martes, 26 de febrero de 2008

Callejeo

Poco más de veinte o treinta minutos de carretera desdoblada o ‘vía de gran capacidad’, en la pedantona terminología de los políticos. Un desvío y a pocos kilómetros y llego al pueblo que ya he visitado otras veces. Pero resulta que hay obras casi a la entrada y opto por aparcar casi en descampado aún. Me adentro por calles por las que solía ir atento al volante y a todo el fárrago de la conducción. Me sorprende la blancura de lo que es blanco. No pienso que se siga encalando, pero donde se vendan pinturas tienen un buen negocio. Zócalos de color en tirolesa, perfilados en ocres, grises muy suaves, nada que sea chillón ni desentone. En contraste, fachadas más nobles aunque no opulentas con ladrillería vieja, o nueva respetando modelos antiguos. Continúa la pulcritud y el brillo de puertas y vierteaguas en ventanas y balcones. De cuando en cuando una fachada completa en ladrillo vidriado, incluso en cobrizo con brillo muy matizado por los años. Al fin y al cabo estamos a poco más de cien kilómetros de Portugal.

Durante mi recorrido, por calles no atosigadas de coches estacionados, ni mucho menos por coches que se mueven, oigo el incesante piar de los pájaros en patios y corrales, repitiendo sin gran variedad el anuncio de la primavera. Da gloria pararse un momento con cualquier excusa, mis lentes se han oscurecido ellas solas, cerrar los ojos y centrarme tan solo en esa musiquilla monocorde, pero tan alegre.

Es alguna hora en punto y desde un reloj público, parroquia o ayuntamiento, caen las campanadas con un golpear pausado de bronce, en el que percibo un ligero matiz disfónico. Seguro que la campana está levemente cascada, pero en vez de resultar una deficiencia, le da un carácter más sincero y noble. Nada de farándula electrónica, sino que me imagino la maquinaria del viejo reloj marcando en alguna rueda dentada el número de golpes que ha de dar el badajo en el borde de la cúpula sonora que lo contiene.

Los rótulos de las esquinas son un tanto discordantes, porque se han fabricado con cerámica de mayoristas. Pero tienen el mérito de haber recobrado los nombres de siempre, con los que se han conocido siempre las calles, pusiera lo que pusiera el rótulo más moderno, ya retirado: Nueva, Calleja de la Viuda, del Pilar...

Me choca que en un pueblo pequeño las casas estén tan cerradas como en los mayores o en las capitales. Muchas conservan el llamador que antes era casi puro adorno y ahora necesidad, pero en algún quicio ya se perfilan llamadores electrónicos o incluso con vídeo incorporado. No obstante quedan casas abiertas, cuyo zaguán sí tiene la cancela de hierro, solo o con cristal, que protege de intrusos no deseados. Me paro ante uno de ellos, señorial venido a menos, con un hermoso dibujo de loseta hidráulica, de los años cuarenta o cincuenta del siglo pasado, tal vez de antes. Puertas de madera vieja, tachonadas de clavos gruesos de adorno. Hierro, que no bronce. Una casa conserva la estructura de hace ciento cincuenta o más años, cuando se construyó. Sobre la puerta un ventanuco sin reja, de menos de un metro de altura. Es el sobrado o doblado que yo oía de pequeño, pero le decíamos ‘soberao’. La puerta queda dos dedos abierta, gracias a una aldabilla, lo que no veía hace mucho tiempo. Un pequeño gancho, tal vez hecho a mano, doblado que encaja en un cáncamo cerrado en el quicio de madera. Seguro que ahí se podrá entrar y no habrá cancel ni timbre. Tampoco habrá mucho que robar. Me quedo con las ganas de descolgar la pequeña aldaba y entrar a la voz de ‘Dios guarde’.

Vuelvo al coche sin hacer el recado para el que fui. Casi me alegro porque su afán me habría privado de esos detalles que no se me han borrado de la memoria. Mejor. Otro día regresaré.

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