domingo, 6 de julio de 2008

Desperdicios

No hace al caso el motivo, pero alguien me ha recordado un día de estos pasados a Juanilla. No hace tanto tiempo me dijeron que aún vivía y calculo que ya debió cumplir los noventa o los anda rondando. Es la primera persona que conocí con un ojo de cristal y su mirada me resultaba inquietante, porque mientras su ojo sano se movía en la dirección que miraba, el ojo artificial permanecía quieto en su cuenca, casi siempre con la misma abertura de los párpados. Lo que voy a evocar de ella se remonta, seguro, al menos a cincuenta y cinco años atrás.

Era ya considerada una solterona, pasados los treinta, y las hermanas se fueron casando, tanto las mayores que ella, como una que era menor. Recuerdo perfectamente por haber entrado varias veces cómo era su vivienda. Por mi tierra las llaman un portal. Esto es, una estancia única, no mayor de veinticinco o treinta metros cuadrados, en uno de cuyos laterales se levantaba un medio tabique, de poco más de la altura de una persona, lo que daba lugar a dos pequeñas habitaciones también separadas por un tabiquillo idéntico y cuyo acceso era a través de dos cortinas raídas en lugar de puertas, que eran una mínima concesión a la intimidad, sin ninguna pretensión decorativa. En la del rincón más profundo estaba permanentemente enferma su madre. Ella dormía en un mínimo jergón de ‘camisas’ de maíz, al lado de la cama de matrimonio, no muy grande, de hierro, desde donde la anciana emitía de vez en cuando un quejido o un suspiro. Casadas las hermanas, ella pasó a tener como suyo propio el otro dormitorio.

El patio, mejor un pequeño corral de tierra endurecida, que no impedía hacer algo de barro tras las lluvias, tenía según se salía, a la izquierda un cobertizo que era la cocina: un fogón de carbón, una mesa tosca y cuatro míseros cacharros desportillados. Enfrente, al lado derecho, una media cuba de loza o de piedra, no sabría decirlo, hacía de pila de lavar. Un tapón en la parte inferior permitía vaciarla. Sólo mucho tiempo después comprendí por qué le llamaban el tintero. En realidad era una obra de artesanía –nunca supe cómo había llegado allí, pero era realmente una pieza admirable- que se usaba en las casas de importancia para el tinte. Cuando ocurría la muerte de un allegado cercano, le llevaban para teñir de negro prácticamente toda la ropa, escasa, que había en cada familia.

Al fondo del corralillo, hecha con chapas, piedras, latones despanzurrados y otros elementos inidentificables, había una doble cochiquera. Esa era la base de los ingresos de aquella madre y aquella hija, una vieja enferma y una muchacha poco agraciada, soltera y pobre. De vez en cuando la llamaban para faenas duras en las casas, como lavar a mano, encalar o limpiar estancias abandonadas mucho tiempo. Esos días encomendaba a una vecina dar alguna vuelta a la madre en su chiscón, más que nada para comprobar que seguía con vida. Y con sus lamentos y suspiros.

Pero ya digo que eran los dos tres cerdos que conseguía engordar a lo largo del verano, de los que dependían para malvivir todo el año. A las tres de la tarde, Juanilla con todo el calor del mundo derritiendo los adoquines, agarraba dos cubos viejos y recorría varias, bastantes, casas donde la conocían y recogía los desperdicios de la comida: las mondas de las patatas, las cáscaras de la sandía y el melón, incluso las raspas de pescado o los restos de comida que iban a tirarse. Tras la segunda o tercera casa por donde pasaba, los cubos eran una mezcla casi nauseabunda de alimentos mezclados que no desprendía ciertamente un aroma agradable. Ella iba acumulando en el mayor de ellos lo que recogía y entraba con el otro cubo vacío, pidiendo disculpas, molestando algunas siestas, dando las gracias, arrancándose a sí misma una sonrisa de agrado, donde tal vez solo su ánimo le pedía una mueca de resignación.

Cuántas veces la ví pasar con sus dos cubos ya llenos, de vuelta a casa y en el fondo contenta, porque con aquella casi basura comían sus cochinos. Y engordaban y llegado el invierno, un carnicero se los compraba y podía obtener el único puñado de pesetas de cierta importancia con el que ir pagando las trampas, las pequeñas deudas que acumulaba y le permitía cobrar también a lo largo del año, parte de ese pago en especie pues a diario iba a la carnicería por un trozo de costilla salada y un poco de tocino con los que condimentar unos garbanzos, unas patatas, algo de arroz, que eran la base de sus sustentos.

Sé que también hacía pequeñas excursiones nocturnas al campo, en las que traía, jugándose el mordisco de los perros o los golpes de algún dueño escarmentado, algo que sustraía, como unos tomates, alguna fruta, incluso unas pocas matas de garbanzos que luego desgranaba furtivamente y que también aprovechaban sus guarros.

Juanilla representa para mí un ejemplo de supervivencia extrema en unos tiempos que fueron muy difíciles para todos. Pero más, mucho más, para gentes como ella.

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