lunes, 31 de marzo de 2008

Bouganvillas

Imaginen a una joven mujer con los treinta años casi recién cumplidos. Es ya madre de dos polluelos entre los ocho y los once años. Vive en una vieja casa, sin estilo arquitectónico definido de más de cien años construida. Algunos de sus muros tienen casi un metro de grosor y son de tapial, como el castillo de Niebla. Esto es: en su día armaban una especie de encofrado con tablones de madera y en él se apisonaba tierra común, que se endurecía con agua y si acaso con un pequeño añadido de cal. Esta misma cal que la blanqueó a lo largo de más de un siglo y fue añadiéndole consistencia. Sus vigas eran gruesos palos de madera vista con un entablillado superior que las aislaba de las tejas exteriores.

Era casa con suelo de ladrillo sin desbastar, de portales asimétricos y con una distribución poco funcional: espacios de zaguán, recibidor, comedor y galería de amplia superficie y habitaciones más pequeñas que grandes, aisladas de los sonidos de la calle y medianamente oscuras. Las puertas de estos dormitorios eran desiguales en forma y tamaño y se abrillantaban con un barniz de trementina que la perfumaban a su manera. Los muebles se heredaban de generación en generación: sillas de rejilla, mecedoras a juego, una consola con placa de mármol bajo un espejo de cornucopia de buen azogue. Sobre el mármol, pequeños peroles, braseros, trébedes y velones de bronce que había que abrillantar con una gamuza de tanto en tanto.

Tiene la casa patio y corral, separados por una cancela que impide que los animales de este último lleguen hasta el patio, todo él bordeado de arriates donde crecen sencillos geranios y algunas plantas de verde humilde y perenne. En un rincón del patio hay un pozo profundo del que se obtiene el agua con un carrillo –así llaman a su polea- y a este se enrosca una larga soga de la que cuelga una cubeta cilíndrica. Cerca de la cristalera que da luz y sol a la casa, crece un limonero al que de tarde en tarde viene a posarse un chamariz. Le llaman el pajarito del agua porque parece que su visita precede a la lluvia.

La mujer tiene un pequeño capricho desde hace tiempo. Una buganvilla que, en el rincón frente al pozo, le dé color y alegría a la vieja tapia. Pero no la quiere de púrpura apagada como otras que conoce, sino de un granate vivo y alegre que ha visto una vez. Un día la sorprende su marido con un plantón de esa buganvilla que ha mandado a traer de lejos. Allí se convierte en una espigada promesa que va creciendo.

Pero la mujer no va a verla frondosa. Poco después de nacer la niña que tanto deseaba, su corazón que estaba débil desde la infancia, se descompensa y galopa sin ritmo, desacompasado, con esfuerzo y es inútil la visita del médico y los remedios de la botica, los viajes a la capital buscando la ayuda de los sabios profesores que enseñan medicina y acomete una larga agonía en su cama, la misma donde ha parido tres veces, y a cuyo cabecero han tenido que plantar unas balas enormes de oxígeno que terminan no aliviándole la angustia de su respiración estertorosa. Una noche de enero la sume en la tristeza de contemplar cómo se apaga la luz aunque está encendida y anhela, sin conseguirlo, ver un amanecer al que no llega con vida.

En mi patio, hace ya un puñado de años sembré, no una sino dos buganvillas de la misma color y hoy son la alegría de mi tapia y de mi calle. Tengo que empuñar la tijera de vez en cuando porque son tan frondosas que se desparraman con generosidad queriendo abarcarlo todo. Tienen agudas espinas en sus ramas y es difícil que salga de mi batalla con ellas, sin que mis manos o mis brazos no se tiñan de algún surco de sangre que tiene idéntico color que sus flores. Ahora en primavera son una explosión de colores, verde y granate, y su visión me trae muchos días el recuerdo de aquella joven mujer que no vio crecer la suya. Han pasado más de cincuenta años y a veces se me desdibuja un poco cómo era su rostro o su forma de caminar, pero no el tono de su voz cuando me decía palabras amorosas. Era mi madre.

jueves, 27 de marzo de 2008

Magdalenas

« […] En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba...” ¿Quién no recuerda este pasaje, aunque no haya continuado con la detallada y prolija descripción de Proust? Mismo yo, como con el Ulysses de Joyce, me he propuesto alguna vez empezar ese camino de Swan en busca del tiempo perdido, sin lograr nunca avanzar más de -disculpen, pero no voy a especificar cuántas- un puñado de páginas. Siempre me dije y alguna vez lo he leído, que la traducción de Joyce que manejábamos en español era penosa. En mi descargo.

Muchas veces me ha asaltado la inquietud de imaginarme con un cierto paralelismo entre un, al menos para mí, ingenuo de mí, valioso dramaturgo al que vi representar unas pocas veces y también disfrutar con algo hoy impensable como era el teatro leído. Imaginen una larga mesa en un salón de actos o similar, seis u ocho personas que lo han ensayado, cada una con un flexo delante y con una cierta ambientación musical e incluso algún efecto luminoso si era posible. Los personajes que entraban en escena encendían su flexo y al salir, lo apagaban. Se requería una buena dicción, lenta y clara y poco más, aunque todo el mundo intentaba un esfuerzo de interpretación. Piensen que eran los tiempos de los seriales radiofónicos. La televisión ni estaba, ni por un tiempo se la esperaba.

El autor a quien me refiero era don Alejandro Rodríguez Álvarez. Seguro que les puede sonar algo si digo que fue conocido como Alejandro Casona. Con esos apellidos tuvo que recurrir a su nacimiento en una aldea asturiana, donde seguro había alguna, para dar con un seudónimo algo más brillante. Para colmo, ejerciendo de maestro, fundó un grupo infantil de teatro llamado ‘El Pájaro Pinto’. Recibió en España el Premio nacional de Literatura en 1934 por ‘La sirena varada’ y escribió otras obras hermosas como ‘La barca sin pescador’, ‘Los árboles mueren de pie’ o ‘La dama del alba’, todas ellas ya estrenadas en Argentina donde vivió exiliado tras la guerra incivil española. Pudo volver a España donde llegó a estrenar con todo esplendor, música de Cristóbal Halffter incluida, ‘El caballero de las espuelas de oro’, un drama histórico sobre Francisco de Quevedo, poco antes de morir. Alguna de ellas han sido llevadas al cine en Argentina y en España.

