para esconderse, ponerse de pie en el asiento o simplemente el potreo, Lavín pone cara de muy enfadado y les dice ‘Ya te estás bajando de ahí’. 

--Mira que los chavales de hoy tienen poca vergüenza, ompare. Po cuando les pongo cara de mala leche se van sin decí ná. Si acaso te miran y uno sabe lo que te está diciendo sin abrir la boca. Un día, el
rubio tó mellao ese que tiene al hermano en la cárcel me dijo “¿el tren es tuyo?” y le tuve que decir una barbaridad. Desde entonces no ha vuelto a montarse. Es que ni aparece por aquí. Por lo menos, como esté yo. Pero bueno, ya está bien de parla, que no termino el cuadro este joío’.

Cuando termine, mirando la hora por lo alto que vaya el sol, dejará la
bicicleta con los perros amarrados a una ventana del mercado municipal, que a esas horas ya está cerrado, le dirá a la argentina del quiosco – ‘a nadie le digas que le dicen la Boluda, ompare por tus muertos’- que le eche un ojo a su patrimonio y se irá a la puerta de la iglesia. Allí coloca cuidadosamente cuatro o seis fotocopias en color de los mejores cuadros ya vendidos pero no el original que haya terminado ese día si antes no le ha hecho alguna fotocopia en color . Aparte, aunque no se nota la divisoria, los originales que no ha conseguido vender en los días anteriores.

Sólo entonces me doy cuenta de que la perrilla mala no está amarrada. Los otros dos perros están sujetos a la bicicleta con sus cuerdas. Por mucho que se repita, aunque lo vea mil veces, siempre me maravilla el espectáculo de ver a Lavín con sus gorros multicolores, una gorra de publicidad, un pañuelo viejo como turbante, lo que sea, tapándole sus greñas medio rubiascas, en su bicicleta con dos transportines, el delantero de alambre mohoso de ir a hacer la compra y el de atrás, una enorme caja de fruta de plástico azul sujeta con cuerdas roñosas, cargados ambos hasta las trancas con todas sus pertenencias y los tres perrillos trotando detrás. Todas las pertenencias no, la colchoneta la tiene bien doblada y amarrada debajo del algarrobo de detrás de la gasolinera, con el saco de dormir dentro.

En los aseos de la gasolinera se lavotea la cara por las mañanas, da de vientre y deja limpio el inodoro. Sólo el Viejo, un gasolinero que conoció tiempos de robar gasolina de mil modos distintos, amigo antes del Fundador y cliente furibundo del Dyc actualmente, le pone a veces mala cara. Lavín procura tenerlo contento. Un día le regaló un hermoso cuadrito del camino y el otro le contestó medio de malas maneras, --

‘¿Dónde voy yo a poner esto?, ¿ en mi casa? Anda, mejor tíralo a la basura’.

Lavín ni se inmutó, tomó el cuadro en sus manos como si fuera algo delicado y ese mismo día por la tarde le trajo de regalo una hermosa linterna, que ésta vez el Viejo sí se la agradeció.

Sin que nadie se lo diga barre todos los días la gasolinera, vacía las
papeleras y un día avisó a voces que un chaval, jinete de vespino se iba sin pagar. Otro día entregó en la caja un billete de cincuenta euros, dobladito que había en el suelo. Al buen rato volvió el dueño angustiado preguntando si... y los gasolas, que se prometían cervecita y unas raciones para todos, se lo devolvieron. Cuando el hombre ya se iba, la Pili, la que tiene la niña autista, le dijo que era Lavín el que se había encontrado y devuelto el billete.

Lavín no estaba. El tipo se largó.

La primera vez que me encontré con Lavín fue en el bar del Isidro. Hace de esto cuatro o cinco años. Estábamos los cuatro gatos de siempre a esa hora. Yo con el periódico del bar, el Isidro y los otros acérrimos dale que te pego con el fútbol. Noté un olor agrio, fuerte, espeso, y sentí que alguien se sentaba en el taburete que estaba a mi lado.

- ‘Una leche manchá y un bagué con manteca’.

- ‘No ha llegado el panadero’, contestó, seco, el Isidro.

- ‘Po dame un durce de esos, pero que no tenga crema’.

--‘Te voy a poner lo que me has pedido, pero el café te lo llevas en un vaso y te lo tomas en la plaza. Son doscientas setenta y cinco’. Eran tiempos de pesetas

A Lavín le fue a salir un gesto de protesta que reprimió en seguida. Puso una chocolatina de las de quinientas de entonces encima del mostrador mientras que, en la máquina, goteaba el café en un vaso de cartón, de esos de propaganda del jarabe americano. Isidro le añadió leche, la justa, con lo que el vaso no quedó ni medio.

--Echame leche hasta arriba y te lo cobras, ompare’. Isidro le llenó el vaso, lo puso delante de él junto con un cruasán encima de una servilleta de papel, le dio doscientas pesetas y sin abrir la boca, con un gesto de la cabeza, le señaló la puerta.

- ‘Ni que tuviera uno sarna’, musitó Lavín entre dientes.

- ‘A lo mejor la tienes’, no se calló Isidro.

- ‘Mis perros se lavan más que tú’, dijo Lavín mientras cruzaba la puerta, pero el Isidro hizo como que no le había oido.

Cuando salí, él estaba instalado encima de su esterilla quitasol de coches, con sus perros y un pico del cruasán a medio comer. Había aguado el café con leche, lo había echado en un tuperware viejo, les había migado un trozo del bollo y allí lo lamían los tres perros, tan felices. Me paré mirando los cuadros.

Al cabo del rato abrió la boca:

- ‘¿Has escuchao al tabernero, ompare?. Si no le gustara tanto el dinero ni me dejaba entrar’.

No supe qué decirle. Todo el día estuve dándole vueltas a la idea de que Lavín podía haber interpretado mi silencio de entonces como un desprecio más, de tantos como lleva acumulados en esta vida.

A la mañana siguiente lo ví en la churrería de la esquina. Tiene una ventana grande a la calle para despachar los churros y allí estaba Lavín, aparcada a un lado su bicicleta, los transportines a rebosar, sus perros esperando y medio balón de colores en la cabeza a guisa de gorro. Entré en la churrería, pedí un café con leche y le dije a Lola la churrera:

- ‘Convida al del gorro, yo lo pago’.

- ‘Pues buen negocio vas a hacer con el golfo ese’, fue su respuesta.

Tampoco le contesté a Lola sabiendo que me remordería más tarde. En la cuenta, la churrera me cobró un vaso de leche grande y seis churros.

Lavín hizo como que ni me había visto ni sabía de donde le había caído el momio.

Cuando salí de la librería de recoger prensa y revista, me hizo una seña desde la puerta del Supereco. Me acerco.

- ‘Gracias por los calientes, ompare. Mañana te convido yo’.

- ’No vale la pena, hombre, qué mas da. ¿Quien te ha enseñado a pintar?’.

Me mira con sorna.

- ‘A mí nadie me ha enseñao ná. La vida me enseña’.

- ‘¿Cuánto vale ese cuadro?’, señalo una de las escenas que veía por primera vez.

- ‘Lo que tú me quieras dar’.

- ‘¿Hacen dos mil pelas?’, y saqué del la cartera un billete rojillo de aquellos .

Desde luego con razón os dicen payos los gitanos. ¿Tú sabes que payo significa tonto?’

- ‘ Pues algo de eso me habían dicho’.

- ‘Ese que tienes en la mano no es un cuadro, es una fotocopia: cuarenta pesetas por una cartulina especial y doscientas cincuenta por la fotocopia en color. ¿Cómo te vi a estafar más de mil pesetas? Toma, por las dos mil pelas, llévate este que sí es uténtico’.

Es verdad, el que me estaba ofreciendo está dibujado a bolígrafo sobre el dorso de una caja de crispis.

- ‘No se te olvide, ompare. Mañana tienes el café pagao, y aunque no me hubieras comprao el cuadro, también te convidaba’.

Así se las gasta Lavín. Cuando me paro a su lado sigo notando su olor agrio, de ropa que se muda muy de tarde en tarde, que esconde entre sus arrugas esa sustancia parda que huele mal, a orina y pelo de perro, pero que en el aire de la calle se nota menos. No admite preguntas. Mejor dicho, contesta cuando le da la gana.



Cuando quiso, me dijo su edad y me contó de su vida algo, ‘treinta y ocho o treinta y nueve, chispa más o menos. Porque estuve en la Inclusa hasta los nueve años, eso seguro. Ya casi había aprendido a leer, pero los números me se daban mu malamente. Luego me escapé y me recogió mi papa hasta que se murió, que ya yo era un hombrecete. No quise seguir con la caravana, porque mi papa era mi papa, pero los demás no me tenían por gitano y alguno no me miraba bien. Sobre todo los que tenían chiquillas en la flor’. (¿cómo lo iban a tener por gitano con esa piel rojiza, con esas pecas, con ese pelo casi amarillento que debió ser muy rubio, con esos ojos azules que la vida ha ido  enturbiando? ¿treinta y ocho?, yo hubiera dicho que cincuenta y cinco).



- ¿Y dónde has andado luego?’ Hace como que no me ha oído y con el bolígrafo azul va pergeñando una nube detrás de unos árboles que parecen eucaliptos. ‘Por el mundo’, me dice cuando yo ya no esperaba respuesta.

Llevé la perra a la veterinaria y estaba la gorda. Hasta la pesó y me ha dao un jarabe para que se lo ponga en la leche, pero no lo quiere. Lo que me temo es que me aborrezca la leche. No me cobró ná, ompare, ni por el bote siquiera. Pero ya el animalito está mejor. Le he dicho a la gorda que le voy a regalar un cuadro con tres o cuatro galgos corriendo. Pero pa su casa. Si la otra quiere cuadros que los compre en la tienda’.

Puedo llevarme días y días sin verlo. Cuando quema un punto de venta,
desaparece y se busca la vida por otros confines. Alguien me ha contado que pasa el invierno en un pueblo de Jaén, al pie de un castillo de las afueras.

Luego hace las Fallas, conoce la Semana Santa de todas las capitales
andaluzas y los pueblos grandes, incluso en el Rocío.

- ’La vida del vagamundo es difícil, ompare. Pa esto no sirve cualquiera’, me dijo la última vez que estuvimos charlando un rato.

sábado, 9 de enero de 2016

Hazlo por mí





Leía no hace mucho a una psicóloga con experiencia --¿era real o inventada?, porque era un libro que mezclaba personajes reales y ficticios—que la gran mayoría de quienes acudían a ella en busca de ayuda, lo hacían tras una pérdida. Fuera esta la que fuese acarreaba de forma gemelar otra pérdida: la del control de sí mismos. Ya el término autocontrol suena como a rigidez con el propio individuo que lo practica. Pero no es así. Es el control de los deseos, de los impulsos primarios, de los instintos en suma. Nos hace ser seres capaces de vivir en sociedades complejas. Nos diferencia de los animales a los que mueve el puro instinto. Un animal hambriento buscará la comida sin tener el más mínimo concepto del derecho de propiedad ajena. El gato robará de la cocina sin detenerse porque la comida la ha comprado su dueño. O el vecino. La perra en celo se apareará sin el mínimo pudor. El depredador atacará a su presa sin respetar su vida.





La pérdida nombrada llevará luego a quien la sufre a padecer distintos procesos. Una fobia, una obsesión, una depresión, una ansiedad que se cronifica, un trastorno alimentario… La ayuda del psicólogo es en la sociedad actual un lujo al alcance de pocos. La consulta de psicología que ofrecen los servicios públicos es perfectamente descriptible. Descaradamente insuficiente. De todas maneras lo que leía se refería a una ciudad grande y a un país con alto nivel de vida como es Canadá.



Pero afirmaba la psicóloga, cuya duda de si existía o no en la realidad mantengo, que la inmensa mayoría de sus pacientes se encontraban ¿adaptados? a su mal y no ponían de su parte gran cosa para remediarlo. “Alguien me ha hecho daño”…  “la vida ha sido injusta conmigo”… “no tengo culpa alguna en lo que me ha llevado a esta situación”… El terapeuta puede estar años proponiéndole cosas, sugiriéndole actitudes, recomendándole comportamientos, abriéndole el conocimiento o entrenándole en estrategias y durante todo ese tiempo la persona no hace sino ¿recrearse? en su sufrimiento. No es que se trate de un masoquismo consciente, pero puede sentirse ‘a gusto’ en la dependencia a su estado. ¿Por qué? Es estar esperando a que la vida pase por ellos en vez de la viceversa. Es estar esperando que alguien los cure, que alguien los salve, pero sin hacer nada por sí solos. Un imposible.



 Ciertamente la excepción confirmará la teoría expuesta. Una minoría podía mejorar –en palabras de la psicóloga--  pero quienes lo conseguían lo hacían rápidamente. Pues era esto realmente lo que deseaban. Por lo que se ponían a la faena. Pero el resto, casi todos, decían que querían mejorar, pero quienes han pisado el mundo de la psicología saben que hay mucha gente a la que le encantan sus problemas. Estos les dan toda clase de excusas para no madurar y enfrentarse a la vida, que es lo duro y complicado. Porque dura y complicada es la vida. Depender de alguien o de algo, una sustancia o un apoyo externo, es más fácil que enfrentarse cada día a las situaciones que entrañan dificultad. Hacerse responsable de la propia vida no es fácil. Afrontarla con el valor y el realismo que se supone en un adulto es un reto diario.   
Acabáramos.


martes, 19 de agosto de 2014

Emprendedora

“Era menor cuando llegué a Madrid. Tenía la plata justa para entrar como turista. Toda mi demás platita la había gastado allá para conseguir aquel pasaporte que no era bueno, pero lo conseguí gracias al Viejo y muy a su pesar. Luego ya me sirvió porque en Madrid se fijaron más en otras cosas. Al pasaporte, sellazo y ya está. Yo tenía cuerpo de mujer desde los trece. El Viejo era un demonio pero también le debo muchas cosas. En su tienda me fió comida cuando me quedé sola al morir mi mamá. Luego empezó a requerirme: que me abriera la blusa. Solo por eso rompió el papel con todo lo que le debía. Que me la quitara, y pues. Días más tarde, después de darme plata en la mano, él mismo me desabrochó y anduvo tocando un rato. Era suave, a pesar del temblor y el ansia que le notaba y nunca me hizo daño. No me gustaba nada, pero no tenía otra manera de sobrevivir. Mis tetas me dieron de comer y para comprar algo de ropa. Iba a verle una o dos veces a la semana. Él quería que fuera cada día. Hasta que una tarde me ofreció mucho, yo nunca vi ni tuve tanto dinero, por verme desnuda del todo en su trastienda. Salí corriendo asustada. Pero al rato volví y sus ojos se alegraron tanto que volteó la tablilla y mantuvo cerrada la tienda buen rato. Solo dejé que me tocara por arriba y mira que porfió veces bajando la mano. Caí en la cuenta de que cuanto más él lo deseara, más plata podía obtener cuando se lo terminara permitiendo. Ya estaba acostumbrada y no me parecía que me pudiera pasar nada malo por ello. Solo las manos."




"Un día que me manoseaba con una mano -yo sabía donde tenía la otra- sus ojos parecían tener mucha fiebre. Casi temblando de calentura me dijo un número. Le contesté diciendo el doble. Sí, sí, suspiró y me acarició por debajo. Terminó haciéndome casi gritar. Aquella noche conté todo lo que tenía ya reunido en la bolsita que ocultaba en mi almohada. Fue entonces cuando empecé a procurarle por un pasaporte. No quería que me marchara. Negó conocer a nadie que me lo pudiera proporcionar pero yo sabía que sí. Dejé de ir por la tienda más de una semana. Como entonces no tenía yo celular aún, no sabía cómo localizarme. Cuando asomé otra vez por allí al cabo de los días, casi salió corriendo para voltear la tablilla. CERRADO. Me planté intransigente. Ni siquiera me abriría la blusa si no me decía qué tenía que hacer para lograr un pasaporte donde pusiera que tenía diecinueve años. Terminó por darme una dirección. Hasta que no comprobé que todo iba, no volví a su tienda. Aquello me costó que recorriera con sus dedos todos los caminos de mi cuerpo, hasta donde no había llegado nunca. Su aliento no era bueno, pero bien que me lo rogó, para que le dejara buscar mis huecos con su lengua. Solo las manos, era mi condición.”

“Dos días antes de llegar a Madrid metieron a mi hermano preso. No lo supe hasta haber pisado España. No contestaba al celular. Sola en un país y una ciudad que no conocía. Fueron las peores horas de mi vida. El muy cojudo hermanito había intentado venderle cien euros de maría a un policía cincuentón que frecuentaba el bar donde él era camarero. Nadie del redor sabía que el tipo era madero. Como el muy pinche ya había reincidido, fue a la jaula con un expediente de expulsión. Tenía su dirección y después de perderme dos veces en el subte para tomar el Cercanías, conseguí llegar al pueblo donde vivía con su novia, realquilados en una habitación. Ella me explicó todo eso en pocas palabras y terminó: 'Ya no somos novios'. No quiso oírme más, ni mucho menos dejarme traspasar su puerta. Me botó de allí la perra, como escupiendo."  

"Todavía no sé ni cómo me vino la idea. Dormiría en el aeropuerto. Me fue menos difícil llegar esta vez. Abrazada a mi troly conseguí dar unas pocas cabezadas. Tanto suplicio y el cambio de horas me hacían pensar que nunca volvería a dormir.”



“No sé si me apetece seguir narrándote mi vida. Lo que viene ahorita no es ya nada especial, la misma historia de muchas mujeres.”



martes, 8 de julio de 2014

De Castillos y blasones



(Hablando de mi pueblo)

Mi vecina, y durante unos años, mi paciente por dolencias menores, realizó no hace mucho un trabajo notabilísimo sobre Manuel Chaves Nogales. Olvidado un tiempo, hoy la crítica no ha dudado en considerar a este como un gran periodista y escritor sevillano. Ella ha hecho un exhaustivo estudio biográfico enmarcando su actividad en el contexto histórico de una época convulsa y fascinante: desde la revolución rusa, la dictadura de Primo de Rivera, la proclamación de la II República española, el estallido de la Guerra Civil a la ocupación de Francia o su exilio a Inglaterra, donde murió de forma repentina.
Dice Manuel Chaves Nogales, ojo con las erratas, citando a José Nogales. Este era tío del anterior y valverdeño ‘recriado’ en Aracena que tuvo muy mucho que ver con la adecuación e iluminación de la Gruta de las Maravillas, cuando era una de las pocas de ese porte conocidas en toda España:

…Estos poetas de la tierra llana cultivan una añeja afición por los ríos y ciudades. El río que pasa por el término municipal, la ciudad en que el poeta vive, recibe una constante ofrenda de tropos a manos llenas e incansables…/ … Cuando ven dos dedos de luz se van a la leyenda con ardor y a veces con un ingenio digno de mejor causa…/… Uno de los mejores poetas que conozco, un poeta de verdad, se ha pasado toda su  vida rimando embustes, metiendo retórica en las consejas locales, volviendo la historia del envés.  (CHAVES NOGALES, M. “La Ciudad”. Tipografía LA VOZ, Córdoba. 1921. Pag. 97).

Como ven, una crítica acerada y dura por un escritor de raza que antepone a los elogios, la verdad. Su verdad, al menos. La obra narrativa y periodística de Chaves Nogales, es también una muestra del valor y la lucidez de un cronista excepcional que engrandeció el oficio y cuyo ejemplo mantiene hoy toda su vigencia.

Fíjense la acidez con que José Nogales pone en solfa a quienes fabulan e inventan acerca de una ciudad, en este caso Sevilla, que no es que necesite precisamente de fabulaciones para presumir de pasado, de arte, de personajes, de arquitecturas, de historia en suma.

Mi tesis, que puede no agradar a muchos, bajando a lo que nos es más cercano, se afirma en que La Palma no fue sino un señorío castellano que se remonta al siglo XIV, al final del cual, doña Elvira de Ayala concede una feria, más que posiblemente en orden a la encrucijada de caminos que La Palma siempre fue.


