viernes, 13 de junio de 2008

Altruismo

Es delgado. Alambreño, que es un adjetivo que me gusta mucho. Solo que sería un trozo pequeño de alambre, porque tampoco es alto. Tiene la piel, vieja y manchada, de un color blanco rojizo que indica que ha debido ser muy rubio de joven. El poco pelo que le queda es blanco, pero no ese blanco nieve que a veces confiere cierta ‘nobleza’ a algunas cabezas, sino con hebras blanquecinas entre doradas y alguna que quiero adivinar rojiza. Si yo fuera director de cine, o responsable de un casting no lo elegiría como abuelito bondadoso, sino como anciano inquieto, vivaracho, pues este es realmente el aspecto que destaca cuando se habla con él.

Sus ojos son naturalmente muy claros y da la impresión de que se va a oír de pronto un motorcillo eléctrico porque parecen dos taladros que ven, porque se cuelan muy dentro del cerebro de su interlocutor. Su labia es nerviosa, rápida, pero nítida y perfectamente entendible porque responde a una claridad de ideas que expone con palabras exactas. Viste una camisa barata de manga corta y un pantalón claro, de verano, que bien puede ser de mercadillo. Su look, aunque no me termina de gustar el palabro inglés, es el de una persona de vestimenta humilde pero limpio, muy presentable, a lo que contribuye su impecable afeitado.

Solo he coincidido un par de veces con él. Pero estando muy cerca de mí, la primera de ellas, yo nombro a una persona ya fallecida y con un brillo que le surge de pronto en los ojos, no duda en preguntarme ‘Ah, ¿entonces usted conoció a Fulano?’. Le aclaro que sí, que fue compañero de trabajo de alguien con quien tuve bastante cercanía y que alguna que otra vez tuve ocasión de tratar a dicha persona, que me merecía un alto concepto por su honradez, en una situación y un cargo en el que muchos sucumben al atractivo del poder, que mutan su condición personal con el señuelo de los altos despachos y las gabelas que el poder arrastra consigo.

Cuando me oye hablar de forma positiva de ese conocido común, se deshace en elogios, me cuenta anécdotas, me explica hechos y sucesos que compartieron juntos en épocas difíciles. Pertenecían al mismo clan: al de la gente honesta que cuando les llega el momento de trabajar por el bien de una comunidad lo hacen como lo más natural del mundo, como si dedicar tiempo, trabajo, esfuerzos y renuncias en aras del bien común fuera lo más normal del mundo, lo más frecuente, lo único lógico.

Le digo que no, que esa es una especie en vías de extinción, que hoy el dinero lo invade todo, que muchos renuncian a sus ideas morales, políticas, religiosas o conceptuales por practicar la adoración al becerro de oro. Lo duda un momento antes de darme la razón, pero como si su voluntarismo le impulsara a ignorar lo despreciable, vuelve a contarme hechos hermosos, gestos de solidaridad, escenas donde brilla la generosidad de alguien.

Ahora tiene entre manos una tarea, también altruista, pero que causa un cierto recelo entre parte de las personas con las que tiene que convivir a diario. Y vuelve a hacer gala de entusiasmo, como si fuera un chiquillo que comienza una colección de algo y dedica gran parte de su tiempo y de su ilusión a conseguir cada día aumentarla un poco. La fogosidad con que desarrolla sus tesis me llevan a la pregunta inevitable. (Hay formas de averiguar la edad de las personas sin necesidad de abordarlo directamente. Hasta cierta edad, a un hombre, siempre se le puede preguntar como quien no quiere la cosa ‘por curiosidad, ¿dónde hizo usted la mili?’. Como es una etapa que marcó a tantas generaciones, te da pelos y señales sobre el asunto y es muy difícil que no te diga ‘a qué quinta pertenece’. Por una simple operación matemática, se le resta veintiuno y nos da el año de nacimiento).

Cuando estoy dispuesto a pisar ese terreno, me dice espontáneamente ‘mira, porque te puedo hablar de tú, ¿verdad?; yo nací en el año 30 y ...’ continúa explicándome los hitos de esa empresa que ha acometido en el año en que cumple o ha cumplido, setenta y ocho años. Mientras le oigo, me voy un poco por los cerros de Úbeda pensando, ‘Dios mío, si desarrolla esta energía a esta edad, ¿qué no sería este tipo con treinta o cuarenta años menos?’.

Cuando nos despedimos me repite la calle y el número de su casa y, como si fuera lo más natural del mundo y me dice –algo que ocurre cada vez menos- que su puerta está abierta desde que se levanta, temprano por supuesto, hasta que la cierra al irse a dormir. No es infrecuente en un pueblo ver puertas abiertas o entornadas, pero suele haber un pequeño zaguán con un cancel acristalado que sí suele estar cerrado. ‘Un Zan Juanito’, me dijo una vez con toda la gracia del mundo una persona que podría tener más o menos la edad de mi nuevo colega, pero que ya se marchó al Jardín.

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