miércoles, 13 de enero de 2016

LAVÍN


(Ya me perdonarán. Este archivo estaba perdido por esos discos duros que ni el diablo sabía por dónde andaban).

Lavín


Está enferma una de las perrillas de Lavín, la negra con una pata canela.

Está quieta, acurrucada junto a él y de vez en cuando le da como una tos o como una náusea. Lavín está muy atareado terminando una de sus escenas de camino.

Siempre me maravilla lo que saca del envés de un cartón usado, una caja  de galletas o de detergente, y los cuatro bolis que venden juntos, azul, negro, rojo y verde. Bic naranja, bic cristal, dos escrituras para elegir, bic naranja escribe fino, bic cristal escribe normal, bic, bic, bic, bic, bic, tararea entre dientes como casi siempre que lo pillo en la tarea. En este cuadrillo de hoy va delante una gitana vieja con una canasta de flores sobre la cabeza, al lado un gitano con su bastón y un galgo flaco de ojos muy grandes junto a él y ya, detrás, el consabido carromato.

Lavín me lo dijo un día ‘El carro me sale ya sin mirar, ompare. Y me cubre má de medio cuadro.’ Esa es la verdad. Unas veces le pone en las varas un caballejo al que hasta se le adivinan las mataduras. Otras veces se ve claramente que es un burro, que parece torpe y cansino. El galgo, el borrico, el caballo viejo, pintados con ingenuidad y esmero, los perrillos que acompañan a Lavín amarrados a las bicicletas denotan una ternura por los animales que rara vez, o ninguna, le he visto expresar por ninguna persona.

También, cuando quiere darle mayor patetismo a la escena, dibuja un carrillo un poco más pequeño y le pone al tiro a un gitano joven, descalzo, harapiento, doblado hacia delante, todo el sufrimiento de la carga en su espalda y su cintura. Quizás Lavín se autorretrata sin proponérselo. 

--‘No soy capá de pintarle la cara en esa postura, ompare. Le echo la mata de pelop’alante y ya está. A juí.’

Para rematar, luego, como los niños pequeños, dibuja arriba con un
difuminado de rayas finas un cielo azul de un dedo de ancho, apretando muy suavito el boli para que parezca celeste. Casi siempre también pinta un sol haciendo un milagro con el boli rojo, porque no tiene amarillo ni naranja.

Si hay algún árbol, lo que es frecuente, pinta unas inocentes palomas
revoloteando, ninguna se posa en el árbol o en el suelo. ‘Las palomas comen en el suelo’, le comento. Me mira un rato despacioso, como siempre, pensando un rato lo que le he dicho y otro rato lo que me va a contestar. ‘Las palomas saben que si se aposan delante de un gitano van al puchero’. Y no vuelve a hablar en todo ese día.


Hoy casi no me ha mirado. Si acaso, me ha conocido sin levantar la vista más arriba de mis rodillas. Está pendiente de su cuadro y de vez en cuando mirade reojo a la perra. Le dice muy bajito palabras dulces, ininteligibles, en un susurro, como a un bebé que se está durmiendo. La perrilla, ya lo he dicho está con unas convulsiones raras, de tos, de náuseas.

--¿Cuánto te cobra la veterinaria, compadre?’. Entonces levanta los ojos,azules, acuosos, y me dice:

- ‘Si está la más gorda me pide diez lerus, pero de la otra no me puedo
fiar. Como se gasta tantísimo en vestir, que cada día llega hecha un figurín, si ese día tiene un caprichito y se lo quiere comprar, me puede pedir lo que le dé la gana’.

--Hombre, no creo -le digo- te cobrará más si tiene que darle medicinas más caras o está más tiempo con el animal’.

--Que no, ompare, lo que yo te diga. Un día por sacarle un pincho de enreapelo de la oreja al Zurri me pidió mil pelas’.

Pero mil pelas es menos de diez euros, Lavín, Te cobró menos que la gorda’.

Levanta de nuevo la cabeza porque lo de la conversión monetaria aún no lo llevaba demasiado bien.

- ‘Bueno, viá dejarme de charla que quiero terminar esto antes de la novena’.

Lavín tiene su oficina, quizás sea más propio decir su estudio, en la puerta del Supereco. Ha llegado a un acuerdo con las cajeras y ocupa el poco más de metro y medio que hay entre la locomotora con cara de sol y la terminación de la fachada del súper. Cuando se montan chiquillos mayores que no echan la moneda y solo la usan para esconderse, ponerse de pie en el asiento o simplemente el potreo, Lavín pone cara de muy enfadado y les dice ‘Ya te estás bajando de ahí’. 

--Mira que los chavales de hoy tienen poca vergüenza, ompare. Po cuando les pongo cara de mala leche se van sin decí ná. Si acaso te miran y uno sabe lo que te está diciendo sin abrir la boca. Un día, el
rubio tó mellao ese que tiene al hermano en la cárcel me dijo “¿el tren es tuyo?” y le tuve que decir una barbaridad. Desde entonces no ha vuelto a montarse. Es que ni aparece por aquí. Por lo menos, como esté yo. Pero bueno, ya está bien de parla, que no termino el cuadro este joío’.

Cuando termine, mirando la hora por lo alto que vaya el sol, dejará la
bicicleta con los perros amarrados a una ventana del mercado municipal, que a esas horas ya está cerrado, le dirá a la argentina del quiosco – ‘a nadie le digas que le dicen la Boluda, ompare por tus muertos’- que le eche un ojo a su patrimonio y se irá a la puerta de la iglesia. Allí coloca cuidadosamente cuatro o seis fotocopias en color de los mejores cuadros ya vendidos pero no el original que haya terminado ese día si antes no le ha hecho alguna fotocopia en color . Aparte, aunque no se nota la divisoria, los originales que no ha conseguido vender en los días anteriores.

Sólo entonces me doy cuenta de que la perrilla mala no está amarrada. Los otros dos perros están sujetos a la bicicleta con sus cuerdas. Por mucho que se repita, aunque lo vea mil veces, siempre me maravilla el espectáculo de ver a Lavín con sus gorros multicolores, una gorra de publicidad, un pañuelo viejo como turbante, lo que sea, tapándole sus greñas medio rubiascas, en su bicicleta con dos transportines, el delantero de alambre mohoso de ir a hacer la compra y el de atrás, una enorme caja de fruta de plástico azul sujeta con cuerdas roñosas, cargados ambos hasta las trancas con todas sus pertenencias y los tres perrillos trotando detrás. Todas las pertenencias no, la colchoneta la tiene bien doblada y amarrada debajo del algarrobo de detrás de la gasolinera, con el saco de dormir dentro.

En los aseos de la gasolinera se lavotea la cara por las mañanas, da de vientre y deja limpio el inodoro. Sólo el Viejo, un gasolinero que conoció tiempos de robar gasolina de mil modos distintos, amigo antes del Fundador y cliente furibundo del Dyc actualmente, le pone a veces mala cara. Lavín procura tenerlo contento. Un día le regaló un hermoso cuadrito del camino y el otro le contestó medio de malas maneras, --

‘¿Dónde voy yo a poner esto?, ¿ en mi casa? Anda, mejor tíralo a la basura’.

Lavín ni se inmutó, tomó el cuadro en sus manos como si fuera algo delicado y ese mismo día por la tarde le trajo de regalo una hermosa linterna, que ésta vez el Viejo sí se la agradeció.

Sin que nadie se lo diga barre todos los días la gasolinera, vacía las
papeleras y un día avisó a voces que un chaval, jinete de vespino se iba sin pagar. Otro día entregó en la caja un billete de cincuenta euros, dobladito que había en el suelo. Al buen rato volvió el dueño angustiado preguntando si... y los gasolas, que se prometían cervecita y unas raciones para todos, se lo devolvieron. Cuando el hombre ya se iba, la Pili, la que tiene la niña autista, le dijo que era Lavín el que se había encontrado y devuelto el billete.

Lavín no estaba. El tipo se largó.

La primera vez que me encontré con Lavín fue en el bar del Isidro. Hace de esto cuatro o cinco años. Estábamos los cuatro gatos de siempre a esa hora. Yo con el periódico del bar, el Isidro y los otros acérrimos dale que te pego con el fútbol. Noté un olor agrio, fuerte, espeso, y sentí que alguien se sentaba en el taburete que estaba a mi lado.

- ‘Una leche manchá y un bagué con manteca’.

- ‘No ha llegado el panadero’, contestó, seco, el Isidro.

- ‘Po dame un durce de esos, pero que no tenga crema’.

--‘Te voy a poner lo que me has pedido, pero el café te lo llevas en un vaso y te lo tomas en la plaza. Son doscientas setenta y cinco’. Eran tiempos de pesetas

A Lavín le fue a salir un gesto de protesta que reprimió en seguida. Puso una chocolatina de las de quinientas de entonces encima del mostrador mientras que, en la máquina, goteaba el café en un vaso de cartón, de esos de propaganda del jarabe americano. Isidro le añadió leche, la justa, con lo que el vaso no quedó ni medio.

