jueves, 1 de mayo de 2008

Estroboscopia

Espeluznante. O fascinante, o alucinante, o qué sé yo. Un sol brillantísimo para mí solo, y a su alrededor varios soles más pequeños, anaranjados, con infinitos meridianos, o craquelados con figuras indescriptibles. De pronto, paf, un relámpago verde que se acompaña luego de estrellas de colores. Pero solo son milisegundos y vuelven los soles variados, aunque algunos son ahora de un rojo intenso, alrededor del sol deslumbrante que me tiene a su merced. Paf, paf, paf. Se suceden los destellos verdes y sus estrellitas satélites. Cuento hasta cincuenta.

‘Ahora el otro ojo’, me dice la voz amable. No, no estoy bajos los efectos de ningún hongo, ni me he comido ningún tripi, ni pasti, ni he bebido cosas raras. Estoy frente a mi oculista de confianza que ya me advirtió que el láser que me está aplicando me podría parecer un viaje fantasioso, o un videojuego en el que yo tenía que permanecer muy quieto. Otros cincuenta disparos. Paf, paf.

Pero mucho me temo que he empezado por el final. Recapitulemos. Antes, en el centro de la ciudad, la clínica estaba en un piso antiguo, remodelado, pero todavía se podía adivinar que aquella consulta había sido cocina o la de al lado, dormitorio, con su armario empotrado. El salón era ahora un recibidor al que le habían acoplado un pequeño mostrador donde se asentaba el monitor y la impresora. La chica que me recibía llevaba una blusa de pijama quirúrgico como símbolo de que entraba en un santuario de la salud. La segunda chica que me acompañaba a la pequeña salita para ponerme el colirio y aplicar mi frente y mi barbilla a la lupa electrónica vestía también un pijama completo, blanco, como las auxiliares o enfermeras de cualquier hospital.

Aún se conservaba, como despacho respetable el del fundador de la dinastía. Maderas nobles, mesa tallada, lámpara de pergamino. El ordenador parecía una anacronismo modernista. En el rincón de mayor amplitud estaba instalado el aparataje más moderno, como huyendo de la sobria alcurnia presidida por un óleo no excesivamente conseguido, todo hay que decirlo, del patriarca. En una urna, iluminada por un foco halógeno, se conservaban algunos instrumentos oftalmológicos de principios del siglo XX. Uno se sentía como en una capilla, con relicarios incluidos.

Ahora la clínica está en una zona moderna por donde se expande la ciudad. Un edificio de acero y cristal, con amplia escalinata. No me hace feliz pensar que voy a pasar unas horas en el sótano 1 –donde debe ser más barato el metro cuadrado- pero me consuela saber que hay sótano 2 y sótano 3 que es el garaje. Para anular la impresión de catacumba, la iluminación es acogedora. Las paredes están revestidas de falsa madera y el suelo brillante de piedra artificial le confieren algo de calidez.

Fijándome bien, la chica que está detrás de un amplio y cómodo mostrador, donde cabrían varios equipos informáticos más, es la misma de la bata corta sanitaria. La reconozco por su voz y su sonrisa. Pero ahora viste una elegante chaqueta negra sobre una blusa crema, que la hacen parecer incluso un poquito más delgada, lo que la favorece. Tiene otra acompañante, ataviada de igual forma, que trabaja sin levantar la cabeza de su tarea. Me hacen pasar a una amplia sala de espera, donde cuento hasta doce asientos modernistas, aunque solo están ocupados cuatro o cinco. Menos mal. Veo que hay dos puertas de grueso cristal opaco. Junto a una de ellas pone Unidad 8 y en la otra, 10.

Una elegante azafata me invita a pasar a un antedespacho. Viste un elegante traje pantalón negro, idéntica blusa crema y lleva el pelo pulcramente recogido en una cola de caballo. Lleva discreto maquillaje y me hace sentarme ante la lupa electrónica. En ella son sus ojos claros, que acompañan a su belleza morena, los que la delatan. Es la misma chica del pijama quirúrgico. Me repite no sé cuántas veces ‘don Pedro’ y tengo que darle una pequeña broma para que abandone su seriedad, para que se relaje y sonría. ‘Somos viejos conocidos –le digo- y no me gusta nada lo de don Pedro’.

Tras pasar por la unidad 8, ojo que ya no se llama consulta, donde me ve el doctor, luego por un amplio pasillo me dirigen a la unidad 5 donde me dan los cien disparos. Salgo viendo estrellitas y luciérnagas, por lo que me llevan a otra sala de moderada iluminación, casi en penumbra, hasta que recupere un poco la visión normal.

Y a mí que me gustaba más el piso antiguo del centro...

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