domingo, 2 de marzo de 2008

Primavera

¿Han sentido alguna vez la sensación de muerte inminente? No tanto como las percepciones extrasensoriales del pasillo, de la luz blanca al fondo, que se narran en las situaciones de ‘muerte regresada’, llamémosla así. Esto suele ocurrir en períodos tras un coma profundo pero hablo de la situación vital, plenamente consciente de que se vive un momento de extremo peligro de muerte, en que se comprende que si persiste la circunstancia en que uno se encuentra, no hay otro desenlace posible que el abandono de la vida.

Pienso en quienes están dentro de los hierros retorcidos en un accidente de tráfico grave y sabe que padece traumatismos o heridas por las que se escapa el halo vital. O quien sufre impedimento para abandonar unas condiciones en las que se ve avanzar a la muerte, en que se mide, como con un reloj, cómo se escurre poco a poco la vida y solo se divisa como horizonte posible, la total desaparición.

Estos momentos de primavera precoz, en que los botones de los naranjos amargos van pasando del verde al blanco, que mañana van a ser brotes abiertos de azahar, de purísima blancura y de perfume embriagante, me traen a la memoria, de forma inevitable un momento en que pensé que este Giraldo de agua dulce se iba a diluir en la muerte roja y mineral de las aguas implacables e inertes del Tinto. No tienen mayor importancia las circunstancias de aquel momento, pero en la soledad de una vivienda en un pueblo pequeño, me desperté una madrugada a golpes de corazón desbocado, sumido en la oscuridad de un pozo profundo dentro del cual no había más que el abismo infinito.

Qué inmenso es el instinto de conservación de los seres vivos. Desde el insecto que se hace el muerto para no ser visto, para evitar ser cazado, hasta la planta que busca el alimento en un ladrillo húmedo. Hora es de decirlo, yo me estaba intoxicando de monóxido de carbono. En una habitación húmeda había dejado un potente brasero toda la tarde. Aunque tuve la precaución (!) de sacarlo fuera, a baja altura se había depositado una capa del gas mortal, como la famosa "Cueva del Perro". Cuando me tendí en la cama me sumergí en ese invisible lago venenoso. Entonces no lo sabía, claro. Pero por suerte, tuve la clarividencia de pensar que si seguía donde estaba, me encontrarían cadáver por la mañana. Tenía que salir a la calle a pedir socorro. Esto me salvó. Aunque caí un par de veces antes de llegar a la puerta, sabía que tenía que buscar auxilio, recabar ayuda a alguien que pasara por allí.

Trabajosamente alcancé el aire libre cuando ya dos placas de hierro invisible aplastaban mi cerebro. Me senté en el suelo, a pesar del frío y esperé que pasara alguna persona, un guardia, un trasnochador, no sé. Un pueblo pequeño, la una y media o las dos de la mañana. Sólo recuerdo que una voz, en el ‘loro’ que me acompañaba encendido casi toda la noche, contaba que la primavera ya se dejaba sentir, que se adivinaba en los brotes tiernos de las hojas, en el calor de los mediodías, en el alargamiento progresivo de los atardeceres. Hubiera llorado de haberme quedado fuerzas para ello. Pero sólo pensaba en que estaba diciendo adiós a esa infinidad de cosas que iban a desaparecer para siempre.

Poco a poco el oxígeno del aire fue haciendo su efecto. Sentí frío y noté que el corazón ya no galopaba tan desbocado, que mi cabeza se iba librando de los aceros inexistentes que la comprimían. Entré un momento a por un chaquetón y una bufanda y volví a sentarme en el umbral, sintiendo aún que necesitaba que alguien me ayudara.

Me despertaron unos toques en el hombro. ‘Se va usted a morir ahí de frío. Venga, métase para dentro. A dormir, que mañana será otro día’. El panadero pensaba que había bebido más de la cuenta. Cuando le dije que me encontraba mal, todavía lo seguía pensando. Incluso cuando le dije que me parecía haber tenido un ‘ataque al corazón’. Viéndome tan serio, me invitó a acompañarle a la panadería y que esperase allí a la mañana para ir al médico. No volví a dormirme y tras unas horas vi amanecer sentado, desde el interior de aquella humilde tahona. Regresé a mi casa, para lavarme e ir a trabajar. Me sentía totalmente curado.

Rara es la primavera en que el estallido de vida que me rodea, no me trae aquel cercano recuerdo de una muerte que aún no estaba escrita.

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