--Echame leche hasta arriba y te lo cobras, ompare’. Isidro le llenó el vaso, lo puso delante de él junto con un cruasán encima de una servilleta de papel, le dio doscientas pesetas y sin abrir la boca, con un gesto de la cabeza, le señaló la puerta.

- ‘Ni que tuviera uno sarna’, musitó Lavín entre dientes.

- ‘A lo mejor la tienes’, no se calló Isidro.

- ‘Mis perros se lavan más que tú’, dijo Lavín mientras cruzaba la puerta, pero el Isidro hizo como que no le había oido.

Cuando salí, él estaba instalado encima de su esterilla quitasol de coches, con sus perros y un pico del cruasán a medio comer. Había aguado el café con leche, lo había echado en un tuperware viejo, les había migado un trozo del bollo y allí lo lamían los tres perros, tan felices. Me paré mirando los cuadros.

Al cabo del rato abrió la boca:

- ‘¿Has escuchao al tabernero, ompare?. Si no le gustara tanto el dinero ni me dejaba entrar’.

No supe qué decirle. Todo el día estuve dándole vueltas a la idea de que Lavín podía haber interpretado mi silencio de entonces como un desprecio más, de tantos como lleva acumulados en esta vida.

A la mañana siguiente lo ví en la churrería de la esquina. Tiene una ventana grande a la calle para despachar los churros y allí estaba Lavín, aparcada a un lado su bicicleta, los transportines a rebosar, sus perros esperando y medio balón de colores en la cabeza a guisa de gorro. Entré en la churrería, pedí un café con leche y le dije a Lola la churrera:

- ‘Convida al del gorro, yo lo pago’.

- ‘Pues buen negocio vas a hacer con el golfo ese’, fue su respuesta.

Tampoco le contesté a Lola sabiendo que me remordería más tarde. En la cuenta, la churrera me cobró un vaso de leche grande y seis churros.

Lavín hizo como que ni me había visto ni sabía de donde le había caído el momio.

Cuando salí de la librería de recoger prensa y revista, me hizo una seña desde la puerta del Supereco. Me acerco.

- ‘Gracias por los calientes, ompare. Mañana te convido yo’.

- ’No vale la pena, hombre, qué mas da. ¿Quien te ha enseñado a pintar?’.

Me mira con sorna.

- ‘A mí nadie me ha enseñao ná. La vida me enseña’.

- ‘¿Cuánto vale ese cuadro?’, señalo una de las escenas que veía por primera vez.

- ‘Lo que tú me quieras dar’.

- ‘¿Hacen dos mil pelas?’, y saqué del la cartera un billete rojillo de aquellos .

Desde luego con razón os dicen payos los gitanos. ¿Tú sabes que payo significa tonto?’

- ‘ Pues algo de eso me habían dicho’.

- ‘Ese que tienes en la mano no es un cuadro, es una fotocopia: cuarenta pesetas por una cartulina especial y doscientas cincuenta por la fotocopia en color. ¿Cómo te vi a estafar más de mil pesetas? Toma, por las dos mil pelas, llévate este que sí es uténtico’.

Es verdad, el que me estaba ofreciendo está dibujado a bolígrafo sobre el dorso de una caja de crispis.

- ‘No se te olvide, ompare. Mañana tienes el café pagao, y aunque no me hubieras comprao el cuadro, también te convidaba’.

Así se las gasta Lavín. Cuando me paro a su lado sigo notando su olor agrio, de ropa que se muda muy de tarde en tarde, que esconde entre sus arrugas esa sustancia parda que huele mal, a orina y pelo de perro, pero que en el aire de la calle se nota menos. No admite preguntas. Mejor dicho, contesta cuando le da la gana.



Cuando quiso, me dijo su edad y me contó de su vida algo, ‘treinta y ocho o treinta y nueve, chispa más o menos. Porque estuve en la Inclusa hasta los nueve años, eso seguro. Ya casi había aprendido a leer, pero los números me se daban mu malamente. Luego me escapé y me recogió mi papa hasta que se murió, que ya yo era un hombrecete. No quise seguir con la caravana, porque mi papa era mi papa, pero los demás no me tenían por gitano y alguno no me miraba bien. Sobre todo los que tenían chiquillas en la flor’. (¿cómo lo iban a tener por gitano con esa piel rojiza, con esas pecas, con ese pelo casi amarillento que debió ser muy rubio, con esos ojos azules que la vida ha ido  enturbiando? ¿treinta y ocho?, yo hubiera dicho que cincuenta y cinco).



