miércoles, 9 de julio de 2008

Nubecillas

Casi siempre solía cruzármelo por la misma zona. Y sigo encontrándomelo aún. Desde que me veía, entablaba contacto visual conmigo e incluso solía hacer un amago de parada al darme los ‘buenos días’. A la tercera o cuarta vez, se paró al verme acercarme y en seguida de los buenos días, me comentó que había amanecido algo nublado pero seguro que algo aclararía más tarde. Lógicamente me paré un momento y cruzamos las dos o tres frases triviales que se suelen decir sobre el clima cuando no hay alguna otra cosa que comentar y mi despedida, al menos a mí, me pareció algo precipitada. No es que me creara mala conciencia, pero encontrándome en la zona que estábamos, tal vez debí dejarlo que hablara lo que quisiera, cuanto tiempo le apeteciera hacerlo.

Debo aclarar que en las proximidades hay una residencia de personas mayores. No está mal que manipulemos un poco el lenguaje. La palabra ‘asilo’ tiene demasiadas connotaciones peyorativas, aunque hay quien lo sigue nombrando así. Cuando alguien lo hace, tengo interiormente la seguridad de que no tiene a ningún familiar próximo en institución semejante y que no es difícil percibir un cierto tonillo de desprecio. ‘¿Yo? –pienso que piensan-. Por nada del mundo dejaría a mi madre o a mi padre en un sitio de esos. Un moridero, bah’. Me pregunto qué ocurriría si fuera el suegro o la suegra, quien lo necesitara. Por lo pronto sería su mujer y no él quien cargara con la responsabilidad y el cuidado, y luego, si se alargaba la situación, ya se vería.

Por lo tanto pensé que era uno de los residentes válidos de dicho lugar. No debe ser fácil convivir en un sitio donde existe una mayoría de personas que necesitan ayuda hasta para las necesidades más íntimas. He estado no muchas veces en algún sitio así y, salvo la costumbre, no es fácil superar los sentimientos que produce. Dicen que la calidad de una institución de este tipo la mide inmediatamente el olfato. Sin caer en puntualizaciones innecesarias, la incontinencia urinaria de muchos de sus usuarios suele ser frecuente. En el salón, o salones, comunes lo normal es ver a personas con reducida o nula movilidad, con poca o ninguna capacidad mental y es difícil no sentir como un pellizco en el vientre al imaginarse uno en situaciones parecidas.

Cuando ya llevaba varias mañanas haciendo la ‘paradiña’ con el abuelete, su conversación me permitió adivinar que era persona que estaba al día del mundo que le rodeaba. Debía ver más de un telediario o incluso leer algo de prensa, porque como núcleo de nuestra conversa, solía hacerme referencia a algún motivo de actualidad, para no caer en el rutinario comentario sobre el tiempo. No obstante, en más de una mañana espléndida del verano, sí que lo utilizaba como punto de partida, para compartir conmigo la alegría que le producía ver al sol radiante sobre el mar.

Hora es también que describa mínimamente al personaje. De baja estatura, delgado, invariablemente vestido con un pantalón indefinible si de verano o invierno, un jersey fino de lana azul y una camisa abotonada hasta el cuello. Una boina más bien pequeña y acompañado de su paraguas en cuanto el padre Lorenzo no brilla en todo su esplendor. La cara surcada por mil arrugas y los ojos vivaces y tan expresivos o más que su lengua. Por su charla comprendí pronto que no había sido hombre de la mar, sino del terruño. El laboreo de su no mucha tierra, el cuidado de los animales, algún percance o alguna suerte en este su oficio y su conocimiento de tantísimas cosas que ignoramos los que a veces nos creemos que sabemos algo.

Tampoco era diario nuestro encuentro, pero se le iluminaba la cara en cuanto nos veíamos venir el uno hacia el otro. En algún momento me sacó de dudas. No. Él no vivía en la residencia, sino en casa del hijo. No quiso ser muy explícito, pero el cotilla que cualquiera de nosotros lleva dentro aunque lo disimule, me hizo volver a preguntar algún detalle del entorno familiar. Como haciéndome ya cómplice y amigo me confesó que su trato con la nuera no era el mejor. Convivían en el domicilio cinco personas. El hijo, la esposa de éste, el nieto y la abuela materna del muchacho. O sea, establecí mentalmente la jerarquía: la patrona del hogar se ocupaba preferentemente de hijo y marido, la abuela ejercía los mayores restos posibles de autoridad sobre el trío más joven y él quedaba relegado al… al último puesto del escalafón. Algo lógico, por demás.

Por eso, cada mañana, tomado el desayuno, salía a pasear, pegaba la hebra en la barbería o cualquier otro rincón de tertulia, se sentaba a media mañana en un sitio propicio para ver pasar la gente, volvía a la casa a la hora de comer y se retiraba a su dormitorio con el pretexto de echar una siestecilla. A la vuelta del hijo del trabajo, ya se sentaba un rato en la sala a ver, o a hacer como que veía la televisión, y a extender la mirada, desde la relativa altura de la ventana sobre algún huerto aún visible o simplemente a contemplar la puesta del sol o el insondable infinito del cielo. Y siempre sonríe.

No hay comentarios: