domingo, 24 de febrero de 2008

Arboleda

Hace ya muchos años la calle era ancha, con amplias aceras y en el centro, a manera de boulevard, había una amplia franja terriza donde se plantaron árboles de sombra: aligustres, algún aromo, esas acacias casi salvajes que crecen devastadoras, y unos pocos olmos. Las aceras eran casi dos paseos generosos y todo ello se diría que la convertían en una calle hecha para las personas. También es verdad que había solo unas pocas parcelas con sus viviendas y abundaban los descampados o solares, donde más pronto o más tarde se había de construir.

Pasó el tiempo. Dos hileras de casas más o menos próximas entre sí la convirtieron en una larga avenida. Crecieron los árboles y el piar de los pájaros fue sustituido por el ruido casi incesante del tráfico. Al seguir creciendo el pueblo por esta zona, la gente dejó de desplazarse andando y hubieron de moverse en coche, pues las distancias obligaban a ello. No faltó tampoco una línea de autobuses que la utilizara para repartir a sus usuarios por las nuevas promociones urbanísticas. Más camiones, máquinas de limpieza y demás agresiones acústicas.

Tuvo perniciosas consecuencias para los pioneros que llegamos a colonizar este remoto olivar. Las aceras se estrecharon para hacer dos hileras de aparcamientos. El antiguo boulevard quedó reducido a su mínima expresión: una estrecha franja de tierra, ajustada a los troncos de los árboles que han duplicado o triplicado su corpulencia. Algunos de ellos han perecido en esta lucha de lo urbanita contra lo bucólico. Sus secos esqueletos permanecen en pie como si fueran la cruz de sus propias tumbas.

Por fortuna, la mayoría de las casas tienen un pequeño jardincillo o patio trasero donde no falta tampoco la arboleda que plantamos hace más de veinte años y hoy forman una mínima masa forestal unos árboles con otros. Me sorprendió hace unos atardeceres escuchar el miu-miu de un mochuelo, al que no dudo que le falte algún bichejo que cazar por estos corrales, alguno más invadido por la maleza que por rectángulos de césped cortado. Tal vez es el heredero de alguna lechuza que le dejó este pequeño legado, sombra disminuida de aquel olivar en que machadianamente volaba en busca del aceite del velón de Santa María.

En mi caminatilla preceptiva, descubrí con gozo hace algunas mañanas que uno de los olmos se había cubierto de un mantoncillo de tiernos brotes, de un verde incierto y precoz, que ya sé que me darán sombra cuando avance la primavera. Pero el colmo de mi gozo lo he sentido esta noche mucho rato antes del amanecer. Me he despertado y como un regalo inmerecido, he sentido un dulce y leve gorjeo próximo. He entreabierto con cuidado la ventana y me he convencido de que era un ruiseñor quien desgranaba en la quietud y en el silencio, la dulce melodía entrecortada que no ha necesitado que nadie le enseñe. Sé que está en la arboleda de la casa frente a la mía, cuya dueña muy mayor, solo viene a darle una vuelta muy de tarde en tarde. Pero he retorcido un poco mi fantasía para imaginármelo en el cogollo de ese olmo de hojas tiernas y no he necesitado más para anotarlo en la agenda sin hojas, de los momentos que merecen ser recordados.

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