lunes, 11 de agosto de 2008

Chavalerías

Érase que se era una pequeña aldea, o parroquia, subiendo la todavía suave pendiente de un monte cercano al mar. Una ermita de piedra con una espadaña no del todo vertical y unas pocas casas, irregulares, de construcción elemental, también del granito frecuente en la zona, a su alrededor. En el silencio solo roto por el kikirikí de una gallo o el mugir de alguna vaca en su prado, retumbaba sordo el mar cuando la ola se rompía contra el acantilado. Desde allí arriba se divisaba otro pequeño núcleo de casas, igual de humildes y simples, cerca de donde se extendía un arenal con una longitud de poco más de un centenar de metros. Algunas barquillas, unas pobres artes de pesca y el azacaneo al amanecer y a la vuelta de la mar, informaban del oficio de las gentes que allí vivían. Dos mundos paralelos, cada uno en su afán. Complementándose con el intercambio de alimentos: unos puñados de maíz por un cesto de peces, aún vivos. Arriba, las medias negras cubriendo la piel pudorosa. Abajo, las pantorrillas desnudas, curtidas de sol, de brisas y sales.

Era fecunda la tierra y daba trabajo a los hijos y a los hijos de éstos. Era generoso el mar y proveía de plata saltarina el fondo húmedo sobre las quillas. Se multiplicaron los animales en la ladera y crecieron casas y barcos junto a la orilla. Se levantaron nuevas casas, más altas, más cómodas, más actuales. La antigua carretera desapareció, mejor dicho, se convirtió en la calle Camiño Real y paralela, recta, trazada a cordel nació otra más ancha con la que parecía que se aislaban los dos núcleos primitivos. Pero no. En sus márgenes florecieron, como si hubieran sido convocados deprisa, algún bar, más de una tienda, casas de factura novedosa con miradores, porches y floridos jardines.

Como a un panal dorado, acudieron una Caja de Ahorros, luego un banco, luego otro y un día se elevó una grúa por la que se movían con facilidad vigas y cubas de obras. ¡Cinco pisos! Pero si parece Nueva York. Al nacer las primeras calles perpendiculares, se unieron sin darse cuenta los huertanos, los ganaderos y la gente de la mar. Con barcos de mayor calado, se hizo necesario un muelle y con este crecieron otra vez los barcos y su número. Lo que al principio era una artesanía de barro blanco, se convirtió en una fábrica con productos finos de caolín. El pequeño aserradero fue pronto un poderoso almacén de buena madera. La tierra, el mar y el trabajo del hombre hicieron el milagro.

Pero cuando un hijo crece tanto, se rebela y sueña con ocupar el lugar del padre. Más si este está lejano y solo busca la riqueza que el primero ha buscado y labrado con esfuerzo. Ya son un pueblo grande las dos aldeas y renuncian a la tutela del concejo que las amparaba. Se trazan nuevas calles y comienza la batalla por una independencia necesaria. Como regalo a su propio mérito, las autoridades reservan con acierto varias parcelas en el centro de las demás y la convierten en parque donde los ancianos tomarán el sol y las madres llevarán de paseo a sus niños. Pero hay más. En uno de los extremos, bien adecuada, se establece una pequeña pista a la que nadie se atreve a llamar polideportivo pero ese es su oficio. Tan necesario para esa edad en que se precisa correr sin peligro, saltar porque así lo piden los jóvenes músculos en desarrollo, competir para ganar el respeto de los iguales.

Me he detenido un rato mientras oigo su trinar de voces de ánimo unos a otros, de enfado ante la contrariedad, de júbilo ante los logros. Pero no es ese bullir de vitalidad lo que más me ha llamado la atención. O sí. Pero un solo muchacho en concreto. Salta y corre casi más que los otros, grita con fuerza, anima o protesta aunque prácticamente no toca bola. Se contorsiona como un alegre polichinela, pero. Pero apoyado en sus dos bastones de aluminio, prendidos a sus brazos, mientras sus piernecillas poco desarrolladas casi cuelgan inertes.

¿Fue la poliomielitis por una falta de vacunación? Casi seguro que sí pues observándolo más despacio se aprecia su piel más morena, su cabello ensortijado, sus rasgos distintos. Es posible que su primera infancia no conociera los cuidados de la pediatría preventiva, incluso los apuros de una economía precaria. Y es una maravilla contemplar su alegría, su viveza y la aceptación tal cual por el resto de sus compañeros.

En una época de egoísmos, de competencia y lucha por la vida, da consuelo mirar a estos chiquillos, al que tiene el problema físico y a todos los demás, compartiendo sin distingos la sana diversión de toda la vida, el juego, y el don, tal vez perecedero, de la alegría.

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