lunes, 3 de mayo de 2010

Podomanía

Me llamó la atención una cuidada pedicura. Unas uñas exquisitamente perfiladas, de un vivísimo color cereza que me cautivaron. Miraba yo para abajo como tantas veces y la entrada de aquellos pies en mi campo visual me impactaron de forma muy agradable. No soy fetichista, espero no serlo, pero unos pies bonitos siempre me han llamado una atención poderosa. Unas sandalias que los manifestaban casi al desnudo los hacían aún más atractivos. El dorso del pie, de un blanco inmaculado –tras el encierro obligatorio en el calzado de invierno- se dibujaba también agradable. Incluso un levísimo juanete no afeaba su contorno. No tuve más remedio que, sin mover la cabeza lo más mínimo, elevar la mirada un poco con lo que pude admirar unos tobillos finos y armoniosos.

La situación prometía al menos un momento de disfrute estético por lo que, ahora sí, con una suave elevación del cuello seguí el contorno de aquellas piernas. Como a los pies, los pantys, los pantalones o la ropa invernal, habían sido protegidas del aire libre y con un ligero aumento del tono, con un color muy poco más tomado, se perfilaban armoniosas y bien dibujadas. Alguna venilla azulada se desdibujaba sin aparato y ello me hizo pensar que no estaba ante una jovencita. No iba a cometer pues un delito menorero si persistía en la contemplación de aquello que no había ido a buscar, sino que agradablemente había venido a hasta mí a la cotidiana fila ante la caja del supermercado.

No tenía prisa. Procuro no tener nunca prisa, lo que me agradecen mis coronarias. Así pues, sabiendo que me quedaban aún unos minutos para descargar mi cesta, me demoré intencionadamente en aquel momento, por ahora solo estético, que se me ofrecía. Una falda, o parte de un vestido, de tejido vaporoso, limitaba exactamente a la altura de las rodillas, mi campo de acción visual. Repito que visual, solo visual. Visual. Una vez más. Al continuar mi recorrido tuve que elevar un poco más el cuello y alcancé a vislumbrar una cintura que me confirmó en mi criterio de que admiraba a una mujer adulta.

Justo cuando en mi excursión exploradora iba a contemplar, la valoración vendría casi de inmediato, la calidad estética del busto y el rostro, cabellera incluida de mi, hasta entonces desconocida mujer próxima, me interrumpió una voz que me sonó familiar:

-Vaya repaso que le estás dando a Nani, jodido.

Pensé que una carcajada oportuna me libraba al menos de momento, del deber de la excusa. Era mi amigo Lucas quien me miraba sonriente mientras me alargaba una mano amistosa. Mientras la estrechaba con fuerza y afecto no pude menos que enjaretar una frase que nos dejara a los tres en buen lugar:

-Claro, tío. Es que no solo elegiste a una mujer hermosa y más joven que nosotros como compañera, sino que encima seguro que la mimas y cuidas con más esmero que a tu adorado jardín.

Y es que mi amigo, soltero hasta una edad superior a lo habitual, vivió un tiempo cerca de mí en una casita recoleta y alegre, a cuya entrada había un jardincillo que él tenía convertido en un primor. Dos o tres palmeras de coco lucían en macetones de cerámica, en un pequeño arriate crecían geranios mixtos, de formas y colores atrevidos y en la ventana colgaban unos tiestos de gitanillas que eran una alegría deslumbrante.

Después de recibir, algo avergonzado, no voy a negarlo, los dos besos que Encarna me estampó en las mejillas, le dije con toda la distancia posible de mi anterior disfrute visual, lo guapa que estaba, lo bien que sabía detener el tiempo en su figura y el gusto con que seguía arreglándose. Le quitó importancia al asunto, sabiendo yo que las mujeres siempre agradecen esos homenajes tan sinceros en mi caso y nos enredamos en los intercambios de saludos, preguntas por conocidos y familiares, salud y enfermedades, que son comunes en estos casos.

