viernes, 14 de marzo de 2008

Yerbabuena

Hará unos veinte años, mi amigo se compró una parcelita. El sitio, en pendiente y de terreno no muy propicio, precisó de un pequeño aterrazamiento y la descarga de varios camiones de tierra más fecunda. Tiene dos hijos y, aunque entonces era aún relativamente joven, pensó en las herencias. Con una mínima y tosca valla separó dos trozos iguales. Una noche, después de la barbacoa, sorteó entre ellos a quien le tocaba cada trozo. Es hombre de bien y se esforzó en ser justo y sobre todo, en evitar que algún día hubiera la menor disputa entre ellos, cuando anduvieran por medio suegras, cuñados y demás familia política. (Siempre pensé que la familia política es a la familia, como la música militar es a la música. Sepan disculpar mi falta de originalidad).

Allí sembraba, y siembra, unos tomates a los que estercola demasiado y salen gordos y salobres; cebollas que consigue riquísimas pues consigue una variedad muy sabrosa cuyas planteras le traen de no sé donde; no sulfata un par de nísperos por lo que parte de la cosecha se malogra, pero los que sobreviven, la ley de la jungla, saben a gloria; alguna vez he probado sus habitas que cuando están tiernas, también merecen la pena. Que conste que ni su padre, ni él mismo tienen antecedentes de agricultura, pero poco a poco ha ido aprendiendo.

Cuando le dije que a mi infusión del atardecer le pongo una rama de yerbabuena y una delgada cascarita de limón, me prometió una maceta de la primera. No hace más de un mes me obsequió con una fragante y pimpante maceta de menta, una variedad de yerbabuena a la que él llama ‘moruna’. Más gruesa, más oscura, más rugosa. (Si alguien encuentra racismo en la expresión, piense si tal vez no puede estar el racismo en sus ojos, en vez de en mi palabra). He ido mimando y regando la buena yerba, a la que transplanté a una jardinera alargada de barro. Como me sobraba sitio al lado, esparcí unas semillas de cilantro, que con esta gozosa primavera adelantada, se ha convertido en un matorralillo verde y aromático.

Cada tarde, corto un pimpollo de yerbabuena moruna, o de menta, como prefieran llamarla, y poco a poco van saliendo ramitas nuevas a las que tengo que ir dando descanso. Casi todos los días le envío un silencioso mensaje de agradecimiento a mi amigo. No siempre, tampoco voy a exagerar. Pero ayer ví entre esas nuevas plantas que germinan unas hojas distintas que al pronto, confundí con el cilantro vecino. No me extrañó demasiado porque el agua del riego podría haber desplazado una semilla hasta ese rincón. No obstante pensé que era mejor que cada familia respetara a la otra y decidí arrancar a la intrusa. Retiré mi mano con rapidez, aunque ya la había arrancado. Era una pequeña ortiga que me dejó un escozor en los dedos. ¿Quién había invitado a mi jardinera a tal visitante? Nadie. El aire es de todos y una semilla, a la que nadie había sembrado, que nadie había cuidado, que se había ganado su sitio con su propio esfuerzo, o al menos había confiado en el azar para alcanzar a vivir una breve aventura, me había saludado de la única manera que sabe hacerlo. Evidentemente no podía enfadarme y me niego a llamarla yerba mala.

Ese día no olvidé enviarle mi mensaje agradecido al amigo, en el silencio del afecto. Por cierto. En estos años, su antigua y feucha parcela ha sido rodeada de chalets e hileras de viviendas adosadas y lo que fue sólo una pequeña propiedad de hobby agrícola, es hoy un codiciado solar que vale mucho dinero. Me dice que ya no tiene edad ni ganas de convertirlo en plata contante y sonante. Sigue sembrando allí sus zanahorias y sus rabanitos, sus pocas patatas y recogiendo sus limones. Cuanto más tiempo pase, más valdrá su solar. Y los terrones que pensaba dejar en herencia a sus hijos se habrán convertido en euros brillantes y abundosos. Y yo que me alegro.

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