viernes, 21 de marzo de 2008

Tormenta

Gracias a Juan Ramón, ¿hace falta que escriba su apellido?, le perdí el miedo a la noche. Junto a su Platero tierno y mimoso, él recorría los caminos de su Moguer y si se hacía de noche, la disfrutaban juntos. JR le explicaba cosas del campo al ingenuo burrillo, observaba cómo se rompía la Luna cuando el animal bebía en el agua que la reflejaba. Aspiraban los perfumes de la noche mientras juntos se intercambiaban sentimientos y compañía.

Justo el mismo cura que nos dictaba cada día un trozo de un capítulo, ’Juegos de anochecer’, ‘El niño y el agua’, y luego nos completaba la lectura del mismo, nos escogió a un grupo para representar una pequeña obra de teatro en la víspera, la vigilia, de la Inmaculada. Nunca olvidaré aquellas noches de finales de noviembre y de diciembre recién nacido, cuando permanecíamos media hora, una hora, leyendo y ensayando el teatrillo. Luego, respetando el silencio y el sueño de otros compañeros, subíamos al dormitorio común, pero antes nos dejaba disfrutar unos momentos del frío y la serenidad de la noche, aprender el nombre de alguna estrella o escuchar el rumor lejano de la ciudad que se iba apagando.

Algún año más tarde, pero esta vez por iniciativa propia, sin tutela ajena que me iniciara, le fui perdiendo el miedo a la tormenta. Ambas cosas, la noche y la tormenta, eran en mi niñez dos monstruos temerosos que me inquietaban y sobrecogían. En invierno solían coincidir y como consecuencia se producían apagones de luz. En aquella España de posguerra, más depauperada que pobre, la electricidad era un bien precario. Bastaba que se conjugaran el viento y alguna chispa del cielo para que se fuera la alimentación de las débiles bombillas de entonces. Era posible que hasta el amanecer o quizás después, no retornara. No había alimentos que se pudieran estropear en el frigorífico porque estos no existían. La madre no dejaba de planchar porque la plancha se calentaba en el carbón de la hornilla. No era preciso desenchufar ninguna televisión. Tal vez solo la radio, lujo tardío, enmudecía y no se podía oir el noticiero oficial con sus golpes de corneta militar o algún programa de toros o fútbol. La casa quedaba en penumbras, a la luz de un pequeño candil de aceite al que llamábamos ‘periquillo’, o luego con un quinqué cuya llama había que calibrar para que no consumiera mucho petróleo. Desde el patio llegaban los relumbrones del relámpago y después el trueno asustador.

Primero descubrí el placer de observar el centelleo del relámpago de nube a nube durante el día y contar los segundos que tardaba en llegar el trueno para averiguar la distancia a que se había producido. Luego ya alcancé a valorar su belleza sobre el cielo negro de la noche y disfrutar al ver iluminarse las nubes solo un momento mágico, mientras duraba su resplandor. Poco a poco, comprendí lo hermoso que era, desde las sábanas y el calor de la cama, oir el golpeteo suave o recio de la lluvia, amainando o apretando, quizás solo repitiendo con monotonía su canción de agua mansa. Ya había aprendido que el agua era el origen de la vida y que esa lluvia era la bendición que la naturaleza nos enviaba desde lo alto.

Escribí parte de estas líneas ayer mientras unos granizos repiqueteaban en el cristal junto al que escribo. Por fortuna no se prolongó mucho el fenómeno, no fueron muy gruesos ni muy fuerte su impacto y no debió hacer daño en tantas yemas vegetales tiernas y desprotegidas. En el alero frente a mi ventana, las golondrinas aguantaban silenciosas y quietas dentro de su búnker de barro. Me parece que aún solo están incubando sus huevecillos. Es la primavera. Han pasado pocas horas desde que los astrónomos certificaron su llegada. Así es. Así nos parece.

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