lunes, 4 de febrero de 2008

Lluvia


Tiene sed la tierra. En el silencio de la tarde, mientras la oscuridad se aposenta sobre los olivares y las sementeras, en mi casa oigo cómo cae del cielo la bendición de la lluvia. Algún mínimo canalillo golpea al desplomarse sobre algo metálico y es como una campanilla que se agitara gozosa en día de celebraciones. No quiero que nada interrumpa este silencio interior, doméstico y domesticado, pues ninguna música sonaría más grandiosa que la que baja de las nubes.
Prestando atención se distinguen los distintos instrumentos que suenan en acorde. El zap-zap sobre la tierra, algo más duro el rebote sobre las baldosas, un siseo deslizante sobre los cristales y con una cadencia distinta los chorrillos continuos de la canal que desgrana su húmeda melodía dominante.
No hay orquesta más esperada tras días y días de torturante calor de primavera impropio de enero. Pasó la Candelaria tan rica de refranes meteorológicos que parece que ya no tienen sentido. Es necesario que febrero se haga responsable de su fama y nos niegue la cordura de lo previsible. Que llueva, que truene, que nos pique su sol y al día siguiente vuelva a sorprendernos con su agua bendita.
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(No resistieron más anoche mis cansados ojos ante el resplandor de la pantalla). La lluvia siguió y siguió sonando como lo que podría ser el roce de unas manos impregnadas de bálsamo oloroso sobre la piel que cubre una zona dolorida. En el primer despertar, después de haberme acunado con su murmullo, aún seguía sonando como la compañía de un animal doméstico y querido que ronroneara feliz junto a mi lecho. Intento percibir su cambio de ritmo, del allegro al molto vivace, y de ahí a un andante majestuoso. Debe ser un gran director quien combate una presumida monotonía con estos cambios que la hace deleitosa y acompasada. El rumor de sus besos a la tierra hace que me vuelva a dormir y espero a la mañana para que me cuente el amanecer dónde ha dejado la grata presencia de sus bondades.
Y encuentro todos los perfiles recién dibujados, limpios, recortados sobre un cielo que aún no es azul del todo pero que ya derrama una luz poderosa sobre lo que anoche fue bendecido.

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