martes, 30 de marzo de 2010

Rubia espiga

Es menuda y delicada. Hasta frágil se diría. Su estructura ósea se quedó anclada en la adolescencia para siempre. Hasta yo me atrevería a llevarla en brazos si se quedara dormida junto a mí. Su cabello es como el color de la espiga al final de mayo y un día, riéndose, me dijo que de niña lo tenía casi blanco, de puro rubio.

Solo he visto ojos tan azules, ¿o tan verdes?, tan preciosos, allá en Galicia junto al mar, teñidos de tanto Cantábrico durante milenios. Cuando despliega su sonrisa es como si una bandada de pequeñas palomas muy blancas, arrebujaditas sin moverse, fueran a salir volando de entre sus labios. Sonríe con todo su rostro, tan de niña. Unas arrugas muy dignas le marcan los ojos como una caricia. Unos hoyuelos picarones se reparten por su cara. Sus pómulos ríen también, tersos y tiernos.

Muy de mañana -ahora un rato antes de que el sol se desperece- está con su uniforme vistoso pero que oculta todo lo grácil de su figura. Sus movimientos, aún en el poco lucido trabajo que realiza, están provistos de armonía, como si un repetido paso de ballet estuviera ensayando. No me resisto cada mañana a pararme un momento, a contemplar su silueta de niña-mujer trenzando unos pasos que no por repetidos pierden finura y delicadeza. Su sexto o séptimo sentido, sabe Dios, es como un detector de movimientos, o de inmovilidad, por lo que, dejando en escorzo un movimiento a medio concluir, levanta la cabeza y, todo generosa, me premia con la infinita dulzura de su sonrisa.

Su "¡buenos días!" suena como un cascabelillo que alegra mis mañanas. Además de 'buenos días', yo le contesto casi siempre con algún piropo que procuro no repetir y que vengo ensayando en mi mente desde que descubro su figura ejecutando el gentil baile en que convierte su trabajo. Pero no es una niña. Mientras me acerco, más de una vez he visto en su semblante la huella de quien arrastra una carga superior a la que los demás acarreamos a la espalda.

Un día de estos, próxima la vacación de SSanta, en que me retraso algo más y ya el sol alumbra esplendoroso a todo lo largo la calle orientada al Naciente, está con el rostro serio y su voz suena con la gravedad de quien es responsable de mucho más de lo imaginado. Junto a ella está un chaval, un adolescente de doce o trece años, moreno casi como el cobre, pero con rasgos en sus facciones que me confirman la maternidad de mi rubia amiga. Oigo retazos de palabras, 'comportamiento', 'señorita', notas' y el muchacho asiente con gesto de acatamiento. Nada de ese desplante, esa terquedad con que muchos de su edad se enfrentan a los mayores.

- Ya conoce usted a mi niño- me dice, mientras el chaval se aleja modoso, su mochila a la espalda.

No era necesaria la aclaración, me digo, pero siento el ramalazo de orgullo de madre, el tono de satisfacción con que presume de la buena planta y de, ¿por qué no?, de la educación que el chiquillo ha demostrado con su actitud.

- Una mujer sola lo tiene más complicado que los demás, pero si nació en un momento de mi vida muy difícil, en cuanto llegó al mundo giré media vuelta en redondo, le dije adiós a todo lo que me había llevado hasta allí y a este empeño de criarlo, dedico todos los momentos y todos los esfuerzos de mi vida.

Me dejó pensativo la firmeza, la gallardía, la fuerza que se desprendía de aquella mujer a la que yo hasta entonces había mirado como a una chiquilla hacendosa, como a una muchacha bella y apacible, que me regalaba su sonrisa como un don inmerecido. Ahora cada mañana, cuando me sonríe con su 'buenos días' cantarín, yo sé que estoy ante una dama en el más alto sentido de la palabra, que me merece no solo admiración sino mi mayor respeto.

sábado, 6 de marzo de 2010

Reciclando

Ninguna novedad: la mañana está fría, más aún por la sensación que se acumula con la humedad añadida a una temperatura baja. ‘Hay gente pa tó’, que dijo el califa torero que ha recibido con todo el mérito el calificativo de filósofo. Por eso, ha pasado un joven padre en una bici supercalifragilística, ataviado con todos los adminículos necesarios para desafiar el frío, la lluvia, el hambre y la sed. Lo siguen en otras dos bicicletas no menos completitas, un par de pichoncillos de edad próxima el uno al otro. No me cuesta imaginar a la madre sufriendo la ambivalencia que tantas veces nos asalta. Ay, mis tres chicos en el peligro de la carretera. Ay, qué tranquilidad doméstica para disfrutarla en soledad.

La lluvia se insinúa primero, todavía hay quien pasa con el paraguas cerrado. Luego, las gotas se van acercando a la edad adulta y se hacen más numerosas hasta que por fin empiezan a levantar serias salpicaduras en los charcos. (En mi recuerdo, las mañanas en que no iba al colegio por los catarros y el miedo pavoroso de toda la familia a los “catarros mal curados”, la lluvia se anunciaba así en un charco que se formaba pronto en el patio y que yo, alzándome contra toda recomendación de entre las mantas, contemplaba ensimismado).

Sigo esperando a alguien que se retrasa. Por la calzada, casi carretera, avanza una furgoneta con solo cabina y una modesta carrocería de camioncillo detrás. Lleva un rótulo que me sorprende por su pulcritud. “Reciclados Fulanito. Recuperación de hierros y toda clase de chatarra”. Por la ventanilla del acompañante diviso tres o cuatro cabecitas de pelos alborotados. El que ocupa el puesto más próximo a ella es un mocoso de siete u ocho años, de melenilla decolorada y en cresta con una sonrisa capaz de achantar al mismísimo sol si se atreviera a salir. Llevan un leve jolgorio de risas y voces.

¿Es sábado y acompañan al padre a la recuperación? ¿Es su trabajo habitual incluso en las jornadas lectivas? Quiero pensar que no. Con ese rótulo tan formal… ¿Es explotación infantil que un padre levante tempranito, son ya casi las nueve y media, a sus churumbeles para que le ayuden en su trabajo ecológico? Me atrevo a pensar que no. Me dan más lástima esas pequeñas estrellas que aparecen en algunos programas de televisión con horas de ensayo, repeticiones y grabación.

Está cesando la lluvia a la que una brisa suave se la lleva de paseo un poco más hacia el este. Los árboles derraman sus limpias lágrimas tardías cuando, viendo que mi cita queda frustrada, echo a caminar y me alejo. No puedo dejarme olvidado el paraguas porque me negué a cargar con él.