Si han tenido la santa paciencia de llegar leyendo hasta aquí, volveremos a Proust y a su magdalena. Un aroma que me ha llegado hoy, que me ha invadido esta mañana, me reafirma inequívocamente cada año, y sin saber por qué, en que la primavera ha sentado sus reales en plenitud. E inevitablemente este olor lo asocio a un título de mi admirado autor: ‘Prohibido suicidarse en primavera’. Como pueden encontrar fácilmente una reseña de la obra, google es omnisciente, sí tomaré el camino de la ciencia, con respecto a un título que lo dice todo.

Mientras la naturaleza rebosa vitalidad, toda una sinfonía de colores, de olores, de trinos, de ocasos inigualables y amaneceres de júbilo, no es difícil cruzarse con rostros macilentos, expresiones de una cierta angustia y saben los psiquiatras que durante un mes o más van a tener que emplearse a destajo para descongestionar sus consultas. ¿Son los vientos, que con su fuerza ionizan las partículas del aire electrizándolas? ¿Son los frecuentes cambios meteorológicos, que tras una exhibición soleada repentinamente cubren el cielo de nubes amenazantes? ¿Es que una voz del subconsciente nos grita que este fenómeno ocurre desde hace millones de años y nosotros solo disfrutamos de él durante unas cuantas decenas?

Las televisiones se forran con publicidad de revitalizantes, de polivitamínicos, las revistas prodigan artículos sobre la astenia primaveral. Al parecer, todo es pura biología, o fisiología si lo prefieren. Parece que todos esos continuos cambios externos producen un desequilibrio en nuestro delicado sistema neuronal. Las famosas endorfinas autóctonas se nos vuelven escasas sin culpa nuestra y solo nos queda recurrir a la frase que fue famosa hace unos años: ‘¡Ya llegará el verano!’.

miércoles, 26 de marzo de 2008

Arrozales

Cuántas veces pasamos una esquina y no tomamos por esa calle que nos ve pasar un día tras otro. Decidimos una vez doblar esa misma esquina y nos sorprende, ya en la calle ignorada durante tanto tiempo, la sonrisa de un niño asomado a su puerta o un gato encaramado a una tapia que nos mira desde su orgullo felino. En un estante olvidado de la biblioteca puede un libro pasar años y cuando nos decidimos inopinadamente a leerlo, resulta que en él nos esperaban personajes o reflexiones que nos hacen vivir otros mundos o soñar con los ojos abiertos. Qué decir de ese bar cuya puerta nunca cruzamos y por cualquier motivo, entramos un día y nos encontramos con un café delicioso o, lo que es mejor, alguien que te atiende con cortesía y una sonrisa. Es como si el mundo fuera el inmenso pasillo de un hotel con innumerables puertas y nunca sabemos lo que nos podría deparar la fortuna porque elegimos una, pero la felicidad o la ruina podría estar acechando detrás de otras que permanecen cerradas.

Los domingos, los periódicos contienen en su interior un cuadernillo de color salmón, doce o treinta páginas que suelo depositar en el primer contenedor de reciclaje que encuentro. Suelen hablar de economía en términos que considero que no me interesan. Las páginas de bolsa, de empleo, de inmobiliarias no me dicen nada, por lo que prefiero no cargar con un peso inútil. Pero este pasado domingo, no sé por qué llegaron hasta mi casa dentro de las páginas que sí leo, que tampoco son muchas. Bien, puedo utilizarlas como fondo del cubo de basura, pienso. Pero me asalta un titular que hace que no me desprenda de ellas sin leerlas.

Más o menos vienen a decir que la subida del precio del arroz va a golpear duramente en la economía de los más pobres del planeta. Sigo leyendo y me conmueve saber que forma la base casi unívoca de la alimentación de 2.500 millones, sí, dos mil quinientos millones de habitantes de este mundo nuestro que hace tanto tiempo que da vueltas alrededor del sol. Que por ejemplo en China, donde nos van a deslumbrar este verano con el brillo de unos juegos olímpicos donde se derrochará de todo, donde en realidad va a darse culto al becerro de oro, a Zhu Yinian, que a sus más de setenta años sigue trabajando para poder comer, le resulta muy difícil afrontar su alimentación de cada día. ¿Saben cuánto ha subido para él el jin, el medio kilo de arroz que habitualmente compra? Pues un 50%. ¿Saben cuántas pesetas son ese dinero? Se lo digo en pesetas para luego traducirlo a euros: de quince a veinte pesetas. Es decir de 10 a 12 céntimos de euro. Esa monedita brillante y pequeña, más la otra, más pequeña aún, sucia y oscura que tantas veces preferimos olvidar o no nos molestamos en agacharnos para cogerla del suelo.

Ahora los cabeza de huevo que dirigen la economía mundial hablan de tiempos de recesión, hace meses aprendimos qué eran las hipotecas sub-prime, sabemos que nuestros coches utilizan un combustible cada vez más caro y un billete de cincuenta, no digamos uno de veinte, una vez cambiado, se deshace en poco tiempo como un puñado de arena entre los dedos de un niño. Los jóvenes de hoy sonríen cuando les contamos que de pequeños comprábamos una entrada de cine por una peseta –un céntimo y medio de euro- o que un café valía en los años sesenta, tres o cuatro céntimos de euro. En los kioscos vendían cigarrillos sueltos a medio céntimo, el famoso celta sin boquilla, con el que la mitad de mi generación se inició en el fumeque.

