martes, 13 de mayo de 2008

Rancidez

Abro paréntesis: sé que a veces utilizo alguna palabra de esas que no son de uso común. Mentiría si dijera que no lo hago con un cierto afán de caballero andante: intento rescatar a una doncella, que por algún motivo me enamora, de la prisión del tiempo o del olvido y de cuyo brazo me gusta presumir aunque sea el leve y fugaz paso por este rincón tan fácil de olvidar. Cierro paréntesis.

Ocurre que después de no pocos años cerrada, una casa con la que no sabía, ni sé muy bien, qué hacer es desde hace algún tiempo mi morada, de nuevo, habitual. He rescatado un poco de su descuido el pequeño erial de lo que un día pudo llamarse jardín. He podado algunos árboles, he desbrozado rincones donde solo habitaban matojos y me solazo un poco con la visión de los pájaros que, como lo tenían por suyo, siguen viniendo aquí porque lo siguen considerando amparo seguro. Yo hago lo posible porque no cambien de idea.

Pero el interior de la casa también andaba, y anda bastante aún, desparramado y algo desolado. Hemos habilitado solo las zonas necesarias para que su habitabilidad sea, si no placentera, al menos cómoda y funcional. Abandoné lo que fue estudio, despacho o como quieran llamarle y me he instalado con unos pocos libros y el ordenador en un sitio más pequeño, pero con calor de hogar. No les cuento más mi vida, que bien poco interesante es.

O bueno, sí. Porque el título que encabeza esto se refiere a que también en lo que podía ser una pequeña bodega, he descubierto, empolvadas y con aspecto no muy atractivo, unas pocas botellas, que en su día, ¿diez años? olvidé. He de confesar que la afición al vino es uno de mis pocos vicios confesables. Los inconfesables, si es que tengo alguno, su propio nombre indica que seguirán ocultos. Aunque la primera intención fue vaciarlas en un sumidero y llevar al contenedor verde sus vidrios, al abrir la primera no resistí olerla y su aroma no me pareció que fuera desagradable, aunque sí fuerte. En un vaso escancié dos dedos y un vino que estaba etiquetado por ‘pale dry’, había dejado de ser pálido, tomando un tono cobrizo y no dudé que seguiría siendo seco. Estaba algo turbio, pero ello no me hizo desistir en probarlo. Cuando lo albergué en la boca supe al momento que estaba ante un vino enranciado, pero no avinagrado. Se me vino a la cabeza algo que escribía nada menos que Elio Antonio De N(L)ebrija, clasificando caldos: vino aguado, especiado, rancio, dulce, abocado... No me supo mal aquel vino rancio, pero su sabor fuerte tampoco me hacía del todo feliz. Sabiendo que con la botella abierta y oxidado su contenido, sería muy pronto víctima de desagrado, se me vino una idea a la cabeza.

Al comienzo del invierno me hice con una provisión de mosto, vino muy joven casi niño, que está empezando a perder su inocencia y frescura. ¿Y si mezclo la ancianidad de mi reencontrado tesoro con este otro que quiere entrar en la adolescencia? Pues les aseguro que he conseguido un engendro que si bien conserva algo de turbidez, resulta de un paladar no diré exquisito, pero sí agradable y desde luego novedoso.

Es una experiencia sin importancia. Lo que ocurre es que en seguida pensé en este blog, donde se mezcla mi aporte rancio (el diccionario de la Real Academia, define ‘rancio’: “Se dice del vino... que con el tiempo adquieren sabor y olor más fuertes, mejorándose o echándose a perder”. Yo diría que no acierta demasiado. Este vino de que hablo al principio no se ha mejorado, pues no es en sí ninguna joya, pero tampoco se ha echado a perder. Eso sí, su olor y color son más fuertes. Mitad y mitad, diría yo. Digo que mi aporte rancio no casa mal del todo con vuestra, la de la mayoría, juventud.

Es la hora del aperitivo y me dispongo a consumir una copa, casi seguro dos, y brindo por la salud y la suerte de todos ustedes.

No hay comentarios: