domingo, 8 de junio de 2008

Calladito

Hay un juego infantil, basado en un test psicológico o viceversa, que consiste en el ‘Si yo fuera...’ También puede ser un entretenimiento tras una cena de matrimonios o similar. Veamos. Si yo fuera... ‘un pez’: - sería pintarroja; - sería delfín; - sería carpa. Y no vale repetir. Luego cada jugador explica en una frase breve por qué sería ese pez y no otro. Si yo fuera... ‘un árbol’: - sería encina; - sería drago; - sería limonero. ¿Lo entienden, verdad?

Si yo fuera un animal... Seguro que a alguien se le ocurre decir en seguida, perro. Pues bien, pueden creerme que yo sería el primero en decir ‘perro’. No porque me apetezca ladrar, o porque sea un ejemplo de fidelidad. No. Sería perro, porque siempre estaría con la lengua fuera, como si me hubiera dado una caminata, que me las suelo dar, dicho sea de paso. Pero estaría con la lengua fuera porque creo que la tengo un poco mayor que mi capacidad bucal. Porque hablo alguna vez más de la cuenta. Porque pego la hebra con quien primero se me pone a tiro. Porque si hago alguna cola para algo, en seguida estoy mirando a quien dirigirle la palabra con cualquier motivo.

Y pueden estar seguros de que esto tiene su cara y su cruz. Hace unos pocos días, estoy en una pequeña fila, esperando algo. Delante de mí, hay una joven madre, con un bebé precioso, como todos, con un pelo largo y negrísimo. No tengo mal cálculo para las edades y tras alabar su hermosura, le pregunto a la chica ‘¿A que no tiene aún la cuarentena?’; ‘Claro que no –me responde- hasta mañana no cumple el mes’. Podría haberme callado, pero la cola se mueve poco y aprovecho para seguir enredando la madeja. Paréntesis. Algunos de ustedes saben que no tengo hijos. Lo cierto es que en su momento no los eché demasiado en falta. Luego dejó de ser un tema de mi preferencia. Hasta en algún momento creo haberme alegrado de no haberlos tenido. Cierro paréntesis.

Pero, ay, ahora tengo muy claro que me dejaría cortar algunos dedos de la mano izquierda o alguno de los pies por ser abuelo. Veo un bebé y me parece que en seguida va a empezar a correr un hilillo de baba por la comisura de mis labios. Así que le digo a la joven mamá: 'Pobrecillo, aquí con estas luces, con este ruido. Con lo a gustito que ha estado los últimos meses en tu tripa, sin frío ni calor, nadando como un precioso ranito, oyendo tu voz y sintiendo el latido de tu corazón como música que él adivinaba que lo protegía de todo...’; ‘Ay, pero no sabe usted las ganas que tenía de que naciera. Primero para verlo y tenerlo en mis brazos y luego porque ustedes los hombres no se imaginan lo que es andar con ese barrigón pesado las veinticuatro horas del día’.

Sin que yo me diera cuenta se ha acercado una joven embarazada que estaba un par de puestos detrás y participa en la conversación. Es guapa, con unos ojos grises muy llamativos, morena y con un rostro verdaderamente atractivo. Lleva un vestido negro que le sienta de maravilla y no sé si soy un viejo verde, pero creo que su escote atrae la mirada de noventa y nueve de cada cien hombres con los que se cruce. ‘Verdad –afirma la belleza- a mí me faltan aún dos meses y me parece mentira el calor que me queda que pasar hasta que nazca la niña’. ‘Ah, que traes una niña –le contesto- qué bien. ¿Pero y lo a gusto que se encuentra ahora ahí en tu tripa, durmiendo cuando le parece, arrullada por el latido de tu corazón y dándose de vez en cuando una voltereta?’ Fueron más o menos mis palabras, pero mi mirada, seguro, seguro que se escapó en algún momento a su escote. Llevaba una minicazadora vaquera, que instintivamente intentó cerrar. Se dio la vuelta y se alejó unos pasos. No le di ninguna importancia.

Pero un minuto más tarde, un tipo de metrochenta, cuadrado como un frigorífico, me toca en el hombro y me dice con tono amenazante: ‘Si vuelve usted a mirar el escote de mi mujer, le parto las gafas’. ‘Disculpe –le digo- pero me parece que hay un malentendido’. ‘Ni malentendido ni ... (aquí una palabra de calibre muy grueso), que le voy a partir la cara’. Si dicen que una retirada a tiempo es una victoria, comprendí que un silencio en ese momento era mi única defensa. El tipo se volvió, orgulloso de su hazaña, junto a su bella esposa, que tenía la mirada en el suelo. Respiré hondo tres o cuatro veces y procuré volver a mi estado de serenidad habitual.

¿Qué le había dicho la pavita al frigorífico? ¿Cómo de indiscreta podía haber sido mi mirada, que por cierto, procuro controlar? ¿Qué bronca podría haber habido entre esa pareja antes de salir de casa, o en el coche, tal vez motivada por el escote? No lo sé, ni me importa, pero tal vez no debí comentar nada a la mamá del bebé de un mes, y haber hecho mi cola en silencio o leyendo el libro que aún tenía entre las manos. Mi lengua de perro, que sale más de lo debido de mi boca me había jugado una mala pasada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Qué va!Yo hago lo mismo, y aunque es verdad que todavía nadie haya querido romperme la crisma, me parece indispensable que hablemos, que comuniquemos sin propósito y sin querer convencer de nada.
A menudo tengo la impresión que me han cambiado a España y a los Españoles, pero siento decir que en este caso, la actitud valentona y machista del frigorífico me parece muy conforme a lo que podía ser en tiempos pasados...Por otro lado,qué tía más tonta ¿no?