viernes, 9 de mayo de 2008

Hipersuperación

Si hay una circunstancia que me rebela es aquella que tiene algo que ver con el fisco. Maldita sea, no porque me recaude su buen puñado de euros, exprimiendo con ansia las ubres de mis ya de por sí escuálidas reservas, sino porque sé que cuatro vainas se van a gastar esos eurillos que me abandonan en asuntos que veo muchas veces torcidos y otras muchas, despilfarrados.

Pero no quiero apesadumbrar a nadie con mis lamentos que mayo, el mes de las flores, es desde hace mucho el de los impuestos. Y mira por dónde que a este vuestro humilde amigo jamás le devuelven ni un ochavo. Será porque no tengo hijos, porque no me retienen lo suficiente o porque debo ser el más torpe de mi clase y siempre tengo que cargar con las orejas de burro. Por lo pronto se me han dirigido a mí con sobre certificado, y al no responder al timbre de la puerta –lógico, lo tengo averiado y no pienso arreglarlo- el cartero me deja un papel inquietante donde no pone carta, ni paquete postal, sino ‘notificación’. Toma ya. Más el membrete dichoso. Busco madera próxima y al no hallarla, me toqueteo el cráneo. Los hados me protejan.

Llego a un edificio precioso, al que conocí con un uso lúdico y hoy, ay, es sede de una delegación de la Economía oficial. Llevo mi bolso tipo cartera, no el hippioso, pues he puesto dentro algunos folios nuevos, más la notificación y no quiero que se arruguen, y el segurata se dirige a mí cuando lo mira en el escáner y me dice muy serio ‘lleva usted un cuchillo. Entréguemelo’. Jo. Tiene toda la razón. Algunas veces llevo fruta para tomar a media mañana y en todos los bolsos acarreo siempre un pequeño cuchillo de punta roma. Se lo doy, con el mango hacia él, no sin advertirle que es bastante inofensivo.

No tengo que hacer colas para ninguna ventanilla porque en información me dicen, me asusto, que tengo que hablar con alguien en un despacho interior, que me señalan. Accedo a él, pero está vacío. Se me viene ‘El proceso’ de Kafka a la mente, pero espero que el agua no llegue al río. Se me ocurre la idea de agarrar el ratón que tengo cerca por si pudiera iniciar algún caos. Pero desisto. Lo más probable es que esté bloqueado.

Oigo un cierto roce a mi espalda y me vuelvo. Recibo una sonrisa y un ‘buenos días’. Como comienzo no está nada mal. Es una chica de rostro joven y se mueve en un carrito de ruedas. Su cuello está notoriamente torcido y sus manos bastante engarabitadas. Pero lo que más me impresiona, al pasar junto a mí es la enorme deformación de su columna vertebral, que la obliga a adoptar una postura difícil, casi inverosímil sobre su silla. Esta tiene un complicado cuadro de mandos que maneja rápida con la escasísima movilidad de sus dedos. Nunca he visto una columna como esa. Diría que es una ‘S’, pero caligráfica, retorcida. No puedo impedir el pensamiento de que esa postura ha de ser perennemente dolorosa. Y a pesar de todo me ha sonreído con sus buenos días. Dios. ¡Dios!

Me importa ya bien poco que Hacienda me vaya a maltratar con un latigazo. Si lo comparo con la tortura ineludible, constante, de esa mujer, debe ser una nimiedad. Además no borra la sonrisa de su cara y con paciencia, pues no le atiendo bien a la primera explicación, pendiente y ensimismado en ella misma, me lo repite. Resulta que no me van a sangrar, sino solo que debo presentar en un plazo unos documentos de una compraventa que hice el año pasado. Ha manipulado un pequeño aparato, que luego me he dado cuenta que es un ratón adaptado a su minusvalía y ha escrito con cierta dificultad pero con rapidez algo en la pantalla que debe estar relacionado con mi comparecencia.

No sé despedirme. Quiero decirle palabras amables, pero que en ningún modo demuestren algún tipo de lástima, sino de admiración. Me la imagino desde pequeña escalando una pared rocosa donde los demás encontramos un camino llano. Y aún así, está donde ha llegado. Únicamente acierto a darle las gracias por su amabilidad y a dedicarle una corta frase afectuosa. Su sonrisa se ensancha aún más y me dice simplemente ‘adiós’.

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