miércoles, 26 de marzo de 2008

Arrozales

Cuántas veces pasamos una esquina y no tomamos por esa calle que nos ve pasar un día tras otro. Decidimos una vez doblar esa misma esquina y nos sorprende, ya en la calle ignorada durante tanto tiempo, la sonrisa de un niño asomado a su puerta o un gato encaramado a una tapia que nos mira desde su orgullo felino. En un estante olvidado de la biblioteca puede un libro pasar años y cuando nos decidimos inopinadamente a leerlo, resulta que en él nos esperaban personajes o reflexiones que nos hacen vivir otros mundos o soñar con los ojos abiertos. Qué decir de ese bar cuya puerta nunca cruzamos y por cualquier motivo, entramos un día y nos encontramos con un café delicioso o, lo que es mejor, alguien que te atiende con cortesía y una sonrisa. Es como si el mundo fuera el inmenso pasillo de un hotel con innumerables puertas y nunca sabemos lo que nos podría deparar la fortuna porque elegimos una, pero la felicidad o la ruina podría estar acechando detrás de otras que permanecen cerradas.

Los domingos, los periódicos contienen en su interior un cuadernillo de color salmón, doce o treinta páginas que suelo depositar en el primer contenedor de reciclaje que encuentro. Suelen hablar de economía en términos que considero que no me interesan. Las páginas de bolsa, de empleo, de inmobiliarias no me dicen nada, por lo que prefiero no cargar con un peso inútil. Pero este pasado domingo, no sé por qué llegaron hasta mi casa dentro de las páginas que sí leo, que tampoco son muchas. Bien, puedo utilizarlas como fondo del cubo de basura, pienso. Pero me asalta un titular que hace que no me desprenda de ellas sin leerlas.

Más o menos vienen a decir que la subida del precio del arroz va a golpear duramente en la economía de los más pobres del planeta. Sigo leyendo y me conmueve saber que forma la base casi unívoca de la alimentación de 2.500 millones, sí, dos mil quinientos millones de habitantes de este mundo nuestro que hace tanto tiempo que da vueltas alrededor del sol. Que por ejemplo en China, donde nos van a deslumbrar este verano con el brillo de unos juegos olímpicos donde se derrochará de todo, donde en realidad va a darse culto al becerro de oro, a Zhu Yinian, que a sus más de setenta años sigue trabajando para poder comer, le resulta muy difícil afrontar su alimentación de cada día. ¿Saben cuánto ha subido para él el jin, el medio kilo de arroz que habitualmente compra? Pues un 50%. ¿Saben cuántas pesetas son ese dinero? Se lo digo en pesetas para luego traducirlo a euros: de quince a veinte pesetas. Es decir de 10 a 12 céntimos de euro. Esa monedita brillante y pequeña, más la otra, más pequeña aún, sucia y oscura que tantas veces preferimos olvidar o no nos molestamos en agacharnos para cogerla del suelo.

Ahora los cabeza de huevo que dirigen la economía mundial hablan de tiempos de recesión, hace meses aprendimos qué eran las hipotecas sub-prime, sabemos que nuestros coches utilizan un combustible cada vez más caro y un billete de cincuenta, no digamos uno de veinte, una vez cambiado, se deshace en poco tiempo como un puñado de arena entre los dedos de un niño. Los jóvenes de hoy sonríen cuando les contamos que de pequeños comprábamos una entrada de cine por una peseta –un céntimo y medio de euro- o que un café valía en los años sesenta, tres o cuatro céntimos de euro. En los kioscos vendían cigarrillos sueltos a medio céntimo, el famoso celta sin boquilla, con el que la mitad de mi generación se inició en el fumeque.

Pero todo esto es pura idiotez comparado con el drama del viejo Zhu, que en pleno siglo XXI, ya ha comenzado a tener problemas para poder llevarse a la mesa cada día su triste cuenco de arroz hervido. No me hablen de demagogia. Pero cada vez que ahora se caigan fuera unos pocos granos al ponerlos en la cazuela me acordaré de él, a pesar de no haber visto nunca su rostro.

No hay comentarios: