domingo, 1 de febrero de 2009

Reencuentro

Por poniente asomaban nubes color panza de burro, pero no terminaban de acercarse. Casi se masticaba la electricidad estática que acumulaban entre sí, como perros que se enseñan los dientes. El viento zarandeaba los árboles y a todo lo que le ofrecía la menor resistencia, pero debía estar a niveles más bajos que las nubes y estas permanecían en su quietud amenazante. Las moléculas del aire rozaban con fuerza, supongo, y eso hacía que flotaran en el aire iones que contribuían a electrizar la atmósfera. La gente caminaba con cara de sufrimiento, soportando la ira del viento y con un miedo inconsciente reflejado en los rostros.

Coincidimos en la puerta de un comercio. Me había detenido unos segundos leyendo algo del escaparate y esto dio ocasión para que él saliera y nos miráramos. La sorpresa fue sustituida por la alegría del reencuentro. El abrazo, el reconocer en silencio que ambos estábamos más viejos que hace diez o doce años, las múltiples cosas de qué hablar y el sombrío presagio de que revoloteaba una nube negra en nuestra charla. Decidí no posponer el tema. En cuanto pude saqué a colación lo que nos acongojaba, el mal trago, pasarlo pronto. Le dije que sentía lo de su hijo, que casi no sabía expresarlo con palabras, pero que compartía aquella pena. Le pregunté por su mujer. Mal. Fue su respuesta seca. Un chaval de veintipocos, víctima de una enfermedad larga, desconocida y cruel, que se fue del lado de ellos para siempre hace ya un par de años.

Era tan hondo el dolor que lo revivió como si hubiera sido ayer. Comprendí qué verdad es que lo más duro para unos padres es perder a un hijo. A pesar de que plagiando al maestro, era una muerte anunciada. Yo había sido testigo cómo se agarraban a cada medicamento paliativo, cómo acudieron a magas y sanadores, cómo al final asumieron la realidad aunque fueran incapaces de superarla.

Nos despedimos hablando de cualquier trivialidad. El momento de la congoja había sido mínimamente superado, pero yo me di perfecta cuenta de que aquella herida estaba tan abierta como cuando se produjo. Si nuestro encuentro fue un abrazo, la despedida fue un 'ya sabes donde nos tenemos' mutuo, rápido. Las nubes seguían amenazantes, sin terminar de descargar su ira.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Perder a un hijo debe ser una experiencia tenebrosa, algo que te sitúa en los abismos más profundos del dolor. Yo aún no soy padre, pero si alguna vez tengo hijos sólo pensar en que pudiera sobrevivirlos me llena de espanto.

Marinel dijo...

Jamás querría pasar por un trance semejante...mil veces mil, querría morir yo que ver a uno de mis dos hijos sufrir...
No debe haber consuelo.Nada ni nadie podrá sanar la herida...
Ver morir a alguien querido sufriendo es absolutamente terrible,más si es joven...y si para colmo es un hijo...
Prefiero no pensarlo.
Me encnata cómo escribes.Me alegra tu vuelta.
Un beso