jueves, 17 de enero de 2008

Amanecer

Tiene un encanto especial llegar a la ciudad desconocida al poco de anochecer. Solucionado lo más brevemente posible el trámite del alojamiento, es preciso echarse cuanto antes a la calle que nos espera.

En esa hora especial en que los comercios iluminados empiezan a bajar sus persianas. Tras una jornada que nunca sabremos si se ha dado bien o mal, gente joven, por lo general mujeres, van a abandonar alegremente el lugar donde han transcurrido las largas horas de ese día laboral que por fin ha concluido. No es raro que de una puerta a otra se crucen comentarios, alguna risa o se agrupen dos o tres con esa alegría despreocupada que proporcionan los pocos años. El día ha podido ser duro pero les quedan por delante unos momentos en que reunirse alrededor de la mesa de un bar o detenerse en corros de unos cuantos e intercambiarse anécdotas, quejas o proyectos.

Si es una ciudad antigua, sus monumentos ya relucen con los focos que resaltan sus relieves. Es la hora de detenerse ante la portada de una iglesia, de admirar la ladrillería de una fachada, el contenido empaque de una casa señorial que muy probablemente se ha convertido en banco y que con sus halógenos destaca la filigrana de unos balcones de bellos hierros o las molduras que se hicieron con tiempo y mimo hace ya décadas.

Luego poco a poco se van vaciando las calles y la ciudad adquiere como un tinte de recogimiento. Cruzan las últimas figuras que caminan con prisa, se aprecia todavía en algunos bares el bullicio que comenzó hace poco en la calle y la casi soledad invita al paseo más reposado que permite descubrir nuevos detalles que antes pasaron inadvertidos mientras lucen gloriosos los escaparates.

En esa visita fugaz, tal vez solo de paso, queda un momento que para mí es revelador. Al madrugar hay que saber orientarse hasta encontrar ese bar mañanero que abre mucho antes del alba. Casi siempre es fácil percibir un conjunto de voces moderadas, un olor a café que inunda un cruce de calles o una plazuela, unas luces que han empezado a brillar y que anoche se apagaron pronto.

Es variopinta la fauna humana que allí se acoge. Desde el guarda de seguridad que con ojos soñolientos toma algo caliente y con sustancia que le reconforte antes del merecido descanso, hasta el trabajador que un buen rato antes del camino al tajo saborea su café y su casi inevitable cigarrito sin prisas. No falta el abuelete o la señora mayor que se acostó con las gallinas y que abandona el lecho por el cansancio que le produce el haber dormido lo suficiente y permanecer algún rato después en la cama, tal vez pensando, como decía un viejo amigo, que cada amanecer que disfrutan es uno menos en la mermada cuenta que les queda en la libreta de ahorros de su vida.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ya van dos que le veo de observador noctámbulo y solitario....
Certera descripción, de un mundo que se abandona, a mitad adormilado.