Pero todo esto es pura idiotez comparado con el drama del viejo Zhu, que en pleno siglo XXI, ya ha comenzado a tener problemas para poder llevarse a la mesa cada día su triste cuenco de arroz hervido. No me hablen de demagogia. Pero cada vez que ahora se caigan fuera unos pocos granos al ponerlos en la cazuela me acordaré de él, a pesar de no haber visto nunca su rostro.

viernes, 21 de marzo de 2008

Tormenta

Gracias a Juan Ramón, ¿hace falta que escriba su apellido?, le perdí el miedo a la noche. Junto a su Platero tierno y mimoso, él recorría los caminos de su Moguer y si se hacía de noche, la disfrutaban juntos. JR le explicaba cosas del campo al ingenuo burrillo, observaba cómo se rompía la Luna cuando el animal bebía en el agua que la reflejaba. Aspiraban los perfumes de la noche mientras juntos se intercambiaban sentimientos y compañía.

Justo el mismo cura que nos dictaba cada día un trozo de un capítulo, ’Juegos de anochecer’, ‘El niño y el agua’, y luego nos completaba la lectura del mismo, nos escogió a un grupo para representar una pequeña obra de teatro en la víspera, la vigilia, de la Inmaculada. Nunca olvidaré aquellas noches de finales de noviembre y de diciembre recién nacido, cuando permanecíamos media hora, una hora, leyendo y ensayando el teatrillo. Luego, respetando el silencio y el sueño de otros compañeros, subíamos al dormitorio común, pero antes nos dejaba disfrutar unos momentos del frío y la serenidad de la noche, aprender el nombre de alguna estrella o escuchar el rumor lejano de la ciudad que se iba apagando.

Algún año más tarde, pero esta vez por iniciativa propia, sin tutela ajena que me iniciara, le fui perdiendo el miedo a la tormenta. Ambas cosas, la noche y la tormenta, eran en mi niñez dos monstruos temerosos que me inquietaban y sobrecogían. En invierno solían coincidir y como consecuencia se producían apagones de luz. En aquella España de posguerra, más depauperada que pobre, la electricidad era un bien precario. Bastaba que se conjugaran el viento y alguna chispa del cielo para que se fuera la alimentación de las débiles bombillas de entonces. Era posible que hasta el amanecer o quizás después, no retornara. No había alimentos que se pudieran estropear en el frigorífico porque estos no existían. La madre no dejaba de planchar porque la plancha se calentaba en el carbón de la hornilla. No era preciso desenchufar ninguna televisión. Tal vez solo la radio, lujo tardío, enmudecía y no se podía oir el noticiero oficial con sus golpes de corneta militar o algún programa de toros o fútbol. La casa quedaba en penumbras, a la luz de un pequeño candil de aceite al que llamábamos ‘periquillo’, o luego con un quinqué cuya llama había que calibrar para que no consumiera mucho petróleo. Desde el patio llegaban los relumbrones del relámpago y después el trueno asustador.

Primero descubrí el placer de observar el centelleo del relámpago de nube a nube durante el día y contar los segundos que tardaba en llegar el trueno para averiguar la distancia a que se había producido. Luego ya alcancé a valorar su belleza sobre el cielo negro de la noche y disfrutar al ver iluminarse las nubes solo un momento mágico, mientras duraba su resplandor. Poco a poco, comprendí lo hermoso que era, desde las sábanas y el calor de la cama, oir el golpeteo suave o recio de la lluvia, amainando o apretando, quizás solo repitiendo con monotonía su canción de agua mansa. Ya había aprendido que el agua era el origen de la vida y que esa lluvia era la bendición que la naturaleza nos enviaba desde lo alto.

Escribí parte de estas líneas ayer mientras unos granizos repiqueteaban en el cristal junto al que escribo. Por fortuna no se prolongó mucho el fenómeno, no fueron muy gruesos ni muy fuerte su impacto y no debió hacer daño en tantas yemas vegetales tiernas y desprotegidas. En el alero frente a mi ventana, las golondrinas aguantaban silenciosas y quietas dentro de su búnker de barro. Me parece que aún solo están incubando sus huevecillos. Es la primavera. Han pasado pocas horas desde que los astrónomos certificaron su llegada. Así es. Así nos parece.

miércoles, 19 de marzo de 2008

Fosforito

Una de las boticas que frecuento está en la planta baja de un adosado. Se accede por un jardincillo agradable y su decoración es funcional y modernista. Nada que ver con aquellas oscuras oficinas de venerables muebles como de sacristía antigua, con botes de cerámica donde se dibujaban plantas medicinales y nombres en latín, ‘mentha poleggium’ o ‘basilicum ocimum’, el poleo de las habas o la albahaca que tan bien le sienta a la pasta.

Ayer, justo a la entrada del jardín, pasada la verja, veo a un hombre agachado espolvoreando con unos polvos rosa fosforito sobre algo que no identifiqué. Para no parecer muy entrometido, retuve un poco el paso pero no me paré a hacer de mirón. La boticaria, una licenciada mileurista que suele atenderme con sonrisa y buen semblante estaba seria, como con una cierta preocupación. Luego advertí movimiento en la rebotica y asomó el farmaceútico dueño, con expresión muy seria también. No dijo ni mu y volvió a entrar para dentro. Jo, me dije, hoy no está la Magdalena para tafetanes. Algo se cuece y aunque no sean coles me temo que tampoco huele bien.

Por donde mismo había asomado el boticario, apareció entonces un señor armado de cámara fotográfica y una señora con guantes de látex y pequeñas bolsas de plástico, alguna vacía y otras con contenido. Tate, para algo es uno lector empedernido de novela negra. Estos son de la pasma. Y el que estaba ahí fuera lo que hacía era examinar una de esas alfombrillas protectoras que se ponen sobre los mostradores de cristal. Poniendo polvos reveladores de huellas dactilares. Aquí ha habido tomate.

Cuando terminó de atenderme la chica, diplomáticamente dejé caer mi pregunta y sí. Anoche, poco antes de cerrar, un tipo con pistola arrasó la caja y dio un susto de muerte a quienes atendían a la clientela, un servicio público tan necesario y desde hace poco tiempo, profesión de riesgo. Lo lamenté con ella quien me aseguró que por fortuna, no se encontraba ella a esa hora pues el horario es muy amplio, pero el hecho de por sí, era suficiente para que la sonrisa sea por unos días un lujo fuera de alcance.

Hace poco hablaba aquí de sonrisas infantiles y miradas huidizas. Vivimos la época que vivimos, dejé escrito con filosofía de andar por casa. Gramática parda se le llama también. Con el mayor nivel de vida, adorando tanta gente al becerro de oro en su pedestal de barro sucio, también hemos llegado a las servidumbres que ello comporta. Tuve la curiosidad, ¿malsana?, de preguntar si el pistolero tenía acentos extraños y me confirmaron que no, que su habla era de la tierra nuestra. Me alejé rumiando la idea de que no necesitamos importar maleantes y recriminándome el hecho de pensar en descargar sobre gente de fuera los males que son propios de todas las latitudes.

lunes, 17 de marzo de 2008

Jardines

Son mis pequeños vecinos. A cien metros de donde vivo, paso por su puerta más de una vez al día. Algunas mañanas, antes de las ocho, paran los coches y con sumo cuidado depositan en tierra su preciosa carga. Algunos son bebés y aún duermen. Otros, los ojos semicerrados, caminan como zombis enanos de la mano del padre o de la madre. Arrastran mochilas de carrito, de colorines, pequeñas, como ellos. Pueden imaginar el contenido: dodotis, botellas de agua, alguna prenda para cambiar. Las cuidadoras los reciben con sonrisas, con palabras amables. Los padres, con un rápido saludo abandonan su valiosa mercancía y emprenden raudos el camino del trabajo. El panorama se repite un rato antes de las nueve, incluso de las diez.

A mi vuelta, que puede ser casi media mañana, alguno, o más de uno, más despabilados se suben a no sé donde y asoman su carita de ángel o de pequeño demonio, ingenuos y benditos demonios, a la alambrera de la valla como pequeños polluelos de un nido. Sólo miran, y si les sonrío y les hago un gesto con la mano, incluso los saludo con la voz, las respuestas son variadas. Los más tímidos solo te miran fijamente, inmóviles, extrañándose de que un viejo esté pendiente de ellos y les haga algún gesto. Incluso agachan la cabeza y se retiran de su observatorio. ‘Debe ser un bicho raro’, pensará alguno. Mi sombrero y mi barba rala tal vez les recuerde a algún personaje poco recomendable de sus cuentos o de sus sueños. Pero otros, más extrovertidos me responden al saludo agitando sus pequeñas manos o contestan con un ¡hola!, a mis palabras.

Una vez que me paré ante algún parlanchín, me preguntó mi nombre, por qué llevaba gorro, de dónde venía. Pero cuando le pregunté yo su nombre, quedó en silencio. ¿Les tendrán ya advertido sus padres, sus educadoras, que no entablen amistad con desconocidos? Quizás. No lo veo mal. Nos ha tocado la época que nos ha tocado vivr y no hay que pedirle ciruelas al chopo.

Pero esta mañana de lunes, he oido más de un llanto. Claro. Llevan dos días levantándose a su aire, disfrutando de la libertad tal vez de su pequeño piso, pero también del parquecillo más próximo. Su madre, su padre, les ha dado de comer con más mimo, tal vez soslayando algún plato menos apetecido y sustituyéndolo por algún capricho. Tienen su baño propio, no compartido. Tienen sobre todo a dos o tres adultos pendientes de sus ukases como verdaderos zares de su pequeño imperio doméstico. Y esta mañana ha vuelto la prisa, la rutina. Cuando han despertado del todo y han visto el panorama menos acogedor del dormitorio común, por mucha alegría que decore sus paredes, sus cándidas almas han asumido la cruda realidad. Saben que tienen otra vez una mínima disciplina que acatar, hay un horario que cumplir, comparten a la educadora con otros coleguillas. Tal vez soportan el sutílisimo bullying de algún pequeño déspota. Pero sobre todo, sobre todo es a la mamá a quien echan de menos. Mezclado con el llanto de dos o tres, he oído un desconsolado ¡maami!, repetido varias veces. Seguro que no tardará en consolarse. Porque atraerá la caricia, el arrumaco de una cuidadora, pero sobre todo, porque sabe por experiencia, dura es la vida tantas veces, que a su llamada desgarradora no va a acudir su mami.

Me niego a llamarla ‘Guardería’. Me suena a hangar, a aparcamiento, a almacén. Aunque haya pocas flores, escasas plantas en el duro patio, ellos son un ramillete de tiernos capullos humanos. Por decreto real, por ley refrendada, firmada y sellada por ministros, subsecretarios, consejeros y alcaldes, yo impondría una única denominación en todos esos centros: Jardín de infancia. Qué menos.

viernes, 14 de marzo de 2008

Yerbabuena

Hará unos veinte años, mi amigo se compró una parcelita. El sitio, en pendiente y de terreno no muy propicio, precisó de un pequeño aterrazamiento y la descarga de varios camiones de tierra más fecunda. Tiene dos hijos y, aunque entonces era aún relativamente joven, pensó en las herencias. Con una mínima y tosca valla separó dos trozos iguales. Una noche, después de la barbacoa, sorteó entre ellos a quien le tocaba cada trozo. Es hombre de bien y se esforzó en ser justo y sobre todo, en evitar que algún día hubiera la menor disputa entre ellos, cuando anduvieran por medio suegras, cuñados y demás familia política. (Siempre pensé que la familia política es a la familia, como la música militar es a la música. Sepan disculpar mi falta de originalidad).