Al despedirnos, con el calor propio de una amistad de muchos años, yo no pude menos de sublimar el recuerdo de aquellos breves instantes en que una buena amiga se había convertido para mí en una enigmática aventura que había tenido un final tan cotidiano.

martes, 27 de abril de 2010

Monomando

Es un capullo integral y se lo tengo dicho mil veces. Pero los tiene tan bien puestos como el caballo de Espartero.

Empecemos por el principio. Es un hombre joven, en la proximidad de los cuarenta. Los supera por arriba. Por un compromiso genético, pienso, que no aseguro, arrastra una enfermedad circulatoria seria. No sé cuánto tiempo hace que tuvieron que amputarle el brazo izquierdo. Siendo zurdo desde siempre, desde que nació y no le contrariaron su naturaleza, como debe ser. Ignoro en qué trabajaba antes del suceso. Seguramente podía haberse convertido en uno de tantos jubilados jóvenes que no saben qué hacer con su tiempo. Arrastrando sus horas y su derrota por hogares de pensionistas o algún otro sitio poco recomendable. Y tampoco sé cómo se hizo con el puesto de trabajo que desempeña.Ni me interesa. Eligió ser útil a sí mismo y los demás. Por ello lo conocí tras la barra de un bar en uno de esos espacios que están bajo tutela administrativa. Piensen en una casa de cultura o la cantina de un instituto, qué más da.

Aún le cuesta hacer según qué cosas con la mano torpe, la única que le queda. Pero sirve cafés, tostadas, refrescos, chucherías, se mueve incansable durante mucha horas al día. Hasta tiene un artilugio de lo más artesanal que le permite tirar cañas de cerveza, sirviéndose de un pedal. Y sobre todo, sobre todo, con un sentido del humor sorprendente. Mi broma favorita es decirle “…lo que te pasa es que tienes mu poca mano izquierda…”

Pueden creerlo o no, pero cocina. No sé cómo lo hace porque la cocinilla queda oculta detrás y nunca lo he visto en plena faena, pero sé que pone unos montaditos y no tiene a nadie que los haga por él. Bueno está el Quini que le corta todo el pan por la mitad cuando llega. Pero del Quini ya les hablaré otro día.

Y no solo cocina, sino que se permite darme recetas de cocina. Suelo desayunar en mi casa por aquello de endulzar con miel, tomar fruta y detalles así, pero esto tampoco importa demasiado. Lo cierto es que una mañana, atraído por el aspecto de unos vasitos que tiene en la vitrina con mantequilla –margarina, por supuesto- foiegras y manteca colorá, no tuve más remedio que sucumbir a la tentación. Medio mollete de abajo con la manteca, más bien anaranjada que roja, que es una tentación a la vista. En el fondo de cada vasito se trasluce una zurrapa que incita a la gula. No la de pecado capital, si es que existen todavía los pecados capitales que se llaman mortales. La saboreé con esmero y me sorprendió al comprobar que era una manteca colorá laigt, si es que me permiten el contrasentido. No tuve más remedio que interesarme por la fórmula, que espero repetir sin grandes errores. Un poquito de ajo molido, de bote supongo, un puñadito de orégano, un poco de vinagre para darle chispa, otro poco de agua, pimentón dulce y una pizca del picante y manteca blanca normal y corriente. Todo mezclado en un cazo al fuego suave y removido y antes de que solidifique, verterla con cuidado sobre los dichos vasitos.

Una mañana había por allí cerca una de esas reuniones multitudinarias a primera hora y cuando terminó, una manada de lobos y lobas hambrientos se lanzó sobre su barra, normalmente desahogada que él atiende con presteza pero sin prisas. En la contracción de su gesto comprendí que aquello no era lo suyo. Que él trabaja pero no entra en sus cálculos deslomarse ante una avalancha. Como el Quini debía estar en su petanca o en otros menesteres de idéntico fundamento, mi amigo era un garicúper solo ante tanto peligro. Así que le dije que se ocupara de los cafés que yo me hacía cargo de la tostadora. En poco tiempo –esto es relativo porque había quien protestaba como si tuviera mucha prisa- despachamos a las veinte o treinta personas que iban sentándose la mar de contentas a darle a la mandíbula. El comercio y el bebercio, dos de las grandes fuerzas que mueven al mundo. La otra también es muy conocida, pero no es el momento de detallarla. Él sí se dio cuenta de que yo había tenido que utilizar algunos platos ya usados pero ‘casi’ limpios, porque la vajilla no es demasiado abundosa.

Al día siguiente, casi no me había terminado de servir el café cuando me dijo “saca el monedero, a ver si te vas a creer que porque ayer preparaste un par de tostadas, aquí se toma el café gratis”. Su media sonrisa maliciosa y su tono de chufla de tantas veces era su forma de darme las gracias.

lunes, 19 de abril de 2010

Verbalísima

La conocí cuando era un ángel pinturero que casi estaba empezando a caminar. Ya sabemos que los ángeles no tienen sexo. En todo caso no es este el sitio de discutirlo. Luego supe de sus fiebres, de sus caídas con o sin herida, de su primer rechazo al colegio –ella, mimada por unos padres algo mayores y dos hermanos talluditos que la tenían como un juguete maravilloso- y luego de su liderazgo en las aulas y en los patios. Sabía del arte de la seducción desde el parvulario y su zalamería verdadera y no fingida conseguía que hasta los árboles y las nubes la obedecieran.

Atravesó luego la edad más complicada, ese complejo de invencibilidad de los adolescentes, en que la perdí un poco de vista. Quizás le costaba algo más saludar por la calle, sobre todo si iba acompañada, o incluso rodeada por dos o más admiradores. Aquel angelote gracioso se convirtió en una gentil mozuela, luego en una flor primorosa, después en una muchacha deslumbrante hasta llegar a lo que nuestros padres –tal vez yo también, en una expresión algo machista- llamaban una mujer de bandera.

El tiempo y la distancia me alejaron de ella. A mi regreso era una madre joven y guapísima, que había formado pareja con un chaval estupendo al que también conocía yo desde niño. La vi con la belleza que irradia la maternidad y me enseñaba a su primer bebé como si me entregara un nombramiento de abuelo de adopción. Luego, cuando la encontraba en cualquier sitio, con la verbosidad divertida que siempre la ha caracterizado, me explicaba todo lo que se le venía a los labios. Desde la enfermedad de su padre, el negocio de su hermano, los inevitables choques con la familia política –horror, qué palabro-, los avances de su niño, su próximo vestido de flamenca o lo que ese día tenía pensado de menú familiar.

Tras un tiempo sin verla, me la crucé estando embarazada de nuevo. No recuerdo bien si tuve que detenerla para que no me detallara excesivos datos de su vida íntima. Encontrarla era como percibir el canto de diez ruiseñores o maravillarse ante una rosaleda florida. Sin embargo yo algo sabía de sus problemas de distintos matices. Los que más tarde o más pronto llaman a todas las puertas y se instalan como huéspedes inevitables. Ella misma me dijo que lloraba en soledad y que había noches sin sueño y amaneceres de tristeza. Pero también me confirmó que se bastaba y se sobraba para arrinconarlos en el sotanillo de la vida y poder mostrar ante los demás solo la faz animosa y desenfadada de su alegría.

Casi me tropiezo hoy con ella al volver una esquina. “¡Don Pedro!”, me grita como si me llamara de una banda a otra de un campo de fútbol. No hay que ser psicólogo, psicoanalista o similar para entender que ese grito era la manifestación de su gozo al verme, trompeteado por su extroversión tan conocida. Casi zarandeándome me estampa dos sonoros besos que han debido oírse en la República Argentina, no en la avenida sino en la nación hermana del Cono Sur. En broma le reprocho que ese tratamiento lo abandoné en el momento de cobrar la primera paguita de jubileta. Naturalmente me tutea como lo ha hecho siempre y enseguida me ametralla con su verborrea, incluso contándome cosas que ya me ha detallado otras veces. “¿No sabes que tengo otro niño? Pero no del Juanito, sino de mi pareja actual”. Le recuerdo que nos saludamos no hace tanto tiempo y que ya le dije lo bien que le sentaba la futura maternidad. Como sé que no hay forma de callarla durante los próximos diez minutos, mientras la escucho me detengo en la contemplación de esta criatura a la que conocí bebé y es ahora una deslumbrante mujer joven.

