domingo, 22 de marzo de 2009

Dominguera

Creo que Juan Ramón le comentaba a Platero aquello de la delicia de la mañana festiva, cuando el personal se iba en tropel a la plaza, a la iglesia, al reclamo de las campanas y ellos se quedaban en el patio, en el corral, en el silencio solo interrumpido por el zumbido del moscardón o el piar de los gorriones.

Es mañana de domingo y aunque no se oyen las campanas, ese silencio intermitente se ve interrumpido por sensaciones discordantes, cada una con su timbre molesto de ruidos exagerados o innecesarios. ‘Señora, ha llegado a su puerta el tapicero…’ El pregón, amplificado por la potencia electrónica que cada cual estima oportuna, machaca una y otra vez el ámbito azul y transparente del aire. Cuando por fin se aleja y empieza a gorjear tímidamente alguna avecilla enamorada, salta el ruido poderoso y rascador de una sierra eléctrica que hace la última poda o corta la leña para la barbacoa o para encender una chimenea cada vez más innecesaria. Al fondo, el tronar sordo de la autovía que no cesa, como el zumbido de un abejorro amenazante.

Entonces le llega a él su turno. Cómo le agradezco su respeto por los tímpanos ajenos y su solapamiento con los rumores naturales. Debe tener el único carro que queda en el pueblo. De construcción sencilla y algo anticuada, lo ha modernizado con unas ruedas de goma que no hacen ruido. Tira de él un mulo, un pacífico macho de varas, lento y callado que debe ser su amigo antes que su servidor. Le habla con voz murmuriante y suave. Solo cuando el animal resbala –sin culpa- o no interpreta de forma adecuada sus órdenes, lo insulta con palabras gruesas, aunque sin levantar casi el tono de voz, más por senguir un ritual de carretero que porque sienta inquina contra la acémila. Ya digo que no levanta mucho la voz, como no queriendo que los demás participemos de la intimidad entre ambos.

Con poco convencimiento, solo de tarde, entre calada de cigarro y mirada curiosona a fachadas o jardines, deja oír su pregón: “¡Íiooo!, ¡Íiooo uéeee!” Se entiende perfectamente, ¿no? Oiganlo de nuevo: “¡Íiooo, iéoo, uéeee!”.

Antes de pasar a traducirlo, permítanme que les dibuje al personaje. Debe andar más cerca de los sesenta que de los cincuenta. No es muy alto, pero sí ancho. Ha ido ensanchando en estos años que lo conozco. Sus ocho arrobas largas no hay quien se las quite. O sea, cerca del quintal. Esto sería al menos en su lenguaje, entre los noventa y los cien kilos. Medio calvo pero siempre protegido por su gorra. Gasta patillas bandoleras –se afeita de tarde en tarde, se corta el pelo pocas veces al año- y chaleco antiguo. Pantalón de pana y botas chirucas, sea verano o invierno. Fue obrero agrícola mientras hubo algo que hacer en el campo y luego, trampeando y con apuros, ha conseguido una pensión de jubileta que no debe ir muy allá. Sé que es solterón empedernido y cuando se presenta la ocasión, trapichea vendiendo algún animal de monta, de carga o de tiro.

Vive en lo que todavía se puede llamar las afueras del pueblo y allí tiene cochiquera, conejera, corral de gallinas y gallo y un cacho de cuadra para su socio.

Todo ello le da para la elaboración de su pequeña industria, que sale a vender los sábados y domingos porque es cuando la gente anda al cuidado del jardín. De ahí su pregón: “¡Íiooo, éeooo, uéeee!”, o sea, “¡mantillo, estiércol, mujeres!”. Porque algo machista sí que es.

domingo, 15 de marzo de 2009

Conjeturas

No se le ha borrado del rostro la expresión de desvalimiento que posiblemente se le quedó la tarde en que enterró a su esposa. Ignoro si me he pasado de perspicacia, porque no estoy seguro de que efectivamente el hombre sea viudo. Pero a mí me lo ha parecido desde el primer día. Tampoco sé si tiene o no hijos, pero sería capaz de apostar, yo que soy poco jugador, si acaso algún viernes dos cuponcitos de la ONCE, que vive solo. También he coincidido con él en el supermercado y el tipo y volumen de la compra me ratifican en mi sospecha. A veces cotilleo para mí mismo.

Debe andar por mis años, alrededor de los sesenta, algún escalón arriba o abajo. No es bajo pero una carga invisible que lleva sobre los hombros le hace adoptar una postura algo encorvada. Viste el uniforme de muchos de los que nos pateamos el mismo camino: dos piezas de chándal, más o menos desparejadas, la camiseta simple o doble de algodón, unas zapatillas sin marca conocida y a veces gorra, a veces no. En un intento de perfil moderno, luce una perilla y bigote que no cuida ni demasiado, ni demasiado poco. El pelo entrecano y con un corte hecho para durar y no para presumir.

Como el pueblo fue en su principio casi simple carretera con casas a cada lado y luego creció no muy ordenadamente, ahora necesita y ya la tiene, una avenida de cuatro carriles y anchas aceras que discurre paralela, pero en mayor altura, que la calle principal. No es mala vista la que se obtiene desde aquí, no. Aunque no es demasiado llana, pues vivimos sobre un suave oleaje de lomas y pequeñas ondulaciones de terreno, está claro que reúne las condiciones para haberse convertido en el Paseo del Colesterol. Como conté un día, las mujeres suelen ir en pequeños grupos y si hay alguna más parlanchina, es la que hace casi todo el gasto de la conversación, mientras los hombres preferimos la soledad que nos permite cambios de ritmo en la marcha, o incluso hacer una parada y volver la cabeza cuando un ejemplar del sexo opuesto, que no contrario, merece nuestra atención y paladeo visual. No me tomen por un viejo verde, por favor.

Volvamos a nuestro hombre. No es de los que al cruzarse varios días seguidos, te sueltan un saludo que siempre es bien hallado. Pertenece más bien al clan de los silenciosos. Por eso aproveché la ocasión hace pocas mañanas. Como ya la primavera despliega su doble rostro, los árboles que se preparan para sombrear nuestros pasos el próximo verano se habían empezado a cubrir de tiernas y frágiles hojas, de un verde temeroso y pimpollo, más bien amarillo atrevido y juvenil. No soy experto para saber su nombre, pero me suena que estos arbolitos, ya mozos, sean de alguna variedad de fresno o acacia. El hombre, cuidadosamente, diría que casi con mimo, cortaba pequeñas ramas con sus brotes y las depositaba en un cuenquillo que había hecho con una bolsa de plástico. Aproveché para pegar la hebra: “-¿Qué, tiene algún pajarillo en casa?”. Levantó la cabeza algo sorprendido, como si le hubiera pillado cometiendo una pequeña transgresión. “No. No. Es para los gusanos, ¿sabe? Las moreras todavía no se han echado”.

Su tono fue educado pero no me parecía que invitara a proseguir el diálogo. Como no me había parado del todo, proseguí mi ruta y le di la espalda sin saber si en los próximos encuentros intercambiaremos el buenos días o ni eso. Al tiempo.

jueves, 12 de marzo de 2009

Despilfarros

Cuántas veces pasamos por una esquina y no tomamos esa calle que nos ve pasar un día tras otro. Decidimos una vez doblar esa esquina y nos sorprende en la calle ignorada la sonrisa de un niño asomado a su puerta o un gato encaramado a una tapia que nos mira con desdén. En un estante olvidado de la biblioteca puede un libro pasar años y cuando nos decidimos inopinadamente a leerlo, resulta que en él nos esperaban personajes o reflexiones que nos hacen soñar. Qué decir de ese bar cuya puerta nunca cruzamos y por cualquier motivo, entramos un día y nos encontramos con un café delicioso o, lo que es mejor, alguien que te atiende con cortesía y una sonrisa. Es como si el mundo fuera el inmenso pasillo de un hotel con innumerables puertas y nunca sabemos lo que nos podría deparar la fortuna porque elegimos una, pero la felicidad o la ruina podría estar acechando detrás de otras.

Los domingos, los periódicos contienen en su interior un cuadernillo de color salmón, doce o treinta páginas que suelo depositar en el primer contenedor de reciclaje que encuentro. Suelen hablar de economía en términos que considero que no me interesan. Hace tiempo que las páginas de bolsa, de empleo, de inmobiliarias no me dicen nada, por lo que prefiero no cargar con un peso inútil. Pero este pasado domingo, no sé por qué llegó hasta mi casa dentro de las páginas que sí leo, que tampoco son muchas. Bien, puedo utilizarlo como fondo del cubo de basura por si tiene que empapar algo que vaya húmedo. Pero me asalta un titular que hace que no me desprenda de él sin leerlo.

Más o menos viene a decir que la subida del precio del arroz está ya golpeando duramente en la economía de los más pobres del planeta. Sigo leyendo y me conmueve saber que el arroz forma la base casi unívoca de la alimentación de 2.500 millones, sí, dos mil quinientos millones de habitantes de este mundo nuestro que hace tanto tiempo que da vueltas alrededor del sol. Que por ejemplo en China, Zhu Yinian, que a sus más de setenta años sigue trabajando para poder comer, le resulta muy difícil afrontar su alimentación de cada día. ¿Saben cuánto ha subido para él el jin, el medio kilo que habitualmente compra? Pues un 50%. ¿Saben cuántas pesetas son ese dinero? Se lo digo en pesetas para luego traducirlo a euros: de quince a veinte pesetas. Es decir de 10 a 12 céntimos de euro. Esa monedita brillante y pequeña, más la otra, más pequeña aún, sucia y oscura que tantas veces preferimos olvidar o no nos molestamos en agacharnos para cogerla del suelo.

Ahora los cabeza de huevo que dirigen la economía mundial hablan de tiempos de recesión, de crisis horrible, hace meses aprendimos qué eran las hipotecas sub-prime, sabemos que nuestros coches utilizan un combustible cada vez más escaso y un billete de cincuenta, no digamos uno de veinte, una vez cambiado, se deshace en poco tiempo como un puñado de arena entre los dedos de un niño. Los jóvenes de hoy sonríen cuando les contamos que de pequeños comprábamos una entrada de cine por una peseta –un céntimo y medio de euro- o que un café valía en los años sesenta, cinco céntimos de euro. En los kioscos vendían cigarrillos sueltos a medio céntimo de euro, el famoso celta sin boquilla, con el que la mitad de mi generación se inició en el fumeque.

Pero todo esto es pura idiotez comparado con el drama del viejo Zhu, que en pleno siglo XXI, tiene serios problemas para poder llevarse a la mesa su triste cuenco de arroz hervido. No me hablen de demagogia. Pero cada vez que ahora se caen unos pocos granos al ponerlos en la cazuela me acuerdo de él, sin haber visto nunca su rostro.

Cuando alegremente (¿?), o mejor de muy hortera modo, se tira arroz a los novios… pienso que ya hay familias aquí, en la Pieldetoro que nos encierra a todos, aunque hay algunos que quisieran romperla, que tal vez se agacharan para recoger ese arroz y llevarlo a su casa. Es posible también que ya haya quienes compran arroz partido de desecho, de alimento de pájaros, porque es más barato.

martes, 10 de marzo de 2009

Llanto temprano

(Hace unos años, en otro medio distinto ya comencé a escribir de vez en cuando un blog, cuando estos eran desconocidos (casi) para la mayoría. Una casualidad me ha hecho reencontrarme con aquellos textos. Ahora creo oportuno recuperar algunos de ellos. Pido disculpas si a alguien ya les suena a refrito. Cuento con su benevolencia. Gracias).

Es justo y necesario para mí dar cada mañana un largo y placentero paseo a la orilla del mar. Esto me ha hecho entender algo de gaviotas, gavinas les llama la gente de la mar, pero de ello ya hablaré otro día. (Hoy y casi ninguna otra mañana, a estas horas, no pienso lo de “Dios mío, ¿qué hemos hecho para merecer a estos políticos?).

Me he cruzado con una señora que llevaba su perrito en brazos, algo que no es lo habitual pero tampoco sorprendente. La señora tenía esa edad imprecisa entre los 45 y los 60 años. El perro no era demasiado pequeño. La señora le hablaba. Siempre pienso en esos momentos que, o es la añoranza de un bebé, o el deseo y la necesidad de tener a alguien a quien proteger. Y que te escuche.

Pero lo que me ha impactado es que la señora que le hablaba a su perro lo hacía llorando. No puedo pensar que el perrillo le hubiera proporcionado un disgusto y se lo recriminara con lágrimas. No. Seguro que la causa de su llanto estaba en un ser humano, tal vez un perro de dos patas.

¿Tiene la señora un problema en su casa, un anciano con Alzheimer, un marido bebedor y/o violento, unos hijos que la ignoran, salvo a la hora de exigirle algo, comida a su gusto y capricho, ropa limpia y planchada…? No lo sé. Es sábado. ¿Ha vuelto muy tarde o no ha vuelto aún la hija o el hijo que llevó en su vientre? ¿Teme o sabe con certeza que en los finde alguno de los suyos abusa de sustancias?

Se me ocurre otro sinfín de cosas, pero tal vez la mujer sólo llora su soledad que comparte con su perro. Una soledad que tal vez siente de forma inquietante aunque conviva con otras personas. Pero sus lágrimas, por entre las cuales susurraba a su perrillo en brazos, me han conmovido.

jueves, 5 de marzo de 2009

Heroína

Impresionaba la majestad de aquellas paredes, la altura de aquel techo de madera,a imitación del artesonado de una iglesia importante. Tal vez no era necesario ningún cartel solicitando silencio porque era el único modo de sentirse bien dentro de aquellos muros. Habían modernizado el suelo y ya las pisadas no eran tan respetuosas como cuando solo era tierra apisonada. En un rincón, junto a un trozo de escalera amputada, y que ya no subía a ningún sitio, había dos enormes tinajas venerables de recio barro cocido, la mitad de ellas empotrada en el suelo.

De pronto me la encontré de frente. Estaba allí, con su ropa negra habitual, con su delantal oscuro, con sus piernas bien torneadas, con su expresión corporal permanente de lucha por la vida. No podía distinguir bien su rostro, pero estaba seguro que conservaba sus huellas de siempre de haber pasado la viruela en la infancia, pequeños cráteres deformantes en la cara y sobre todo, su ojo. Aquel ojo que conservaba su vida propia, precisamente por carecer de ella. Aquel humilde ojo de cristal que miraba fijo sin ver, aislado de todos los pequeños músculos que debían moverlo.

¡Juanilla! Claro que eras tú. No podías ser otra. Aunque aquella fotografía, ni con mucho la mayor ni la mejor de la exposición retroactiva del primeros del siglo XX, no estaba hecha en tu pueblo. Era tu imagen, aunque nunca hubieras estado en aquella calle, donde los chiquillos miraban medio espantados a la cámara, casi todos los 'machis' con gorra, alguno descalzo, varias de las niñas, todas con menos de diez años, con un bebé de pocos meses arropados en sucias mantillas. Las hermanas mayores tenían que ser pequeñas madres, mientras la verdadera andaría sabe Dios por dónde buscando un trozo de pan para su casa.

Mi recuerdo de Juanilla es siempre en verano. En pleno verano, a la hora de la siesta, derritiéndose las formas, estallando en calor las fachadas, imperturbable el silencio entre tanto fuego que baja del cielo. Y tú, Juanilla, con tus zapatillas de paño, con tus medias negras porque el luto era sagrado, con aquellos dos cubos malolientes en las manos. Salías de tu humilde vivienda, un portal lo llamábamos, de una sola pieza, con dos tabiques poco más altos que la cabeza y el techo diáfano, con dos cortinas haciendo de puertas. En uno de aquellos mínimos habitáculos dormías tú con tu madre, siempre enferma desde que tengo uso de razón. En el otro, tus tres hermanas sobre una única cama, no muy grande, y sonora por las camisas de maíz de que estaba relleno el colchón.

Salías, digo, como una sombra furtiva con tus dos cubos vacíos, uno en cada mano. Ibas por las ocho o diez casas del pueblo donde seguro sabías que se comía todos los días. Donde la muchacha del servicio volcaba en uno de tus cubos, los desperdicios. Ya sabes, las espinas del pescado, las cáscaras de la sandía, algún mendrugo mordisqueado, los restos indefinidos de lo que se había comido en esa casa a mediodía. No era agradable ver, sobre todo oler, el contenido de que se llenaban tus cubos, con los que volvías a tu portal ya llenos, con su miserable y valiosa carga. Uno de ellos lo vaciabas al llegar en la diminuta cochinera que con tablas y alguna tela metálica le comía espacio al pequeñísimo patio. El gruñido de satisfacción del marrano respondía agradecido a tu generosidad. El otro cubo lo vaciabas, más maloliente si cabe, por la mañana temprano.

Cuando allá por unos días antes de nochebuena se lo vendieras al Dosrabos, uno de los carniceros del pueblo, este te daría después como una hoja de cálculo, escrita en tosco papel de estraza, en la que se detallaba cuántos trozos de tocino, de costilla salada, de huesos de espinazo, de morcillas, de medias orejas podías ir a buscar a la carnicería a lo largo del año. Asegurabas el puchero de trescientos sesenta y cinco días más. Luego había que añadirle la porción de garbanzos, que tal vez habías tenido que salir a robar una noche, antes de que los segaran, volviendo con tus manos agrietadas y dolorosas por el zumo de las plantas que no se podían cortar. O tagarninas, o espinacas, o algún espárrago que crecían salvajes en un lugar que te cuidabas muy bien de revelar a nadie.

Va para sesenta años que no te veo, Juanilla. No sé si vives, porque eres de capaz de estar cerca de los cien, con tu impulso vitalista aún firme. Esa mañana en que te ví, ya sé que no eras tú, en la foto de la exposición, me recordaste cómo eras mujer fuerte, bíblica, valiente, héroe si ser consciente de ello.