Allí sembraba, y siembra, unos tomates a los que estercola demasiado y salen gordos y salobres; cebollas que consigue riquísimas pues consigue una variedad muy sabrosa cuyas planteras le traen de no sé donde; no sulfata un par de nísperos por lo que parte de la cosecha se malogra, pero los que sobreviven, la ley de la jungla, saben a gloria; alguna vez he probado sus habitas que cuando están tiernas, también merecen la pena. Que conste que ni su padre, ni él mismo tienen antecedentes de agricultura, pero poco a poco ha ido aprendiendo.

Cuando le dije que a mi infusión del atardecer le pongo una rama de yerbabuena y una delgada cascarita de limón, me prometió una maceta de la primera. No hace más de un mes me obsequió con una fragante y pimpante maceta de menta, una variedad de yerbabuena a la que él llama ‘moruna’. Más gruesa, más oscura, más rugosa. (Si alguien encuentra racismo en la expresión, piense si tal vez no puede estar el racismo en sus ojos, en vez de en mi palabra). He ido mimando y regando la buena yerba, a la que transplanté a una jardinera alargada de barro. Como me sobraba sitio al lado, esparcí unas semillas de cilantro, que con esta gozosa primavera adelantada, se ha convertido en un matorralillo verde y aromático.

Cada tarde, corto un pimpollo de yerbabuena moruna, o de menta, como prefieran llamarla, y poco a poco van saliendo ramitas nuevas a las que tengo que ir dando descanso. Casi todos los días le envío un silencioso mensaje de agradecimiento a mi amigo. No siempre, tampoco voy a exagerar. Pero ayer ví entre esas nuevas plantas que germinan unas hojas distintas que al pronto, confundí con el cilantro vecino. No me extrañó demasiado porque el agua del riego podría haber desplazado una semilla hasta ese rincón. No obstante pensé que era mejor que cada familia respetara a la otra y decidí arrancar a la intrusa. Retiré mi mano con rapidez, aunque ya la había arrancado. Era una pequeña ortiga que me dejó un escozor en los dedos. ¿Quién había invitado a mi jardinera a tal visitante? Nadie. El aire es de todos y una semilla, a la que nadie había sembrado, que nadie había cuidado, que se había ganado su sitio con su propio esfuerzo, o al menos había confiado en el azar para alcanzar a vivir una breve aventura, me había saludado de la única manera que sabe hacerlo. Evidentemente no podía enfadarme y me niego a llamarla yerba mala.

Ese día no olvidé enviarle mi mensaje agradecido al amigo, en el silencio del afecto. Por cierto. En estos años, su antigua y feucha parcela ha sido rodeada de chalets e hileras de viviendas adosadas y lo que fue sólo una pequeña propiedad de hobby agrícola, es hoy un codiciado solar que vale mucho dinero. Me dice que ya no tiene edad ni ganas de convertirlo en plata contante y sonante. Sigue sembrando allí sus zanahorias y sus rabanitos, sus pocas patatas y recogiendo sus limones. Cuanto más tiempo pase, más valdrá su solar. Y los terrones que pensaba dejar en herencia a sus hijos se habrán convertido en euros brillantes y abundosos. Y yo que me alegro.

miércoles, 12 de marzo de 2008

Ambulantes

Tiene una hora mágica el mercadillo. Y es cuando entre el frío de la mañana y las brumas del sueño reciente, esta buena gente se enfrenta al reto de un nuevo día con un ánimo tan pimpante que me desconcierta. Dicen de este mercadillo que es el más grande de Andalucía. Eso mismo se dirá de otros cuantos, seguro. Pero lo cierto es que algunas furgonetas, furgonas o flagonetas llegan al atardecer la noche antes y toman su sitio, convirtiendo en campamento fugaz la ancha explanada. Es posible que enciendan su pequeña candela, que desplieguen la mesa de tubos, unas sillas de plástico y algún otro menaje de quitar y poner. Cenan un bocadillo, acompañado de cerveza y hasta es posible que recen alguna oración. Muchos son evangélicos y a su manera, mezclando ritos y creencias, viven su religiosidad con salmos de la Biblia, algún cante flamenquito y viendo como una chiquilla de pocos años se arranca con arte, marcando unos pasos de baile que lleva viendo desde siempre, sobre sus zapatillos de ultrarrebaja.

Pero repito que la hora mágica es por la mañana. Unos vienen con ochenta, cien kilómetros o más en el cuerpo, despierto el conductor y dormitando los otros dos o tres ocupantes. Otros son de más cerca, pero también madrugan. Tomando un sitio que procuran sea el mismo de la otra vez, de siempre, para no despistar a los habituales compradores y ya se les acaba la prisa. Montan sus hierros cuidadosamente, con guantes de trabajo casi todos, extienden su toldos, que a media mañana empieza a apretar el sol, despliegan sus persianas/mostrador, desembalan la mercancía sin acelerones, se hacen comentarios de unos a otros, se dan bromas, se preguntan por la salud o por lo que se vio anoche en la tele, son poco rivales en su negocio. El de las telas no le hace sombra al del calzado, el de la ropa interior no cree que el de los vaqueros le vaya a disminuir la clientela, el de la cerámica barata no tiene celos del de los frutos secos, las gominolas y las yerbas curativas.

Me gusta pasear un poco entre ellos, pero sin que aprecien lo más mínimo que los mirase como a monos en su jaula. En mi actitud procuro que se me note el respeto hacia ellos. Camino despacio y me paro a desanudar y anudarme de nuevo el cordón de uno de mis zapatos para escuchar mejor un retazo de su conversación. Tratan sobre todo lo divino y lo humano. De la oración de la tarde en el local comercial que han convertido en ermita, o de los goles de un equipo. De la operación de un familiar, de la juerga de un bautizo. Tal vez del accidente que vieron al pasar por tal sitio de la carretera.

Siguen sin prisas. Saben que “las marías” aún están dejando a los niños en el colegio, que luego desayunan y fuman el cigarrito en el bar, incluso que hacen la compra en el súper, antes de acercarse a su gran almacén desparramado por la enorme explanada de la feria, donde ya los puestos de fruta dan dos kilos de tomate por lo que cuesta uno en el supermercado. Las coliflores más próximas al exterior de la mesa están muy frescas, pero no te venden una sino dos, y la otra ya va para mustia. Contestan con una broma para evitar la discusión, pero si la compradora es clienta asidua y se pone pesada, terminan llegando a un acuerdo. Tirar un tanto de la cuerda y ceder luego un poco o hasta una mitad, y ambos, vendedor y comprador, tan conformes. El que vende relojes, prismáticos, llaveros y monederos no te garantiza que la pila vaya a durar mucho, ni que no atrase o adelante un poquito la máquina, o que uno de los botones, el del cronómetro, falle un poco. Pero es que son cinco ‘ebros' y en una relojería valen catorce. La plata es por fuera nada más, un baño, cómo va a valer esa pulsera esclava doce ‘leuros’, si fuera maciza. Vamos niña, las de marca a seis ‘erus’. Son las mismas camisetas que las que valen a cuatro pero con logotipo prestigioso. Saben que la poli no va a venir cada mañana a denunciarlos y confiscarles por falsificación. Eso pasa cuando pasa y las criaturas están cumpliendo con su trabajo. Es como una enfermedad, y al que le toca, le toca. Qué remedio.

Así va discurriendo la mañana, todos los bolsos a cinco, una mesa con todo a uno, desde una sudadera para niño hasta una falda vaquera, que vaya usted a saber qué defecto tiene. Pasa el de los refrescos, se piden cambio de un puesto a otro, se quejan de que el día ha sido malo, eso siempre, y cuando ya “las marías” han vuelto para la puerta del colegio a recoger a los retoños, ellos pausadamente, apilan otra vez su mercancía, cargan el vehículo y toman rumbo de nuevo a sus orígenes. La suerte os acompañe.

lunes, 10 de marzo de 2008

Recados

Pues hace ya años que la conozco. Quiero decir que me la cruzaba en la calle, pero en una época en que no reparaba –ni me sobraba un poco el tiempo como ahora, todo hay que decirlo- mucho en su presencia. Andaba yo más que equivocado. Me explicaré. Es bajita, sin exageración, pero tiene la costumbre de caminar encorvada, lo que la hace parecer aún de menos estatura. Mantiene la cabeza inclinada hacia un hombro, lo que deforma todavía más su figura. Cuando mira a alguien, guiña, es decir mantiene cerrado el ojo que queda más bajo, por lo que su cara realiza una mueca poco agradable. Y su gesto completo resulta como de rechazo hacia los demás. Comprensible y ahora veremos por qué. Viste siempre de negro, por lo que da la impresión de usar siempre la misma ropa. Me dijeron su edad, que no es tanta, pero ella aparenta casi setenta. Cuando el cielo aparece nublado, agarra su paraguas por muy claro que esté que no amenaza lluvia. He escrito ‘agarra’ porque no lo lleva asido por el mango, sino que lo sujeta por la mitad aproximada del cuerpo del paraguas, lo que también le da aire como de que lo enarbola.

Y siempre va de prisa. Camina como una codorniz entre los trigos cuando el cazador traicionero hace silbar su señuelo y se encamina a su fatal destino. Pero Juliana va de prisa porque no para de hacer recados. ‘Anda, Juliana, toma estos cinco euros, ve al súper y tráeme una garrafa de agua, un kilo de garbanzos y una lechuga que esté fresquita’. Juliana apura su paso para entretenerse lo menos posible y a la vuelta, ya cargada, sabe que le caerá una propinilla por el recado. ‘Ve a por dos cafés, Juliana. Y trae media de mantequilla y otra media de aceite’. Si tiene suerte, alguien la invitará a un café, poquito, con mucha leche, en el bar y las dos muchachas de la copistería le darán también su propina. No se le pueden encargar muchas cosas, ni muy complicadas porque su memoria, o su inteligencia nunca han sido su fuerte.

El otro día coincidí con ella mientras apuraba su leche manchada en una silla, aunque siempre con su especie de prisa. Rezongaba, ¿sabéis contra quién? Contra el servicio público de salud. Lo de la receta electrónica, la cita telefónica y los asuntos de internet, la han privado de uno de sus mejores ingresos de los últimos tiempos. O al menos se los han disminuido. Porque en eso tenía tarifa fija. Iba con el encargo de algún cliente, casi siempre clienta, y cobraba un euro por sacar número para visita médica. Llegaba a recorrer tres y hasta cuatro veces en el día el camino del centro de salud, con su casi trotecillo de Platero, y recaudaba un minisobresueldo que le venía de perilla. Parece que este negociado anda ahora en declive.

Pero decía que coincidí con ella. Dos o tres abueletes bromeaban tirándole pullas inocentes y ella decía sólo ‘Dejadme en paz, que yo no me meto con nadie’. Yo, un forastero casi, un desconocido al menos, no me sentía quién para intervenir en algo que tampoco tenía mayor importancia, aunque me sentía incómodo. Pero se acercó a traerle el servicio al Rubio y para borrar mi mala conciencia, le dije, ‘Déjalo, Juliana, yo te invito’. ‘No, me responde el barman, si ya lo tiene pagado’. ‘Bueno, pues el de mañana’, contrarreplico. ‘Muchas gracias, déjjelo’. No, no he cometido un error ortográfico. Es que su jota me indicaba que su pronunciación no es de por aquí. Insisto y me dice ‘Bueno, pues muchas gracias. Pero no se preocupe, que yo tengo mi paguita y en la botella no me faltan las moneíllas’.

Se marchó. Indagué como quien no quiere la cosa y algo más sé de ella. No vive sola, sino con su hermano, un antiguo yonqui que anda en lo de la metadona. Ambos percibirán su pequeña, muy pequeña me imagino, paga y a eso, Juliana le arrima sus céntimos o sus euritos de sus idas y venidas. Su botella, me cuentan, es un bote de esos de cristal con tapadera, donde alberga su raquítica fortuna. A tal capital, tal caja fuerte. De ello comen, supongo que no gran cosa, y pagan su butano, su agua y su luz. Supe que la casita donde viven es propiedad de ambos, herencia de sus padres y entre sus recados, sus ratitos de tele, sus tareas de ama de casa y su dormir de alma tranquila, me imagino que Juliana –que ya habrán supuesto que no se llama Juliana- es feliz a su manera. También me imagino que lleva en su mochila su buena ración de sufrimientos acumulados. Tal vez por eso, camina encorvada.

domingo, 9 de marzo de 2008

Esperanza

Dicen los viejos que este país necesita
palo largo y mano dura
para evitar lo peor.

Pero yo sólo he visto gente
que sufre y calla,
dolor y (desgraciadamente, añado) miedo.

Me permito pisar un terreno en el que me siento ajeno, que no aprecio, ni estoy cómodo en su camino, ni me gusta su horizonte. Pero no siempre se puede cantar el fugaz vuelo de la alondra o el reflejo del esplendor en la yerba.

Es día de enfrentarse a lo imperativo, a lo necesario, pero no me es agradable. He depositado más de una vez mi sobre vacío como muestra de desencanto o de reproche. Pasé más de media vida soñando poder ejercitar un derecho y llevo casi otra media instalado en la desilusión o el desencanto. Tal vez fueron demasiadas mis esperanzas y en exceso decepcionantes las realidades.

Hace cuatro años acudí también a la llamada mientras de la cartelería se desprendían goterones de sangre y de duelo. Tanta gente inocente masacrada en aras de una feroz intolerancia y del fanatismo. Sonaban musiquillas alegres de teléfonos móviles dentro de bolsas de plástico en la que dormían cadáveres que no podían descolgarlos. Padres, hermanos, novias, hijos y amigos que sólo escuchaban el interminable zumbido del desconsuelo.

Hoy de nuevo se abren las urnas bajo el tañido de las campanas, que lloran la muerte de un hombre bueno.

Cuando Jarcha entonaba su copla, hace más de treinta años, tras esa media vida sin poder conseguir que mi voz se oyese, pensaba que era obligatorio encerrar mi grito en un sobre donde se oyeran mis anhelos.

Ahora otra vez lo hago para pedir libertad, y paz, y convivencia sin ira. Guardemos también nuestro miedo y saquemos del último rincón del alma un grito de que todo puede ir mejor. Gritemos porque haya libertad sin ira, sin odio, con entendimiento entre esa mayoría que se aglutina bajo dos siglas rivales, pero que no tienen por qué ser enemigas. Que coinciden en lo esencial, que buscan una España hermosa, fraternal y en paz. Sin muerte ni sangre derramada.

martes, 4 de marzo de 2008

Espadañas

Pues lo prometido es deuda. El comienzo de la mañana del domingo fue hermoso. Tengo casi a tiro de piedra un pequeño humedal, que ni siquiera me confirman que esté protegido. No es más que un arroyo de tantos como hay en los alrededores de algunos pueblos y, en lo que puedo recorrerlo, a él se asoman dos o tres tubos que me dan algo de dentera, aunque no corren habitualmente. Quiero pensar que serán de agua pluviales, pues no observo en sus proximidades ese color negro pardusco que le hace a uno pensar en lo peor. Los idus de marzo, de los que debió cuidarse Julio César y no lo hizo de forma suficiente, han desplegado en su redor un pequeño paraíso.

Incluso para llegar allí, los prunos –que tal vez sean los mismos manzanos del Japón, que los apoda doña Isolde- se visten de nazareno en algunos jardincillos privados, rebosando de sus flores lilas o violetas. Tras una cerca donde la vegetación crece feroz, hay uno con muy pocas flores y como frutos de desidia, cuelgan de él las vainas de varios años. Le encuentro su romanticismo a estos rincones desolados, donde la mala hierba supera a las piedras, incluso trepa por paredes, en desconchones y tejados, porque quién sabe qué momentos de cuidado recuerdan en su nostalgia verde. Tal vez su historia sea solo la de la dejadez o el olvido, pero prefiero pensar en cuando bajo su fronda se besaron dos enamorados, o dos ancianos pasaron juntos al sol los largos ratos de su soledad en compañía.

Junto al arroyo donde me encamino están florecidas las plantas que un día serán ásperos yerbajos desapacibles, pero son hoy una explosión de vida. Pespuntean con sus flores y su verde restallante el discurrir de la pequeña corriente. Cómo añora uno tener la delicadeza de Juan Ramón o la melancólica mirada de don Antonio, el bueno de Juan de Mairena, para sacar del alma todas las sensaciones que el espectáculo provoca y saberlo plasmar en palabras que supieran transmitirlo en plenitud. Tengo que conformarme con dejar anotado en este modesto cuaderno digital que en una pequeña hondonada, no mayor que la sombra de varios olivos, se produce un remanso, una mínima laguna a cuya orilla las espadañas alzan las puntas de sus verdes espadas tan brillantes. Pájaros limícolas, cuyos nombres desconozco, tal vez cogujadas o chorlitos, caminan como pequeños frailes presurosos por las orillas, afanados en encontrar algo que llevar a su buchecillo voraz.

