lunes, 4 de agosto de 2008

Sufrimientos

Es más que posible que no vuelva a encontrarme con Emilia. De hecho, fueron unos pocos minutos los que propiciaron el encuentro y si hubieran ocurrido un poco después, este no se hubiera producido porque mi autobús llegó enseguida.

Es la esquina de una importante avenida en no importa qué ciudad capital de provincia. Un indicador digital anuncia que la línea que espero tarda ocho minutos. En ese intervalo para un autobús de servicio discrecional en el sitio donde estoy. Baja un niño de pocos años con evidentes signos de afectación cerebral y dice ‘¡mami!’ mientras su madre recoge la mochila, en la que debe venir algún pañal aún sin utilizar, la botella de agua y poco más. Lo abraza y el niño pone un gesto de suma complacencia, correspondiendo con algún beso a la cadena de ellos que su madre le da. Se alejan, el pequeño de la mano. Tarda algo en bajar una segunda persona pues la puerta permanece abierta. El monitor, perdonen pero voy a abrir un paréntesis. El monitor es un joven de veintipocos, con melena no muy cuidada, camiseta oscura sin mangas, pantalón a media pierna, o pirata, con barba de varios días, brazos adornados con varias pulseras de cuero, peludos, igual que de las pantorrillas hacia abajo, que es lo que le veo, sandalias de cuero y sobre todo, sobre todo, gesto apacible, ojos oscuros que me parecen cargados de paciencia y una sonrisa en la que no aparece ningún signo de ser mínimamente forzada. Cierro paréntesis. El monitor desde la puerta abierta se dirige a alguien, llamando ‘¡Emilia, Emilia!’ y añadiendo algunas pocas palabras, que aunque no consigo entender, su tono es afable. Desaparece un momento en el interior del vehículo y al poco aparece sujetando suavemente del brazo a Emilia, que parece resistirse un poco.

Emilia debe tener entre once y doce años. No sé, es posible que alguno más pero no soy capaz de definir hasta ese punto. Su cuerpo apunta el florecer de la pubertad. Hay un inicio de busto adolescente y sus caderas se están redondeando algo. Viste una camiseta sencilla y un pantalón también pirata de algodón. Calza unas zapatillas de lona. Una chica normal de hoy, diríamos. Pero su expresión facial denota un cierto grado de retraso mental –disculpen, pero cada vez domino menos la jerga que se va construyendo para no herir susceptibilidades, con lo que estoy totalmente de acuerdo. Pero creo que me entienden- y sus ojos expresan un llanto reciente. Tal vez hay alguna lágrima aún humedeciendo las mejillas y de sus labios se desprende un fino hilillo de baba. El monitor le ofrece desde dentro algo que ella rechaza. Ante sus insistencia, accede a tomarlo en sus manos: es un pequeño bolso de loneta que hace juego con la mochila que sí sujeta al hombro. Creo que ambas prendas son de una conocida marca deportiva y su precio no debió ser pequeño. ¿Un regalo del último cumpleaños? Sostiene un momento el bolso en la mano y con gesto enfurecido lo arroja a los pies de su madre que la espera a la puerta del bus, de donde por fin baja la niña.

Su madre podría pasar también por una casi adolescente. Es menuda, delgada, de pelo rubio sin tinte y unos ojos claros velados de una tristeza que se advierte permanente. Viste prácticamente como su hija: una camiseta de tirantas, un pantalón por encima de los tobillos –en uno de ellos lleva una pulsera, que parece de plata- unas sandalias y un pequeño y sencillo bolso de tela colgando terciado con un delgado cordón. Al detenerme más observándola, compruebo que es poco mayor que el monitor. Le faltan aún unos pocos años para los treinta. Es posible que alumbrara a Emilia muy joven.

Ya les dije que esta había tirado su caro bolso de loneta al suelo. Su madre le dice que lo recoja y la niña dice un ¡no! desgarrado con todas sus fuerzas y con todo su cuerpo: con la boca, con los ojos, con los brazos, incluso haciendo una pequeña flexión con las rodillas. La madre empieza a repetírselo en tono bajo, casi suplicante. Luego lo eleva un poco. Otra vez más intentando alcanzar un cierto nivel de autoridad. A la quinta o sexta vez, grita ‘¡cógelo!. Al grito de su madre, Emilia responde gritando también su ¡¡NOO!.

No sé si hago el gilipollas pretendiendo arreglar el mundo. Me dirijo a la chiquilla y medio le susurro:

- Venga, Émily, si es un bolso muy bonito.
- Mira –dice la madre- te ha dicho Émily, como (y pronuncia un nombre que no distingo).

La niña me mira un momento, sorprendida. ‘¿Quién es este tipo desconocido que se dirige a mí por mi nombre preferido, sin haberlo visto nunca?’ pienso que piensa. Pero en seguida, se le pasa la impresión de lo inesperado y se aleja unos pasos, cruzados los brazos dando a entender que el bolso permanecerá donde está si su madre no lo recoge. Ésta se agacha por fin y tomándolo enfadada, le da un pellizco en el brazo a su hija, que chilla y se zafa.

Llega mi autobús y no veo el final de lo ocurrido que me resulta fácil de suponer. He visto una escena que me revela un dolor permanente de varias personas, las dos que han estado cerca de mí y alguna otra que comparte una angustia que nunca supusieron y a la que no le ven solución ni final. Hay una losa de pena en el bochorno de una tarde cualquiera de verano. Lo último que he captado es que hay varias señales de pellizcos de distinta antigüedad en los brazos de esa criatura inocente. Es probable que su madre sea también inocente, y desde luego una enorme sufridora por motivos que no voy a elucubrar, a pesar de esas marcas en la piel de una niña que está empezando a ser mujer. Una mujer, casi con toda certeza, también desgraciada.

2 comentarios:

Lister dijo...

Estimado amigo Pedro, perdona mi largo silencio compañero, te suelo leer en el Que! pero ya no te dejaba comentarios en este lado del oceano. Observo que sigues siendo un magnifico contador de pequeñas pero genuinas historias costumbristas, esta de Emilia es sobrecogedora por real.
Seguramente otra persona no se percataria de esos pequeños detalles que tu describes Pedro, ni meteria baza intentando aplacar la rabieta de la niña. Me viene a la memoria ahora, tu post de la pava aquella y su armario ropero que te amenazo porque la mirabas, y recuerdo la rabia que me dio por no haber estado alli para llamarle cretino.
En fin amigo, te seguire leyendo tus magnifica cronicas a ras de suelo que manan cerca de un riachuelo llamado Giraldo. Voy a estar un par de semanas fuera con la familia pero no volvere a perder tu pista (Por fin consegui poner enlaces en el blog)
Un abrazo

Anónimo dijo...

Pense, y no me equivocaba, que si pasaba por esta esquina os encontraría a los dos.
Yo también me alegro de volver a leer estas estupendas historias tuyas; querido amigo esa cercanía tuya con lo que cuentas, el implicarte y no ser un mero observador, aunque aveces te cueste el tenerte que enfrentar con armarios de cuatro puertas como el que recuerda Lister, es lo que a mi entender hace que seas alguien tan especial. Tanto que la mayoría de las veces no encuentro nada que comentar (que no resulte tonto o banal) y tampoco quiero halagarte demasiado que luego te vuelves engreido.
Besos