viernes, 15 de febrero de 2008

Lentitud

Era muy joven, vivaracho, inquieto y a veces hasta mal educado. No obstante llegamos a ser relativamente camaradas. De esto han debido pasar unos quince años. Yo pasaba por su puerta, mejor dicho, la de su amigo, donde él vivía y los primeros tiempos fueron algo tensos. La casa aún tenía ese aire de recién estrenada, con las tejas sin verdín, las paredes blancas, tras las ventanas se percibían las cortinas aún con el olor a tejido reciente y los arbustos de la cerca dejaban aún claros entre ellos.
Era por allí por donde se asomaba Marly. Al principio yo era un simple desconocido para él y a mi vez yo lo consideraba un vecino poco amistoso. Me miraba con recelo y yo tampoco le dedicaba el mínimo gesto de simpatía. Él cumplía con su obligación, allí detrás, algunas veces hasta con una sonora demostración de aviso y yo llegaba incluso a cambiar de acera. Poco a poco fuimos acostumbrándonos a vernos y convivir con una cierta armonía. No llegaba a saludarme y yo seguía sin esforzarme en serle simpático. Es esa situación en que dos seres vivos y cercanos se hacen conscientes de la proximidad del otro, intervenga el motivo que intervenga en esa relación, pero ninguno de los dos tiene el menor intento de mayor acercamiento.

Pero un día tenía su amigo la cancelilla abierta y Marly estaba asomado a ella, justo en el umbral. Tal vez era un día de esos en que uno se levanta más comunicativo, o más necesitado de sentir de cerca de los demás y me aproximé hasta él. No se lo esperaba. Hizo como un mínimo gesto de rechazo y sin mucho convencimiento lanzó un par de ladridos. Le hablé con voz suave y aún me acerqué un poco más. Él respondió a mi movimiento con otros pocos pasos hacia atrás, pero sin perder el contacto visual entre ambos. Como primer encuentro sin nada interpuesto entre los dos no estuvo mal.

No había pasado mucho tiempo y volvió a ocurrir lo mismo. El seto había crecido con la primavera y el amigo de Marly andaba con unas tijeras nuevas de dos manos recortándolo. Cuando me acerqué al jovencito ni ladró, ni reculó. Volví a hablarle con tono conciliador pero rechazó la mano con la que pretendí acariciarle. ‘tranquilo, no se preocupe, es muy pacífico. Lo que pasa es que como está siempre aquí en el patio y lo saco poco, extraña a todo el mundo. Se llama Marly, porque cuando oye la guitarra de Bob Marley ladra al mismo ritmo’, me dijo el amigo, que yo sabía ya que se llamaba Julio. Me pareció que exageraba un poco, pero ya es sabido que siempre somos un poco excesivos con los que queremos.

Luego, cada vez que pasaba por su puerta, aunque estuviera tras los cipreses, me paraba ante él y le decía cualquier cosa, igual que a un niño pequeño que no nos entiende pero percibe el tono en que se le habla.
Hoy Marly pasea por la calle al sol. No anda más que unos breves pasos por el trozo de acera que corresponde a su cerca de siempre. Camina lento, trabajosamente, roídas sus articulaciones por la artrosis. Alguien me ha comentado que está casi ciego y en el patio, tras los cipreses hay un nuevo jovencito que me ladra porque no me conoce. Me acerco a Marly, le hablo y no sé si me reconoce o no. Tolera que le haga lo que pocas veces le hice antaño: le paso suavemente la mano por el lomo mientras le susurro que sigue guapo y que nos hemos hecho bastante más viejos. Mueve un poco su cola, pero no entiendo, aunque creo adivinar lo que me responde. Pasará algo más el tiempo y prefiero no saber nunca cuál haya sido el día en que se marche para siempre al Jardín.

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