lunes, 17 de marzo de 2008

Jardines

Son mis pequeños vecinos. A cien metros de donde vivo, paso por su puerta más de una vez al día. Algunas mañanas, antes de las ocho, paran los coches y con sumo cuidado depositan en tierra su preciosa carga. Algunos son bebés y aún duermen. Otros, los ojos semicerrados, caminan como zombis enanos de la mano del padre o de la madre. Arrastran mochilas de carrito, de colorines, pequeñas, como ellos. Pueden imaginar el contenido: dodotis, botellas de agua, alguna prenda para cambiar. Las cuidadoras los reciben con sonrisas, con palabras amables. Los padres, con un rápido saludo abandonan su valiosa mercancía y emprenden raudos el camino del trabajo. El panorama se repite un rato antes de las nueve, incluso de las diez.

A mi vuelta, que puede ser casi media mañana, alguno, o más de uno, más despabilados se suben a no sé donde y asoman su carita de ángel o de pequeño demonio, ingenuos y benditos demonios, a la alambrera de la valla como pequeños polluelos de un nido. Sólo miran, y si les sonrío y les hago un gesto con la mano, incluso los saludo con la voz, las respuestas son variadas. Los más tímidos solo te miran fijamente, inmóviles, extrañándose de que un viejo esté pendiente de ellos y les haga algún gesto. Incluso agachan la cabeza y se retiran de su observatorio. ‘Debe ser un bicho raro’, pensará alguno. Mi sombrero y mi barba rala tal vez les recuerde a algún personaje poco recomendable de sus cuentos o de sus sueños. Pero otros, más extrovertidos me responden al saludo agitando sus pequeñas manos o contestan con un ¡hola!, a mis palabras.

Una vez que me paré ante algún parlanchín, me preguntó mi nombre, por qué llevaba gorro, de dónde venía. Pero cuando le pregunté yo su nombre, quedó en silencio. ¿Les tendrán ya advertido sus padres, sus educadoras, que no entablen amistad con desconocidos? Quizás. No lo veo mal. Nos ha tocado la época que nos ha tocado vivr y no hay que pedirle ciruelas al chopo.

Pero esta mañana de lunes, he oido más de un llanto. Claro. Llevan dos días levantándose a su aire, disfrutando de la libertad tal vez de su pequeño piso, pero también del parquecillo más próximo. Su madre, su padre, les ha dado de comer con más mimo, tal vez soslayando algún plato menos apetecido y sustituyéndolo por algún capricho. Tienen su baño propio, no compartido. Tienen sobre todo a dos o tres adultos pendientes de sus ukases como verdaderos zares de su pequeño imperio doméstico. Y esta mañana ha vuelto la prisa, la rutina. Cuando han despertado del todo y han visto el panorama menos acogedor del dormitorio común, por mucha alegría que decore sus paredes, sus cándidas almas han asumido la cruda realidad. Saben que tienen otra vez una mínima disciplina que acatar, hay un horario que cumplir, comparten a la educadora con otros coleguillas. Tal vez soportan el sutílisimo bullying de algún pequeño déspota. Pero sobre todo, sobre todo es a la mamá a quien echan de menos. Mezclado con el llanto de dos o tres, he oído un desconsolado ¡maami!, repetido varias veces. Seguro que no tardará en consolarse. Porque atraerá la caricia, el arrumaco de una cuidadora, pero sobre todo, porque sabe por experiencia, dura es la vida tantas veces, que a su llamada desgarradora no va a acudir su mami.

Me niego a llamarla ‘Guardería’. Me suena a hangar, a aparcamiento, a almacén. Aunque haya pocas flores, escasas plantas en el duro patio, ellos son un ramillete de tiernos capullos humanos. Por decreto real, por ley refrendada, firmada y sellada por ministros, subsecretarios, consejeros y alcaldes, yo impondría una única denominación en todos esos centros: Jardín de infancia. Qué menos.

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