lunes, 10 de marzo de 2008

Recados

Pues hace ya años que la conozco. Quiero decir que me la cruzaba en la calle, pero en una época en que no reparaba –ni me sobraba un poco el tiempo como ahora, todo hay que decirlo- mucho en su presencia. Andaba yo más que equivocado. Me explicaré. Es bajita, sin exageración, pero tiene la costumbre de caminar encorvada, lo que la hace parecer aún de menos estatura. Mantiene la cabeza inclinada hacia un hombro, lo que deforma todavía más su figura. Cuando mira a alguien, guiña, es decir mantiene cerrado el ojo que queda más bajo, por lo que su cara realiza una mueca poco agradable. Y su gesto completo resulta como de rechazo hacia los demás. Comprensible y ahora veremos por qué. Viste siempre de negro, por lo que da la impresión de usar siempre la misma ropa. Me dijeron su edad, que no es tanta, pero ella aparenta casi setenta. Cuando el cielo aparece nublado, agarra su paraguas por muy claro que esté que no amenaza lluvia. He escrito ‘agarra’ porque no lo lleva asido por el mango, sino que lo sujeta por la mitad aproximada del cuerpo del paraguas, lo que también le da aire como de que lo enarbola.

Y siempre va de prisa. Camina como una codorniz entre los trigos cuando el cazador traicionero hace silbar su señuelo y se encamina a su fatal destino. Pero Juliana va de prisa porque no para de hacer recados. ‘Anda, Juliana, toma estos cinco euros, ve al súper y tráeme una garrafa de agua, un kilo de garbanzos y una lechuga que esté fresquita’. Juliana apura su paso para entretenerse lo menos posible y a la vuelta, ya cargada, sabe que le caerá una propinilla por el recado. ‘Ve a por dos cafés, Juliana. Y trae media de mantequilla y otra media de aceite’. Si tiene suerte, alguien la invitará a un café, poquito, con mucha leche, en el bar y las dos muchachas de la copistería le darán también su propina. No se le pueden encargar muchas cosas, ni muy complicadas porque su memoria, o su inteligencia nunca han sido su fuerte.

El otro día coincidí con ella mientras apuraba su leche manchada en una silla, aunque siempre con su especie de prisa. Rezongaba, ¿sabéis contra quién? Contra el servicio público de salud. Lo de la receta electrónica, la cita telefónica y los asuntos de internet, la han privado de uno de sus mejores ingresos de los últimos tiempos. O al menos se los han disminuido. Porque en eso tenía tarifa fija. Iba con el encargo de algún cliente, casi siempre clienta, y cobraba un euro por sacar número para visita médica. Llegaba a recorrer tres y hasta cuatro veces en el día el camino del centro de salud, con su casi trotecillo de Platero, y recaudaba un minisobresueldo que le venía de perilla. Parece que este negociado anda ahora en declive.

Pero decía que coincidí con ella. Dos o tres abueletes bromeaban tirándole pullas inocentes y ella decía sólo ‘Dejadme en paz, que yo no me meto con nadie’. Yo, un forastero casi, un desconocido al menos, no me sentía quién para intervenir en algo que tampoco tenía mayor importancia, aunque me sentía incómodo. Pero se acercó a traerle el servicio al Rubio y para borrar mi mala conciencia, le dije, ‘Déjalo, Juliana, yo te invito’. ‘No, me responde el barman, si ya lo tiene pagado’. ‘Bueno, pues el de mañana’, contrarreplico. ‘Muchas gracias, déjjelo’. No, no he cometido un error ortográfico. Es que su jota me indicaba que su pronunciación no es de por aquí. Insisto y me dice ‘Bueno, pues muchas gracias. Pero no se preocupe, que yo tengo mi paguita y en la botella no me faltan las moneíllas’.

Se marchó. Indagué como quien no quiere la cosa y algo más sé de ella. No vive sola, sino con su hermano, un antiguo yonqui que anda en lo de la metadona. Ambos percibirán su pequeña, muy pequeña me imagino, paga y a eso, Juliana le arrima sus céntimos o sus euritos de sus idas y venidas. Su botella, me cuentan, es un bote de esos de cristal con tapadera, donde alberga su raquítica fortuna. A tal capital, tal caja fuerte. De ello comen, supongo que no gran cosa, y pagan su butano, su agua y su luz. Supe que la casita donde viven es propiedad de ambos, herencia de sus padres y entre sus recados, sus ratitos de tele, sus tareas de ama de casa y su dormir de alma tranquila, me imagino que Juliana –que ya habrán supuesto que no se llama Juliana- es feliz a su manera. También me imagino que lleva en su mochila su buena ración de sufrimientos acumulados. Tal vez por eso, camina encorvada.

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