martes, 27 de abril de 2010

Monomando

Es un capullo integral y se lo tengo dicho mil veces. Pero los tiene tan bien puestos como el caballo de Espartero.

Empecemos por el principio. Es un hombre joven, en la proximidad de los cuarenta. Los supera por arriba. Por un compromiso genético, pienso, que no aseguro, arrastra una enfermedad circulatoria seria. No sé cuánto tiempo hace que tuvieron que amputarle el brazo izquierdo. Siendo zurdo desde siempre, desde que nació y no le contrariaron su naturaleza, como debe ser. Ignoro en qué trabajaba antes del suceso. Seguramente podía haberse convertido en uno de tantos jubilados jóvenes que no saben qué hacer con su tiempo. Arrastrando sus horas y su derrota por hogares de pensionistas o algún otro sitio poco recomendable. Y tampoco sé cómo se hizo con el puesto de trabajo que desempeña.Ni me interesa. Eligió ser útil a sí mismo y los demás. Por ello lo conocí tras la barra de un bar en uno de esos espacios que están bajo tutela administrativa. Piensen en una casa de cultura o la cantina de un instituto, qué más da.

Aún le cuesta hacer según qué cosas con la mano torpe, la única que le queda. Pero sirve cafés, tostadas, refrescos, chucherías, se mueve incansable durante mucha horas al día. Hasta tiene un artilugio de lo más artesanal que le permite tirar cañas de cerveza, sirviéndose de un pedal. Y sobre todo, sobre todo, con un sentido del humor sorprendente. Mi broma favorita es decirle “…lo que te pasa es que tienes mu poca mano izquierda…”

Pueden creerlo o no, pero cocina. No sé cómo lo hace porque la cocinilla queda oculta detrás y nunca lo he visto en plena faena, pero sé que pone unos montaditos y no tiene a nadie que los haga por él. Bueno está el Quini que le corta todo el pan por la mitad cuando llega. Pero del Quini ya les hablaré otro día.

Y no solo cocina, sino que se permite darme recetas de cocina. Suelo desayunar en mi casa por aquello de endulzar con miel, tomar fruta y detalles así, pero esto tampoco importa demasiado. Lo cierto es que una mañana, atraído por el aspecto de unos vasitos que tiene en la vitrina con mantequilla –margarina, por supuesto- foiegras y manteca colorá, no tuve más remedio que sucumbir a la tentación. Medio mollete de abajo con la manteca, más bien anaranjada que roja, que es una tentación a la vista. En el fondo de cada vasito se trasluce una zurrapa que incita a la gula. No la de pecado capital, si es que existen todavía los pecados capitales que se llaman mortales. La saboreé con esmero y me sorprendió al comprobar que era una manteca colorá laigt, si es que me permiten el contrasentido. No tuve más remedio que interesarme por la fórmula, que espero repetir sin grandes errores. Un poquito de ajo molido, de bote supongo, un puñadito de orégano, un poco de vinagre para darle chispa, otro poco de agua, pimentón dulce y una pizca del picante y manteca blanca normal y corriente. Todo mezclado en un cazo al fuego suave y removido y antes de que solidifique, verterla con cuidado sobre los dichos vasitos.

Una mañana había por allí cerca una de esas reuniones multitudinarias a primera hora y cuando terminó, una manada de lobos y lobas hambrientos se lanzó sobre su barra, normalmente desahogada que él atiende con presteza pero sin prisas. En la contracción de su gesto comprendí que aquello no era lo suyo. Que él trabaja pero no entra en sus cálculos deslomarse ante una avalancha. Como el Quini debía estar en su petanca o en otros menesteres de idéntico fundamento, mi amigo era un garicúper solo ante tanto peligro. Así que le dije que se ocupara de los cafés que yo me hacía cargo de la tostadora. En poco tiempo –esto es relativo porque había quien protestaba como si tuviera mucha prisa- despachamos a las veinte o treinta personas que iban sentándose la mar de contentas a darle a la mandíbula. El comercio y el bebercio, dos de las grandes fuerzas que mueven al mundo. La otra también es muy conocida, pero no es el momento de detallarla. Él sí se dio cuenta de que yo había tenido que utilizar algunos platos ya usados pero ‘casi’ limpios, porque la vajilla no es demasiado abundosa.

Al día siguiente, casi no me había terminado de servir el café cuando me dijo “saca el monedero, a ver si te vas a creer que porque ayer preparaste un par de tostadas, aquí se toma el café gratis”. Su media sonrisa maliciosa y su tono de chufla de tantas veces era su forma de darme las gracias.

lunes, 19 de abril de 2010

Verbalísima

La conocí cuando era un ángel pinturero que casi estaba empezando a caminar. Ya sabemos que los ángeles no tienen sexo. En todo caso no es este el sitio de discutirlo. Luego supe de sus fiebres, de sus caídas con o sin herida, de su primer rechazo al colegio –ella, mimada por unos padres algo mayores y dos hermanos talluditos que la tenían como un juguete maravilloso- y luego de su liderazgo en las aulas y en los patios. Sabía del arte de la seducción desde el parvulario y su zalamería verdadera y no fingida conseguía que hasta los árboles y las nubes la obedecieran.

Atravesó luego la edad más complicada, ese complejo de invencibilidad de los adolescentes, en que la perdí un poco de vista. Quizás le costaba algo más saludar por la calle, sobre todo si iba acompañada, o incluso rodeada por dos o más admiradores. Aquel angelote gracioso se convirtió en una gentil mozuela, luego en una flor primorosa, después en una muchacha deslumbrante hasta llegar a lo que nuestros padres –tal vez yo también, en una expresión algo machista- llamaban una mujer de bandera.

El tiempo y la distancia me alejaron de ella. A mi regreso era una madre joven y guapísima, que había formado pareja con un chaval estupendo al que también conocía yo desde niño. La vi con la belleza que irradia la maternidad y me enseñaba a su primer bebé como si me entregara un nombramiento de abuelo de adopción. Luego, cuando la encontraba en cualquier sitio, con la verbosidad divertida que siempre la ha caracterizado, me explicaba todo lo que se le venía a los labios. Desde la enfermedad de su padre, el negocio de su hermano, los inevitables choques con la familia política –horror, qué palabro-, los avances de su niño, su próximo vestido de flamenca o lo que ese día tenía pensado de menú familiar.

Tras un tiempo sin verla, me la crucé estando embarazada de nuevo. No recuerdo bien si tuve que detenerla para que no me detallara excesivos datos de su vida íntima. Encontrarla era como percibir el canto de diez ruiseñores o maravillarse ante una rosaleda florida. Sin embargo yo algo sabía de sus problemas de distintos matices. Los que más tarde o más pronto llaman a todas las puertas y se instalan como huéspedes inevitables. Ella misma me dijo que lloraba en soledad y que había noches sin sueño y amaneceres de tristeza. Pero también me confirmó que se bastaba y se sobraba para arrinconarlos en el sotanillo de la vida y poder mostrar ante los demás solo la faz animosa y desenfadada de su alegría.

Casi me tropiezo hoy con ella al volver una esquina. “¡Don Pedro!”, me grita como si me llamara de una banda a otra de un campo de fútbol. No hay que ser psicólogo, psicoanalista o similar para entender que ese grito era la manifestación de su gozo al verme, trompeteado por su extroversión tan conocida. Casi zarandeándome me estampa dos sonoros besos que han debido oírse en la República Argentina, no en la avenida sino en la nación hermana del Cono Sur. En broma le reprocho que ese tratamiento lo abandoné en el momento de cobrar la primera paguita de jubileta. Naturalmente me tutea como lo ha hecho siempre y enseguida me ametralla con su verborrea, incluso contándome cosas que ya me ha detallado otras veces. “¿No sabes que tengo otro niño? Pero no del Juanito, sino de mi pareja actual”. Le recuerdo que nos saludamos no hace tanto tiempo y que ya le dije lo bien que le sentaba la futura maternidad. Como sé que no hay forma de callarla durante los próximos diez minutos, mientras la escucho me detengo en la contemplación de esta criatura a la que conocí bebé y es ahora una deslumbrante mujer joven.

Un dietista desnortado le achacaría diez kilos por encima de esos pesos estándar, rutinarios y exigentes, pero los sostiene tan perfectamente distribuidos que a una balanza sabia habría que corregirle sus desvaríos. Sus ojos siguen tan azules como los lagos del norte, esos que se hielan la mitad del año. Conserva su piel de niña, blanca y casi translúcida donde garabatean delicadas venillas azules. Su hermosa cabellera de morena clara sé que no necesita mucho para lucir ese rizado que heredó de su padre y que también adorna a sus hermanos. Tose un par de veces y me intercala su disculpa y su promesa de que va a dejar de fumar. La misma que sé que no va a cumplir porque le gusta y aún no le ha hecho daño suficiente. No sé si es que estamos debajo de un naranjo en flor o es que se desprende de ella ese perfume suave y armonioso en el que me siento envuelto.

“Ay, que esos churros os los vais a comer helados”, me dice –hasta ahora tal vez no se ha fijado en mi carga dominguera- mientras se medio aturrulla terminando de contarme la historieta en que anda enredada y se despide de mí con una sonrisa que me hace parpadear como si hubiera encendido un pequeño sol para mí solo y vuelve a estamparme sus besos sonoros en mis mejillas de viejo al que ha hecho feliz todo este rato.