- ¿Y dónde has andado luego?’ Hace como que no me ha oído y con el bolígrafo azul va pergeñando una nube detrás de unos árboles que parecen eucaliptos. ‘Por el mundo’, me dice cuando yo ya no esperaba respuesta.

Llevé la perra a la veterinaria y estaba la gorda. Hasta la pesó y me ha dao un jarabe para que se lo ponga en la leche, pero no lo quiere. Lo que me temo es que me aborrezca la leche. No me cobró ná, ompare, ni por el bote siquiera. Pero ya el animalito está mejor. Le he dicho a la gorda que le voy a regalar un cuadro con tres o cuatro galgos corriendo. Pero pa su casa. Si la otra quiere cuadros que los compre en la tienda’.

Puedo llevarme días y días sin verlo. Cuando quema un punto de venta,
desaparece y se busca la vida por otros confines. Alguien me ha contado que pasa el invierno en un pueblo de Jaén, al pie de un castillo de las afueras.

Luego hace las Fallas, conoce la Semana Santa de todas las capitales
andaluzas y los pueblos grandes, incluso en el Rocío.

- ’La vida del vagamundo es difícil, ompare. Pa esto no sirve cualquiera’, me dijo la última vez que estuvimos charlando un rato.

sábado, 9 de enero de 2016

Hazlo por mí





Leía no hace mucho a una psicóloga con experiencia --¿era real o inventada?, porque era un libro que mezclaba personajes reales y ficticios—que la gran mayoría de quienes acudían a ella en busca de ayuda, lo hacían tras una pérdida. Fuera esta la que fuese acarreaba de forma gemelar otra pérdida: la del control de sí mismos. Ya el término autocontrol suena como a rigidez con el propio individuo que lo practica. Pero no es así. Es el control de los deseos, de los impulsos primarios, de los instintos en suma. Nos hace ser seres capaces de vivir en sociedades complejas. Nos diferencia de los animales a los que mueve el puro instinto. Un animal hambriento buscará la comida sin tener el más mínimo concepto del derecho de propiedad ajena. El gato robará de la cocina sin detenerse porque la comida la ha comprado su dueño. O el vecino. La perra en celo se apareará sin el mínimo pudor. El depredador atacará a su presa sin respetar su vida.





La pérdida nombrada llevará luego a quien la sufre a padecer distintos procesos. Una fobia, una obsesión, una depresión, una ansiedad que se cronifica, un trastorno alimentario… La ayuda del psicólogo es en la sociedad actual un lujo al alcance de pocos. La consulta de psicología que ofrecen los servicios públicos es perfectamente descriptible. Descaradamente insuficiente. De todas maneras lo que leía se refería a una ciudad grande y a un país con alto nivel de vida como es Canadá.



Pero afirmaba la psicóloga, cuya duda de si existía o no en la realidad mantengo, que la inmensa mayoría de sus pacientes se encontraban ¿adaptados? a su mal y no ponían de su parte gran cosa para remediarlo. “Alguien me ha hecho daño”…  “la vida ha sido injusta conmigo”… “no tengo culpa alguna en lo que me ha llevado a esta situación”… El terapeuta puede estar años proponiéndole cosas, sugiriéndole actitudes, recomendándole comportamientos, abriéndole el conocimiento o entrenándole en estrategias y durante todo ese tiempo la persona no hace sino ¿recrearse? en su sufrimiento. No es que se trate de un masoquismo consciente, pero puede sentirse ‘a gusto’ en la dependencia a su estado. ¿Por qué? Es estar esperando a que la vida pase por ellos en vez de la viceversa. Es estar esperando que alguien los cure, que alguien los salve, pero sin hacer nada por sí solos. Un imposible.



 Ciertamente la excepción confirmará la teoría expuesta. Una minoría podía mejorar –en palabras de la psicóloga--  pero quienes lo conseguían lo hacían rápidamente. Pues era esto realmente lo que deseaban. Por lo que se ponían a la faena. Pero el resto, casi todos, decían que querían mejorar, pero quienes han pisado el mundo de la psicología saben que hay mucha gente a la que le encantan sus problemas. Estos les dan toda clase de excusas para no madurar y enfrentarse a la vida, que es lo duro y complicado. Porque dura y complicada es la vida. Depender de alguien o de algo, una sustancia o un apoyo externo, es más fácil que enfrentarse cada día a las situaciones que entrañan dificultad. Hacerse responsable de la propia vida no es fácil. Afrontarla con el valor y el realismo que se supone en un adulto es un reto diario.   
Acabáramos.