jueves, 28 de febrero de 2008

Festividad

Hay ambiente de fiesta por las calles del pueblo. Han repartido banderas gratis y se ven algunas prendidas en los balcones. Se ven jóvenes con vistosos uniformes, azul marino la mayoría, con charreteras, bordados, pecheras de doble botonadura, fajines, lustrosos cintos para el tambor, trompetas brillantes. Hay algo que me alegra: la mayoría de ellos no trasnochó mucho, ni abusó del etílico, aunque se vean algunos ojos enrojecidos. Hay un encuentro de bandas procesionales, qué bien.

Me tomo un café en el club de la tercera edad y el personal anda endomingado. Chaquetas sacadas del ropero perfumado, señoras con broches en las solapas del chaquetón nuevo. La mayoría ronea un poquito por la puerta y el Rubio, tras el mostrador anda desocupado. Le digo ‘te han fastidiado con el desayuno gratis’, pero él me contesta con la sonrisa de siempre ‘qué se le va a hacer, más descansado estoy’. Otro día les hablaré del Rubio.

Pero no tengo humor hoy para seguir hablando de la fiesta. Todavía estoy impactado por el trallazo de ayer. La noticia mereció muchas portadas de periódico y no era precisamente por su alegría. Pienso, mal pensado, que más bien por el morbo, que vende tanto. Cuatro mujeres asesinadas en un mismo día por sus compañeros, de quienes hay que suponer que un día estuvieron enamoradas. Pasaron los días de vino y rosas y se habían sumido en un abismo de sufrimiento y desesperación. Tal vez también de vino, y algunas otras posibles cosas, pero sobre todo de martirio lento y cotidiano, llegando a un final no por previsto, inevitable. Debía haber medios para evitar muchos de estos casos. Nos sobran leyes, necesitamos que se cumplan.

No quiero ahora, con el alma apenada, entrar en dilucidar si son parejas que se forman sin pensarlo mucho, si son matrimonios de largos años de desencuentros, si son celos, si rencores acumulados o son simplemente reflejo de esta sociedad que se ha ido pudriendo en un aspecto que sí quiero analizar.

Se trata de la violencia. Hubo un tiempo que la violencia estaba reprimida y sólo la utilizaban, mal, algunas de las llamadas autoridades. Hoy la violencia es un valor que cotiza. Pregúntenle a algunos machitos y mocitas, que si no terminan una noche de alcohol y mierda con bronca, no se van a la cama satisfechos. Pregúntenle a los vendedores de vídeojuegos –esa afición que alcanza ya a los cuarentones- cuáles son los más rentables. Han pasado más de veinte años que jugué la última vez en el ordenador. Había algo entonces, aburridísimo por cierto, que se llamaba ‘tetris’ o ‘comecocos’ que te hacían abandonar a los pocos minutos. Hoy basta ver las carátulas para contemplar tipos monstruosos, pretendidamente héroes cargados de armas hipersofisticadas, mozas pretendidamente sexys, resaltando los pezones bajo ropajes galácticos, pero también pertrechadas de armas terroríficas, amén de los puñales, espadas, dagas y fierros dañinos. Todo pretendidamente irresistible.

La violencia es divertida, según parece. El sexo por el sexo, gratuito y sin sentido, el sexo envilecido no es patrimonio de las dobles o triples equis. Tiene que impregnarlo todo, desde el cariño a las mascotas hasta los repugnantes anuncios de coches y no digamos, de perfumes. Pero sobre todo, violencia, mucha violencia. Por lo leído, que no visto, un jueguecito de automóviles es más guay si puntúa matar peatones, o destrozar el coche que viene de frente, o derrapar hasta conducir por el carril prohibido. Si vas en moto virtual, lo bueno tiene que ser incumplir todas las normas habituales de velocidad, de respeto, de prudencia, de humanidad. La violencia es un juego potente. La violencia es cautivadora. A eso juegan adolescentes inmaduros, jóvenes no muy sensatos, adultos sin los últimos hervores.

Desgraciadamente hay mecanismos neuronales que a veces pueden confundir la realidad real –disculpen- de la realidad virtual. Matar es al parecer una faceta más, casi normal de la vida. Terriblemente divertida. Qué pena.

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