martes, 4 de marzo de 2008

Espadañas

Pues lo prometido es deuda. El comienzo de la mañana del domingo fue hermoso. Tengo casi a tiro de piedra un pequeño humedal, que ni siquiera me confirman que esté protegido. No es más que un arroyo de tantos como hay en los alrededores de algunos pueblos y, en lo que puedo recorrerlo, a él se asoman dos o tres tubos que me dan algo de dentera, aunque no corren habitualmente. Quiero pensar que serán de agua pluviales, pues no observo en sus proximidades ese color negro pardusco que le hace a uno pensar en lo peor. Los idus de marzo, de los que debió cuidarse Julio César y no lo hizo de forma suficiente, han desplegado en su redor un pequeño paraíso.

Incluso para llegar allí, los prunos –que tal vez sean los mismos manzanos del Japón, que los apoda doña Isolde- se visten de nazareno en algunos jardincillos privados, rebosando de sus flores lilas o violetas. Tras una cerca donde la vegetación crece feroz, hay uno con muy pocas flores y como frutos de desidia, cuelgan de él las vainas de varios años. Le encuentro su romanticismo a estos rincones desolados, donde la mala hierba supera a las piedras, incluso trepa por paredes, en desconchones y tejados, porque quién sabe qué momentos de cuidado recuerdan en su nostalgia verde. Tal vez su historia sea solo la de la dejadez o el olvido, pero prefiero pensar en cuando bajo su fronda se besaron dos enamorados, o dos ancianos pasaron juntos al sol los largos ratos de su soledad en compañía.

Junto al arroyo donde me encamino están florecidas las plantas que un día serán ásperos yerbajos desapacibles, pero son hoy una explosión de vida. Pespuntean con sus flores y su verde restallante el discurrir de la pequeña corriente. Cómo añora uno tener la delicadeza de Juan Ramón o la melancólica mirada de don Antonio, el bueno de Juan de Mairena, para sacar del alma todas las sensaciones que el espectáculo provoca y saberlo plasmar en palabras que supieran transmitirlo en plenitud. Tengo que conformarme con dejar anotado en este modesto cuaderno digital que en una pequeña hondonada, no mayor que la sombra de varios olivos, se produce un remanso, una mínima laguna a cuya orilla las espadañas alzan las puntas de sus verdes espadas tan brillantes. Pájaros limícolas, cuyos nombres desconozco, tal vez cogujadas o chorlitos, caminan como pequeños frailes presurosos por las orillas, afanados en encontrar algo que llevar a su buchecillo voraz.

Sí reconozco a unos orgullosos verdones, tal vez un ornitólogo me recriminara el vulgarismo, que siempre se posan en lo más alto de cualquier arbusto y desde allí lanzan su agudo grito de dueños por un momento del territorio del que se sienten fugaces señores. Para consolarme de mi ignorancia, una abubilla, tan fácil de reconocer, planea un momento y toma tierra confiada en un pequeño claro próximo a mí, quizás porque yo estaba inmóvil mirando y admirando tantas cosas sencillas y hermosas. Casi ni respiro para que no se marche demasiado pronto. Ha encontrado algo y lo intenta alzar con la fina curva de su pico. No sé si es algún insecto o simplemente algo que le excita su curiosidad, pero lo golpetea una y otra vez sin conseguir agarrarlo. Su pico y su cresta forman una mínima ballesta que mueve arriba y abajo con denodado esfuerzo. Al fin lo levanta y bien porque se considera triunfadora o por haber percibido cualquier peligro, levanta el vuelo y me regala un instante la donosura de su silueta recortada sobre un azul del que me faltan adjetivos para ensalzar.

Hay que regresar. Alguna obligación me espera, llevo en mi zurrón la prensa que hoy repetirá sus cantinelas monocordes, sus colorines atractivos de publicidad porque es domingo y con unos pocos pasos vuelvo a la civilización que significan los coches aparcados, los caminantes mañaneros, el olor a café al pasar por la puerta de los bares, el charloteo de la gente que disfruta de su descanso dominical, pero guardaré en mi memoria ese momento de identificación con el medio, en que me sentí yerba entre las plantas y avecilla entre mis hermanas. La felicidad se nos expende así, en dosis muy pequeñas y hay que saberlas distinguir para guardarlas en el alma y acudir a ella en los desánimos y en las sombras.


No hay comentarios: