miércoles, 6 de agosto de 2008

Murallas

Una cacatúa, les juro que no recuerdo quién, pero desde que supe que había una autora de la frase que les voy a decir, la asocié con ese pájaro al que asociamos pobreza absoluta de ideas, lengua articulada desagradable, mal aspecto y al humanizarlo, le aplicamos el concepto de mala baba, por no expresarlo en términos lácteos. La expresión no puede ser más odiosa: ‘Una mujer nunca es lo bastante delgada, ni lo bastante rica’. Ahí queda eso. Ni la inteligencia, ni la simpatía, ni la bondad, nada. Ricas y delgadas. Hasta las publicaciones más serias subsisten con anuncios de cosmética carísima, de relojes que valen el sueldo de un mes de cualquier currante y de una u otra forma intercalan su reportaje sobre moda, con la excusa de un desfile, de una nueva colección o porque el Ebro pasa por Zaragoza. Por no hablar de joyas o bibelots. Siempre con la imagen de una mujer joven, delgada y a la que suponemos unos buenos ingresos, al menos por posar.

Frecuento bastante una empresa donde la mayoría de su personal son mujeres. Las hay más altas, más bajas, más jóvenes, más atractivas, más serias, más parlanchinas, de todo un poco. Trabajan por turnos y unas veces coincido con unas o con otras, como ellas mismas entre sí. Me encanta coquetear ingenuamente, de un inofensivo total, con las más extrovertidas. A una le gusta, cómo no, que me dé cuenta de que se ha arreglado el pelo, a otra le digo bromeando que lástima de alianzas que lucimos ella y yo, que si no ya se vería, o a otra que tiene un bebé de pocos meses, consigo que me cuente qué adelantos hace, si le salió otro diente y cosas así.

En una de las secciones está el patito feo que ya nunca llegará a cisne. Suele tener escaso trato con el público y ella además procura evitarlo, enfrascada en su tarea, la vista baja, el gesto casi siempre algo huraño. Casi tuve que hacer contorsiones el día que conseguí leer su nombre en la placa identificativa que lleva en el pecho. Por supuesto esa vez no le dirigí ninguna palabra, pues si de reojo había advertido que yo daba un poco vueltas a su alrededor y luego le decía algo, temí que me soltara un bufido o interpretara mi actitud de forma equivocada.

Es morena, de estatura inferior a la media, tiene la carita redonda y poco agraciada. Su mayor complejo, supongo, es estar en los límites entre el sobrepeso y la franca obesidad. Su ropa le queda casi siempre pequeña, porque me imagino que en esta época del año, sintiendo sobre sí la mirada de más personas y consciente de su párvulo atractivo, lo compensa a la hora de las comidas, gratificándose con raciones generosas aunque con la mala conciencia de no cuidarse lo suficiente. Ese sentimiento transgresión-culpa permanente que lleva a tanta gente al diván. Es joven aún y supongo que debe pasar mal rato en muchas ocasiones: al ver a otras chicas de su edad con ropa moderna y estimulante quizás no sea capaz de evitar las comparaciones para atormentarse; al contemplar en mil y un espejos virtuales los modelos que tiránicamente se pretenden imponer; al soportar miradas de burla o incluso de lástima, qué sé yo.

Pero yo ya conocía un secreto suyo. Podía dirigirme a ella por su nombre de pila y en un libro de Dale Carnegie leí hace muchísimos años que a todos nos complace que se dirijan a uno de la forma más individualizada posible: por nuestro propio nombre. ‘Elena –le dije un día- podrías indicarme dónde puedo encontrar tal cosa?’. Estaba como siempre en su faena cotidiana y levantó la cabeza un poco sorprendida. ‘¿Y quién será este tío que me habla de forma tan directa’?, supuse que pensó. Respondió a mi pregunta en un tono neutro, al menos no de rechazo, y en eso consistió nuestro primer diálogo.

Pero una vez que pasaron un par de días, me hice el encontradizo y simplemente la saludé, ‘Hola, Elena’. Cuando me respondió con otro ¡hola! que si no fue cordial, revelaba que había levantado la barrera de la hostilidad, le pregunté pues no llevaba ese día su tarjeta de identificación si su nombre se escribía con hache o sin ella. Me respondió que de más joven sí que lo escribió con hache durante algún tiempo. ‘O sea, que conoces la historia de Helena de Troya –le contraataqué-‘. Como si hubiera pronunciado un ‘ábrete, sésamo’, conseguí que se abriera la muralla de cualquier desconfianza que aún pudiera quedarle. No solo había visto la película, sino que me demostró que al menos parcialmente se había internado en La Ilíada. Haciéndome un poco el ignorante le tiré un poco más de la lengua y, aunque ruborosa, me fue dando datos de los que concluí que dedicaba parte de sus ratos de ocio a la lectura.

Nunca he tirado de la cuerda como para que se tense demasiado. Quiero decir que no entablo un diálogo con ella siempre que me la cruzo. Pero ha bajado conmigo la guardia tras la que se acoraza con gran parte de la humanidad que la rodea. No cometo la hipocresía de alabar dotes que no posee pero aprovecho para decirle que su pulsera es bonita o alguna levedad parecida. Ya he conseguido, pocas veces pero queda tiempo por delante, que esboce alguna sonrisa. No me cuesta ningún esfuerzo dirigirle una sincera frase agradable y sé que al menos intento compensar los malos ratos que soporta, unos provocados por la crueldad gratuita e innecesaria de la sociedad en que nos ha tocado vivir y otros por los que se inflige ella a sí misma. Qué fácil y qué barato resulta regalar unos segundos de felicidad.

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