lunes, 5 de mayo de 2008

Callejuelas

¿En qué rincón de la memoria restalla de pronto un latigazo y revives como si estuviera ocurriendo en ese momento lo que pasó hace años, bastantes años? He cruzado esta calle mil veces. Conozco cada detalle de su suelo, cada puerta, cada jardincillo, cada cancela. Hace ya tiempo lo que era casi un pequeño bulevar hoy ha quedado reducido a una estrecha separación donde cabe justo el tronco de los árboles que vi plantar y hoy son corpulentos. Todo sea para que el tráfico se haga más fluido y pueda haber una hilera de coches a cada lado. Llegamos veinte pioneros a lo que era casi un desierto de solares, cada uno con su coche y las casas tenían entrada de garaje. Hoy la mayoría tienen dos o tres hijos, cada uno se mueve en coche y todo el espacio aprovechable es poco. Para disimular, en el estrecho parterre de los árboles han sembrado unas rosas bravías, que sobreviven con agobio entre tanto humo y tanto ruido. Porque al final de la avenida han crecido cientos de casas adosadas y lo que era casi una arcadia de paz, es hoy una carretera donde en ningún momento falta un vehículo moviéndose.

Hoy he cruzado la calle justo frente a un pasadizo peatonal que une dos calles y al que dan los jardines de dos de los chalés primitivos. Aquella noche, Geli, el hijo de Ángel y Lucía pasó con su patineta de ocho ruedas haciendo ruido por el pasaje, que ni tenía ni tiene luz. Debía andar sobre los siete u ocho años. Como fieras, los perros de uno y otro jardín se vinieron ladrando hasta la valla que forma el pasadizo, dos débiles alambreras que ellos jamás sobrepasarían. Pero Geli se asustó como un niño que era, abandonó su patín y corrió veloz, sin pararse al llegar al bordillo de la acera. Como es cuesta arriba, los coches no suben con mucha velocidad. Aquel coche además era un seiscientos ya con años encima. Geli rodó por encima del capó a pesar del frenazo del seíta. Quedó inmóvil en el suelo. Los gritos que oi desde mi casa eran desgarradores. La conductora del seiscientos era la misma Lucía y por unos momentos, al reconocer aquella figura tendida en el suelo, pensó que había atropellado a su hijo y le había causado un daño irreparable. Casi llegué al mismo tiempo que ella, tras parar y bajarse, se agachaba sobre su hijo, que parecía un muñeco desmadejado en el suelo. Ya había acudido algún otro vecino.

Les indiqué que retiraran a Lucía e intentaran tranquilizarla. Me acerqué y me agaché junto al pequeño Angelito. No estaba inconsciente del todo, sino medio acurrucado, muy, muy asustado. Antes de tocarlo le hablé suavemente, ‘Qué tal Geli, menudo trompazo’. No me contestó pero abrió mucho los ojos al reconocer mi voz. Le había asistido cuando vino a mi casa con ronchas por todo el cuerpo porque se había metido en no sé qué matorrales. También fui a su casa una vez que tenía bastante fiebre en una de esas virasis que pillan los niños. Se sintió más reconfortado al oir mi voz. Antes de tocarlo, repito, le pregunté donde le dolía. ‘En la pierna’, me susurró. ‘¿Puedes moverla?’ La sacudió despacio. ‘¿Y la otra?’. ‘Esta no me duele’, y la movió decididamente. ‘¿Te duele la espalda’?. ‘Un poco’. ‘Contéstame solo con la cabeza. ¿Te duele aquí?’, le pregunté mientras le apretaba un brazo. Movió la cabeza afirmativamente. Era el brazo que le había quedado debajo. ‘Apriétame la mano’, y me la apretó con firmeza. ‘¿Y este brazo lo mueves bien?’, ‘Claro Pedro, a este no le pasa nada’. ‘Te he dicho que con la cabeza’. Varias veces me dijo que sí y que no moviendo su cuello con facilidad.

No era gran cosa, ni había motivos para preocuparse. Si conservaba movimiento y sensibilidad en las cuatro extremidades, si su cuello respondía a las órdenes que él le daba no había daño medular. ‘¿Te quieres levantar?’. Con toda la gracia del mundo me contestó: ‘Si te parece me voy a quedar a dormir aquí en medio toda la noche’. Lo sujeté por su brazo indemne y lo ayude á a levantarse. Cojeaba un poco pero se apoyaba en ambos pies. Los brazos también le respondían aunque uno seguía dolorido. ‘Anda, ve a consolar a tu madre, que es una llorona’. Lucía ya venía hacia nosotros con la cara descompuesta. Se le iluminó cuando vio a su hijo sano y salvo y hasta sonriendo. Entonces se puso a llorar silenciosamente abrazando fuertemente a su hijo.

Hoy, al oscurecer, he pasado por el callejón. Los perros que me han ladrado no son los mismos que a Geli. Pero siguen siendo grandes y con fuerte vozarrón. Me he parado, he sonreído y hasta les he dicho una palabrota a cada uno.

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