lunes, 16 de junio de 2008

Pandemia

No sé por qué -perdón, sí lo sé, y he usado la entrada como muletilla, pero no hace al caso- me acordé ayer del ‘Viejo’. Ya era el Viejo en los muy primeros setenta cuando lo conocí, pero es que él había nacido solo dos o tres años después de que lo hiciera el siglo XX. Por eso explicaré como primera anécdota suya, que uno de sus temas favoritos era la gripe del 18 (mil novecientos, por supuesto). Paréntesis. Es la pandemia (epidemia extendida por todo el planeta prácticamente) más letal documentada hasta ahora en la historia de la humanidad. Con un mínimo de 50 millones de muertos, pero hay quien hasta duplica esa cifra. ‘¿Y cómo esa duda, si dices que está documentada, Giraldo?’ Añado antes de responder que fue conocida como ‘gripe española’, pues al ocurrir en esa fecha, los Aliados de la Primera Guerra Mundial ejercieron sobre ella una censura de prensa, que España, al no estar involucrada, no practicó. Por eso no se conoce con exactitud el número de muertes, sino por cálculos indirectos. Cierro paréntesis.

El pueblo tenía solo algo más de mil habitantes y en pocos días se agotó la existencia de ataúdes. Curiosamente muchas de las víctimas de la ‘española’ fueron adultos jóvenes y saludables, a diferencia de otras epidemias de gripe que afectan sobre todo a niños, ancianos o personas debilitadas. Él sin embargo, estando en edad de sufrir el contagio, no lo padeció y formó parte del pequeño grupo de personas, que con un carro recogía los cadáveres envueltos en un par de mantas y les daban sepultura.

Era ‘camisa vieja’. Significa esto, aunque es expresión bastante conocida, que era falangista desde bastante antes de que Franco, en el 38, fusionara las distintas corrientes ideológicas de su bando y fundara el Movimiento Nacional, como partido único, basándose precisamente en la ‘supuesta ideología’ de la Falange y utilizara algunos de sus símbolos. Os puedo asegurar que he oído a poca gente largar, ni siquiera entre la izquierda, del franquismo con la claridad y el descaro que lo hacía el Viejo en su pequeña taberna. En unos tiempos en que al general ferrolano aún le quedaba por firmar un puñado de penas de muerte. Porque tenía la terrible fuerza –o el descaro- de proclamarse, falangista auténtico con lo que ello implicaba de ser tan antifranquista al menos como el Pecé. Probablemente con los años había ido perdiendo pelos de la lengua y simultáneamente había ido creando una cierta manía persecutoria por todo ello.

He dicho antes taberna, pero en realidad era un colmado, o abacería, o ‘armasén’, que así era como le llamaba todo el mundo. Era la versión minimalista de un hipermercado. Allí se podía comprar buena morcilla serrana, algún apero de labranza, calcetines, bacalao, camisas confeccionadas, legumbres a granel, algunos artículos de ferretería y cosas así. En un extremo del mostrador, que era en ángulo recto, había dos pequeños estantes de bebidas y tras el mostrador un frigorífico. Era, al menos para mí, una maravilla, situarme en la esquina, con una visión panorámica del armasén, con un botellín de cerveza y unos cacahuetes, y observar la fauna humana que entraba y salía, preguntaba, protestaba, pedía, consumía, discutía, casi todo ello en voz mucho más alta de lo necesario.

Deseaba yo, los lunes a mediodía, tras el madrugón y el centenar de kilómetros en el Seiscientos, cerrar el garito de trabajo y acercarme al armasén a tomar el botellín y como quien no quiere la cosa, averiguar si aquella noche caería una tapita de liebre en salsa. La única riqueza que le quedaba al pueblo era la caza, toda acotada, y los domingos aprovechando que venían los señoritos a escopetear, algún furtivo más atrevido se traía para el pueblo cuatro o seis liebres, que vendía a gente de muy mucha confianza.
O sea que el Viejo, que andaba por lo que hemos dicho rondando los setenta, seguía al frente de su pequeño negocio y los lunes hacía una verdadera obra de arte culinaria –tal vez se pasaba un poquito con el picante, pero era para que se pidiera más vino de acompañamiento- que tampoco servía a más que a gente de su confianza. Aunque los picoletos lo supieran, preferían no tener que identificar al furtivo, que tampoco era siempre el mismo.

Era de estatura media, entrado en carnes, algo congestivo con su cuello corto y su faz algo abotargada, pelo conservado y canoso, fumador de purillos pestilentes sin tragar el humo, corto en palabras si sospechaba que podía haber soplones alrededor, porque su verdadero, quizás único, enemigo era el alcalde y jefe local del Movimiento. Si venía un inspector de sanidad y le obligaba a alicatar el rincón donde colgaba la charcutería, era una insidia de su enemigo. Si por mor de la lluvia, había un apagón de luz más duradero de lo habitual, el culpable era siempre el mismo, que intentaba que la gente no saliera de casa y fuera a su mostrador a tomarse unos vinos. Si una parte del empedrado de su calle se llevaba más tiempo de la cuenta en mal estado, era para que los clientes tomaran otra ruta.

Si no hubiera sido por el Viejo y la amistad que me brindó –eso implicaba confianza, generosidad, afecto- aquel año hubiera sido para mí el equivalente a un destierro civil. Gracias a él, es un hito de agradable recuerdo en mi memoria.

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