miércoles, 12 de marzo de 2008

Ambulantes

Tiene una hora mágica el mercadillo. Y es cuando entre el frío de la mañana y las brumas del sueño reciente, esta buena gente se enfrenta al reto de un nuevo día con un ánimo tan pimpante que me desconcierta. Dicen de este mercadillo que es el más grande de Andalucía. Eso mismo se dirá de otros cuantos, seguro. Pero lo cierto es que algunas furgonetas, furgonas o flagonetas llegan al atardecer la noche antes y toman su sitio, convirtiendo en campamento fugaz la ancha explanada. Es posible que enciendan su pequeña candela, que desplieguen la mesa de tubos, unas sillas de plástico y algún otro menaje de quitar y poner. Cenan un bocadillo, acompañado de cerveza y hasta es posible que recen alguna oración. Muchos son evangélicos y a su manera, mezclando ritos y creencias, viven su religiosidad con salmos de la Biblia, algún cante flamenquito y viendo como una chiquilla de pocos años se arranca con arte, marcando unos pasos de baile que lleva viendo desde siempre, sobre sus zapatillos de ultrarrebaja.

Pero repito que la hora mágica es por la mañana. Unos vienen con ochenta, cien kilómetros o más en el cuerpo, despierto el conductor y dormitando los otros dos o tres ocupantes. Otros son de más cerca, pero también madrugan. Tomando un sitio que procuran sea el mismo de la otra vez, de siempre, para no despistar a los habituales compradores y ya se les acaba la prisa. Montan sus hierros cuidadosamente, con guantes de trabajo casi todos, extienden su toldos, que a media mañana empieza a apretar el sol, despliegan sus persianas/mostrador, desembalan la mercancía sin acelerones, se hacen comentarios de unos a otros, se dan bromas, se preguntan por la salud o por lo que se vio anoche en la tele, son poco rivales en su negocio. El de las telas no le hace sombra al del calzado, el de la ropa interior no cree que el de los vaqueros le vaya a disminuir la clientela, el de la cerámica barata no tiene celos del de los frutos secos, las gominolas y las yerbas curativas.

Me gusta pasear un poco entre ellos, pero sin que aprecien lo más mínimo que los mirase como a monos en su jaula. En mi actitud procuro que se me note el respeto hacia ellos. Camino despacio y me paro a desanudar y anudarme de nuevo el cordón de uno de mis zapatos para escuchar mejor un retazo de su conversación. Tratan sobre todo lo divino y lo humano. De la oración de la tarde en el local comercial que han convertido en ermita, o de los goles de un equipo. De la operación de un familiar, de la juerga de un bautizo. Tal vez del accidente que vieron al pasar por tal sitio de la carretera.

Siguen sin prisas. Saben que “las marías” aún están dejando a los niños en el colegio, que luego desayunan y fuman el cigarrito en el bar, incluso que hacen la compra en el súper, antes de acercarse a su gran almacén desparramado por la enorme explanada de la feria, donde ya los puestos de fruta dan dos kilos de tomate por lo que cuesta uno en el supermercado. Las coliflores más próximas al exterior de la mesa están muy frescas, pero no te venden una sino dos, y la otra ya va para mustia. Contestan con una broma para evitar la discusión, pero si la compradora es clienta asidua y se pone pesada, terminan llegando a un acuerdo. Tirar un tanto de la cuerda y ceder luego un poco o hasta una mitad, y ambos, vendedor y comprador, tan conformes. El que vende relojes, prismáticos, llaveros y monederos no te garantiza que la pila vaya a durar mucho, ni que no atrase o adelante un poquito la máquina, o que uno de los botones, el del cronómetro, falle un poco. Pero es que son cinco ‘ebros' y en una relojería valen catorce. La plata es por fuera nada más, un baño, cómo va a valer esa pulsera esclava doce ‘leuros’, si fuera maciza. Vamos niña, las de marca a seis ‘erus’. Son las mismas camisetas que las que valen a cuatro pero con logotipo prestigioso. Saben que la poli no va a venir cada mañana a denunciarlos y confiscarles por falsificación. Eso pasa cuando pasa y las criaturas están cumpliendo con su trabajo. Es como una enfermedad, y al que le toca, le toca. Qué remedio.

Así va discurriendo la mañana, todos los bolsos a cinco, una mesa con todo a uno, desde una sudadera para niño hasta una falda vaquera, que vaya usted a saber qué defecto tiene. Pasa el de los refrescos, se piden cambio de un puesto a otro, se quejan de que el día ha sido malo, eso siempre, y cuando ya “las marías” han vuelto para la puerta del colegio a recoger a los retoños, ellos pausadamente, apilan otra vez su mercancía, cargan el vehículo y toman rumbo de nuevo a sus orígenes. La suerte os acompañe.

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