No hay nada pues por lo que sentirse menos que nadie. Uno visita los grandes pueblos andaluces, Guadix o Marchena, Úbeda o Carmona, Medina Sidonia o Alcalá la Real, Écija o Salobreña y se admira de sus castillos y fortalezas, de sus casas blasonadas, de sus palacios o palacetes que nos hablan de un pasado medieval o fenicio, romano o barroco. Sin embargo uno no puede menos que recordar siempre una frase de Francisco García Pavón, el padre literario de “Plinio”, el Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. Venía más o menos a decir –siento no tener a mano el texto literal—que allí no había nobleza ni arquitecturas antiguas, el que no era terronero o viñador  lo fue su abuelo o su padre o su bisabuelo y las fortunas existentes se habían sacado con sudor y esfuerzo de las viñas, los majuelos a los que había que ir retirando cada año los pedruscos que levantaba el arado.     



Nunca consideré acertado aquella expresión que hoy parece usarse menos de “Ermita-castillo del Valle”. No hace mucho me estuve recreando en el altar mayor del Valle. Para gustos, colores y a mí me gustaba más el interior todo en blanco y ay, mejor todavía si se hubiera conseguido dejar a la vista el ladrillo desnudo. Lo que sí me parece muy claro es que aquello nunca fue castillo. Podríamos dejarlo en torreón, en torre si quieren, que los edificios, como las personas no se valoran por su tamaño, sino por su valía.

jueves, 25 de abril de 2013



 Remington  portable        

                                                                                                                                         Niño cabrero

                          Domingo Cerrufo Moldina tiene veintiún años. Quizás veintidós porque su padre fue a inscribirlo a Somondillo cuando el cura que lo había bautizado, le apremió para que fuese al Juzgado porque la partida de bautismo no podía sustituir a la de nacimiento. Tardó meses en cubrir el trámite.

                        Se crió con su abuela Antonia y con su tío Goro, el mayor de los hermanos de su madre. Goro. Un solterón malencarado y zafio que solo le hablaba para darle breves y secas órdenes, poco más que monosílabos y ásperos sonidos guturales.

                        Nunca supo cuándo murió su padre, que andaba a la vendimia por un pueblo de Málaga cuando, tras una borrachera monstruosa se enredó, no se sabe si en una apuesta o una discusión, que terminó en pelea y tuvieron que ingresarlo en el hospital donde murió sin haber podido dar datos de su familia ni de su pueblo.  Fue enterrado en la fosa común y quedó registrado solo con el nombre de pila, que era el que conocían los otros obreros.


                        La madre se marchó a servir a Madrid. Nunca se supo ni la casa donde se había colocado, ni si había cambiado de dirección, ni si era viva o muerta. Su marcha se convirtió en un agujero de sombra, en el que nadie se molestó en averiguaciones ni antes ni después.
                        Había dejado a Domingo con poco más de dos años y a una niña de meses que murió poco después de unas fiebres. Las malas lenguas dijeron que había muerto de hambre. La Antonia sabía que la leche entera y cruda podía ser mala para la niña. La      hervía y, como decía que se consumía mucho, le añadía agua, agua. Mucha agua.
                        El Goro era perezoso para todo. Perezoso, sucio, bronco, pero más que nada, perezoso.
                        Antonia le tenía que zamarrear por las mañanas para que abandonara el colchón de follisca de maíz y la manta, sucia, muy sucia, pues bajo ella Goro mantenía frecuentes relaciones consigo mismo. Durante el día si había que cavar el huertezuelo, se cansaba a los pocos golpes de cintura.
                        Cuando Domingo tenía  cinco, tal vez cuatro años, con unas perras que la Antonia guardaba nadie sabía dónde, el Goro se presentó una tarde con unas pocas de cabras. Y borracho. Seguramente se había bebido en la taberna el precio de una cabra.
                        Domingo sabría después lo que era estar en el campo solo, solo él y sus cabras, día y noche. Seis días a la semana  arreándolas, cuidando que no se le perdiera ninguna. Durmiendo con un ojo abierto, tan pequeño. Un día, un extraño  se presentó con el Goro. Era un viejo desdentado y malhablado, que traía amarrado un macho que las fue cubriendo. Domingo comprendió un tiempo después qué era la procreación.       
 
                        De los chivos que nacieron, el sin dientes se presentó unos pocos  días después a por la mitad, que ese era el trato estipulado. De los tres que quedaron, al día siguiente, Goro le enseñó cómo se mataba uno y se le desangraba y despellejaba. Le dijo que luego tendría él que hacerlo. Lo vio marchar con el chivillo despellejado en una mano y la piel colgada a la cintura.

                        El solterón le traía entre semana una ridícula botella de un aceite turbio, espeso y ácido y el primer día, una vieja sartén abollada y bien descascarillada. Un par de cebollas le dieron la base de una fritada de sangre de cabrito y le dejó claro que, con un pan y administrando la sangre frita, tenía que dormir seis noches en el campo, sierra ya, porque los pastos se habían ido alejando. Invierno y verano. Otoño  o primavera. Todo el año.  

                        Tuvo que fijarse bien y aprender a hacerse de comer, porque luego lo tuvo que hacer él solo. Y tan solo. Y tantas veces. Su instinto le fue diciendo qué cosas del campo eran comestibles.

                        Aquello lo había convertido de golpe y porrazo en un hombre. Al menos tendría que hacerse hombre porque como tal, iba a pasar largos años de su vida. El resto de la niñez y la adolescencia fue un ver correr el tiempo, siempre desde la misma posición en el universo, acompañando sus propios cambios físicos. Aprendió lo que pudo aprender por sí mismo. Vientos, lunas, olor de lluvia, cambio de estaciones, vuelo de pájaros, trampas para pequeña caza, raíces comestibles, frutos silvestres, plantas aromáticas, algo con que acompañar el pan y la sangre de chivo, con la mijilla de aceite que administraba con mimo. La leche directa de la ubre. Poco más en su dieta repetida, que no siempre cubría la necesidad de los seis días.

                        Sin sentirlo, salvo la maduración de su cuerpo, de niño a joven fuerte y  duro, se fueron sucediendo las estaciones y los años. La monotonía de su vida de cabrero semiabandonado en la sierra, trabajando por la comida, triste comida, para que el fruto de su trabajo sirviera para que su abuela y su tío permanecieran en su inútil vida de pereza y discusiones continuas.

                        La noche que la Antonia empezó a asfixiarse más que otras veces, azuleando los viejos labios carcomidos, entrecerrados ojos para no hacer esfuerzo, respirando penosamente con estertores, llamó al Goro que roncaba en la habitación pequeña de al lado.

                        Cuando el Goro se asomó y vio el estado en que estaba su madre, no tuvo otra ocurrencia que levantarse, ponerse la camisa, el chaleco de pana, los pantalones y las botas de becerro y salir al campo sin luna y caminar sin rumbo bajo la débil luminaria de las estrellas.

                        No fue hasta el hato de cabras. No fue al pueblo, bastante menos de media legua abajo. Vagó como un raposo de un lado para otro, esquivando cualquier señal de vida humana y volvió a la cortijillo cuando ya alguien, varios días antes, había pasado cerca de él y había descubierto a la vieja, cadáver maloliente que su perro husmeó y aulló hasta que lo hizo acercarse.

                        Sí bajó entonces al pueblo. Se rumoreó que podía haber matado a la Antonia, lo llevaron al cuartelillo a declarar, pero la somera autopsia con que fue estudiada la vieja dejó a las claras lo natural de su muerte. No tuvo más que inventar una patraña verosímil, eso sí, para justificar la ausencia de aquellos días. Se emborrachó después de acercarse al cementerio, donde aún estaban frescos el yeso y los ladrillos que cerraban el nicho. Ni una oración. Ni un puñado de jaramagos le acercó. Solo estuvo un rato de pie, inmóvil, ausente, hasta que se fue para la taberna.

                        Cuando le llevó a Domingo el pan y la mísera ración de aceite aquella semana, medio le gruñó que la vieja había muerto. No quiso dar ninguna explicación más. Tampoco al muchacho le interesó gran cosa la noticia. No iba a cambiar su vida en nada por ello.

                        Cuando una mañana vio acercarse los dos tricornios de la pareja, sintió un movimiento de inquietud, que no de miedo. "¿Domingo Cerrufo Moldina?", le preguntaron. Contestó con la cabeza que sí. "Es usted mozo de reemplazo y tiene que presentarse en el ayuntamiento de Somondillo el lunes que viene". Volvió a asentir con la cabeza y vista la locuacidad del muchacho, el guardia mayor le dijo con un inesperado tono de consejo, "No se te ocurra faltar, que te puede ocurrir algo muy gordo". Y sin más explicaciones, se alejaron por donde habían venido.

                        Cuando dos días después, vio aparecer al Goro con el pan y el aceite, solo le dijo, "A ver qué haces con las cabras, que me voy a la mili". "¿Cuándo?". "El lunes".

                        Muy de madrugada, ese lunes pasó por el cortijillo, se aseó la cara, se lavó bajo los brazos, la ingle y se restregó los pies con un trozo de saco de yute empapado. Se puso una camisa, la única casi, que le quedaba pequeña, un pantalón de no mejor aspecto y le dio vergüenza ponerse la pellica de cabra por lo que, pasando frío y con las alpargatas al hombro hasta no llegar al pueblo, enfiló primero el camino y luego  la carretera que pasaba delante del ayuntamiento.   
                                                                                                                                       


                                                                                                  Agosto 1936

                        Desde hace más de un año, Domingo pertenece al ejército regular al servicio de España en el Protectorado del Norte de África. Ha aprendido a montar y desmontar el máuser con habilidad.  Sin embargo no es hábil en el tiro.

                        Las cucharadas del potaje infame que sale de la marmita hedionda del rancho cuartelero y que sus compañeros desprecian, a él le saben bien. Jamás tiene una palabra de protesta por la vida dura que arrastran.

                        Cuando le dijeron que se embarcaban para la Península no le dio ninguna alegría. Sabía que no iban a sino ser punta de lanza de una operación de guerra. Él no lo asimilaba con estas palabras, pero intuía bien que se trataba de algo en lo que se iba a jugar la vida un día sí y otro también.

                        Antes de entrar en batalla despreciaba el trago de la garrafilla de brandy que el sargento ofrecía sin restricciones. Cuando, con un palo en la mano, el mando daba orden de avanzar, él sabía como nadie buscar los terrenos por donde correr, saltar y cubrirse sin que le llegara una bala o una ráfaga de ametralladora.

                        Seguía igual de silencioso como siempre, pero nadie podía decir de él que se escondiera o rehusara entrar en combate. Solo que él tenía una habilidad especial para buscar el amparo de una piedra, de un árbol o de un cráter de bombardeo antes de disparar cuerpo a tierra.

                        Sin arrancar muelas de oro a un cadáver, ni escudriñar la cartera de otro, sabía que tenía derecho a pequeños botines de guerra que cambiaba a aquella abigarrada tribu de prostitutas, buhoneros y peristas que les seguían incansables para trapichear con lo que iba cayendo.

                        Cuando entró aquella mañana, poco después del amanecer, en la destartalada oficina de aquel pequeño Ayuntamiento de pueblo, ya sabía que poco botín iba a encontrar entre tanta miseria. Un soldado, probablemente de su misma compañía, había dado cuenta del alguacil, único miembro del consistorio que no había huido al monte próximo, confiado en que la tropa que tomaba el pueblo respetaría su vida. Había cosido sobre su raída chaquetilla de uniforme de oscuro y triste galón, una manoseada estampa del San Juan Apóstol que escondía en su casa, el mismo San Juan que había ardido dentro de su ermita, a la entrada del pueblo. De poco le valió.

                        Ahora el alguacil yacía boca arriba, las piernas semiflexionadas, un pie sin zapato, la cabeza forzadamente ladeada y los ojos entrecerrados. De su pecho manaba el resto de una fuente de líquido rojo. En el suelo se iba apelmazando sangre cada vez más oscura y viscosa.

                        Domingo repartió la mirada por la mísera oficina: ni el recado de escritorio, ni ningún otro objeto del triste cubículo valía el esfuerzo de cargar con él. En un rincón estaba apoyada la vara del alcalde que no era más que un pobre bastón barnizado con un cordelillo de algodón trenzado en su parte superior, terminado en una mínima y sucia borla con el consabido fleco tricolor.

                        Iba a dar por fallida la débil esperanza cuando descubrió junto a una pequeña mesa de velador derribada y semioculto por ella, un estuche cuadrado, negro, del tamaño de una maleta pequeña, en cuya tapa estaban escritas, blanco sobre negro, unas letras que él no sabía que eran inglesas. Tampoco sabía leerlas, Remington portable, a pesar de que algo de leer y escribir había aprendido en el cuartel. Eran unas palabras muy raras.

                         Se agachó, la cogió por un asa que sobresalía de uno de sus laterales más estrechos y comprobó que algo pesado se hallaba dentro. Observó despacio aquella pieza que le parecía valiosa y alcanzó a ver una cerradura sin llave en uno de los laterales. Dio con un resorte y al abrir la tapa, un amago de sonrisa le asomó al rostro. Y él no estaba acostumbrado a sonreír.

                        Era una máquina de escribir, bastante más pequeña que la que él había visto en la oficina del cuartel, un delicado aparato con una carcasa gris, de bordes redondeados, casi femeninos, que como una boca abierta, mostraba las finas palancas de acero en cuyo extremo estaban las letras. Las teclas no tenían mugre aún y brillaban como inquietantes y redondos  ojos de cristal.