Un dietista desnortado le achacaría diez kilos por encima de esos pesos estándar, rutinarios y exigentes, pero los sostiene tan perfectamente distribuidos que a una balanza sabia habría que corregirle sus desvaríos. Sus ojos siguen tan azules como los lagos del norte, esos que se hielan la mitad del año. Conserva su piel de niña, blanca y casi translúcida donde garabatean delicadas venillas azules. Su hermosa cabellera de morena clara sé que no necesita mucho para lucir ese rizado que heredó de su padre y que también adorna a sus hermanos. Tose un par de veces y me intercala su disculpa y su promesa de que va a dejar de fumar. La misma que sé que no va a cumplir porque le gusta y aún no le ha hecho daño suficiente. No sé si es que estamos debajo de un naranjo en flor o es que se desprende de ella ese perfume suave y armonioso en el que me siento envuelto.

“Ay, que esos churros os los vais a comer helados”, me dice –hasta ahora tal vez no se ha fijado en mi carga dominguera- mientras se medio aturrulla terminando de contarme la historieta en que anda enredada y se despide de mí con una sonrisa que me hace parpadear como si hubiera encendido un pequeño sol para mí solo y vuelve a estamparme sus besos sonoros en mis mejillas de viejo al que ha hecho feliz todo este rato.

martes, 30 de marzo de 2010

Rubia espiga

Es menuda y delicada. Hasta frágil se diría. Su estructura ósea se quedó anclada en la adolescencia para siempre. Hasta yo me atrevería a llevarla en brazos si se quedara dormida junto a mí. Su cabello es como el color de la espiga al final de mayo y un día, riéndose, me dijo que de niña lo tenía casi blanco, de puro rubio.

Solo he visto ojos tan azules, ¿o tan verdes?, tan preciosos, allá en Galicia junto al mar, teñidos de tanto Cantábrico durante milenios. Cuando despliega su sonrisa es como si una bandada de pequeñas palomas muy blancas, arrebujaditas sin moverse, fueran a salir volando de entre sus labios. Sonríe con todo su rostro, tan de niña. Unas arrugas muy dignas le marcan los ojos como una caricia. Unos hoyuelos picarones se reparten por su cara. Sus pómulos ríen también, tersos y tiernos.

Muy de mañana -ahora un rato antes de que el sol se desperece- está con su uniforme vistoso pero que oculta todo lo grácil de su figura. Sus movimientos, aún en el poco lucido trabajo que realiza, están provistos de armonía, como si un repetido paso de ballet estuviera ensayando. No me resisto cada mañana a pararme un momento, a contemplar su silueta de niña-mujer trenzando unos pasos que no por repetidos pierden finura y delicadeza. Su sexto o séptimo sentido, sabe Dios, es como un detector de movimientos, o de inmovilidad, por lo que, dejando en escorzo un movimiento a medio concluir, levanta la cabeza y, todo generosa, me premia con la infinita dulzura de su sonrisa.

Su "¡buenos días!" suena como un cascabelillo que alegra mis mañanas. Además de 'buenos días', yo le contesto casi siempre con algún piropo que procuro no repetir y que vengo ensayando en mi mente desde que descubro su figura ejecutando el gentil baile en que convierte su trabajo. Pero no es una niña. Mientras me acerco, más de una vez he visto en su semblante la huella de quien arrastra una carga superior a la que los demás acarreamos a la espalda.

Un día de estos, próxima la vacación de SSanta, en que me retraso algo más y ya el sol alumbra esplendoroso a todo lo largo la calle orientada al Naciente, está con el rostro serio y su voz suena con la gravedad de quien es responsable de mucho más de lo imaginado. Junto a ella está un chaval, un adolescente de doce o trece años, moreno casi como el cobre, pero con rasgos en sus facciones que me confirman la maternidad de mi rubia amiga. Oigo retazos de palabras, 'comportamiento', 'señorita', notas' y el muchacho asiente con gesto de acatamiento. Nada de ese desplante, esa terquedad con que muchos de su edad se enfrentan a los mayores.

- Ya conoce usted a mi niño- me dice, mientras el chaval se aleja modoso, su mochila a la espalda.

No era necesaria la aclaración, me digo, pero siento el ramalazo de orgullo de madre, el tono de satisfacción con que presume de la buena planta y de, ¿por qué no?, de la educación que el chiquillo ha demostrado con su actitud.

- Una mujer sola lo tiene más complicado que los demás, pero si nació en un momento de mi vida muy difícil, en cuanto llegó al mundo giré media vuelta en redondo, le dije adiós a todo lo que me había llevado hasta allí y a este empeño de criarlo, dedico todos los momentos y todos los esfuerzos de mi vida.

Me dejó pensativo la firmeza, la gallardía, la fuerza que se desprendía de aquella mujer a la que yo hasta entonces había mirado como a una chiquilla hacendosa, como a una muchacha bella y apacible, que me regalaba su sonrisa como un don inmerecido. Ahora cada mañana, cuando me sonríe con su 'buenos días' cantarín, yo sé que estoy ante una dama en el más alto sentido de la palabra, que me merece no solo admiración sino mi mayor respeto.

sábado, 6 de marzo de 2010

Reciclando

Ninguna novedad: la mañana está fría, más aún por la sensación que se acumula con la humedad añadida a una temperatura baja. ‘Hay gente pa tó’, que dijo el califa torero que ha recibido con todo el mérito el calificativo de filósofo. Por eso, ha pasado un joven padre en una bici supercalifragilística, ataviado con todos los adminículos necesarios para desafiar el frío, la lluvia, el hambre y la sed. Lo siguen en otras dos bicicletas no menos completitas, un par de pichoncillos de edad próxima el uno al otro. No me cuesta imaginar a la madre sufriendo la ambivalencia que tantas veces nos asalta. Ay, mis tres chicos en el peligro de la carretera. Ay, qué tranquilidad doméstica para disfrutarla en soledad.

La lluvia se insinúa primero, todavía hay quien pasa con el paraguas cerrado. Luego, las gotas se van acercando a la edad adulta y se hacen más numerosas hasta que por fin empiezan a levantar serias salpicaduras en los charcos. (En mi recuerdo, las mañanas en que no iba al colegio por los catarros y el miedo pavoroso de toda la familia a los “catarros mal curados”, la lluvia se anunciaba así en un charco que se formaba pronto en el patio y que yo, alzándome contra toda recomendación de entre las mantas, contemplaba ensimismado).

Sigo esperando a alguien que se retrasa. Por la calzada, casi carretera, avanza una furgoneta con solo cabina y una modesta carrocería de camioncillo detrás. Lleva un rótulo que me sorprende por su pulcritud. “Reciclados Fulanito. Recuperación de hierros y toda clase de chatarra”. Por la ventanilla del acompañante diviso tres o cuatro cabecitas de pelos alborotados. El que ocupa el puesto más próximo a ella es un mocoso de siete u ocho años, de melenilla decolorada y en cresta con una sonrisa capaz de achantar al mismísimo sol si se atreviera a salir. Llevan un leve jolgorio de risas y voces.

¿Es sábado y acompañan al padre a la recuperación? ¿Es su trabajo habitual incluso en las jornadas lectivas? Quiero pensar que no. Con ese rótulo tan formal… ¿Es explotación infantil que un padre levante tempranito, son ya casi las nueve y media, a sus churumbeles para que le ayuden en su trabajo ecológico? Me atrevo a pensar que no. Me dan más lástima esas pequeñas estrellas que aparecen en algunos programas de televisión con horas de ensayo, repeticiones y grabación.

Está cesando la lluvia a la que una brisa suave se la lleva de paseo un poco más hacia el este. Los árboles derraman sus limpias lágrimas tardías cuando, viendo que mi cita queda frustrada, echo a caminar y me alejo. No puedo dejarme olvidado el paraguas porque me negué a cargar con él.