Sí reconozco a unos orgullosos verdones, tal vez un ornitólogo me recriminara el vulgarismo, que siempre se posan en lo más alto de cualquier arbusto y desde allí lanzan su agudo grito de dueños por un momento del territorio del que se sienten fugaces señores. Para consolarme de mi ignorancia, una abubilla, tan fácil de reconocer, planea un momento y toma tierra confiada en un pequeño claro próximo a mí, quizás porque yo estaba inmóvil mirando y admirando tantas cosas sencillas y hermosas. Casi ni respiro para que no se marche demasiado pronto. Ha encontrado algo y lo intenta alzar con la fina curva de su pico. No sé si es algún insecto o simplemente algo que le excita su curiosidad, pero lo golpetea una y otra vez sin conseguir agarrarlo. Su pico y su cresta forman una mínima ballesta que mueve arriba y abajo con denodado esfuerzo. Al fin lo levanta y bien porque se considera triunfadora o por haber percibido cualquier peligro, levanta el vuelo y me regala un instante la donosura de su silueta recortada sobre un azul del que me faltan adjetivos para ensalzar.

Hay que regresar. Alguna obligación me espera, llevo en mi zurrón la prensa que hoy repetirá sus cantinelas monocordes, sus colorines atractivos de publicidad porque es domingo y con unos pocos pasos vuelvo a la civilización que significan los coches aparcados, los caminantes mañaneros, el olor a café al pasar por la puerta de los bares, el charloteo de la gente que disfruta de su descanso dominical, pero guardaré en mi memoria ese momento de identificación con el medio, en que me sentí yerba entre las plantas y avecilla entre mis hermanas. La felicidad se nos expende así, en dosis muy pequeñas y hay que saberlas distinguir para guardarlas en el alma y acudir a ella en los desánimos y en las sombras.


domingo, 2 de marzo de 2008

Primavera

¿Han sentido alguna vez la sensación de muerte inminente? No tanto como las percepciones extrasensoriales del pasillo, de la luz blanca al fondo, que se narran en las situaciones de ‘muerte regresada’, llamémosla así. Esto suele ocurrir en períodos tras un coma profundo pero hablo de la situación vital, plenamente consciente de que se vive un momento de extremo peligro de muerte, en que se comprende que si persiste la circunstancia en que uno se encuentra, no hay otro desenlace posible que el abandono de la vida.

Pienso en quienes están dentro de los hierros retorcidos en un accidente de tráfico grave y sabe que padece traumatismos o heridas por las que se escapa el halo vital. O quien sufre impedimento para abandonar unas condiciones en las que se ve avanzar a la muerte, en que se mide, como con un reloj, cómo se escurre poco a poco la vida y solo se divisa como horizonte posible, la total desaparición.

Estos momentos de primavera precoz, en que los botones de los naranjos amargos van pasando del verde al blanco, que mañana van a ser brotes abiertos de azahar, de purísima blancura y de perfume embriagante, me traen a la memoria, de forma inevitable un momento en que pensé que este Giraldo de agua dulce se iba a diluir en la muerte roja y mineral de las aguas implacables e inertes del Tinto. No tienen mayor importancia las circunstancias de aquel momento, pero en la soledad de una vivienda en un pueblo pequeño, me desperté una madrugada a golpes de corazón desbocado, sumido en la oscuridad de un pozo profundo dentro del cual no había más que el abismo infinito.

Qué inmenso es el instinto de conservación de los seres vivos. Desde el insecto que se hace el muerto para no ser visto, para evitar ser cazado, hasta la planta que busca el alimento en un ladrillo húmedo. Hora es de decirlo, yo me estaba intoxicando de monóxido de carbono. En una habitación húmeda había dejado un potente brasero toda la tarde. Aunque tuve la precaución (!) de sacarlo fuera, a baja altura se había depositado una capa del gas mortal, como la famosa "Cueva del Perro". Cuando me tendí en la cama me sumergí en ese invisible lago venenoso. Entonces no lo sabía, claro. Pero por suerte, tuve la clarividencia de pensar que si seguía donde estaba, me encontrarían cadáver por la mañana. Tenía que salir a la calle a pedir socorro. Esto me salvó. Aunque caí un par de veces antes de llegar a la puerta, sabía que tenía que buscar auxilio, recabar ayuda a alguien que pasara por allí.

Trabajosamente alcancé el aire libre cuando ya dos placas de hierro invisible aplastaban mi cerebro. Me senté en el suelo, a pesar del frío y esperé que pasara alguna persona, un guardia, un trasnochador, no sé. Un pueblo pequeño, la una y media o las dos de la mañana. Sólo recuerdo que una voz, en el ‘loro’ que me acompañaba encendido casi toda la noche, contaba que la primavera ya se dejaba sentir, que se adivinaba en los brotes tiernos de las hojas, en el calor de los mediodías, en el alargamiento progresivo de los atardeceres. Hubiera llorado de haberme quedado fuerzas para ello. Pero sólo pensaba en que estaba diciendo adiós a esa infinidad de cosas que iban a desaparecer para siempre.

Poco a poco el oxígeno del aire fue haciendo su efecto. Sentí frío y noté que el corazón ya no galopaba tan desbocado, que mi cabeza se iba librando de los aceros inexistentes que la comprimían. Entré un momento a por un chaquetón y una bufanda y volví a sentarme en el umbral, sintiendo aún que necesitaba que alguien me ayudara.

Me despertaron unos toques en el hombro. ‘Se va usted a morir ahí de frío. Venga, métase para dentro. A dormir, que mañana será otro día’. El panadero pensaba que había bebido más de la cuenta. Cuando le dije que me encontraba mal, todavía lo seguía pensando. Incluso cuando le dije que me parecía haber tenido un ‘ataque al corazón’. Viéndome tan serio, me invitó a acompañarle a la panadería y que esperase allí a la mañana para ir al médico. No volví a dormirme y tras unas horas vi amanecer sentado, desde el interior de aquella humilde tahona. Regresé a mi casa, para lavarme e ir a trabajar. Me sentía totalmente curado.

Rara es la primavera en que el estallido de vida que me rodea, no me trae aquel cercano recuerdo de una muerte que aún no estaba escrita.