jueves, 24 de enero de 2008

Manos


Tendría entonces dieciseis o diecisiete años. No quiso estudiar por lo que sus padres lo retiraron en seguida de la calle y empezó a trabajar en el negocio familiar. Una carnicería –que también es un oficio que requiere ser aprendiz durante un tiempo- y la charcutería que llevaba la madre. Así el padre, con muchísimos años de trabajo ya a cuestas, desde niño, se podía permitir ir a media mañana al bar y tomarse un café sin prisas. Estaba cerca de mí cuando se oyeron unos gritos y lamentos terribles. Él los identificó y salió corriendo, demudado el rostro. Lo seguí por si podía prestar ayuda.

Y tanto. El chaval tenía el brazo derecho embutido en la máquina picadora de carne y madre e hijo lanzaban desgarradores y semejantes gritos de dolor. El aparato eléctrico había triturado la mano y la muñeca y solo se había rendido al llegar a los más robustos huesos, cúbito y radio. No fue fácil separar al muchacho de aquella fiera mecánica. Le apliqué un apretado torniquete porque de las arterias salía la sangre con la fuerza de un grifo, mientras el padre ponía el coche a la puerta. Afortunadamente el hospital caía cerca. Me quedé intentando ayudar a una madre sin consuelo.

Luego más tarde lo veía siempre, a pesar del tórrido verano, con camisas de mangas largas y un imperdible recogiendo el puño vacío. Tardó aún bastantes meses en asomar por aquellas camisas una conseguida reproducción artificial de una mano humana, inmóvil, que le servía para sostener algo contra su pecho, mientras aprendía a manejar su mano izquierda, tan torpe hasta entonces.

Hace unos días, Carlota ha salido en todos los medios con su mano biónica. Le permite usar el ordenador, jugar al tenis, sujetar un vaso de plástico sin que resulte aplastado.

Perdí el contacto con el barrio del carnicero hace más de veinte años. Supongo que el chaval de entonces que debe ser casi cuarentón, habrá desarrollado un oficio distinto del que le mutiló y veo difícil que se vaya a ilusionar con tener una mano como la de Carlota. Pero no me lo he podido quitar de la cabeza en todos estos días. Sólo le deseo que haya superado las secuelas de aquel accidente que le hacía caminar con la cabeza hundida entre los hombros y borró tanto tiempo la sonrisa de su rostro de muchacho en la edad de la risa.

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