                        Cerró cuidadosamente el estuche, encajando la tapa con su charnela, se desprendió de la manta que llevaba terciada al hombro, envolvió su tesoro en ella, y volvió a hebillar la trincha en su talle, fijando la envoltura sobre su pecho con idéntica delicadeza que una madre sujetaría a su hijo recién nacido.

                        Sabía que aquel botín era demasiado pesado para acarrearlo mucho tiempo.  Pero no olvidaba que unos cuantos días antes había arrancado una máquina de coser de su pedestal y sólo unas horas después se la había cambiado a alguien, de los que acompañaban a la tropa, por una sortija de oro, que ahora llevaba envuelta en un trapito y atada con una fina cuerda adonde tendrían que matarlo para despojarlo de ella.

                        Apartó el mueble con el que unos instantes antes había atrancado la puerta y compuso un rostro de desconsuelo antes de salir al sol de la plaza. A nadie le interesaba saber en ese momento que, colgado al pecho, llevaba un tesoro.        

                                                     * * * * * * * * * * * * *    
               
 
                                                                                                                          Febrero 1954

            - 'Venga, Fernandito, vamos hijo, que está haciendo mucho frío. Pa casa ya. Manolo, que vas  llegar tarde a la clase de máquina. Venga, pa dentro los dos, que por hoy ya está bien de juego. Manolito, hijo mío, no te vayas a ir sin el tabardo a casa del Serafín. Llévate mi paraguas y ten cuidado que se le suelta el perrito del puño. Y al salir a la calle, cierra bien la boca y engánchate los dos corchetes del cuello'.

            _ 'Mira, mamá, está lloviendo salivitas'_,

            _ 'Qué le gusta decir porquerías a este niño, salivitas van a caer... Está chispeando. Oye, pero si es verdad, que mijitas más raras están cayendo'_.

            Manolo, el hermano mayor ya va saliendo de casa frotándose las manos. Hace un frío tremendo, al que nadie está acostumbrado. Se termina de abrochar el tabardo de lanilla y borra que ha heredado del primo grande. Lo han teñido de azul marino y ha habido que ponerle corchetes porque la cremallera se atascaba a cuatro dedos de la cintura. No parece que vaya a durar para heredarlo Fernandito, que el pobrecillo no estrena nada con dos primos mayores y un hermano que le lleva dos años.

            _ 'Mamá, mamá, mira, ¡está nevando!'.

            Manolo no ha visto nevar en su vida pero las salivas que decía su hermano chico, se han ido convirtiendo en copos de nieve que sisean blandamente y el suelo está cubriéndose de una alfombra inmaculada.

            _ 'Mamá, que es verdad, que está nevando. ¡Asómate, asómate!'.

            No contesta la madre que anda enredada en el interior de la casa, antes de que desaparezca del todo la luz de esa tarde de la Candelaria. Manolo sujeta el cuello subido con una mano. Caminando ligero, se dirige a casa del Serafín, bastantes calles adelante, cruzando la Plaza con las palmeras ya revestidas de gélido algodón cristalizado.

            Él va a ser el protagonista de la tarde. Va a casa de Serafín, un relamido escribiente del molino aceitero que terminó en fabrica de orujo de aceituna. Sólo viven  allí él, su hermana y su madre, vieja y arrugada, demente pero pacífica, que ocupa una mísera mesa camilla con braserillo debajo o un jergón al que llaman cama, todo ello en una habitación postiza que han hecho en un ángulo de la sala. Cambiaron de sitio el aparador y sujetaron de él y de la pared fronteriza un alambre, del que pende con argollas metálicas una cortina  de cretona basta. Es una forma de tenerla controlada.

            La sala da al patio por un viejo portón de madera, del que en esta época del año sólo se abre el postiguillo, y éste a su vez se cierra antes de sol puesto huyendo del frío. La sala permanece en una más que discreta penumbra. Entra algo de la débil iluminación     de la calle por el ventanuco de la cocina colindante y está también el pequeño triángulo de luz que dibuja en el suelo la puerta de la alcoba de Rosalía.

            Se oye incansable el trastrás-trastrás incansable de su máquina de coser. Algún día no le cabe su pena de mujer madura y soltera en el alma y clava en el aire a cada rato el cuchillo de un suspiro. Sólo una mirada morosa varonil o el alegre tintineo de las monedas, al pagarle una labor, hacen que luego tararee muy bajito, hurtando la voz como si fuera pecado, siempre la misma copla:  '¿Qué tiene la Zarzamora, que a todas horas llora que llora por los rincones...?’    

            _ 'Buenas tardes'. No le ha oído nadie. Manolo ha entrado como todos los días, la carpeta con cuartillas finas bajo el brazo, hoy más encogido por el frío, pero jubiloso por ser portador de la gran noticia.

             _ 'Buenas tardes', repite ya a la misma puerta de la alcoba. Rosa es  una mocita vieja, y la alcoba es su santuario. Nadie, salvo un sacerdote que portara los sacramentos u otra mujer puede traspasar el cristal invisible de la urna que encierra su virginidad. Rosalía para un momento la máquina.

            _ '¿Manolito? ¿Eres tú, niño?. Enciende la lamparita de la máquina y ponte a escribir’.

            _ 'Está nevando, Rosa', es la respuesta del futuro mecanógrafo.

            _ '¿Qué dices?, anda ya, déjate de tonterías y empieza la página que tienes que escribir hoy. Y procura no usar mucho el retroceso, que luego el Serafín me riñe a mí cuando ve tus cuartillas con muchos borrones'.

            _ 'Que está nevando, Rosa, de verdad, que está nevando'. Casi se le escapa un "te lo juro".

            Se asoma Rosalía a la puerta de su habitación, ensanchando el haz de luz que proyecta la lámpara con pantalla de porcelana sobre su tarea de costura, _ '¿Qué está nevando?, anda, anda, chiquillo, frío sí que hace mucho, pero nevando, quita, quita'.

            No es tan fácil que Rosalía se asome a la puerta de la calle sin mirarse en el espejo, repintarse un poco sus desaparecidas cejas y darse unos leves achuchones hacia arriba en su media melena de sota de naipes. Por eso, como le vence la curiosidad de la novelería, desaparece un momento, hace más agudo el cuchillo de luz al entrecerrar la puerta de la alcoba, se mira rauda en el espejo pitiñoso  que corona el palanganero, y cayendo en la cuenta de que ya está más que oscurecido y que la bombilla del alumbrado público, cae a  más de veinte metros de su fachada, se echa una toca de punto por los hombros y por fin se asoma a contemplar el fenómeno.

            Toda la calle es ya como un río de cuajada espuma blanca. La nieve ha ocultado el empedrado irregular, que tan sólo se adivina en forma de bucles desdibujados blanquísimos. El naranjo de la plazuela, que ella ve desde su ventana, se ha cubierto como de un cándido plumón. Como es mocita y pierde, no hace aspavientos ni grita de alborozo ni sorpresa, que es lo que le pide el cuerpo. Pero se queda un rato viendo caer los copos que descienden con su siseo, siss, siss...

            _ 'Ea, Manolito, hoy solo vas a teclear dos cuartillas. Que no se te haga muy tarde_' dice entrando a su pesar, mientras el chiquillo se resiste a empezar la tarea, deslumbrado por el espectáculo, que graba en sus retinas. Piensa que no va a volver a gozar de él quizás nunca más en su vida. Es muy joven.

            "Esa casa”, “esa casa”, “esa casa”, tiene que repetir una y otra vez usando el corazón, el meñique y el anular de su mano izquierda, la torpona. Menos mal que ha caído en el truco de dar a la barra espaciadora con el pulgar de la mano derecha, sin que Rosalía se dé cuenta de la trampa. Como repite, repite y repite, el tecleo se convierte en una musiquilla rítmica, ante cuyo menor fallo Rosalía emite un leve gruñido de desaprobación desde la cocina en la que ha entrado y se la oye trastear con ruido de hojalatas.

            A ratos se oye la débil melopea quejumbrosa de la abuela desde su rincón, a la que Rosa responde acercándose siempre con un _'Ea, madre, ea. Ya está, ya está'_, con el mismo tono con que se dirigiría a un bebé para acompañarlo cuando va dejando de llorar.

            Serafín vuelve tarde cada noche, después de dejarse durante dos horas o las que caigan, las pestañas en las facturas enrevesadas de la tienda de Salvador, en los albaranes de los proveedores, casi ilegibles porque el papel carbón del que han nacido es ya una besana negra de surcos marcados y estériles, en los papeles de envolver que, cortados en octava, utiliza el tendero para apuntar las pequeñas deudas de las clientas que merecen su crédito. Sumas y restas, tantos por ciento y más sumas y más repasos, una, dos veces, para asegurar cada resultado. En el reverso de algún papel usado, en algún sobre cortado que aprovecha para escribir por su interior, Serafín apunta los datos de un pedido, o el borrador de una carta comercial. Luego, al llegar a casa lo escribirá en la misma máquina que ahora anda aporreando Manolito, "esa casa”, “esa casa".

            Hoy ha vuelto Serafín más temprano con la novedad y golpea repetidamente con los pies en el suelo junto a la puerta, para despojarse de algo de nieve que pueda haber quedado en sus zapatos y para ahuyentar el frío que se le ha instalado durante la inacabable sentada en la trastienda haciendo números. Pies helados, orejas calientes.
 
            _ ‘Nevando en este pueblo. En este mundo hasta el tiempo está loco’_, ha dicho como toda forma de saludo. _‘Madre, ya ha llegado tu hijo’_ dice dirigiéndose al rincón de la demente que desde hace ya un rato no emite más que unos suaves ronquidos. Por encima del hombro mira la cuartilla mecanografiada a la que sólo le faltan un par de renglones.


            _ ‘Venga para casa, hijo, que hoy hace mucho frío para escribir a máquina’_ dice despidiendo al aprendiz de oficinista.

            En la noche cerrada total, las ocho en el iluminado reloj de la torre, superado el momento de admiración, de estupor que la nieve ha despertado en el vecindario, se ha desplegado un silencio de armiño sobre el pueblo. Todavía se asoma alguna cabeza por cualquier postigo entreabierto, como para convencerse del milagro.

            Manolo, ha dado un rodeo para acercarse hasta la vaquería del “Torcío” y allí ha recogido la lechera de aluminio con el litro y medio de leche que ha de estirarse para un postre humilde de sopas de leche calientes después de la cena y para acompañar por la mañana el brebaje llamado café, oscuro porque se hizo con cereales muy tostados. El repiqueteo del molinillo será mañana el despertador que le avise para levantarse.

            Cuando va a entrar en su casa oye muy cerca, porque el viento norte pasa por la estación, el silbido del exprés de las nueve menos veinte que hoy llega casi a su hora. ‘Ahí llega padre’, piensa, deseando que haya sobrado del corto presupuesto del viaje unas perrillas convertidas en un cartucho de gruesos caramelos de la capital.

            En la camilla está sentado el abuelo Fernando en su sillón frailuno, la pelliza por los hombros y las gafas redondas cabalgando la nariz mientras lee algún ejemplar atrasado de El Correo que le pasa casi todos los días don Alberto, el administrador del conde.            Fernandito ha guardado ya en su cartera de cuero rozado el cuaderno y el plumier con los que ha realizado sus deberes. De cuando en cuando interrumpe al abuelo con cualquier pregunta.  De la cocina llega el olor confortable del puchero que, como cada noche, está dando el último hervor antes de la cena.

            Manolo ha salido al patio, como todas las noches cuando vuelve, para orinar al pie del limonero, hoy también cubierto de blanco silencio. Lo tiene prohibido, lo que le da mayor aliciente a su feliz evacuación.

            _ ‘Mamá, mamá, ¡asómate!.¡ Abuelo, Fernan!, asomarse, vais a ver una serpiente blanca’.

            _ ‘A este niño sólo le falta ir al cine todos los domingos para que se le llene la  cabeza de fantasmas’_ murmura la madre, afanada en su cocina.

            Pero el más chico ha medio derribado la silla en que está sentado al oír la voz de su hermano y ha salido corriendo hacia el patio, a pesar de que el miedo a la oscuridad del mismo le suele retraer normalmente de aventuras nocturnas.

            _ ‘Mira, Fernan, la cuerda del pozo es como una serpiente blanca’.

            Se abren como dos rodajas de asombro las pupilas del más pequeño de la casa. Efectivamente la nieve ha producido el milagro y la luz borrosa que llega de la cocina lo confirma. Cuando el abuelo saca una cubeta de agua del pozo enrolla siempre cuidadosamente la soga en círculos superpuestos al pie del brocal. La fría cuerda se ha cubierto hoy perezosamente de nieve y asemeja una serpiente fantasmal, nívea e inofensiva.

            _ ‘Hace mucho frío para estar en el patio, hijos. Me vais a coger una pulmonía. Vámonos ya pa dentro'_ dice la madre desde la cocina, disfrutando con el mismo vistazo del espectáculo inusitado y de la inocencia de sus hijos. 

            Aún tiene guardada la noche otra sorpresa. Con su tos característica justo en la puerta, Andrés viene entrando en casa. Esta mañana antes de las nueve tomó el tren automotor que le llevó a la capital para sus intentos de corretaje, que él llama sus negocios.

            Durante el trayecto iba pensando como siempre en el porvenir que debe preparar para los dos mocetes que ha dejado en casa levantándose para el colegio. No tiene capital salvo su labia y sus estudios se redujeron a leer, escribir y tres reglas y media, porque a dividir no aprendió nunca del todo. La casa donde vive es la del abuelo Fernando y algún día habrá que repartirla entre varios nietos. También sabe que no podrá pagar nunca estudios a sus hijos, por lo que no lo ha contemplado nunca como una posibilidad de fundamento.

            Pero sí les achucha para que aprovechen la escuela y lleguen a mucho más de lo que él llegó. Manolito tiene ya una muy buena letra, redacta casi mejor que él los contratos de compraventa de cuyo corretaje viven más mal que bien y ha empezado a escribir a máquina en casa del Serafín. 

            Ya tiene pensado que el chiquillo hará un curso de esos que ahora se anuncian en el periódico y en la radio: por correspondencia enseñan contabilidad y algo de comercio. Hasta ahí sabe que puede llegar como padre. Cuando cumpla los catorce lo pegará a sus talones y lo llevará a casi todos los sitios para que aprenda sin equivocarse mucho, a cubicar un camión de melones, la medida de una tierra o a calcular la producción de una huerta que alguien quiera arrendar.

            En la habitación pequeña retirará la cómoda que la ocupa casi entera e instalará un escritorio y un armarito para archivar papeles. O mejor, para ganar sitio buscará a un albañil que sea capaz de abrir una alacena en el ancho muro que no es medianero. También aunque haya que pagarlo todos los meses como la luz, pondrá un teléfono que le ahorrará idas y venidas en balde. Y allí serán capaces padre e hijo, luego el hijo casi solo, de redactar contratos de alquiler, de compraventa, de cesión o de particiones, que cuando los vea el notario no tendrá más que dárselo de copia al oficial para luego firmarlo él.

            En Torre del Val, a diecitantos del Tanto de mil novecientos cuántos,
                                              REUNIDOS
            De una parte don Fulano de Tal, mayor de edad, casado y vecino de...   y
            De otra don Zutano de Cual, también mayor de edad, soltero...

            No, no es el cuento de la lechera el que se va contando Andrés camino de la   capital. Es el sueño realizable que ha empezado a materializarse cuando su Manuel ha empezado a pasar las tardes aporreando las teclas, ‘esa casa, esa casa’, bajo el oído vigilante de Rosalía. Él hoy llevaba el encargo de colocar dos vagones de trigo, autorizados por el SNT (Servicio nacional del Trigo) y conoce a otro corredor de fuste en la capital capaz de convertirlos en dinero sin pasar por más intermediarios. Si la cosa cuaja, y no tiene por qué no cuajar, él sacará una comisión superior al sueldo del mes de un empleado. Y se ha creado un prestigio que todo el mundo sabe que cuando él da una palabra y estrecha una mano, es como si lo hubiera firmado el Papa de Roma.

            Cuando se baja en la estación de la capital, una medio sonrisa de complacencia le va jugueteando en la boca, aunque a veces le frunce el ceño la inquietud de la duda. Se toma un café mientras un limpiabotas le lustra con empeño los zapatos y él hace tiempo para estar con un cuarto de hora de anticipación en la cita. Lleva la chaqueta gorda de espiguilla, el chaleco del traje de la boda y se ha puesto la camisa blanca, bien planchada, que tiene el primer botón de plata, hoy bien abrochado. Una camisa limpia y unos zapatos brillantes son signos de buena educación le oyó decir una vez a un señorito algo tarambana pero de cuna de postín. No lo ha olvidado desde entonces.


            Tres horas y media más tarde, cuatro cafés y tras el tira y afloja de rigor, el negocio está cerrado. El corredor de la capital ha entrado en el estanco, ha comprado un pliego de papel de barba, lo ha cortado a la mitad  para hacer una copia y con una estilográfica de estraperlo y una pobre mala letra ha repetido por dos veces los términos esenciales de la operación y los dejado bien claros, en letra y números. Andrés ha estado pensando todo el rato que su Manolo, con doce años, habría hecho ya todo aquello, más claro y con mejor letra y un como orgullo interior le ha ido invadiendo por dentro. Firman por duplicado.

            Como también se ha firmado una letra, ambos negociadores han entrado en el banco. Allí, en el luminoso patio de operaciones, el hombre de capital ha repartido saludos y movimientos de cabeza a bancarios y conocidos. ¿Tú no ves?, ya en aquel ambiente Andrés se ha sentido cohibido, las columnas de mármol, los macetones con plantas de lujo, la entrada y salida de tanta gente con traje y corbata. Pero piensa que su hijo llegará a sentirse como pez en el agua en ambientes como aquel. Ya se encargará él de chucearlo en tientas y capeas para que no se sienta inferior, como él ahora, en estas plazas de primera.

            Cuando van a salir del banco, se cruzan con un hombre algo tomado de hombros, bigote muy fino, gafas de miope, babi de sarga azul y manos muy manchadas. Lleva un maletín de cuero negro también con manchas de grasa y muy gastado en la mano y se mueve por la gran puerta giratoria y por entre las columnas de mármol como si le fueran familiares. De algo se conocen él y el corredor de la capital, además de la vista. Es el mecánico de las máquinas de escribir del banco.

            Una parada, un breve saludo y a Andrés se le ilumina algo en el interior de su cerebro. Acaba de ganar un buen puñado de duros y ve el hueco para poner otra piedra importante en el camino que ha venido soñando en el tren. Palabras, preguntas, respuestas, propuestas, algún regateo, una cita para la tarde, buscando un hueco entre sus otros menesteres.

            Durante el viaje de regreso Andrés cavila que le ha salido un día redondo. Al subirse al tren ha empezado a nevar, lo que él nunca ha visto y no deja de pensar que aquello no es más que un buen presagio. Mientras ha caído la noche tras la ventanilla que traquetea, está seguro de que ha puesto un broche de oro, un colofón de doble suerte a un día señalado.

            Cuando por la noche entra en la casa, tose como siempre y oculta ligeramente, retrasando el brazo izquierdo algo que cuelga de la mano, como una pequeña maleta oscura.

            _ ‘Manolito, Fernandi, hijos. Mirad lo que os trae vuestro padre’.

            Y los chiquillos han pensado gozosos en el cartucho de caramelos gordos que repartirán después de cenar, no sin alguna disputa.

            Solemnemente Andrés levanta su brazo izquierdo y en la mesa a medio poner, deposita una pequeña maleta de color gris oscuro, casi negra. La sujeta con una mano mientras con la otra manipula una pequeña cerradura de resorte. La abre y retira la tapa.

            Aparece reluciente, limpia y engrasada, un poco más vieja que unos años antes en el ayuntamiento de un pueblo lejano, una pequeña y coqueta máquina de escribir. En la carcasa, encima del teclado, se lee aún con claridad en letras inglesas que un día fueron doradas:  Remington portable .  
  
Nota.- Los hechos que aquí se relatan están basados en circunstancias y pe4rsonajes reales, aunque se hayan cambiado ciertos términos. Cualquier parecido con la realidad pues, no es del todo descartable.